miércoles, 12 de febrero de 2014

En qué se parece la Verdad al Bien y a la Belleza (asuntos trascendentales, II)

Parece que, mientras todo lo que ocurre, ocurre y es (“por tanto”) verdadero y real, no todo lo que ocurre es también bueno y bello, sino que, al menos para nuestras perspectivas de seres finitos, solo algunas cosas están marcadas con la bondad y/o la belleza mientras que otras lo están con la maldad y/o la fealdad. Vivir, al menos para seres finitos, parece ser la tarea de luchar contra ese desajuste de los “trascendentales” (Verdad, Bien y Belleza), intentar que lo que ocurre coincida lo más posible con lo bueno y lo bello, y que lo malo y lo feo desaparezcan de la realidad. Solo eso da orientación a los actos y permite distinguir la acción del padecer.

Pero si lo bueno y lo bello no son lo mismo que lo que es u ocurre, ¿qué son y de dónde vienen? No pueden ser –dicen muchos filósofos- objetos ni propiedades de objetos, no pueden ser cosas, realidades: los objetos o realidades, y sus propiedades, son solo (y todo) lo que hay, no lo que debería haber o sería deseable que hubiera. Lo bueno y lo malo, lo bello y lo feo –se infiere- no pueden estar originariamente en otro lugar que en el Sujeto, es decir, en quien dice que algo es bueno o bello. Esa subjetividad, sea particular o universal, sea inmanente o trascendental, es la que, a partir de sí misma y no de otra cosa externa, otorga bondad y belleza a algunas de las cosas que existen u ocurren. Esto es lo que nos dice el no-realismo o irrealismo de los valores.

Pero no solo no son cosas, lo bueno y lo bello: tampoco son, dentro de su subjetividad, conocimiento. Es decir, los actos por los que la subjetividad produce o decreta lo bueno y lo bello, no pueden ser calificados como verdaderos o falsos, no son juicios teóricos o proposiciones. No solo no hay objetos o propiedades reales a los que la subjetividad pudiera referirse cuando dice que algo es bueno o bello; es que, además, ningún conocimiento de ninguna presunta realidad semejante sería ni suficiente ni necesario para poder emitir la palabra “bueno”, o la palabra “bello”: ninguna propiedad no moral o no estética podría permitir deducir de ella lo moral o lo estético. Es alguna otra capacidad o función psíquica (psíquico-trascendental), distinta del mero conocimiento, la que establece lo bueno, y lo bello. Según unos, esa capacidad es la emotividad, es decir, la facultad de gustar de unas cosas y sentir disgusto por otras. Según otros es, al menos por lo que a lo bueno y malo se refiere, la voluntad: ni el conocimiento ni la emoción pueden, por sí solos, establecer las normas de lo bueno, solo la decisión puede hacerlo. Esto es el no-cognitivismo, en sus dos versiones, el emotivismo y el voluntarismo. (El no-cognitivismo no se deduce, por cierto, del no-realismo: podría suceder que, aunque lo bueno y lo bello sean producidos por el Sujeto, fueran, no obstante, dignos del calificativo de verdaderos o falsos; existe también un no-realismo acerca de lo Verdadero).

El no-realismo y el no-cognitivismo de los valores explican o salvan, aparentemente, tanto el hecho de que lo que ocurre no coincida con lo bueno y lo bello, como el salto sobre el abismo que parece darse cuando decimos de Algo que es Bueno o Bello. El no-realismo y, sobre todo, el no-cognitivismo, parecen hacer justicia al misterio del desajuste entre los trascendentales. Sin embargo, el no-realismo y, sobre todo, el no-cognitivismo, no solucionan sino que, al contrario, consagran, la otra cara de ese misterio: el también innegable hecho de que lo bueno y lo bello tienen que tener algo (si no todo) que ver con cómo son las cosas. Si decimos que algo es bueno o bello, es por las características de ese algo: toda diferencia de valoración ética o estética tiene que fundarse en una diferencia “real”, objetiva. Frente al misterio de la desconexión, habría que hacerse cargo, pues, del misterio de la conexión entre el cómo es lo que es, y el que sea bueno o malo. El salto abismático es, también, un salto de una cosa a ella misma.

