viernes, 27 de mayo de 2016

El ateísmo como religiosidad (Cómo es ser ateo, VI)

Hemos propuesto distinguir, en principio, entre dos alcances del ateísmo (absoluto y restringido) y dos ámbitos desde los que ser ateo (el religioso y el filosófico). Habría, entonces, al menos cuatro formas de ateísmo:

  • el ateísmo religioso amplio, rechazo religioso –no filosófico, ni científico- de cualquier tipo de religiosidad,
  • ateísmo religioso restringido (rechazo religioso de cualquier religiosidad trascendente –o, en general, de un tipo de religiosidad, pero no de toda religiosidad-);
  • ateísmo filosófico amplio, la tesis filosófica de la inexistencia de cualquier ente o propiedad divina o sagrada
  • y ateísmo filosófico restringido, o tesis filosófica de la inexistencia de un dios trascendente (o, mucho menos habitualmente, de un cierto tipo de supuesta entidad sagrada)

Luego se pondrá en discusión este esquema. De momento, suponiéndolo relativamente útil, preguntémonos cómo es ser ateo de cada una de esas formas, si es que es posible serlo en todas, o en alguna de ellas siquiera).

¿Es posible el ateísmo religioso, esto es, una religiosidad atea? Ahora bien, podría replicarse: ¿es posible otro ateísmo que el religioso? ¿No es el ateísmo una actitud propia e intransferiblemente religiosa, lo mismo que el escepticismo no puede ser más que una posición epistemológica, o lo mismo que el conjunto vacío es un conjunto y la nada es un concepto, por “bastardo” que sea?

Ronald Dworkin ha argumentado, en efecto, que no es posible ningún escepticismo externo: la metaética (incluso la más relativista o la más negadora de la ética) es parte de la propia ética, la metametafísica (incluso la más deflacionista de la metafísica) es parte de la metafísica, etc., pues una proposición ética (metafísica, etc.), o su negación, solo puede deducirse de otras proposiciones sujetas a la misma axiología. Esta sería la “ley de Hume”, según la llama Dworkin, ¡pero Hume la utilizó, paradójicamente, con fines escépticos! Dworkin, en cambio, deduce de ella que no es posible un escepticismo radical (ya Donald Davidson, siguiendo a Wittgenstein, había sostenido algo parecido respecto del escepticismo teorético al menos: cualquier falsedad requiere un contexto de verdad, no podemos estar equivocados en  todo).

Aunque estamos acostumbramos a diversos intentos de reducción, eliminación, deconstrucción… desde un ámbito aparentemente exterior a lo que se pretende reducir, eliminar, deconstruir…, sin embargo, cuando se trata de ámbitos axiológicos (y no de asuntos parciales) esto se manifiesta una y otra vez aporético. Así, la deconstrucción es consciente de que la metafísica no se supera, pues la propia deconstrucción, en cuanto intenta ser un desmontaje de las categorías metafísicas desde dentro (pues desde fuera sería vacua), permanece anclada en categorías metafísicas. De manera semejante, el cristianismo solo puede deconstruirse, según Jean-Luc Nancy, desde el propio cristianismo, lo que, según Derrida, significa que el cristianismo no es, al fin y al cabo, superado en ese ejercicio.

Si aceptásemos esta línea de razonamiento, tendríamos que concluir que el ateísmo solo es posible propiamente como una forma de teísmo, pero, a la vez y por eso, un ateísmo radical o absoluto estaría en contradicción consigo mismo. Siempre sería posible, al menos en principio, un ateísmo religioso o religiosidad atea restringidos, como es posible un escepticismo parcial o una metafísica que rechace parte de la metafísica. Cualquier religiosidad naturalista o inmanentista es atea en un sentido restringido, al menos desde el punto de vista trascendentista (de la misma manera, la religiosidad trascendente puede ser vista –aunque ello es, interesantemente, mucho menos corriente- como un “ateísmo” o mala religiosidad, en sentido restringido, por parte de quienes sostengan una religiosidad inmanentista. Como diremos luego, tal vez esta sea la manera más caritativa de entender el ateísmo de Nietzsche, y, desde luego, el de Marx). Si esas formas de religiosidad no trascendente fallasen, sería por razones ulteriores, que exigirían una profundización religiosa. No vamos a detenernos ahora en esta cuestión (por interesante que sea). Volvamos a la posibilidad del ateísmo absoluto.

