miércoles, 5 de febrero de 2014

¿Qué tienen que ver lo bueno y lo bello con lo verdadero? (asuntos trascendentales, I)

Lo característico y sorprendente de nuestra existencia parece ser esto: todo lo que ocurre, ocurre o es real, pero no todo lo que ocurre es bueno, ni bello. Tampoco todo lo que es bello es bueno, ni todo lo que es bueno es bello. Es un hecho, un verdadero hecho, que llueve ahora, pero puede que no sea bueno, ni bello, que esté lloviendo ahora. Es un hecho que alguien está ahora diciendo algo a alguien, pero puede que no sea buena, ni bella, esa acción.

Es verdad que, según ciertos místicos, para el Dios todo es bueno y bello, y solo los mortales, por nuestra ignorancia (o nuestra maldad o nuestra fealdad), vemos unas cosas como buenas y otras como malas, unas como bellas y otras como feas, cuando, en verdad verdadera, lo malo y lo feo no pueden existir. Ahora bien, ese dios, que es capaz de no ver lo malo y lo feo, tiene que tener un conocimiento muy diferente al que tenemos los mortales. Nosotros habitamos (si es que no “somos”) una perspectiva, un lugar particular en el Todo; él habitaría en ningún lugar y en todos, en una perspectiva universal sin ángulo ni sesgo alguno. Quizás desde ahí se vea, sí, que la destrucción de cada cosa, su vuelta allí de donde salió, es el pago que recibe de las otras olas por su injusto atrevimiento al salir del océano infinito por un tiempo. Quizás debiéramos desear y buscar esa perspectiva sin perspectiva. Pero lo que no es posible es ver las cosas como las vemos nosotros y, sin embargo, a la vez, no encontrar mal y fealdad por todas partes: es,. para nosotros, hasta monstruoso y fanático negar la existencia del mal y la fealdad (y tampoco es posible tomar ahora la decisión de ver las cosas como las ve el infinito, ni, en general, pasar a la “salvación” o a algún estado mesiánico sin trabajar el tiempo –y el espacio-).

Nuestra existencia actual consiste en perspectiva y desajuste, desajuste entre lo que de hecho pasa y hacemos y lo que creemos que sería bueno y bello que pasara y que hiciéramos. Sin ese desajuste, a nuestra existencia le faltaría toda dirección y todo motor. Lo bueno y lo malo introducen orientación en el espacio de lo que pasa. También lo bello discrimina en lo existente. Lo bueno y lo bello, a diferencia, al parecer, de lo verdadero, juzgan y valoran lo que es, no lo aceptan tal cual es. Pero ese desacuerdo es, precisamente, lo que provoca nuestro desacuerdo, el nudo que parece tratarse de desenredar. Vivir, para nosotros, seres perspectivos y limitados, es la tarea de producir o restituir el ajuste de los “trascendentales”: que lo real coincida con lo bueno y lo bello. Y, sea por optimismo o por pesimismo, nos imaginamos la vida perfecta como aquella donde no hay (ya) desajuste alguno, donde lo que es, es del todo bueno y del todo bello.

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Parece que, de alguna manera, sabemos lo que es bueno (y bello), porque de acuerdo con ello juzgamos lo que ocurre, lo salvamos o lo condenamos. Pero, a la vez y por lo mismo, lo bueno (y lo bello) no son algo que simplemente ocurra, sea o haya, algo simplemente real, al menos en “este mundo”. El problema para los filósofos, al respecto, es entonces el siguiente: ¿qué es lo bueno (y lo bello)?, y ¿de dónde lo hemos sacado o podríamos sacarlo? Si lo bueno, y lo bello, no son lo que es, ¿qué “son”? ¿Qué tienen que ver lo Bueno y lo Bello con lo Verdadero, con lo Real?