Pero ¿cómo es esto posible? ¿No es cierto, según dijimos al comienzo, que lo que es no coincide con lo bueno? ¿Cómo podemos, a la vez, hacer depender, en alguna medida, por pequeña que sea, la bondad y la belleza, de la verdad?

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Quizás no hemos considerado con todo cuidado lo que es la verdad y el conocimiento. Volvámonos a ellos.

Aunque hemos partido de la idea de que todo lo que ocurre es verdadero, y en cierto modo esto es así (hasta es una tautología), en otro aspecto, sin embargo, el conocimiento, al menos el propio de seres finitos, es posible y existe precisamente en la medida en que lo que parece que es (lo que ocurre, lo dado, el fenómeno) no coincide con lo que realmente es. De alguna manera, sí, lo que parece es lo que es: las apariencias no pueden engañar, porque no hay más que apariencias o “representaciones”. Pero, a la vez, es evidente, para nosotros, que lo verdadero no es lo que lo parece. Existe el error.

De la misma manera, pues, en que no habría vida en general sin el desajuste entre lo que existe y lo que debería existir o querríamos o nos gustaría que existiese, tampoco habría vida cognitiva sin el desajuste entre lo que vemos y lo que deberíamos ver, al menos para seres finitos. Y, también, de la misma manera que nos imaginamos una vida perfecta como aquella en que no hay desajuste entre lo que es y lo bueno (y bello), nos figuramos esa vida como aquella en que, más aún o “antes”, no hay diferencia entre lo que parece y lo que es.

Si esto es así, entonces no hemos descrito adecuadamente la relación entre lo Verdadero y lo Bueno y lo Bello, cuando hemos dicho que, mientras que el primero de los trascendentales acepta las cosas sin juzgarlas, los otros dos, lo Bueno y lo Bello, sí juzgan y discriminan entre lo que ocurre. Ahora vemos que los tres someten lo dado al juicio de su jurisdicción propia, y salvan a algunos de los fenómenos y condenan a otros.

¿Cuál es la diferencia entre lo que parece y lo que es, entre lo que (parece que) ocurre y lo que debería(mos ver) ocurrir? ¿Cómo sabemos que lo que aparece o parece aparecer, es en verdad un error? Como en todo juzgar, solo podemos hacerlo comparando lo que aparece con el criterio, en este caso el criterio de la verdad. Si somos capaces de discriminar entre lo verdadero y lo falso, es que estamos en posesión de una norma de lo que debe ser la Verdad.

Los filósofos han enunciado varios candidatos para ese criterio (o han mirado al mismo criterio desde diferentes ángulos, como aquellos personajes de la fábula que, a oscuras, solo tocaban, cada uno, una parte del elefante  y por eso creían estar tocando cosas distintas). Un empirismo radical dice que el criterio de verdad es lo que vemos o sentimos en cada instante desde nuestra perspectiva. ¿Y cómo podría ser de otra manera? La verdad es para mí, mi verdad: cada uno es la medida de todo porque, para cada uno, todo es lo que ve. Así es según la primera definición de saber del Teeteto, la que Platón le atribuye a Protágoras. Pero el empirismo radical, claro está, no puede distinguir entre verdadero y falso, ni, por tanto, es capaz de descartar su propia falsedad.

Hay también, por cierto, una versión moral (y estética) de este empirismo radical: es bueno, según él, todo y solo lo que ocurre que deseo en este instante; es bello todo y solo lo que en este instante me gusta. Tampoco estas versiones del criterio permite distinguir entre acierto y error moral (o estético), entre bueno y malo (bello y feo): nadie está equivocado, así que todo lo que sucede es bueno y bello, según la perspectiva. Tampoco esta es la visión de un ser limitado pero a la vez capaz de juicio: es la visión de un “ser” absolutamente pasajero, insustancial, accidental. Pero nosotros, los que somos capaces de pensar, somos algo más que pura concreción: somos a le vez total universalidad. En el empirismo radical hay una verdad, pero es una verdad muy parcial: la verdad de la más completa parcialidad.