Que el ateísmo solo pueda ser una actitud religiosa, es la otra cara (o la cruz) de la tesis de que el teísmo auténtico no tiene nada que ver con el “dios de los filósofos”. Es la postura de muchos teólogos, sobre todo entre los protestantes, para quienes el misterio de Dios, el “dios vivo” de la fe (ese que con tanto patetismo descubrió Pascal, y que ha probado ser tan contagioso modernamente), es incluso algo diametralmente opuesto al presunto dios de la ontología (el Ser). También es la postura de los teólogos “postmodernos”, como Jean-Luc Marion (Dios sin el ser), y, desde luego, del padre Heidegger (“si alguna vez escribiese una teología, a lo que me siento tentado, la palabra ser no aparecería por ningún lado”, dijo. Y, como dice Derrida en Cómo no hablar, esta es precisamente su teología [la de Heidegger]).

Pensemos un poco más en lo dicho hasta aquí. Si la religiosidad consiste esencialmente en una cierta capacidad o “sensibilidad” (sunsus religionis, sensus divinitatis) para con un tipo específico e inconfundible de datum (el fenómeno religioso, el darse lo sagrado, etc.), solo puede ser creyente quien, con esa sensibilidad despierta, recibe tal datum, y solo puede ser ateo quien, teniendo también la sensibilidad adecuada, sin embargo no recibe ese dato. La religiosidad atea en su alcance amplio o total se daría cuando los sujetos con sensibilidad religiosa perdiesen toda o no tuviesen ninguna actitud religiosa positiva, no tuviesen ninguna fe, o, más bien, tuviesen fe en ninguna cosa. Tendrían la capacidad de tener fe, pero esta capacidad no encontraría objeto alguno en su dominio. Esto sería análogo a que las personas tuviesen la capacidad de la visión pero no hubiera nada que ver (porque se fuese o no hubiese llegado nunca la luz, por ejemplo). O sería equivalente a la extinción del arte porque los sujetos dejasen de tener la actitud propiamente estética.

Pero, tal como un ciego no puede opinar sobre el color de esa macha, o de si se ha ido la luz o no; y de la misma manera en que quien carece de sensibilidad estética no puede opinar si hay cosas bellas y dignas de entusiasmar, así quien se sitúa (o está) fuera de la vivencialidad religiosa, del sensus religionis, no podrá ser propiamente ateo, o podrá serlo, a lo sumo, de la manera equívoca e irrelevante en la que el ciego puede decir que no hay ahí ninguna mancha de color o no hay luz, o el asténico puede desestimar el arte.

Ahora bien, ¿no es un hecho que la gente pierde la fe, toda la fe? ¿Qué significa eso? Quien pierde la fe ¿pierde la capacidad de tener fe?, ¿pierde, por decirlo así, la fideidad?, ¿o bien justamente la condición imprescindible para haber perdido la fe, es conservar (quizás más viva que nunca) la capacidad de fe? (¿no dijo Machado que quien desespera espera?). Por tanto, habríamos de concluir que el ateísmo es siempre un ateísmo restringido, esto es, que niega alguna forma (por amplia que sea) de religiosidad, pero no toda ni la fundamental. Así habría que entender la presunta arreligiosidad moderna, si queremos ser hermenéuticamente caritativos con sus ponentes. No es que mucha gente haya abandonado toda actitud o “sensibilidad” religiosa, sino que han abandonado determinadas formas de ella, por ejemplo, todas aquellas que sitúan el sentido en algo externo a esta vida o este mundo, etc.

No obstante, incluso si lo que el ateo “pierde” (o de lo que se libera) es (de) la capacidad de tener fe, de tomar algo por sagrado, es decir, si el ateísmo pretende ser un situarse fuera de la fe, para rechazarla, es muy dudoso que, así entendido, el ateísmo pruebe el ateísmo, tal como, decíamos, el hecho de que hubiese personas que perdiesen la visión, o que abandonasen o perdiesen la actitud estética y pudieran prescindir de todo arte en sus vidas, no probaría que quienes sí conservan la vista o necesitan arte estén en algún error o inflación psíquica. Un ateísmo con más pretensiones, con auténticas pretensiones, necesitaría probar la “imposibilidad”, la ilusoriedad, o, al menos, la impertinencia de la actitud religiosa positiva (teísta), esto es, que la mejor actitud posible es el rechazo de toda religiosidad. Y eso exige nada menos que un criterio superior, capaz de dirimir si la religiosidad es “deseable” o no, “verdadera” o no, digna de entusiasmo o no. ¿Existe un ámbito tal, desde el que juzgar a la religiosidad, entre todas las otras cosas?

Un problema, al respecto, es que la religiosidad, aunque comparte aspectos de lo que significa deseable o verdadero o digno de entusiasmo en otros ámbitos (en el de la racionalidad práctica, la racionalidad teorética, la sensibilidad estética), tiene o pretende tener también sus propios criterios, su propio modo de “verdad”, su propio modo de validez. Quizá quien pierde la fe, o no la encuentra por ningún lado, cae o habita en una pobreza de sensibilidad, acaso inducida por la posible confusión de lo religioso con todos esos otros ámbitos con los que parcialmente se solapa.

