martes, 1 de noviembre de 2016

Pensamiento y acción, filosofía y política (nuevas reflexiones)

Las siguientes líneas continúan la reflexión anterior, aunque pueden ser leídas independientemente:

Esto nos conduce al asunto, más puramente ontológico o trascendental, de qué hace bueno a lo Bueno, si a la vez es convertible con la Verdad pero no es simplemente la Verdad. ¿Qué aspecto de lo Real es lo Bueno? Como en lo estético, también en lo ético-político querríamos sostener (la argumentación detenida al respecto queda, nuevamente, para otro lugar) que el criterio es, aunque irreducible al de lo teórico, una forma del mismo principio axiológico general o superior. Si ese principio sumamente universal prescribe-describe, como ideal último, la unidad no conflictiva de lo múltiple, entonces lo Ético-político modulará ese prescripción mediante los elementos de su ámbito propio, esto es, la Voluntad y la Acción (o, mejor quizá, Ejecución): la Ético-política, según eso, quiere y actúa por la armonía entre los intereses diversos y particulares en conflicto, en el interés universal, «cósmico» y absolutamente uno.

Cada sujeto, cada ser capaz de decisión y acción, es un ser concreto, en un lugar particular y con unos intereses propios; pero, completamente a la vez, cada sujeto es potencialmente el mismo que cualquier otro, y portador de la ley una e igual para todos. Y la guía última de la acción ético-política es el designio, que habita tanto en el todo como (con mayor o menor consciencia) en cada una de las partes, de conseguir que todos los intereses particulares estén, no en conflicto y guerra, sino en armonía y amor dentro de y con el todo-uno. Pero esto, que la Filosofía descubriría de forma «estática» y como «acabada» (y el Arte imaginaba y disfrutaba como algo «soñado» o fantaseado), la Ético-política lo tiene como objeto de volición y de ejecución, de realización o materialización. No obstante, es propio de un ser finito, precisamente, identificar lo dado con lo real y, por tanto, verse tendiendo, cuando actúa, hacia algo no-real o no-más-real, sino hacia algo «meramente» ideal, a realizar otra realidad. Por eso lo Ético-político cree que su objeto no es la Verdad o Realidad.

Se cree habitualmente que la diferencia entre lo teórico y lo ético-político (y entre lo teórico y lo estético, también), es que el primero acepta las cosas como son, mientras que la segunda las compara con el ideal. Pero esto es un error: el Conocimiento idealiza tanto como la Voluntad, o más aún. Para el pensamiento dedicado a la búsqueda de la Verdad, lo dado no es realmente real mientras no responda a lo ideal: estamos dispuestos a considerar «mero fenómeno», en el sentido de «ilusión» o «apariencia», al cosmos entero, si no se presenta como completamente racional, con una razón suficiente en todos sus aspectos y lugares. Esto es lo que, en último extremo, mueve a la Ciencia: toda teoría será insatisfactoria mientras no muestre a la realidad como plenamente racional. De igual manera, para la Ética lo dado no es bueno mientras no corresponda a lo ideal. En esto, pues, en la referencia a la idealidad, se parecen la teorética y la ético-política. Su divergencia reside en otro aspecto.

