miércoles, 8 de junio de 2016

El ateísmo (y el teísmo) de la secularización, como paralogismo (Cómo es ser ateo VII)

Puede entenderse el ateísmo, decíamos, como una postura religiosa, lo mismo que el nihilismo es una postura ontológica, el escepticismo una postura epistemológica, o la oscuridad (o la claridad) un modo de luminosidad y visión. Una religiosidad atea sería aquella en la que el sujeto, siendo capaz de religiosidad, dotado de sensus religionis, encuentra, sin embargo, vacío el dominio de esa capacidad; tiene fe… en nada. Se daría ahí el ateísmo más comprometido (interno a la religiosidad), a la que vez, paradójicamente, sería imposible un total a-teísmo, es decir, una posición exterior, que niegue a priori toda religiosidad, de manera paralela a como el escepticismo, precisamente por ser una posición interna a la epistemología, no podría negar a priori toda posibilidad de conocimiento (pues, de hecho, el propio escepticismo es una, la más paradójica o “bastarda”, de sus formas).

Pero ¿es el ateísmo (o, más en general, la relación con lo sagrado), algo exclusivamente religioso o del ámbito de la fe? Distinguíamos entre el ateísmo religioso y el ateísmo filosófico, y, dentro de cada uno de esos géneros, un ateísmo absoluto o radical, y uno relativo. ¿Qué hay del ateísmo filosófico? ¿Existe? ¿Es posible, tanto en el modo absoluto como en el relativo?

Desde que existen filósofos en este mundo, han tenido por objeto de su especulación, entre otras cosas y quizás sobre cualquier otra, el problema de los dioses, de lo divino, de qué es, y de si existe o no. La filosofía es (búsqueda de) conocimiento racional de la realidad en su totalidad y en su esencia (esto es, no limitada a lo que aparece, a los fenómenos). Para la filosofía las cuestiones de existencia y esencia no son separables, de modo que la filosofía define en el mismo acto aquello de lo que se plantea su realidad o no (o su mayor o menor realidad). Los filósofos han definido a Dios o los dioses como los seres que son principio o causa de (el resto de) la realidad y de su sentido y valor, en todos sus aspectos: ontológico, ético, estético… En el sentido filosóficamente más profundo, lo divino es el lugar y origen de lo axiológico, lo normativo, el deber-ser de cada ámbito. Por eso se ha dado siempre la tendencia a identificar al dios con lo más esencial y universal, el Logos, la Idea (la Idea del Bien, el Mundo de la Idea o Mente Divina), la Causa… Y también por eso el ateísmo filosófico más profundo y amplio, el ateísmo filosófico en su grado absoluto, se presenta como la negación de cualquier instancia normativa, de cualquier razón y principio. Una posición menos absoluta es la que niega que haya fundamento o sentido trascendente, más allá del mundo, de los fenómenos, de lo contingente… (Más arriba nos hacíamos eco de la disputa entre dos presuntos ateos recientes, Badiou y Jean-Luc Nancy. Ahora podemos ver que se trata de dos ateísmos relativos, dos ateísmos contra lo trascendente, que disputan entre sí sobre si lo inmanente tiene fuerza suficiente para salvar lo infinito, que la Metafísica salvaba mediante la trascendencia, o la de si “solo” hay lugar para la finitud).

Ahora bien, ha sido y es puesta en duda, de diversas maneras, aquella doble posibilidad del teísmo y el ateísmo, la religiosa y la filosófica. Por parte de los “racionalistas” convencionales, se ha puesto en duda que la religiosidad (en cuanto creencia en la realidad o existencia de ciertas entidades, al menos) sea algo más que filosofía en estado embrionario y confuso. Hoy es mucho más común e interesante, sin embargo, la duda opuesta: ¿no es acaso el teísmo (y el ateísmo) filosófico más que el intento, por parte de la filosofía, de hacerse cargo de un objeto que tiene su origen y su plenitud en otro ámbito distinto al de la filosofía, en el ámbito de lo religioso? Voy a discutir este asunto (que podríamos llamar metateología), porque me parece que es la cuna de errados ateísmos (y teísmos), que tienen, sin embargo, una gran vigencia hoy día.