Cuando, “por ejemplo”, Nietzsche parece hacer un juicio a la religiosidad, apela a criterios presuntamente superiores como la “verdad” (la religión sería ilusión, confusión, antropomorfismo…) y, sobre todo, la “vida”, la aptitud vitalista (la religión sería perniciosa, morbosa, contravital). Pero puede plantearse la duda de si esos criterios a los que acude Nietzsche son “preferibles” (¿desde qué otra criteriología?) a los criterios del creyente, de su vivencia. También puede plantearse, como decíamos más arriba, si en realidad Nietzsche está atacando a la religiosidad en total o bien solamente a la religiosidad trascendente, a la del tras-mundo. Muchas de sus expresiones alientan esta interpretación. Tal vez son solo sus expresiones más exotéricas, pero es dudoso que su trasfondo esotérico logre salvar algo parecido a algún criterio desde el que dirimir la bondad, deseabilidad, verdad… de cosa alguna.

Pero ¿hay que aceptar que existe una sensibilidad específicamente religiosa (la de la espiritualidad, etc.), que algunas personas no poseen o tienen adormecida?

(continúa)

miércoles, 25 de mayo de 2016

Cómo es ser ateo? V: ateísmo y ateísmo, religiosidad y filosofía

¿Cómo es ser ateo?, ¿cómo es posible serlo?

Puede entenderse el ateísmo de, al menos, dos maneras, o con dos grados de alcance:

  • En un sentido amplio, ateísmo sería la negación completa y radical de lo religioso, en cualquiera de sus formas posibles: simplemente nada sería sagrado, divino, numinoso (suponiendo por el momento que estos términos representen esencialmente lo religioso), ni en este mundo ni fuera de él.
  • En un sentido restringido, en cambio, ateísmo será la negación de cualquier elemento sagrado más allá del mundo, es decir, la negación de toda religiosidad trascendente, pero no de toda religiosidad posible ni de la categoría misma de religiosidad, sea esta lo que sea.


(Para ninguno de los dos sentidos, sobre todo para el sentido amplio, sería el término ‘a-teísmo’ el más conveniente, en cuanto es más que dudoso que el concepto ‘dios’ sea el más abarcador o el más conspicuo dentro del lenguaje religioso. Sin que ello signifique que, como han dicho algunos, el ateísmo sea algo específicamente cristiano).

Por el momento nos conviene explotar la diferencia entre esas dos formas de ateísmo. De acuerdo con ella, quizá mucho de lo que pasa por ateísmo lo es solo en el sentido restringido, y no en el irrestricto (y, tal vez, menos interesante y más insostenible), aunque seguramente, sin embargo, la mayoría del ateísmo es entendido y se entiende a sí mismo como una “enmienda a la totalidad”.

Por usar una analogía (que solo vale en parte, y por fuertes razones, como veremos después): el rechazo de la metafísica (llamémosle, por mor del paralelismo, “ametafisicismo”) puede tener el sentido amplio de rechazo de cualquier tesis o postura metafísica (la negación de la Metafísica tout court, como un lenguaje sin-sentido), o bien, restringidamente, puede ser solo la negación de cualquier metafísica trascendente, no de la metafísica en sí. Así, sería ametafisicismo del segundo tipo, pero no del primero, la metafísica materialista conscientemente asumida y defendida por, por ejemplo, David Lewis o David Amrstrong o tantos otros metafísicos analíticos materialistas de los últimos decenios, pero también la de otros materialistas analíticos más “clásicos” y mucho menos conscientes de que estaban haciendo metafísica (de los materialistas y de los metafísicos “continentales” es preferible no poner ejemplos, pues su relación con la metafísica está mediada, y viciada, por una incorrecta intelección de lo que significa “metafísica”, malentendido que tiene su origen tal vez en Kant). Por supuesto, cierto antimetafísico puede protestar diciendo que el materialismo no es metafísica, más que, a lo sumo, en su grado cero (que sería lo mismo que nada). De la misma manera, el ateo del tipo antitrascendente puede pretender que lo suyo es el verdadero ateísmo y todo el ateísmo, pues una religiosidad inmanentista sería un hierro de madera (en esto estaría de acuerdo con los teístas que creen que no hay más religión que la que se refiere a algo trascendente, sobrenatural…) Pero ambas pretensiones me parece muy discutibles. Después de todo, el cero es un número, y el conjunto vacío, un conjunto; y es razonable sostener que una proposición que niegue la existencia de un número, puede ser una proposición de, al menos, dos tipos o alcances: el interno a la matemática y el externo (por ejemplo, el metafísico). De la misma manera, es poco convincente, a priori al menos, reducir toda religiosidad posible (y real) a religiosidad trascendente.

