lunes, 25 de septiembre de 2017

El lugar de la Filosofía en la Educación, III: la filosofía como búsqueda de un conocimiento de la totalidad o lo absoluto, y, por ello, como reflexión dialéctica

(Continuación de estos artículos)

1.1.La filosofía, par soi-même [1].



[1] Cuanto desarrollamos en este capítulo, lo hemos tratado también en De la Filosofía como Dialéctica y Analogía, Madrid, Ápeiron, 2015


1.1.1. La filosofía como búsqueda de un conocimiento de la totalidad o lo absoluto, y, por ello, como reflexión dialéctica.

¿Qué es la Filosofía, según ella misma? Esta es la cuestión de la Filosofía de la Filosofía o -como se dice los últimos decenios- de la Metafilosofía. 

Como se sabe, los filósofos no están de acuerdo en nada (ni siquiera en esto mismo), y, desde luego, tampoco en qué es la Filosofía. Se podría decir que los filósofos son los únicos que no saben qué es lo que hacen. Ni siquiera están de acuerdo en si existe realmente lo que hacen, la Filosofía: son los únicos que no saben si existen en cuanto tales (tampoco en términos absolutos), aunque (o, más bien, porque) se dedican al problema de la existencia o la realidad. Eso sí: serían los únicos que conscientemente no lo saben.

Sin embargo, a la vez es cierto que, como decíamos, todo el mundo (incluidos los filósofos) es capaz de identificar bastante inequívocamente qué uso de la palabra “filosofía” es correcto o no (serían los filósofos quienes más disentirían, pero disintiendo unos “contra” otros, esto es, desde dentro); todo el mundo es capaz de distinguir una tertulia o una conferencia filosófica de una conferencia científica, de un encuentro artístico, de una asamblea política, de una reunión religiosa… aunque, desde luego, habría casos dudosos (pero nuevamente serían filósofos los que más pegas pondrían). Tan erróneo sería creer que la filosofía no tiene unidad ni sabe qué es ni si existe, como creer unilateralmente que la filosofía es algo claro y unívoco, como, por último, creer que la verdad está en algún término medio o en alguna síntesis o componenda de ambas cosas. La verdad, a nuestro juicio, está en ambas cosas a la vez, sin componendas. La filosofía es completamente una en su irreducible diversidad de perspectivas.

Pero ¿qué puede decirse como concepto unificador de las diversas concepciones posibles y existentes de la Filosofía? Inevitablemente, partimos de una caracterización previa o “nominal” de lo que significa el término. Tal pre-definición es, desde luego y como todo, cuestionable. En la medida en que cada quien puede definir incluso arbitrariamente un término, es posible la más grande equivocidad. Para combatirla podemos acudir a criterios de significación que eliminen o reduzcan la discusión por meras palabras. Para nosotros, el principal criterio en este sentido es que, aquello a lo que denominamos, tenga una naturaleza conceptualmente unitaria y sustantiva, sin prejuzgar por ello que esa articulación y definición sea definitiva. Pero sí es necesaria a priori: incluso para deconstruir o para destruir, hace falta tener algo que deconstruir o destruir (y no está claro que deconstrucción o destrucción alguna llegue a desembarazarse definitivamente de lo que deconstruye o pretende destruir –la deconstrucción ni siquiera lo pretende-). Junto a este criterio, epistémico, nos atenemos al criterio, hermenéutico, de acogerse al significado históricamente más relevante, que no es solo ni principalmente el uso mayoritario.

Partiendo de su nombre, decimos que la Filosofía es una búsqueda o intento de saber, un “amor a saber”, una teoría o labor teórica. ¿Un amor a saber qué y cómo? Un amor al saber sin restricciones o adjetivos, esto es, una búsqueda de un saber total y absoluto, y en el modo de comprensión más total y absoluto posible; un intento de un saber o una consciencia plenos de la realidad; un intento de conocer la esencia última, los “principios”, de toda cosa.

Hoy, por supuesto, esto suena todavía, para muchos oídos, como una pretensión completamente desmedida, una ingenua (o algo peor) ignorancia de nuestra finitud… Será preciso recordar que, sin embargo, ya en esa su caracterización primigenia u original, la Filosofía no cree ser ni tener certeza de llegar a ser un saber perfecto o una sabiduría: hay ya allí, simultáneamente, la máxima aspiración y la mayor humildad, en pura dialéctica. La hybris de aspirar a la totalidad y absolutidad (contra el más elemental o primitivo de los mandatos demónicos), pero, a la vez, la humildad de ser solo un “amar” o “querer”, un intento, algo siempre solo buscado y nunca encontrado y quizá por principio inhallable o inalcanzable, una “docta ignorancia” de que el polígono nunca alcanzará al círculo (como dijo Nicolás de Cusa). Unos filósofos se han pretendido situar más cerca de uno u otro polo, del afán totalizador o de la modestia, pero ninguno ha renunciado realmente a alguno de ellos, y los mejores han pretendido con la mayor intensidad ambos a la vez.

En la filosofía tardomoderna, esa caracterización primigenia de la Filosofía se fue modulando, como ya se moduló en algunos pensadores durante la modernidad griega, hacia la auto-desconfianza e incluso la auto-negación. Pero en ningún momento, incluso en sus expresiones más pretendidamente modestas y finitistas, ha dejado el filósofo, lo quiera o no, de intentar una concepción general y totalizadora. Y es eso lo que las hace reconocible e innegablemente filosofías. Tal auto-desconfianza, por otra parte, está dejando de ser tan convincente y ubicua como alguna vez lo fue, y es un hecho que desde hace años cada vez más filósofos vuelven a una concepción fuerte de la tarea de la Filosofía.

En nuestra propia concepción, la Filosofía no necesita la autohumillación tardomoderna de la razón, ni en su versión cientificista (positivismo y naturalismo) ni en la de inspiración más humanística (deconstrucciones historicistas,  “genealógicas”, “arqueológicas”…): le basta con la honestidad de saber que un conocimiento pleno y absoluto, libre de paradoja, de nuestra condición y de la realidad en total, es a la vez que un postulado necesario, algo de hecho no dado ni representable. El más humilde de los filósofos fue también el que, según el propio Aristóteles, iniciara la búsqueda del qué-es o la esencia de cada cosa. Los dos lados van necesariamente unidos: hay tanta humildad como auténtica pretensión, y tan unilateral es el fanatismo de creerse en el saber absoluto como el cinismo de creerse sin posibilidad alguna. Tal como, según Kant, la Crítica tenía que oponerse tanto al dogmatismo como el escepticismo, así la Filosofía tiene que evitar tanto la sapiencialidad como la autonegación.