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Ya en Heráclito se encuentra la enigmática frase de que “Uno, lo único sabio, no quiere y quiere (llamarse con) el nombre de Zeus” D-K 32). Logos quiere y no quiere llamarse con el nombre propio de un dios, o, simplemente, con un nombre propio. No parece que Heráclito quiera simplemente advertirnos, con esa frase, de cierta inefabilidad del Logos. Parece, más bien, la tesis metateológica (y metaontológica) de que el Logos, esto es, el objeto del filósofo, no sería simplemente identificable con la divinidad del creyente, aunque tampoco sería simplemente distinguible de ella. Dado que Heráclito (pace ciertos hermeneutas hermenéuticos) era un racionalista (si bien un racionalista complejo), podemos creer que su tesis es que el Logos del filósofo aparece, incómodamente, en la creencia popular y cultural, en la forma de un dios con nombre particular (no “propio”, pues quizás es mucho más propio para el Logos el nombre de Logos que el de Zeus. Posteriormente, el dios quiso llamarse Logos en el evangelio de Juan). Así, Heráclito coincidiría con lo que, en musa menos críptica, dijera Jenófanes de Colofón.

Platón mantuvo, como era de esperar, la más sutil e interesante de las posturas. Por una parte, habla directamente del dios, de lo divino…, como si fuera un objeto de pleno derecho del filósofo, aunque siempre eso puede ser considerado parte de la analogía a la que hay que recurrir porque no podemos hablar directamente de las cosas (así, todos los textos en que Platón habla directamente de los dioses, tales como las narraciones del Fedro, la escatología del Fedón, etc., son fugas del lenguaje); por otra parte, Platón se refiere a las creencias religiosas, especialmente a los misterios, con una irreducible ironía: son cosas profundas e indiscutibles para nosotros. Parece que Platón salva la autonomía de ambos terrenos, el del creyente y el del filósofo, pero subordinando humana y socialmente el primero al segundo: solo así se explica también la ausencia o subordinación de los teólogos (o “poetas”) en La República. Aristóteles, más diáfana y superficialmente, dirá que mitógrafos y filósofos comparten objeto, aunque los primeros “mienten mucho” y tienden a ver a los dioses como celosos de que los humanos compartamos sabiduría: la fe sería constitutivamente prohibición de filosofía.

Como es sabido, el pensamiento medieval sostuvo la versión inversa: es la filosofía la que, si bien y en el mejor de los supuestos, puede reclamar cierta autonomía incluso cuando especula sobre Dios, siempre es el suyo un acceso incierto, mediante la falible razón humana, frente al don de la fe. La tesis de la doble verdad significa la “decadencia” de ese mundo y parece preludiar el racionalista mundo moderno.

Sin embargo, lo verdaderamente paradójico e interesante es que dentro de este mundo moderno, sobre todo en su ápice, no es el racionalismo el que predomina, sino precisamente el teologismo, preludiado por el fideísmo y voluntarismo de Duns Scoto y Ockham, pasando por Pascal y, de una manera u otra, por todo el luterano pensamiento moderno.

Kant se sitúa en el borde entre una vertiente y la otra. Señala los límites del entendimiento humano, que dejan libre terreno para la fe en todo cuanto trata del sentido del mundo (como dirá luego Wittgenstein), pero esa fe no puede ser más que la fe moral, esto es, la fe que coincide con lo que la razón, en su uso práctico, induce a postular. En Kant todavía es la razón la que hace de aquella religión que mejor se ajusta a ella (el cristianismo) la religiosidad más perfecta. Pero en esto la posición kantiana es demasiado racionalista para la tendencia del mundo moderno y tardomoderno.

Las dudas que tendía el Logos heracliteo respecto de llamarse Zeus, son en el protestantismo radicales certezas de que Dios no tiene nada que ver con el Logos o con el Ser. Desde esta perspectiva fideísta y teologista, la relación entre fe y racionalidad es inversa a la que cree el racionalista. Por eso, la tesis dominante y “natural”, al respecto, en la tardomodernidad, es la tesis de la secularización: según ella, los elementos constitutivos del mundo moderno, desde el ámbito teórico al práctico y el estético, serían, en verdad, secularizaciones de teologemas cristianos.

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La tesis de la secularización ha venido tan bien a ateos como a teístas religiosos. Ambos han caído en su trampa. Se podría, de hecho, definir a buena parte del ateísmo y del teísmo moderno como una inmensa falacia llamada secularización.