Porque, efectivamente, la Ético-política pretende cambiar las cosas, mientras que la teoría «solo» quiere comprenderlas adecuadamente (o solo «quiere», en todo caso, cambiar nuestra percepción de ellas, de inadecuada a adecuada). Ciertos sabios, de diversas civilizaciones, dicen que una comprensión perfecta de la realidad conduciría necesariamente a la percepción de que «todo está bien», y, por tanto, a la convergencia de lo sabido y lo querido (para el dios nada es bueno o malo). Pero, aunque eso pudiera postularse como singularidad del estado final, no es la concepción que los seres finitos podemos ni debemos permitirnos actualmente (ni es lo que, por lo general, esos mismos sabios nos recomiendan «hacer» cuando pasan a darnos consejos vitales): el mundo está lleno de injusticias, y tiene que ser cambiado. Cuando menos, habría que actuar para conseguir una comprensión como la que nos propone esa sabiduría. Dejaremos aquí esta cuestión. Quedémonos con el hecho de que la divergencia entre lo sabido y lo querido es al menos intrínseca a la finitud. Y es de ahí, de esa fractura o desajuste entre lo dado y lo ideal, de donde nacen tanto la re-acción contemplativa de lo estético, como el deseo o acción ético-política. Solo esa asimetría permite, por lo demás, comprender qué es actuar en vez de padecer; es decir, proporciona inteligibilidad a la orientación de la acción, a su carácter «télico»: acción es todo aquello que conduce a mayor unidad armoniosa de lo múltiple conflictivo, es decir, en una palabra, aquella que hace lo bueno. Padecer es lo contrario: pérdida de unidad y armonía.

También ahí puede localizarse la identidad y diferencia entre el Arte y la Ético-política. El deseo es siempre deseo de (mayor) realidad o perfección. Pero, mientras en el Arte esta perfección provocaba una contemplación «pasiva», sin finalidad consciente, en la Ética y política, en cambio, mueve como fin. Y es así porque el Arte tiene por objeto la figura o imagen, que es algo fundamentalmente estático incluso en sus modos más dinámicos, mientras que lo Ético-político tiene por objeto la acción en cuanto tal.

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¿Qué lugar, entonces, ocupa la Filosofía en el ámbito de la Acción? Ético-política es el nombre de la praxis en cuanto tal, la formalidad de la Acción, pero no es en sí ninguna acción específica. Actividades como el Arte o la Filosofía son su «sustancia», su contenido. Pero la Filosofía es, en cierto modo, la «sustancia» (o, quizá mejor, la esencia) de esas sustancias, por dos tipos de razones. Primero, porque solo una concepción filosófica del mundo provee del fundamento racional para cualquier acción, se sea consciente de ella, o no. Es, pues, necio preguntar, ya al mero nivel de la funcionalidad, cuál es la función de la Filosofía. La propia pregunta, de hecho, lo hace evidente: ¿qué tipo de pregunta es esa misma, que se pregunta por la utilidad, no solo de la Filosofía, sino de todas las otras actividades; la que se pregunta por la utilidad de las utilidades?

Pero la Filosofía es acción sustantiva esencial también de otra manera: es, seguramente, la más activa y, por tanto, ético-política, de las acciones, si es que es más acción aquella que no actúa principalmente para otra cosa. En verdad, todas las cosas y acciones tienen en sí mismas su primordial objeto, como nos recuerdan las éticas del desapego, y deberíamos actuar —este sería el imperativo categórico generalizado— sin tomar nunca, no ya a las personas, sino a ser alguno, meramente ni principalmente como medio. Pero, a la vez, no todas las acciones son igual de finales. Si nuestro objetivo, y el de todos los seres, solo puede ser la plenitud, o sea, la máxima felicidad, libertad y consciencia, entonces el pensamiento, en cuanto búsqueda racional de la naturaleza última de la realidad, está en el núcleo de una vida buena completa. ¿Eran felices los hombres de los tiempos de Cronos?, se pregunta el Extranjero en El Político, y se contesta que eso depende de si se dedicaban a filosofar o no. No es concebible una plenitud que no piense de forma absoluta; cuánto menos, como se la imaginan algunos, que en absoluto piense. Un presente inconsciente no es acción, sino mero suceder. En este sentido, el conocimiento es «antes» que la acción, o, más bien, la acción en estado pleno. Decir que al principio fue la acción (como contrapuesta al conocimiento) solo es cierto en el sentido de que la vida es, en su fase más primitiva, actividad de trabajo, antes de llegar a su forma de contemplación. Que caractericemos a la Filosofía como «actividad tal o cual» no significa, pues, que su esencia consista en eso, en ser un tipo o especie de actividad. La consciencia, el conocimiento, se define plenamente por sí mismo, y el hecho de que sea acción, e incluso acción pura, es algo secundario, aunque necesario y trascendental. Nada que se añadiese a una total consciencia actual, a la total identificación con la realidad del Ahora, podría aumentar la plenitud de la vivencia.