Lo bueno, se dice, es lo que, aunque no sea, debería ser. Seguramente esto es verdad, pero quizás también sea poner el carro delante de los bueyes: lo que debería ser es lo que es bueno, y debería ser porque es bueno, no es bueno porque debería ser. Lo mismo pasa si decimos que lo bueno es lo deseable, o lo apetecible, o lo que todos apetecen o desean (o lo que apetecen o desean los “mejores”): lo deseable es deseable porque es bueno, no es bueno porque es deseable (tal como lo creíble es creíble porque es verdadero, no a la inversa). Puede que nuestro acceso más inmediato, psicológico, subjetivo… a lo que es bueno, sea su deseabilidad, pero ese no puede ser su origen último. Pero, entonces, ¿qué es lo bueno? …Y algo semejante vale para lo bello: no es que lo bello sea lo que debería agradar, o lo que sería agradable que existiera, o lo que a todos agrada (o lo que agrada a los de mejor gusto), sino que, en todo caso, debería agradar o es agradable porque es bello. Pero, entonces, ¿qué es bello?

Entendiendo de cierta manera, literal y estricta, eso de que lo bueno (y lo bello) no son lo mismo que lo que ocurre, algunos dicen que lo bueno (y lo bello) son algo distinto a realidades, y, por tanto, su deseabilidad y agrado no son conocimientos ni tienen nada que ver directamente con la verdad. Que esté ahora lloviendo, o que nos estemos amando unos a otros, es algo verdadero o falso, porque se da o no se da efectivamente; pero que sea bueno (o bello) que llueva ahora o que nos amemos unos a otros, es algo ni verdadero ni falso. En la filosofía de los últimos cien años se suele llamar “no-cognitivistas” a los filósofos que piensan así. Si las cosas buenas, y las bellas, no son realidades ni irrealidades, y, por tanto, su deseabilidad o agrado no son verdades ni falsedades, ¿qué son, según los no-cognitivistas?

Según unos de ellos (los “emotivistas”) son, “simplemente”, gustos o agrados: decir que la lluvia, o el amarnos los unos a los otros, son cosas buenas o bellas, es, en esencia, decir que (me o nos) gustaría que lloviese y que nos amásemos unos a otros, o que gusta ver llover y que nos amemos unos a otros. Ahí no hay ninguna verdad o falsedad (salvo la verdad psicológica de que me guste eso, pero esta verdad no es, desde luego, la misma, ni tiene nada esencial que ver, con la presunta verdad de que lo que me gusta es realmente algo que es lo bueno, o lo bello: no es verdadero ni falso que sea bueno o bello eso que gusta, es simplemente algo que gusta). Creer que algo es bueno o bello es un apreciar emotivo, un degustar, no un conocer, y no puede reducirse a una verdad o a una creencia. Cualquier pretendida verdad o realidad de lo bello sería a la vez innecesaria (pues basta y sobra con que guste algo para que “sea bueno”) e insuficiente (pues no bastaría con cualquier verdad sobre las cosas, por verdadera que fuera, si el gusto no la sancionase). El gusto es, en un sentido fundamental, autónomo e irreducible: tiene la última palabra acerca del valor. En verdad, todo lo que de conocimiento, verdadero o falso, hay en nuestras deliberaciones morales o en nuestras apreciaciones estéticas, es solo instrumento o medio para un gusto, y los gustos no son, no pueden ser, verdaderos ni falsos: solo pueden ser positivos o negativos.