Como se dijo también desde el principio de los tiempos, la Filosofía nace del asombro. Pero la Filosofía no se asombra por nada en concreto, se asombra en concreto por Todo, por la Totalidad, y por cada parte en el sentido en que cada parte es la totalidad, es decir, por la esencia o fondo último de toda y cada realidad o ser.

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Respecto de la condición natural o sentido común, la Filosofía tendría, pues, una “objeción” radicalmente diferente a la que vimos que le dirige la Ciencia: no es que el sentido común o condición natural sea informe o confuso, sino que ignora el problema de la existencia y la esencia, el problema de la naturaleza de lo natural. Por eso debe ser suspendido, se debe hacer epokhé de él. A este respecto, la Ciencia estaría en el mismo lugar que el sentido común o condición natural. La propia Ciencia no sería más que sentido común o condición natural organizada o sistematizada: es decir, ciega a la aporía y la dialéctica de la Realidad. No obstante, ¿estamos siendo justos con el sentido común o la condición natural?; ¿no tendrá ella también cierta consciencia de la dialéctica, no será ella ya también filosófica? Así lo probaría el hecho de que el sentido común, como decíamos, se hace una buena idea de lo que es la filosofía. Si es así, en la condición natural hay tanto una predisposición e incluso protoforma de filosofía como la hay de ciencia. En efecto, todo el mundo tiene sus momentos filosóficos, “junto a” o entre el mar de sus momentos científico-técnicos, y artísticos, políticos, religiosos…

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La Filosofía sería, pues, el intento de una comprensión total o absoluta de la Realidad. Su carácter de (intento o búsqueda de) saber o conocimiento o verdad la distinguiría de cuanto no sería principalmente teoría (el Arte, la Acción Ético-política, la Religiosidad…), y su carácter de búsqueda de lo incondicionado la distinguiría de la Ciencia. De todo esto hablaremos después.
Pero el intento de un conocimiento total, absoluto, pleno… de la esencia última de la realidad, condena a la Filosofía a ser intrínsecamente aporética, es decir, a encontrarse en todas partes con la contrariedad, si no con la contradicción. La Totalidad, lo Absoluto, es aporético: esto es, lo absoluto contiene los contrarios como implicándose el uno al otro, como unidos inextricablemente en lo mismo, incluso como siendo en cierto modo lo mismo. Esto es lo que desde el principio se identificó, con más o menos claridad y consciencia, como el carácter “dialéctico” del pensamiento filosófico.

La dialéctica se da en todo pensamiento, si se le lleva hasta el fondo o se le absolutiza. Pongamos, por ejemplo, el propio hecho de conocer. Conocer es conocer la realidad, conocimiento es conocimiento de algo (lo que se dice en la filosofía contemporánea, intencionalidad). El conocimiento no es lo mismo que aquello que conoce, el pensamiento no es lo mismo que la realidad. La diferencia entre ambos es la condición de ser de cada uno, o al menos del pensamiento. Sin embargo, a la vez, lo que verdaderamente se conoce tiene que ser lo mismo que lo que es, y el ser tiene que ser lo mismo que el pensar. Este problema, que en la filosofía contemporánea se llama el problema del Realismo (y, por tanto, del anti-realismo), ha ocupado a la filosofía de una u otra manera desde siempre y la ocupará siempre, en el sentido de que no tiene “solución”, es decir, solución unilateral. Por cierto, tampoco tiene (como a veces intenta la propia filosofía, hastiada de su lucha interna) disolución. Es decir, la solución no pasa por dejar de pretender una comprensión total o absoluta y conformarse con una relativa y finita. Esto nos conduce a otro ejemplo de la dialéctica:

La condición para que el ser humano (o cualquier otro ser) desee y busque (pero también para que rechace hastiado) un saber o posesión auténtica y plena de lo-que-es, de la realidad…, es que el hombre sea un ser finito (sin finitud, no hay búsqueda), pero, a la vez, sea infinito, es decir, posea el criterio absoluto de lo que es la verdad. El ser consciente es a la vez finito e infinito, relativo y absoluto. O, en otra variedad de esta dialéctica, la que hay entre lo atemporal y lo histórico: no hay comprensión alguna de algo, incluido lo histórico, sin ideas atemporales. Pero toda idea es dada en una historia. He aquí la dialéctica a la que nos referíamos cuando notábamos la insuficiencia de una explicación científica de la Filosofía: la dialéctica que modernamente se suele llamar Normativo / fáctico.

La prueba de que la filosofía es dialéctica es, pues, doble: a priori pueden mostrarse las aporías que afectan ineludiblemente a cada posición filosófica unilateral; a posteriori (y, por tanto, más aparentemente aunque menos decisivamente) lo mostraría el hecho de la perpetua incapacidad de la filosofía para producir avance y acuerdo. Que la Filosofía siga perennemente dando vueltas a los mismos problemas, sin conseguir acuerdo ni avanzar en ese sentido (sin avance en el acuerdo, ni acuerdo en el avance), no se debe a razones fácticas (a que es una tarea muy difícil para el hombre, a que tiene aún una corta historia…): es una cuestión de principio[1]. No es un defecto, es su virtud. Solo la dialéctica refleja conscientemente la condición “trágica” de la existencia.

Que los filósofos estén divididos acerca del carácter dialéctico o no de la filosofía puede ser visto como un caso más, y una prueba añadida, del carácter dialéctico de la filosofía. También esta es una disputa “eterna”, que en la filosofía occidental consta desde, por lo menos, Heráclito.

El paradigma de todas las dialécticas es la que existe acerca de lo Uno y lo Múltiple, de lo Idéntico y lo Diferente; también de la Idea y el Fenómeno, de lo Necesario y lo Contingente. Tanto antiguamente como en la más reciente filosofía, es esta dialéctica la que sigue centrando la atención del pensamiento. Esa dialéctica, ontológica, se refleja en las dialécticas ético-políticas (lo Común y lo Particular, la Justicia y el Interés…), en las estéticas (la Forma y el Contenido, la Razón y el Gusto…), y, en fin, en todos los asuntos de la filosofía, es decir, en todos los asuntos, sin más, cuando son considerados de forma última o absoluta.

Decíamos que la Filosofía es la Crítica. Bien: pues la crítica es, formalmente, la Dialéctica. El pensamiento crítico es aquel que es capaz de situarse en cualquiera de los lados del problema y encontrar las aporías radicales de cada uno, comprendiendo, además, que cualquier unilateralidad es una falsa solución. Por tanto, una educación crítica es una educación dialéctica. Guardemos esto para después.