Cuando Nietzsche pretende encontrar el irracional y contingente trasunto de la razón, de lo normativo, de la axiología, intenta reducirlo, en un primer paso, a trasunto ético: las ideas metafísicas son el epifenómeno de una (o, ambiguamente, “la”) manera moral de ver el mundo. En esto, sigue el camino de Kant y del pragmatismo moderno en general. Pero el moralismo no es suficientemente satisfactorio para él, porque la ética es algo intrínsecamente normativo. Por eso Nietzsche busca una deflación psicologista de la metafísica. Otra manera de la misma estrategia es reducir la metafísica a un trasunto religioso. La religiosidad sería esa representación por la que damos cuerpo imaginal a nuestras debilidades psicológicas. La metafísica, y la razón en general, esto es, todo elemento presuntamente universal y normativo, es religión secularizada. Por eso, Nietzsche no dice “el Logos ha muerto”, o “el Logos ha sido destruido, o refutado…” Dice “Dios ha muerto”. Así queda consagrada la estrategia de destruir o deconstruir lo racional haciéndolo proceder de otra cosa, del ámbito de lo religioso (o lo psicológico). Se trata de un procedimiento completamente análogo al del naturalismo o positivismo, que intenta eliminar la metafísica reduciéndolo a algún tipo de hecho natural, y contingente. No es fácil saber cuál es la instancia última a la que Nietzsche confía reducirlo todo, si la psicológica (pero esta tiene el problema de que la mente y el sujeto son ficciones), la fisiológica (pero no menos ficticias son las entidades del físico) o la religiosa. Nietzsche se mueve en círculo entre ellas. En cualquier caso, cualquiera de ellas reduce, desde luego, a la razón.

Pero tan útil al menos como podría parecerle a un ateísta la estrategia de la secularización, le parecerá enseguida al teísta (en realidad, más aún, puesto que la tesis de la secularización afirma la prioridad de la religiosidad sobre la racionalidad: es más natural una religiosidad teísta que una religiosidad atea). La discusión filosófica sobre la bondad o no de los valores eternos se desplaza, pues, a la discusión teológica sobre la superioridad del cristianismo o de alguna religiosidad pagana o el ateísmo.

De este modo, cada vez más la teología ortodoxa católica ha ido alimentando la tesis de que la racionalidad occidental ha sido posibilitada, salvaguardada e incluso, en último extremo, producida por el cristianismo, y se hundiría con él. Por supuesto, las teologías que, a diferencia de la católica, no tienen ningún interés en salvar la racionalidad occidental, sino que están muy a gusto con el irracionalismo (ahora en versión teísta, no atea como en Nietzsche) no se apoyan menos en la tesis de la secularización: solamente ven como bondad lo que la católica ve como ruina.