La mayor penalidad de la sociedad actual la constituye, tal vez, el desprecio del ejercicio racional sustancial en la Política. El gran error «político» del irracionalismo consiste en identificar a la Razón con el tirano (bien es cierto que identificando a la razón con la mera racionalidad científico-técnica). La Razón —la dialéctica y la analogía— es la única que puede propiamente criticar al tirano, mostrar su injusticia, es decir, su irracionalidad, por no respetar ni lo uno y universal (al aplicarse a sí mismo desigualmente la ley) ni la diferencia (homogeneizando a todos). La razón es la única que puede poner el amor intelectual para la armonía social.

Que el saber sea un hacer completo no hay que entenderlo, pues, como quietismo, salvo en el sentido en que, en un hacer pleno, no hay trabajo, en el sentido de actividad alienada. Situar a la Filosofía en lo superestructural, en lo epifenoménico, y colocar al trabajo «productivo» (de explotación de la naturaleza básica) como causa y esencia, es la mayor incomprensión posible de lo que significaría la emancipación humana. En realidad, el trabajo «productivo» es padecer, necesidad…; y la humanidad emancipada solo puede dedicarse a pensar, incluso y con (todo) el cuerpo. Como también decía el Extranjero, no debemos privar, a la Idea, de la Vida, ni siquiera del tiempo. Pero, en la Idea, la Vida es «juego», el juego de la dialéctica, que crea mundo.

Sin embargo, el ser humano no puede pasarse el día filosofando. O, mejor dicho, el hecho de que el humano se pase la vida filosofando (puesto que en el fondo no hace otra cosa), implica necesariamente, dadas sus características, que siempre o casi siempre esté envuelto («por acción u omisión») en cualquier otra «práctica». Esta es, en otro sentido, la urgencia prioritaria, y la dedicación a la política explícita significa una mayor atención al drama del desajuste existencial, que la de la mera reflexión en la torre de marfil. Es obligación de las mejores naturalezas, o de lo mejor de nuestra naturaleza, que se vuelva a los trabajos «mundanos». El gnosticismo puro no es propio de seres humanos, y es un cierto fanatismo. Ahora bien, si no hay propiamente política donde hay «solo» filosofía, tampoco hay más política que la que se deduce de la Filosofía.

La Filosofía y la Acción ético-política se concilian en su estado final, como la Filosofía se conciliaba con la Poesía. Las tres convergen, sin dejar de ser diversos modos de esa unidad. La acción pura es la comprensión absoluta de la dialéctica y analogía de la realidad, y es también el puro juego de la poesía.

Quizá el mejor ejemplo de la dialéctica filosófico-ética (de su mismidad y diferencia) pero también de su analogía (de su inclinación hacia el intelectualismo) sea la figura de Sócrates. Este hombre hizo filosofía y educación. Para él, pensar era hacer, y hacer era pensar. Su búsqueda del qué es realmente cada cosa era indistinguible de su búsqueda del bien, de la axiología común al saber y al querer. Su diálogo en la plaza pública era la mayor acción política de la época, una política, sin embargo, destructiva para el utilitarismo de los intelectuales, que le condujo al tribunal en calidad de mayor amenaza a la «democracia». Sócrates es ajusticiado por hacer política lo ideal, es decir, una vida consciente, sin-supuestos, en diálogo con los otros. Nadie, después, situará a la filosofía en un puesto de tal responsabilidad.

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Estas líneas forman parte del libro De la filosofía como dialéctica y analogía, Ápeiron ediciones, Madrid, 2015

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