[1] En Philosophy of Philosophy, T. Williamson no comparte este tópico: según él (y la mayoría, seguramente, de los filósofos analíticos), hoy sabemos más que nunca antes acerca de, por ejemplo, los conceptos de necesidad y posibilidad, gracias al desarrollo de la lógica modal, y de otras cuestiones gracias a otros avances. Según Williamson, aunque la filosofía no puede aspirar a la exactitud de la Ciencia (al menos de la excelente ciencia física), sí puede refinar su metodología, que es continua con la de la ciencia (en un sentido, más cercana a la matemática, en otro a la física). Para Williamson, quienes no imitan la pulcritud de la ciencia (por ejemplo, los filósofos “continentales”, pero también muchos analíticos) se condenan a la laxitud, a la retórica, etc.
Ciertamente, hay un sentido en que podemos tener la pretensión de que hoy sabemos más que lo que sabía Frege. Ahora bien ¿podemos tener la sensación de que comprendemos los problemas filosóficos mejor de cómo los comprendieron Aristóteles o Hegel? Esto es sumamente dudoso, y no porque estemos bajo el síndrome de veneración a la autoridad histórica. Es más que dudoso, por ejemplo, que las formalizaciones de la lógica modal recojan adecuada o perspicuamente la noción de esencia (otros filósofos analíticos, como Kit Fine y varios neoaristotélicos, no lo creen); y es discutible filosóficamente cada uno de los postulados o, más bien, impensados, en que se funda “la” lógica modal, e incluso el simple postulado de la formalizabilidad, que “olvida” la dialéctica de Forma y Materia. Una prueba a posteriori de que quienes piensan como Williamson seguramente se engañan es que, a día de hoy, no podría aducirse un solo ejemplo de tesis definitivamente ganada para la filosofía, y no porque (como argumenta Williamson) en esa encuesta tendremos en cuenta a quienes no tienen la competencia suficiente para valorar las auténticas adquisiciones (de, por ejemplo, la lógica modal), sino mucho más profundamente, repitamos: porque no está solucionado el problema de que una forma “represente” adecuadamente a la realidad. El mismo problema de “pensamiento y realidad, que Williamson pone como ejemplo (discutiendo acerca del antirrealismo de Dummett, etc.) es un problema en que, reconoce nuestro autor, no tenemos ninguna respuesta. Está, además, en discusión, si la pulcritud o exactitud matemático-científica es la exactitud adecuada para los problemas filosóficos. Muchos pensadores (Hegel, Heidegger… pero también Platón) lo rechazan, porque la ciencia o la matemática no piensa sino que sueña, etc. Habría que dirimir esta cuestión. Pero, ¿desde qué lenguaje o qué criterio de corrección?  ¿Quiere decir todo esto que haremos mejor en olvidarnos de todo afán de mayor pulcritud? No: la relación entre dialéctica y afán contradialéctico es, como veremos, ella misma dialéctica, lo que quiere decir que no podemos prescindir de ninguno de los dos impulsos.

jueves, 21 de septiembre de 2017

El lugar de la Filosofía en la Educación, II: ¿Qué es la Filosofia? - Por qué es insuficiente cualquier tratamiento no filosófico de esta cuestión

(Continuación de este artículo)

I Qué es Filosofía

1.0 Por qué es insuficiente cualquier tratamiento no filosófico de esta cuestión

¿Qué es Filosofía?, nos preguntamos en primer lugar, con vistas a pensar después qué lugar le corresponde en la Educación. ¿Cómo podríamos responder a esta pregunta?

Podríamos comenzar –y sería muy pertinente hacerlo así, ya que nos lo preguntamos con un pretendido interés público- por escuchar al público, a todo el mundo. Todo el mundo tiene alguna idea de qué es filosofía, puesto que usa la palabra con naturalidad. Ni siquiera es un término técnico o lo es en mucha menor medida que otros términos en principio análogos, como Biología, Gramática… Todo el mundo maneja expresiones como “tener cierta filosofía de vida”, “ponerse filosófico”, “tomarse las cosas con filosofía”… Tampoco parece que las gentes consideren la palabra como especialmente equívoca, aunque estarían dispuestas a verle diversos sentidos relativamente independientes y difíciles de concentrar en uno solo o principal (lo que no es nada extraño en los términos poco técnicos, a diferencia de lo que les ocurriría con “biología” o “gramática”, donde el grado de tecnicidad es directamente proporcional al grado de no-ambigüedad).

El concepto que la mayoría de la gente se hace de lo que es la Filosofía dice algo así: filosofar es preguntarse por cuestiones “existenciales” o “esenciales”, tales como el sentido de nuestra “vida”, el “origen” o por qué de todas las cosas, y su fin y para qué… La filosofía intentaría proporcionar una concepción racional global de la realidad, todo ello mediante conceptos muy abstractos y abstrusos razonamientos por parte de los “profesionales” de la filosofía, aunque caben también filosofías sencillas, adaptadas o populares… Junto a esta visión halagüeña coexistiría una, más negra, del filósofo como un personaje que vive en las nubes, y (sobre todo en las edades modernas y en las gentes de cierta cultura media) una más desmitificadora que tendería a identificar al filósofo con una especie de ilusionista engreído que piensa estar en posesión del conocimiento de todo lo divino y lo humano pero cuyos resultados son apenas más que puro viento, viento, eso sí, muy barroco.

Sin embargo, cuando nos preguntamos rigurosamente, y con implicaciones políticas, algo como qué lugar debería ocupar la Filosofía en la Educación (o qué lugar debería ocupar el Juego, la Gramática, el Arte, la Religión…), incluso aunque se trate de una pregunta formulada en el ámbito democrático, no nos conformamos, paradójicamente, con la “mera” opinión de las gentes: queremos poseer un informe y consejo de expertos. No es ya solo que deberían ser expertos quienes nos dijesen cuál es la opinión popular sobre la filosofía (contra lo que hemos pecado aquí), sino que los propios expertos tendrían que hacerse cargo del contenido, y ser ellos quienes definiesen correctamente la cosa. La concepción popular, además de difusa e incuantificable, bien podría estar desencaminada, depender de cierto estereotipo tradicional al que acaso ya apenas le corresponda alguna realidad… (de hecho, constatará el experto, cuando el común de las gentes entra en contacto con las producciones de los filósofos contemporáneos siente irremediablemente una decepción similar a la que siente cuando contempla un cuadro o escucha una composición musical contemporáneos).

Pero ¿quiénes son eso expertos que podrían decirnos qué es la Filosofía? ¿No es natural pensar que no pueden ser otros que los filósofos? ¿Quién mejor que ellos nos dirá qué es eso a lo que se dedican en cuerpo y alma, de la misma manera que nadie mejor que un biólogo para decirnos qué es la Biología, nadie mejor que un artista para decirnos qué es el Arte, nadie mejor que el político para decirnos qué es la Política…? Esto es, en un sentido, así. Sin embargo, en otro sentido, y paradójicamente, sabemos que no siempre, o más bien casi nunca, es propio de uno decir lo que uno es.