Si el empirismo radical no es (toda) la verdad de la Verdad, ¿cuál lo es? Un empirismo domesticado, que intente dar cabida al (para nosotros, seres finitos pero a la vez capaces de pensar lo infinito y lo correcto) innegable hecho del error, exige que la verdad de lo que aparece se conserve a través del espacio y el tiempo perceptivo, es decir, a través de la intersubjetividad y la memoria: no basta, para la Verdad, con un yo ahora, sino que se requiere el acuerdo de las sensibilidades o pareceres de muchos o indefinidos yoes, entre los que están mis propios yoes múltiples (porque un sujeto es algo que persiste a través del tiempo y del espacio, una “sustancia”). Pero también este empirismo domesticado (del que también hay la versión moral y la estética) es insuficiente. Lo que se cree, por grande que sea el sujeto que lo cree, no puede ser lo que es, solo puede ser lo que parece. Miles de creencias, o una creencia mayoritaria, no equivalen a una verdad.

Para ir más allá de la simple creencia, hay que buscar un pensamiento que no sea concebible como falso. Y este es el conocimiento racional, universal y necesario. Lo que hace del conocimiento, conocimiento válido, es la Coherencia. Hasta el punto de que se ha llegado a definir la verdad como mera coherencia, prescindiendo de cualquier correspondencia con los fenómenos. Definir la Verdad como coherencia es equivalente a definir lo Bueno como Respeto de la Ley formal: ningún interés subjetivo puede garantizar que algo es auténticamente bueno. Solo una voluntad totalmente coherente (es decir, que quiera impersonalmente –lo que no es igual que intersubjetivamente-) es algo bueno. Pero parece que no es suficiente con la mera coherencia: hay muchas posibles maneras de ser coherente, o de respetar una ley puramente formal, empezando por el simple vacío (la ausencia de voluntad concreta alguna). Pero la realidad es también “materia” o contenido.

Propongo, entonces, que el criterio completo de Verdad (en cierto modo la síntesis de los anteriores, pero no una síntesis como mera suma) consista en exigir la mayor coherencia para la mayor completud: la teoría más verdadera es la que explica más unitariamente lo más múltiple del fenómeno. Y, puestos a proponer arriesgadamente, propongamos también que el verdadero y completo criterio moral de lo Bueno, y el estético de lo Bello, son ese mismo criterio: la mayor unidad de la mayor pluralidad. El mejor sistema de bondades será el que produzca la mayor armonía de voluntades diversas. Y también la belleza será la armonía de lo diverso.

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Ahora advertimos algo importante para nuestra reflexión sobre lo Verdadero, lo Bueno y lo Bello. En primer lugar, reparemos en que en los tres ámbitos es posible verse tentado a situar el criterio, no en las cosas, sino en el Sujeto. El no-realismo, aunque pareciese más obvio en el caso de lo bueno o el de lo bello, es una teoría posible para los tres. Kant, por ejemplo, en su giro copernicano, atribuye a la Subjetividad Trascendental la estructura de lo que ocurre, incluidos el Tiempo y el Espacio, y al más allá del sujeto le deja solo la difícilmente salvable labor de causar o desencadenar ignotamente en el Sujeto el proceso de la intelección. La razón para este giro sería que ninguna recepción o representación de lo exterior al sujeto parece capaz de salvar lo universal y evitar el escepticismo. Pero este hecho, o sea, que todos trascendentales puedan tratarse desde una concepción no-realista (y, por tanto, también desde una realista), los acerca a los tres entre sí. Por tanto, podemos prescindir de esta diferencia entre ellos. No es el hecho de que sean o no objetos o propiedades fuera del Sujeto lo que distingue a lo Verdadero de lo Bueno y lo Bello.

Pero hemos descubierto un segundo parecido o una cercanía aún más profundos. Hemos partido ahora de la constatación de que no es verdad que todo lo que ocurre sea verdadero: hay que distinguir lo que parece de lo que es. Y esto acerca más aún la Verdad a la Bondad (y a la Belleza): también ellas juzgaban. Ahora hemos comprendido que el Conocimiento, como el Deseo y el Gusto, implican la distinción entre lo que es y lo que debería ser, o, más correctamente, entre lo que ocurre, sucede, aparece… y lo que realmente es. Algunos presentan la diferencia entre Verdad, Bien y Belleza, como si el lenguaje de lo bueno, y el de lo bello, implicasen conceptos ideales  o normativos, mientras que el lenguaje de lo verdadero no lo hiciese. Pero esto no es así. También en el ámbito de la verdad, y quizás paradigmáticamente en él, se da la dualidad entre lo fáctico y lo “ideal”. Y no hay conocimiento posible, verdad posible, sin la aplicación de lo ideal a lo fáctico. Que una cosa que vemos sea cuadrada depende del concepto ideal de Cuadrado (que descubre la Matemática). Que una creencia sea una creencia correcta depende del concepto ideal de Verdad (que descubre la Epistemología).