Otros no-cognitivistas piensan, en cambio, que, al menos lo bueno (quizás respecto de lo bello sí tenga razón el emotivismo), no es tampoco cuestión de gustos, sino de voluntades o deseos o decisiones (voluntarismo, podríamos llamar a este opción): decir que es bueno que llueva o que nos amemos unos a otros, significa que (me o nos) es deseable que llueva o que nos amemos unos a otros. No es lo mismo que decir que me gusta, tanto porque puedo querer lo que me disgusta (lo bello no coincide con lo bueno), como porque, mientras que puedo admitir gustos diferentes a los míos, no puedo tolerar realmente, como buenas, voluntades o deseabilidades diferentes. Pero, desde luego, querer que llueva o que nos amemos unos a otros tampoco es lo mismo que creer que es verdadero o falso que (es bueno que) llueva o que nos amemos, como si hubiera un hecho real que fuera esa bondad. Esa presunta realidad moral no es ni necesaria (pues basta con querer algo para que sea bueno) ni suficiente (pues no bastaría con ese hecho verdadero si, además, no lo quisiéramos). Es el querer el que, con toda autonomía, introduce la bondad. Cuanto de conocimiento hay en una deliberación y una decisión, es, en verdad, instrumento o medio para una voluntad. De una voluntad o un querer se sigue necesariamente una acción, pero no de un conocimiento o creencia. En este sentido, nada en el mundo ni fuera de él puede considerarse bueno más que una “buena voluntad” (aunque “buena voluntad” bien puede ser, en un sentido básico, una redundancia). Saber hacer las cosas bien no es en verdad un saber, sino, más bien, un hacer. “Sabiduría práctica” es una metáfora peligrosa.

Hay, tanto entre los partidarios de que el valor habita en el gusto como entre los que defienden que es en la voluntad, quienes piensan que sus teorías no nos condenan necesariamente a la arbitrariedad y al “subjetivismo”, sino que, si al gusto o al querer les añadimos la exigencia de imparcialidad o impersonalidad, se puede explicar que creamos, como parece que creemos, que si algo me gusta a mí, o yo quiero algo, debe entonces gustarme para todos y debe gustarle a todos, debo quererlo para todos y deben quererlo todos. Así salvan la objetividad de lo bello y de lo bueno: son objetivos en el sentido de que a todos los seres capaces de ponerse en el lugar de cualquier otro e instados, por su naturaleza racional, a hacerlo, les tiene que gustar lo mismo o tienen que querer lo mismo; no son objetivos, lo bueno y lo bello, en el sentido de que haya un hecho o una propiedad reales que consista en “esto es lo bueno”, “esto es la bondad”. Son objetivos sin ser objetos. De modo que nos equivocábamos cuando decíamos que definir lo bueno a partir lo deseable era como poner el carro delante de los bueyes: es el sujeto el que prescribe el valor a las cosas.

Entonces, ¿qué hay –digámoslo otra vez- de la relación entre Verdadero y Bueno y Bello? La vieja tentación de buscar para lo Bueno y lo Bello una explicación paralela a la de lo Verdadero (donde, pensamos –al menos según una también vieja concepción-, una creencia válida depende de una realidad, de un cómo son las cosas), e incluso, en último extremo, una explicación en que lo bueno y lo bello emanen de o se reduzcan a algo verdadero y real, es, según, los no-cognitivistas, un proyecto radicalmente equivocado.

Respecto a la primera parte de esa vieja tentación, reparemos –nos dicen- en que la relación entre la Verdad y su objeto es totalmente distinta, inversa, a la relación entre lo Bueno o lo Bello y sus objetos: la “dirección de ajuste” en el conocimiento va de la realidad al sujeto, mientras que en lo moral y lo estético la dirección es de sujeto a objeto.

Y, por lo que se refiere a lo más profundo de la tentación, o sea, a la pretensión de reducir lo bueno, o lo bello, a algo verdadero, el no-cognitivismo nos dice que hay un sentido último en que, en nuestras deliberaciones y valoraciones morales, y estéticas, no se puede ir más allá de un cierto “porque nos gustan” o “porque lo queremos”. Aquellas nociones con las que juzgamos lo que ocurre, proceden de nosotros, de las cosas.