Por principio, la inmensa mayoría de las actividades humanas no tienen por objeto, ni tienen siquiera la posibilidad de, preguntarse qué son ellas mismas o a qué se dedican. Como se ha dicho tantas veces, en cuanto intentamos preguntarnos por algún ámbito de la actividad humana, en cuanto nos formulamos la pregunta de qué es eso que hacemos (qué es la política, qué es el arte, qué es la biología…) dejamos de hacer propiamente esa actividad y nos dedicamos a… presuntamente la Filosofía. Excepto presuntamente, por tanto, cuando nos formulamos la cuestión de qué es la Filosofía[1]. Pero si la Filosofía estaría a salvo de ese problema (que sea necesariamente otro quien la defina), no estará libre del problema inverso: es muy difícil, lo más difícil del mundo, lo imposible acaso, tomar distancia respecto de uno mismo, mirarse y conocerse a sí mismo[2].

Si queremos evitar, cuanto sea posible, este problema de que la Filosofía sea sujeto y objeto, juez y parte, aún podemos buscar al experto que nos la defina o caracterice, en ese “otro” saber (según algunos, el único saber propiamente dicho), que evita los defectos del saber popular y tampoco cae en los de la Filosofía, en este caso agravados por la circularidad. Desde luego, nos referimos a la Ciencia. La Ciencia, en algunos de sus territorios, podría decirnos qué es la Filosofía  (y qué es la Educación, y qué es lo que debe-ser…). Historiadores, sociólogos, antropólogos, psicólogos… nos informarán de la conducta de los considerados filósofos: cuándo comenzó a haberlos, qué función social cumplían en cada época y lugar, qué creían ellos de sí mismos, qué enfermedades tenían… Respecto de su papel en la Educación, sabrá informarnos la Ciencia también de cómo ha figurado en las diversas instituciones o momentos pedagógicos de la historia de la sociedad, de sus efectos psicológicos y sociales, etc.

Sin embargo, hay razones para pensar que una teoría científica acerca de la Filosofía es insuficiente e incluso radicalmente insatisfactoria. Se puede hacer aquí, al menos, una doble pregunta, la primera en relación con la Filosofía y la segunda referida a la propia Ciencia.

En primer lugar, y por lo que respecta a la Filosofía, puesto que esta también se plantea la cuestión acerca de ella misma, y lo haría de una manera cualitativamente distinta a como la encara la Ciencia (cuando menos, esta es una tesis posible), habría que preguntarse: ¿qué relación hay entre el saber científico o positivo acerca de la Filosofía (de su historia, de su sociología…) y lo que la Filosofía tenga que decir de sí misma mediante sus quizá propios métodos, recursos o estrategias? ¿No será preciso analizar el asunto “también” desde el interior (ya que no se puede hacerlo desde un lugar exterior a ambas, a Ciencia y a Filosofía)?

De hecho, puede plantearse el problema inverso al del autoconocimiento: ¿quién puede conocer a uno mejor que uno mismo, en primera persona? ¿Puede la Ciencia entender adecuadamente aquello que ella acaso no es? En verdad, puede decirse, cualquier tipo de actividad humana (como no sea, a lo sumo, la Ciencia misma), es explicada por la Ciencia de manera solo exterior, aunque nos cuesta mucho ver esto, dada nuestra relación con ella. El Arte, por ejemplo, no es realmente comprendido por las ciencias acerca del Arte (Historia, Sociología, Antropología del Arte, etc.): en un sentido esencial el Arte solo es “comprendido” estética o artísticamente (que es su modo peculiar de ser) por quien hace arte. Tampoco las ciencias políticas (en la medida en que son Ciencia, y no ya actividad política) entienden más que unilateralmente lo que es hacer política. Lo mismo puede decirse de la Religión: ninguna teoría científica (antropológica, sociológica, psicológica…) de la Religión comprende propiamente el “fenómeno religioso”: solo la vivencia religiosa tiene, en un sentido esencial, un conocimiento de primera mano de ese “fenómeno”, lo que no quiere decir que no le sea útil también una perspectiva científica, como una artística, y filosófica[3]. No obstante, ni el Arte, ni la Política, ni seguramente la Religión tienen entre sus funciones “comprenderse” a sí mismas, en el sentido de “hacerse objeto de conocimiento”, tomarse como objeto de verdad o falsedad. En este sentido, su auto-“comprensión” debe ser siempre entrecomillada. En cambio, la Filosofía sí tendría por objeto la verdad (como se discutirá después), incluida la de sí misma. Incluso la reflexión no-científica que el artista, el político, el creyente… ofrecen de su ámbito, puede argumentarse, es propiamente filosófica (lo que tampoco quiere decir, como se verá más adelante, que la Filosofía sí agote la “comprensión” del Arte, de la Política, de la Religiosidad…)[4]. Esto tiene como consecuencia que la relación de la Filosofía con la Ciencia sea a la vez más estrecha  y más conflictiva que la que guardan con esta última los otros ámbitos.

Si nos acercamos críticamente a lo que las ciencias tienen que decirnos sobre la Filosofía y los filósofos, nos veremos confrontados con ciertas preguntas ineludibles, que delatan la insuficiencia del tratamiento meramente científico o “positivo”: ¿Cómo ha determinado el científico (el historiador, el sociólogo, el psicólogo…) qué cuenta como filosofía, quiénes cuentan como filósofos? ¿Por qué tenemos que considerar filósofos precisamente a esos? Aunque el científico intente partir del uso social más común, si quiere introducir en él alguna “precisión”, o incluso “corregir” la opinión popular (lo que es muy discutible políticamente, pues, ¿no es esta, la de la Ciencia, una manera “anti-democrática” de proceder en lo que significa instituir los nombres y sus conceptos?, ¿está la Ciencia por encima o por fuera de la opinión de la gente…?[5]), tendrá que imponer criterios de relevancia, criterios teoréticamente normativos. Si para ello, y como dice Aristóteles, hay que atender no solo al uso común sino, dentro de este, al de los mejores y más expertos, o bien el científico toma el sentido de la palabra de los propios filósofos (circularidad que queríamos evitar), o bien, si pretende una definición exterior y “neutral”, caerá en la aporía de haber definido a priori lo que quiere observar. El científico, se dirá, pretende solo proponer conceptos y leyes que describan lo que efectivamente sucede. Sin embargo, ¿es filosofía lo que efectivamente sucede como tal, o bien lo que debería suceder (¿ciencia es lo que efectivamente pasa por tal, o también y ante todo lo que debe ser ciencia, lo que cumple los criterios correctos?); ¿lo que sucede como filosofía (o como ciencia…) es inteligible sin el concepto a priori de filosofía (o ciencia)? Lo que permite distinguir, de entre lo efectivamente existente, a una buena de una mala filosofía, una buena de una mala ciencia, una buena de una mala educación… ¿no es la norma ideal con la que lo que efectivamente sucede, se confronta o mide? Y esta norma no puede ser, de nuevo, tratada como un hecho positivo (lo que sucede que la gente cree que debería-ser, lo que los poderes imponen como deber-ser…), no puede ser reducida sin reducir con ello todo el discurso. Aunque, a la vez y aporéticamente, la norma, el ideal, el criterio, el deber-ser… solo se nos “dan”, en un sentido, como hecho, como fenómeno, como ocurrir… 