A menudo la tesis ortodoxa católica adopta una postura ambigua, según la cual, fe cristiana y racionalidad son algo así como dos caras de la misma moneda. Así, por ejemplo, en el discurso que el papa Benedicto XVI pronunció en la Universidad de Ratisbona el 13 de septiembre de 2006, con el título “Fe, razón y universidad. Recuerdos y reflexiones” (y que causó polémica mediática, porque en él la concordancia de la fe cristiana y la razón se defiende por contraposición a la presunta violencia del islam), sostiene que el más auténtico cristianismo es el que puede estar en total armonía con la filosofía griega, y los fideísmos y voluntarismos escotista y protestante serían desviaciones, basadas en una insuficiente noción de razón, insuficiencia propia de la modernidad:
“La convicción de que actuar contra la razón está en contradicción con la naturaleza de Dios, ¿es solamente un pensamiento griego o vale siempre y por sí mismo? Pienso que en este punto se manifiesta la profunda concordancia entre lo que es griego en el mejor sentido y lo que es fe en Dios según la Biblia. (…) Modificando el primer versículo del libro del Génesis, el primer versículo de toda la sagrada Escritura, san Juan comenzó el prólogo de su Evangelio con las palabras: "En el principio existía el λόγος". (…) El encuentro entre el mensaje bíblico y el pensamiento griego no era una simple casualidad. La visión de san Pablo, ante quien se habían cerrado los caminos de Asia y que en sueños vio un macedonio que le suplicaba: "Pasa a Macedonia y ayúdanos" (cf. Hch 16, 6-10), puede interpretarse como una "condensación" de la necesidad intrínseca de un acercamiento entre la fe bíblica y la filosofía griega. En realidad, este acercamiento ya había comenzado desde hacía mucho tiempo. Ya el nombre misterioso de Dios, pronunciado desde la zarza ardiente, que distingue a este Dios del conjunto de las divinidades con múltiples nombres afirmando sólo su "Yo soy", su ser, en comparación con el mito es una respuesta con la que está en íntima analogía el intento de Sócrates de vencer y superar al mito mismo. El proceso iniciado junto a la zarza alcanza, dentro del Antiguo Testamento, una nueva madurez durante el destierro, donde el Dios de Israel, entonces privado de la tierra y del culto, se anuncia como el Dios del cielo y de la tierra, presentándose con una simple fórmula que prolonga las palabras de la zarza: "Yo soy".  (…) Hoy sabemos que la traducción griega del Antiguo Testamento, realizada en Alejandría —la Biblia de los "Setenta"—, es algo más que una simple traducción del texto hebreo (sobre la cual habría que dar quizá un juicio poco positivo): en efecto, es un testimonio textual en sí mismo y un importante paso específico de la historia de la Revelación, en el cual se realizó este encuentro de un modo que tuvo un significado decisivo para el nacimiento del cristianismo y su divulgación. En el fondo, se trata del encuentro entre fe y razón, entre auténtica ilustración y religión”.
Un teólogo protestante como Emil Brunner no ve con los mismos ojos esa “traducción”, como bien sabía el papa cuando aún era solo Joseph Ratzinger y redactó su lección inaugural en la Cátedra de Teología de la universidad de Bonn, en 1959 (El Dios de la fe y el Dios de los filósofos, Ediciones Encuentro, 2006). Según recoge Ratzinger, Brunner vio esa traducción como la mayor traición jamás perpetrada, pues intenta convertir en ontología lo que era todo lo contrario: “yo soy quien soy” querría decir que “yo soy el incomprensible, quien no da cuenta y razón de sí”.  El teólogo católico Ratzinger, sin embargo, adecua las cosas para que la providencia haya unido a griegos y cristianos. Aquí, sin embargo, todavía no resulta nítida la tesis de la superioridad directa de la teología, esto es, la tesis de la secularización (aunque, por supuesto, la superioridad simpliciter de la teología es asumida, tácita y explícitamente, por Ratzinger). Podemos decir que Ratzinger no cae en la evidente falacia que vemos en Nietzsche y veremos a continuación en otro teólogo, pero paga el precio de la ambigüedad.


En nuestros días, el teólogo y filósofo John Milbank, cabeza de un muy vivo movimiento neortodoxo (“ortodoxia radical”), capaz de disputar con las últimas corrientes de pensamiento (véase, por ejemplo, su discusión con Slavoj Zizek: The monstrosity of Christ,  Paradox or dialectic? Mit press, Cambridge, 2009), va más allá en ese curioso querer salvar la racionalidad subsumiéndola a la religión cristiana. En su Beyond secular order (Wiley Blackwell, 2013), por ejemplo, sostiene que los errores modernos y postmodernos (el desprecio de la racionalidad fuerte, y, consecuentemente, de la política, que ha acabado en el liberalismo) son, en realidad, (consecuencias de) erróneas posturas teológicas tardo-medievales, tales como el abandono de la analogía del ser en favor del univocismo, la concepción del conocimiento como representación y no como identidad, la prioridad de lo posible sobre lo actual, y la concepción de la causalidad como concurrencia antes que como “influencia”. Nos dice programáticamente Milbank:

“I  shall try to show that what is apparently ‘secular’ in modern general ontology, and then in political ontology, in reality derives from specific currents of theology, questionable from the point of view of the most authentic Christian tradition. It is, ironically, certain particular modes of theology which first invent and encourage ‘secularisation’ and then, because of their unbelievability, invite an agnostic and atheist scepticism which eventually engenders nihilism as a kind of truncated theological via moderna.(…)These assumptions are all profoundly linked to the equally important invention of a novel space of ‘pure nature’, independent of the human natural orientation to the supernatural as taught by the Church Fathers and the high Middle Ages, but then largely abandoned by late medieval and early modern theology". (Beyond secular order pg. 3)

El “profundamente ligado” se convierte enseguida en una radical dependencia. Primero se nos informa de que la filosofía (como ilustra Pierre Hadot) no habría estado nunca, desde su nacimiento griego, desconectada de preocupaciones vitales o existenciales, que serían el equivalente de la religiosidad. De hecho, según Milbank, el mito de la filosofía autónoma y abstracta habría sido creado por los teólogos medievales:

“…an entity called ‘philosophy’ has never, as a matter of fact, really existed in pure independence from religion or theology. One can even go further, to claim that the idea, or rather the illusion, of a sheerly autonomous philosophy is twice over the historical  invention of certain modes of theology itself”. (pgs. 19-20)

La filosofía real sería siempre dependiente de la religión. La filosofía mítica, la abstracta y presuntamente independiente de la religión… sería ella misma producto de la teología (de un error en la teología).