Los viejos filósofos, que depositaron una ingenua confianza en el conocimiento, creían que se podía definir “bueno” a partir de otra cosa. Decían, por ejemplo, que “ser es bueno”, “realidad es lo mismo que perfección”. Pero, ¿cómo puede eso ser verdad? ¿No hemos partido, precisamente, del hecho de que algunas cosas que ocurren realmente, son malas? ¿Será que lo bueno no consiste solo en ser, sino en ser-más (más vale ser más que menos)? Pero, otra vez, ¿en un sentido sería verdad algo así? Si entendemos “ser-más” en un sentido meramente cuantitativo, ser más no puede garantizar ser mejor, puesto que, decimos, no todo lo que es, es bueno: ser mayor nos puede asegurar contener más males y fealdades. Parece que nos vemos abocados a entender el “ser-más” como “ser-mejor” (más perfecto). Pero, ¿eso no es reconocer la irreducibilidad de lo Bueno? ¿No es “perfección” un concepto axiológico, valorativo, moral o estético, no ontológico? Si a eso le añadimos que, ni siquiera un objeto que fuese lo Bueno en sí puede explicar que lo queramos (solo podría explicar que lo conozcamos), volvemos a lo mismo: lo bueno (y lo bello) no tienen directamente nada que ver con lo verdadero. Los trascendentales, pues, no pueden conciliarse, por razones “lógicas”. La idea de que para el dios todo es bueno (y bello) solo puede significar que la voluntad o el gusto de ese dios no discrimina entre lo que ocurre.

Intentando salvar la distancia entre el cómo son las cosas y su ser buenas y bellas, algunos recurren a alguna explicación en términos de relaciones entre ciertos hechos naturales: entre el hecho, por una parte, de que las cosas ocurran o vengan ocurriendo de esta o aquella manera, y el hecho de que nosotros tengamos tales o cuales gustos. Según una de esas “explicaciones”, por ejemplo, la evolución de la vida nos empujan o incluso determinan a querer o sentir así. Pero esto sería, en el mejor de los casos, una explicación de las causas, no las razones de que queramos o nos guste lo que queremos y nos gusta. Quiero que llueva o que nos amemos unos a otros por la razón (moral) de que quiero sobrevivir, pero no quiero sobrevivir por la razón de que la historia de la vida ha seleccionado en mí ese deseo. Esto último es una falacia, un salto en el orden de explicaciones, desde el orden de las implicaciones entre valores y el orden de implicaciones fácticas. Lo mismo pasa con el gusto. Me gusta la lluvia porque me gusta el campo verde, pero no me gusta el campo por la razón estética de que la selección natural ha favorecido ese gusto, porque esa no es ninguna razón estética.

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Hay una importante verdad parcial en el no-cognitivismo: en un sentido, lo bueno y lo bello no son simplemente lo verdadero. Al fin y al cabo, si lo fueran no estaríamos hablando de ellos… El artista ni necesita ni puede aceptar las prescripciones de un sabio científico o metafísico que le diga qué es la belleza: solo su gusto puede dirimirlo en último extremo. Y lo mismo puede decirse del político y su voluntad. De alguna manera hay una diferencia, un salto e, incluso, por decirlo patéticamente, un abismo entre lo Real y lo Bueno, entre lo Real y lo Bello, entre lo Bueno y lo Bello.

Sin embargo, junto a esa verdad parcial, el no-cognitivismo y, en general, la separación de los trascendentales, esconde una todavía más importante falsedad. La falsedad de la falsedad, o el error del error, podría decirse. El punto de partida para ver esto es, como siempre, que no puede ser que no haya una relación estrecha, incluso absoluta, entre cómo son las cosas y lo que valen. Todos y cada uno de nosotros creemos que, si nos gusta o queremos algo, el asunto no se agota en que simplemente nos gusta o lo queremos, sino que nos gusta o lo queremos precisamente porque el objeto tiene las propiedades reales a las que debe ir necesariamente unida la belleza y la bondad y que, por tanto, le hacen digno de gustar y ser querido. Ni siquiera tienen sentido los conceptos de gusto y de voluntad si no hay una conexión entre el objeto de gusto o volición y nuestro gusto o volición. 

Entre el cómo son las cosas y el que sean buenas y bellas hay una conexión absoluta, una identidad incluso. Pero esta conexión es totalmente inexplicable para cualquier pensamiento que separe lo bueno y lo bello de lo verdadero. Ahora bien ¿cómo puede lo verdadero sustentar a, o al menos ajustarse con, lo bueno y lo bello, si, según nuestro punto de partida, el hecho es que no todo lo que es, es bueno?

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