Este problema, esta –para decirlo con propiedad- dialéctica, no le extraña a nadie que haya tenido algún contacto real con la Filosofía, aunque el científico puede pasarse perfectamente sin ella, o, más bien, no puede hacer otra cosa que pasarse sin ella. La dialéctica aquí presente, la del concepto universal y los hechos particulares e históricos, o, en otros términos, la dialéctica entre lo normativo y lo fáctico, es, seguramente, la principal dialéctica que ocupa a la Filosofía de todos los tiempos, y con la que trataremos continuamente aquí: no por casualidad lo que queremos saber es qué debería ser de la Filosofía en lo que debería ser educación. Los conceptos comportan una normatividad, es decir, una aprioricidad, una universalidad y necesidad, inconmensurable con los datos, particulares y contingentes, y, sin embargo, los datos solo son inteligibles mediante los conceptos; a la vez, sin embargo, los conceptos solo se nos dan en o a través de hechos contingentes, como fenómenos de consciencia o como fenómenos físicos. Detrás de ese asunto, está el asunto ontológico o metafísico (en el sentido clásico del concepto) de la realidad o no de lo universal (y de lo particular). Esa cuestión, y las afines a ella (también las implicaciones ético-políticas, estéticas), son justamente las cuestiones de la Filosofía, la consideración de las cuales es lo que seguramente la define antes que nada.

Parece, pues, que la Ciencia no da cuenta adecuada o suficiente de la Filosofía, porque, por una parte, y como le ocurre con cualquier otra actividad, no conoce su interior, le falta el punto de vista “subjetivo” o interno…, lo que, en el caso de la Filosofía, se agrava por el hecho de que esta sí reflexiona sobre sí misma y tiene, pues, un (una aspiración cuando menos, al) conocimiento de sí; pero, además, la Ciencia desconoce propiamente el problema que la Filosofía se traería entre manos, el problema dialéctico…

…del cual, sin embargo, la propia Ciencia tiene una cierta esencial dependencia.  Porque –y aquí pasamos a la segunda pregunta que se nos ocurre cuando nos acercamos críticamente a la relación de ciencia y filosofía, esta vez referida a la Ciencia-, ¿qué hay de la Ciencia misma? Empecemos por preguntarnos: ¿es ella objeto de sí misma? Desde luego: puede hacerse sociología, historia, psicología… de la Ciencia. ¿Y es ese auto-conocimiento científico una comprensión exhaustiva de la Ciencia? Pues bien, lo cierto es que no: la Ciencia no resulta plena y exhaustivamente comprendida desde sí misma, desde la Ciencia de la Ciencia, es decir, desde una actividad positiva. Es necesaria e ineludible una Filosofía de la Ciencia, irreducible al método científico.

Claro que, una vez más, esto es discutible, decíamos en la introducción. Pero -volveríamos a responder-, es discutible desde la Filosofía misma, no desde la Ciencia. Y así ad infinitum: para cada tesis que propone la positivización o naturalización de la epistemología, es posible y necesaria la contratesis de que toda epistemología es supra- o meta-positiva, irreduciblemente no positiva. Esta discusión queda, sin embargo, encerrada siempre en un ámbito im-positivizable o innaturalizable definitivamente, lo que seguramente es tanto como decir que permanece definitivamente innaturalizable.

Nada nos evita, pues, abordar qué consideración de la Filosofía hace la Filosofía misma. Y ello nos llevará, también, a ver qué relación guarda con la Ciencia, pero también con otros ámbitos de la actividad humana, tales como el Arte, la Política o la Religiosidad. Y con el sentido común, para con el cual, por cierto, la Filosofía no tiene la misma “objeción” que el experto o científico (la de que es impreciso o informe), sino una más esencial, es decir, de más cercanía y heterogeneidad a la vez, según veremos.

¿Qué hay, entonces, del hecho de que aquí la Filosofía es juez y parte?, ¿cómo puede uno darse identificación a sí mismo? La autorreferencia es, sí, paradójica, y no solo cuando es negativa (como en “estoy mintiendo” o “el que está aquí no soy yo”) sino también, aunque más sutilmente, cuando es positiva, como en “esto que digo es cierto” o “este de aquí soy yo”, pues ya ahí hay una diferencia entre quien lo dice y aquel o aquello de quien lo dice) y, por tanto, políticamente problemática (tiene que reconocerme el otro, para evitar el autismo político); pero la heterorreferencia no lo es menos, pues en ella debe suceder que quien no es yo, me conozca y defina, incluso mejor que me pueda conocer y definir yo a mí mismo. Autorreferencia y heterorreferencia, pensadas a fondo, son, ambas, aporéticas, y están en una relación dialéctica entre sí: es decir, son objeto, otra vez, de la filosofía. La Filosofía es la más autorreferente de las actividades humanas, pues solo ella aspira a definirse esencialmente a sí misma; sin embargo, y por eso mismo, es la más extraña a sí misma, hasta el punto de no saber quién es ni si existe, teniendo, sin embargo, que determinarlo ella misma. Es la más ensimismada, pero es también la menos autista, en la medida en que aspira a la mirada universal, no local, del Logos.

Veamos, entonces, cómo se comprende a sí misma la Filosofía, y cómo comprende a las otras cosas[6].