"So the paradox is that the theoretically secularising gesture, which permitted the arrival of a pure, autonomous philosophy, was entirely a theological gesture, and even one which sought to conserve the transcendence of God and the priority of the supernatural, by mistakenly insisting on the sheer ‘naturalness’ and self-sufficiency of human beings without grace, as a backdrop for augmenting grace’s sheer gratuity". (pg. 28)

Así queda consagrada la subsunción de la filosofía a la teología y, más profundamente, a la religión. Tal como en Nietzsche. Por supuesto, esto vale exclusiva o principalmente para la religión cristiana (como en Nietzsche):

"… Christianity is not only ‘the most religious of religions’, but also the most human of specifically human processes. Therefore, to reject Christianity inevitably opens to view (as Agamben contends) ‘post-human’ perspectives". (pg. 15)
Pues bien, tanto Milbank como Nietzsche (como, en la medida en que comparte con ellos ese movimiento de reducción de la filosofía a producto teológico, Ratzinger), cometen un simple pero monumental paralogismo, el paralogismo, podríamos decir, de la propia modernidad, la esencia de la modernidad:

Incluso aunque fuera cierto, como arguye Milbank, que “as a matter of fact” la filosofía nunca ha sido “independiente” de preocupaciones vitales y religiosas, de aquí no se deduce en absoluto que la filosofía no sea completamente autónoma, es decir, que los criterios por los que dirime sus verdades no sean completamente independientes de qué creyentes haya a su alrededor o incluso eventualmente algunos de ellos la practiquen, y que, por tanto, la muerte del cristianismo arrastraría consigo necesariamente a la filosofía. Algo así se deduce tan poco, como se deduciría que la matemática depende de intereses económicos a partir el hecho de que nunca se hubiera investigado en matemáticas “independientemente” de intereses económicos. Un error teológico (suponiendo que exista algo así) no podría generar un error filosófico, porque un error filosófico solo se deduce de premisas filosóficas. Capciosamente Milbank caracteriza la teología como aquello que "is concerned with being in its entirety in relation to God”. Pero esta es una definición completamente ambigua y ni necesaria ni suficiente. Lo esencial de la teología, frente a la filosofía, es que parte de un “dato” incriticable, el fenómeno de la fe. A un teólogo le hace teólogo la aceptación de un libro revelado o de cualquier otro objeto tomado por sagrado más allá de toda posible discusión racional. El paralogismo de Milbank es la misma falacia naturalista que encontramos en todos los intentos positivistas de reducción de lo racional-normativo o ideal a fáctico. Si el reduccionismo teológico no es normalmente visto como un reduccionismo positivista es porque el fenómeno positivo en que se ancla la teología no es un fenómeno simplemente natural. Pero el paralogismo es idéntico.

Como ocurre con el ateísmo que sigue la misma estrategia, la otra contradicción que se sigue del paralogismo teologista es que los argumentos de este tipo de teísta (o de ateísta) pretenden tener un valor a priori (así, Dios ha muerto irreversiblemente, por necesidad…; o, en la versión teísta, Dios es inmortal por necesidad) a la vez que sitúan todo su punto de apoyo en algo fáctico y contingente.


Puede decirse, pues, que tanto el ateísmo como el teísmo basados en la tesis metateológica y metaontológica de la secularización, se basan en un mero paralogismo, y, por ello, no prueban en absoluto lo que pretenden: ni Nietzsche prueba la muerte de la Dios “o” razón ni Milbank prueba su necesaria existencia o subsistencia. La filosofía es completamente autónoma respecto de la teología, aunque esté siempre natural-causalmente ligada a ella (y a otras muchas cosas). Por tanto, el ateísmo filosófico solo puede probarse filosóficamente. Y lo mismo vale para el teísmo.