Sin embargo, parece que, en otro sentido, sigue siendo cierto que el conocimiento no juzga a la realidad. De entre las quizás infinitas posibles nociones ideales, el conocimiento aplica las que se ajustan al mundo, mientras que el juicio ético (y el estético), a la inversa, juzgan al mundo según se ajuste o no a lo ideal. Si los hechos encajan con la noción ideal de Cuadrado más que a la de Triángulo, el conocimiento no tiene nada que objetar: se limita a constatarlo. Mientras que nuestra capacidad de juzgar algo como bueno o malo, o como bello o feo, empiezan su juicio más allá de esa constatación. ¿No sigue siendo cierto que la “dirección de ajuste” es la inversa? Kant insiste en que, a diferencia de en su uso teórico, la razón en su uso práctico no tiene necesidad de que ninguna realidad corresponda a sus leyes, puesto que ella es prescriptiva. Este sería el elemento no-cognitivista de la metaética kantiana.

Sin embargo, esto tampoco es cierto, si lo contemplamos con más cuidado. El conocimiento nunca está satisfecho con un cuadro que presente al mundo como menos armonioso o perfecto que lo imaginable. Cada vez que el mundo se nos muestra como menos que ideal, suponemos (es el postulado fundamental del Conocimiento) que o bien no lo estamos percibiendo adecuadamente o bien el propio mundo es una ilusión… lo que es decir dos veces lo mismo. Incluso aquel modo de conocimiento, no último, que se dedica a salvar los fenómenos, o sea, la Ciencia de la Naturaleza (en el sentido más amplio), intenta salvarlos de la manera más honrosa, pintando al mundo como “gobernado” por las más racionales y simples leyes posible. Pero el conocimiento no se limita a la Ciencia de la Naturaleza o del Mundo, es decir, a salvar los fenómenos, sino que se plantea la propia realidad del mundo de los fenómenos, y lo juzga respecto de su verdad. En la reflexión metafísica el mundo tiene que probar que no es una ilusión. Es verdad, pues, que el hecho de que no se cumpla lo que es (o decidimos que es) bueno, no le resta bondad: no todo lo que ocurre es bueno. Sin embargo, tampoco el conocimiento, en su sentido metafísico, es falsado por que el mundo sea diferente que como él dice que debe ser.

También en el ámbito de los juicios morales, o de los estéticos, puede distinguirse entre esos dos niveles que en el conocimiento corresponden a la Ciencia de lo Natural y a la Metafísica. Hay un tipo de juicios morales que asumen la facticidad (aceptan como hecho moral bruto la bondad de la existencia en y de este mundo), y se dedica a gestionar las bondades en su interior; y hay otros juicios morales, trascendentes, que se permiten incluso juzgar moralmente al mundo. Y lo mismo puede decirse en el terreno de la estética.

Por último, hemos propuesto, recordemos, un parecido todavía más específico entre lo Verdadero, lo Bueno y lo Bello (y nos atreveremos a mantenerlo mientras no se demuestre lo contrario), parecido que permite, por fin, concebir cómo es que son de alguna manera “convertibles” o equivalentes la Verdad, el Bien y la Belleza. Ese parecido es el siguiente: el criterio que establece lo correcto en cada uno de los ámbitos, es el mismo.  El criterio último o primero de toda validez es la unidad de lo múltiple. De todo, uno; de uno, todo. El concepto formal de perfección o validez no es ni moral ni estético, ni siquiera teorético, sino común a todos ellos.


Pero si Verdad, Bien y Belleza son a la vez diferentes e idénticos, y si todo lo que acabamos de decir (su juicio de lo fáctico desde lo ideal, según el criterio de la más absoluta unidad de lo más indefinidamente múltiple) es lo que los identifica, ¿qué es lo que los diferencia? ¿Qué hace de lo Bueno, o de lo Bello, algo distinto de, pese a ser a la vez idéntico con, lo Verdadero?

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