[1] En Qué es Filosofía, Deleuze y Guattari encuentran “una broma de mal gusto” ese tópico de que la reflexión estética no pertenece al arte ni la reflexión acerca de la matemática, a la matemática, sino ambas a la filosofía. Puesto que esa reflexión –dicen- es vital para esos géneros de creaciones. Sin embargo, de que la reflexión matemática –por ejemplo- sea en cierto modo interna a la matemática, no se sigue que sea una cuestión matemática: ni se responde con la metodología matemática ni concita el acuerdo matemático. Y lo mismo puede decirse del arte y de cualquier otro ámbito, como veremos en adelante.
[2] Recuédese el argumento de Anacarsis el escita: si no puede ser el profano quien discierna sobre un arte, tampoco puede serlo el mismo que lo practica, porque se trata precisamente de juzgarle a él, no que se juzgue a sí mismo y sea bueno según solo su oponión, de modo que no existe ningún criterio (en Sexto Empírico, Contra los matemáticos VII 55-59)
[3] R. Dworkin ha defendido en su último gran libro (Justice for Hedgehogs) que no puede haber posición metaética (o metareligiosa, etc.) que sea externa a la propia ética, puesto que, como mostrara Hume, no puede extraerse una proposición de contenido ético a partir de las que no lo tienen: cualquier tesis meta—ética (o meta-religiosa, etc.) es interna a la ética (a la religiosidad…), y por tanto, la ética es autónoma. El escepticismo (meta)ético se vuelve, entonces, imposible, porque supone lo que pretende negar. Esta tesis, en su valor más fuerte, es muy discutible: ¿qué ocurre con la astrología? ¿Es imposible el escepticismo hacia ella? Según Dworkin, decir que los astros no determinan nuestra conducta es una tesis astrológica, aunque negativa, como es una tesis teológica, aunque negativa, el ateísmo. ¿Significa esto que no podemos decir nunca que la astrología, la religión, o la ética…, son una ilusión? Parece difícil de creer: no puede haber lenguajes completamente disjuntos o autónomos. En especial, parece que tiene que haber un Lenguaje principal desde el que determinar la realidad y el valor de los lenguajes parciales. Lo que nos parece que hay de correcto en esta tesis es que, respecto de un ámbito de actividad, solo es posible deconstruir o disolver las relaciones entre ese ámbito y lo que le es exterior. Por ejemplo, es posible, a nuestro juicio, mantener una posición ontológicamente negativa respecto de los valores, en la medida en que el juicio ético es relativamente independiente de la ontología, igual que podemos decir del juego fantástico en que está inmerso un niño, que no es real, pero no podemos destruirlo en su interior. Pero ¿es posible una posición escéptica externa a la Filosofía? Esta es nuestra cuestión.
[4] No solo la filosofía racionalista tradicional cree en esta diferencia entre el quehacer de los ámbitos con horizonte y la filosofía. Citemos a Derrida: “En tant que telles, et c'est même le statut de leur identification ou de leur délimitation, elles peuvent bien réfléchir leur objet dans une épistémologie, le transformer en transformant le contrat fondateur de leur propre institution ; mais elles ne peuvent et ne doivent jamais douter, du moins dans l'acte institutionnel de leur recherche ou de leur enseignement, de l'existence pré-donnée et pré-comprise d'un objet ou d'un type d'étant identifiable. L'interdisciplinarité et les institutions qui la pratiquent ne mettent jamais en cause ces identités horizontales. Elles les présupposent plus que jamais. Ce n'est pas, cela ne devrait pas en droit être le cas de la philosophie, dès lors qu'il n'y a pas d'horizontalité philosophique.” Derrida, Du droit de la philosophie, pg.33
[5] Así argumentarán, por ejemplo, Feyerabend; críticas análogas en Foucault o Derrida…
[6] Cuanto desarrollamos en este capítulo, lo hemos tratado con más detenimiento y desarrollo en De la Filosofía como Dialéctica y Analogía, Madrid, Ápeiron, 2015

domingo, 17 de septiembre de 2017

El lugar de la FIlosofía en la Educacion, I

Al parecer, en estos últimos años varios países, entre ellos España, están reduciendo la presencia de la filosofía en los planes de estudio. Habitualmente esa reducción de la educación filosófica se engloba en un más general “ataque” a los estudios humanísticos y artísticos. Como cada vez que la política educativa opta por priorizar las presuntas formaciones útiles, se escucha la queja de que una educación sin humanidades (“y” sin filosofía, en la medida en que se distingue a esta de ellas) es una educación empobrecida, incapaz de formar ciudadanos en la plenitud del término[1]. También la UNESCO llamó la atención sobre este problema, en una defensa de la filosofía como educación crítico-racional[2].

¿Se olvidará, verdaderamente, la humanidad, especialmente la occidental, de la filosofía? ¿Caeremos en una oscura época de esclavitud, entregados definitivamente al universal “dominio de la técnica”?, ¿o bien caeremos en una nueva época de dominio de la religión, o de ambas cosas, pero siempre sin filosofía? No creo que haya que tener ese temor a medio y largo plazo. Junto a la presión de lo utilitario y la visión de la vida como lucha contra la naturaleza y contra el hombre, existe también lo que Kant llamaría un impulso hacia lo mejor.

No obstante, la situación de la filosofía, y mi propia condición de profesor de esta “materia” en la educación secundaria, me dan la ocasión de reflexionar sobre cuál debería ser el lugar de la Filosofía en la Educación. Quizá estas reflexiones tengan un sitio en el diálogo que filósofos, educadores, políticos y ciudadanos en general, mantengan sobre esta cuestión.

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¿Qué lugar debería ocupar la Filosofía en la Educación?

Para responder a esta pregunta es necesario responder antes a las preguntas por cada una de sus partes: hay que preguntarse qué es la Filosofía, qué es la Educación, y qué es el “Debería” o el “lugar” que corresponde a cada cosa. Según la idea que nos hagamos de cada una de esas ideas (o las perplejidades que nos encontremos con ellas), será sensiblemente diversa la respuesta que daremos a (o las perplejidades que obtengamos de) nuestra pregunta.

Pero –cabe preguntarse-, ¿quién puede formular y pretender responder estas preguntas?, ¿qué saber está capacitado para decirnos qué es la Filosofía, o qué es la Educación, o cuál es el lugar que corresponde en justicia a cada cosa, o, siquiera, qué perplejidades acechan en esas cuestiones? Haciéndonos esta nueva pregunta, reflexiva, podemos caer en la cuenta de que hay una manera circularmente directa de contestar a nuestra pregunta primera. Porque nuestra primera pregunta, y esas preguntas en que se desglosa, son precisamente preguntas filosóficas, o tienen un aspecto filosófico que les es esencial. De modo que, a quien carezca o en la medida en que carezca de una educación filosófica (al menos, en un sentido amplio de “educación”), le faltarán las condiciones para plantearse adecuadamente la cuestión de qué lugar debería ocupar precisamente la Filosofía en la Educación, pero también otras cuestiones como la de qué es o qué debería ser la Educación, o, simplemente, qué Debería-ser, es decir, qué sería justo que ocurriese o que hiciésemos, sin más. Esto es, le faltará la capacidad para hacerse preguntas o reconocer perplejidades éticas o políticas. La filosofía sería, pues, necesaria a priori, incluso pre-a priori, insoslayable, como mínimo desde el momento en que uno quisiera preguntarse por ella y su lugar social; y, siendo así, sería también inseparable de una auténtica educación que pretendiese capacitar para la crítica política y ética, es decir, una educación del ciudadano o de, simplemente, la persona. Este descubrimiento nos ahorraría todo un trabajo más largo de pensar el lugar de la filosofía en la educación.

Ahora bien, ¿es eso cierto: es la Filosofía la dueña o gestora de esas preguntas? ¿Puede y debe ella presuponerse ya en el debate sobre ella misma? Los filósofos han caído repetidamente en la cuenta de este presunto “hecho”, de esta circularidad virtuosa, de esta autosustentación soberana que caracterizaría a la Filosofía y solo a ella (o a sus epifanías): el filósofo no recibe órdenes -dice Aristóteles, de acuerdo en esto con Platón-, pues se dedica a la ciencia primera y completamente libre[3]. A la Filosofía -ha escrito Derrida desde una posición filosófica muy distinta-, no se le puede poner ni presuponer horizonte alguno que la delimite, a diferencia de las “otras” disciplinas, que ya se suponen constituidas, de modo que sería ella, la Filosofía, el lugar propio de toda problematización, incluyendo la de sí misma[4].

Pero, como tampoco podía ser de otra manera, los filósofos han caído también (si bien, menos) en la cuenta de lo problemático que es ese “hecho”.

Es, en primer lugar, perfectamente discutible que las preguntas acerca de qué es y qué lugar corresponde a cada cosa, sean en verdad propiedad solo o principalmente de la Filosofía. Quizá ni siquiera exista nada propiamente filosófico: tal vez todas las cuestiones con sentido son  cuestiones “positivas” o científicas, en la acepción más estricta de la palabra (que no incluiría a la Filosofía, o, si se quiere, la incluiría completamente, es decir, la reduciría). O tal vez, como otros creen, preguntas como esa, acerca del lugar que corresponde o debería corresponder a cada cosa, no son científicas sino “ideológicas”, lo que implicaría, según unos, que las puede responder todo el mundo sin necesidad (ni posibilidad) de una educación al respecto, porque vendrían grabadas en lo más visible de nuestro ánimo o en nuestro tener lenguaje (como probaría el acuerdo que, en lo básico, compartimos todas las personas menos los “locos”); o bien, en fin, que, “al contrario” y según otros, esas preguntas no puede contestarlas nadie, porque son completamente “subjetivas” (como lo probaría el continuo desacuerdo de los filósofos  y resto de personas, y, en lo que se refiere a los lugares de las cosas, la aparente imposibilidad de la “enseñanza de la virtud”)[5]. En cualquiera de los dos últimos casos, no habría lugar para una Educación acerca de qué es y qué lugar le corresponde a cada cosa. Y, en cualquiera de los tres contemplados en este párrafo, aquella solución fácil, aquel círculo virtuoso de la Filosofía, queda cortocircuitado.

Es, en segundo lugar, como mínimo problemático que la filosofía pueda auto-definirse y auto-constituirse, antes por tanto de estar definida y constituida; que se preceda o pre-suponga a sí misma; que su torsión hacia sí misma sea un círculo virtuoso (que haya círculos virtuosos…): ¿cómo puedo saber qué es filosofía, si es lo que estoy haciendo para saberlo?[6]

Por ambas razones, no parece válida la respuesta inmediata que encontrábamos al principio. Ahora bien, nuevamente es razonable pensar que esta otra discusión acerca del carácter de nuestra primera pregunta, así como sus posibles respuestas (si todo saber es o no positivo, si todo el mundo o nadie sabe ni puede saber la respuesta a las cuestiones “ideológicas” o políticas…), son, ellas mismas, propia y esencialmente filosóficas, y que, por tanto, la filosofía sigue siendo inescapable, ahora como meta-crítica, para quien quiera llegar a la cuestión del lugar que en la Educación le corresponde, por ejemplo, a la Filosofía.

Todo ello pende, en fin, de que nos preguntemos qué es propiamente la Filosofía. No podemos ahorrarnos ese trabajo, afortunadamente. Tendremos, podría decirse, que intentar romper el círculo (el de la meta-pregunta “¿son esas cuestiones, cuestiones filosóficas o no?”) y, a la vez, intentar caer y/o permanecer en él (definir la Filosofía desde sí misma): preguntarse por la Filosofía es ya hacerla, pero precisamente por eso incluso esto hay que mostrarlo. Y ello –hay que señalarlo- supone una situación excepcional y paradójica: una cualidad extremadamente reflexiva que, de caracterizar a la Filosofía, la haría radicalmente diferente de las otras cosas.

Pero  no tendremos que preguntarnos solo qué es la Filosofía: también, como decíamos, necesitamos una respuesta a las preguntas “¿qué es la Educación?” y “¿qué es lo que debería ser?, ¿qué lugar corresponde a cada cosa?”, si realmente queremos entender cuál es la pertinencia de que haya una educación en la Filosofía. Esto involucra, pues, a muchas áreas u objetos de la reflexión, que no se tratarán aquí sino en cuanto concernidas por nuestra pregunta.

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Nuestra tesis será, por una parte, que, en efecto, es imposible rechazar que la Filosofía posee ese tipo de inevitabilidad, que podemos llamar crítica o trascendental (esto es, que trata de las condiciones de posibilidad de toda cosa, incluida ella misma); y que, ya solo por eso, ocupa un lugar esencial en la educación de una sociedad de sujetos soberanos y no de súbditos: preguntarse por el lugar que en la Educación (pero también en cualquier “otro” lugar) debería ocupar la Filosofía (pero también cualquier otra cosa) es embarcarse ya en un ejercicio filosófico. Por tanto, cuestionar a la filosofía es cuestionar el cuestionar. Tan paradójico como imprescindible o inevitable. En el carácter crítico de la Filosofía muchos (pero no todos) estarán más o menos de acuerdo. No hay al respecto nada de original en nuestra tesis.

A esa tarea crítica o trascendental, sin embargo, algunas concepciones filosóficas le atribuyen o le añaden más sustancia: el valor crítico sería lo mismo que, o parte de la tarea de, hacerse cargo del sentido último o primero de las cosas, transformar o emancipar al hombre, etc… La Filosofía sería, entonces, necesaria para la realización más plena (no solo en cuanto formalmente ciudadano) de la persona. Si es así, ¿será legítimo reclamar una necesidad todavía más fuerte y densa de la educación filosófica? Creemos, en efecto, que la Filosofía tiene ese valor más sustantivo y denso. En esto disentirán razonablemente (dialécticamente) más posiciones filosóficas que en lo que se refería a su carácter crítico, por lo que, si se tratase de defender con el mínimo esfuerzo y mayor consenso la pertinencia de la Filosofía (pero no es de lo que se trata única ni principalmente aquí), lo razonable sería limitarse a evaluar aquella primera presunta necesidad.

Además, el presunto segundo y más sustantivo valor de la Filosofía plantea un problema ético-político mucho más grave: ¿es pertinente, necesaria, legítima, una educación “moral” o integral del hombre, de tipo público e institucionalizado, o bien esto es una tarea personal y privada? Este es, por lo demás, uno de los debates más vivos en la reflexión acerca de la política, de lo educativo y de la política educativa en los últimos tiempos (el propio Rawls aceptaba que la teoría del derecho se basa en una concepción de la virtud). También esto dividirá fuertemente las consideraciones sobre el lugar de la Filosofía.

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La Filosofía, decimos, tiene un valor pedagógico crítico, o es la educación de la crítica en sí. Ahora bien, debido a ese su carácter crítico o hipercrítico (de aporía y dialéctica) y, a la vez y por eso mismo, constitutivo respecto de todo saber y práctica, naturalizada o institucionalizada, e incluso del mismo concepto y hecho de toda naturalidad y toda institucionalización, la Filosofía (y esta será la otra cara, aparentemente menos apologética, de nuestra tesis -pero la otra cara es solo aparentemente apologética-) tiene un lugar completamente problemático, en la vida humana y social, apenas institucionalizable, también y ante todo en la Educación, en sus fines, curricula, evaluaciones… a los que no puede someterse sin traicionar su naturaleza en cierto sentido contra-natural y contra-institucional.

A la Filosofía, podría decirse, le corresponde en la Educación, así como en la sociedad y en la vida misma de cada uno, un lugar tan necesario como imposible. La figura de esta paradoja sería, una vez más, Sócrates, el único ciudadano que se pregunta qué soy y qué me corresponde, el único que hace auténtica política, en el diálogo en la plaza pública, pero que no puede, por razones esenciales, educar institucionalmente, y que, finalmente, es condenado a muerte por la Ciudad, acusado de poner en duda las tradiciones sagradas y corromper o des-educar a la juventud.

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Estas páginas están escritas desde una perspectiva filosófica concreta. Sería ingenuo creer que se puede escribir y pensar desde filosóficamente ninguna-parte, desde una perspectiva no perspectiva. Sin embargo, un error más profundo, un exceso no de ingenuidad sino de suspicacia, sería creer que el pensamiento es solo y radicalmente perspectivo: si así fuera, nadie podría pensar con nadie, y ni siquiera sería posible decir que todo pensamiento es solo perspectivo. No hay perspectiva si no lo es del todo. Todo pensamiento es a la vez local y universal, relativo y absoluto. Esto es lo que se llama dialéctica, y sin la comprensión de la cual no es posible, creemos, entender algo de lo que es la Filosofía.

Cuanto aquí se piensa desde una cierta perspectiva nuestra, es, por tanto, comunicable con otras, también y especialmente con las más contrarias. Por otro lado, no todas las perspectivas filosóficas son ni pretenden ser igual de estrechas o “estrictas” en cuanto a lo que admiten como filosóficamente lícito. El eclecticismo, por ejemplo, siendo inevitablemente (y aunque el ecléctico no lo crea) una postura filosófica “más”, es también, sin embargo, más “tolerante” que otras concepciones filosóficas. Nuestra posición no es propiamente ecléctica sino dialéctica, pero, como tal, es una concepción que piensa que en toda posición hay cierta verdad, aunque “parcial” o aspectual, y que la verdad está más bien en el todo (si bien no igual en todas las maneras de entender el Todo). Por eso, e dialéctico es más proclive a leer a las otras poniéndose en su lugar, y está muy poco dispuesta a sentenciar “eso no es filosofía” de algo que todo el mundo sabe que lo es. Quizá por eso, cuanto desde esta posición podamos intentar sostener, pueda ser compartido por posiciones filosóficas más específicas o estrictas.

Por qué esto afecta a la Filosofía como no afecta a la Ciencia es algo muy importante que recibirá un intento de explicación en lo que sigue. Es ya una prueba a posteriori del carácter filosófico de nuestra pregunta el hecho de que no exista (ni sea posible) una respuesta unilateral. Lo que es visto como una objeción por el entendimiento abstracto  es contemplado como una virtud desde la razón dialéctica.

Desde luego, las diversas maneras de entender lo que es la Filosofía tendrán consecuencias en cómo se contestará a la cuestión de qué lugar debería ocupar la Filosofía en la Educación. Es inevitable que sea así, si la Filosofía no puede presentarse unánimemente con un método, objeto… único o unívoco. Hay incluso concepciones filosóficas desde las que es sencillamente imposible defender el interés de la filosofía para la educación (o lo que esas concepciones filosóficas están obligadas a tomar por educación).

Haciendo de la necesidad virtud, podrá extraerse, una vez más, la consecuencia positiva “pero” paradójica de ello: si la Filosofía es disensión, pero disensión dialogante y argumentativa, o, siquiera, disensión de la inteligencia en sí y consigo misma, ¿no será el mejor ejercicio para una sociedad que pretende ser lo más plural y diversa dentro del diálogo o, siquiera, dentro de cierto entendimiento básico? ¿No es la propia política, el ejercicio de la ciudadanía, inevitable y deseablemente plural? ¿No será, en ese sentido, la Filosofía, la educación propiamente social y política?

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Este es un texto escrito para filósofos, y a algún lector quizás le resultará “difícil”, incluso repelente. Puede parecer paradójico que, aunque se va a sostener que la Filosofía es propia de toda persona, sin embargo nuestro acto de decirlo no sea fácilmente accesible a todos. Aunque, bien pensado, más paradójico sería defender la necesidad de la educación filosófica cuando a la vez se admitiese que todo el mundo posee ya, de manera espontánea, plenamente actualizada esa competencia. Esta es una más de las dialécticas de la filosofía: es para todos y para nadie. No le afecta solo a ella: podemos quejarnos también de lo inaccesible que es el arte moderno, o la jurisprudencia moderna, o la ciencia moderna…, precisamente en el mismo tiempo en que se democratizaba todo. Pensar sobre ello nos ayudaría a entender mejor los problemas de la democracia (de lo que algo diremos más adelante). Pero parece que la duda sobre “si culto o popular”, afecta a la Filosofía como no afecta a otras cosas: si la Filosofía es algo así como la concepción fundamental que uno tiene del mundo y de sí mismo en él; si es, incluso, su capacidad ético-político, ¿cómo puede ser algo de lo que la mayoría no entienda? Sin embargo, no hay que suponer que uno es ya lo que uno es o “debería” ser. Quizás el lema de la educación sea, al fin y al cabo, el pindárico “llega a ser quien eres”.





[1] Un hito en esta queja es el libro de Martha Nussbaum Not for profit
[2] La filosofía, escuela de ciudadanía
[3] Metafísica, 982 a
[4] Derrida, Du droit a la philosophie, pg 32 o 33
[5] Protágoras es capaz de ir de una concepción a la otra en el transcurso de su discusión con Sócrates, para irónica desazón de este Protágoras, Protágoras 361a
[6] En el lugar antes citado, Derrida dice, sí, que la filosofía carece de horizontes y límites, pero, por eso, también de los de la sedicente filosofía ya constituida. Esa aporía es, como veremos, “constitutiva” o esencial de la filosofía, aunque puede ser entendida de manera diferente a como la entiende Derrida.