Cómo haya que entender, en último extremo, sendas versiones del ateísmo (la amplia o la restringida), depende de qué tengamos que entender por religiosidad. Ahora bien, es extremadamente difícil definir este ámbito o “juego de lenguaje”, el de lo religioso. Para empezar, hemos de rechazar cualquier intento de reducirlo a un fenómeno psicológico, cultural, etc. Detengámonos un momento en esto:

Pretender que lo religioso es solo o nada más que un cierto tipo de actitud psicológica, solo o nada más que una cierta función social… es tan insatisfactorio como pretender una semejante reducción del arte o incluso de la ciencia. Todos estos intentos caen en el terreno del reduccionismo naturalista (en el sentido epistemológico del término), que es un movimiento falaz. (En realidad, la tesis más importante que quiero proponer más adelante es la de que el ateísmo presuntamente más radical de los últimos siglos se apoya, quizá exclusivamente, en esa falacia, en la forma de “tesis de la secularización”). Quien pretendiese negar total y radicalmente el ámbito religioso desde una perspectiva o estrategia naturalista o positivista, tendría que reducirlo sin residuo a elementos del ámbito de las hechos naturales (en sentido amplio, incluyendo los psicológicos, sociales, etc.). Ahora bien, eso es imposible porque el ámbito de lo religioso tiene su propia normatividad interna, y autónoma respecto de cualquier hecho natural: la actitud esencial del creyente implica un “(en) qué debo creer (y practicar)” y “por qué motivos propiamente religiosos” (sean estos lo que sean), de modo que, por principio, una proposición (o, en general, actitud) religiosa jamás queda exhaustivamente traducida a una descripción naturalista o positiva. “Creo en X” o “tengo por sagrado X” se reducen tan poco a “estoy en el estado psicológico o social de creer sagrado X” como “creo que Bach es profundo” o incluso “me entusiasma Bach” se reducen a solo “estoy en el estado psicológico de…” (pues mi creencia y mi emoción musicales implican criterios estéticos, irreduciblemente no psicológicos), o como “creo que 2+2=4” se reduce a mi estado psicológico de creerlo (pues mi creencia matemática implica criterios epistemológicos irreducibles). Igualmente, sería una falacia razonar así (con el ánimo de salvar el elemento normativo de la actitud religiosa, a la vez que se consumaba su reducción positivista): “puesto que tu sociedad cree en X, tú tienes que o debes creer en X”, o algún análogo psicológico, etc. (salvo que en esas proposiciones el “tienes que” o “debes” fuese precisamente un “debes” religioso, en cuyo caso se tratará de un enunciado o actitud propia e irreductiblemente religioso -y muy significativo, por lo demás-). Toda la nomología que una proposición científica puede portar en su contenido es la de la relación causal (“tienes por sagrado X porque tu sociedad tiene por sagrado X”), pero este tipo de explicaciones son tan colaterales referidas a la actitud religiosa como cuando las aplicamos a la ética, a la estética o a la teorética (“crees bueno (bello, verdadero) X porque tu sociedad cree bueno (bello, verdadero) X”). Que sean colaterales o, más bien, paralelas, no quiere decir que sean falsas ni, menos aún, sin sentido. Al contrario, hay un sentido en que son verdaderas (o falsas), tal como es verdadero o falso algo del tipo “crees que 2+2=4 porque tienes tal cerebro”: son verdaderas o falsas en cuanto se refiere al aspecto descriptivo de ese “hecho”. Pero, repitamos, estas explicaciones no agotan, ni siquiera tocan, la verdadera razón (intencional) por la que creo sagrado algo o por la que creo que 2+2=4.  Desde luego, esto nos deja ante el gran problema filosófico de la relación entre sendos mundos, el de la explicación naturalista-causal y el de la explicación intencional (en este caso religiosa). Un problema análogo al que, respecto de la agencia voluntaria, se da entre libertad y determinismo causal, se da aquí entre creencia religiosa y mundo natural-social del creyente. La solución tiene que ser análoga (En realidad, la relación entre creencia y facticidad es algo más enredosa que lo que he supuesto en esta argumentación, debido precisamente al carácter, en cierto modo, “positivo” de la creencia religiosa. Volveré enseguida sobre ello).

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Si hemos de rechazar el reduccionismo naturalista (psicologista, sociologista…) de lo religioso, lo mismo hemos de hacer, creo, respecto de todo reduccionismo trascendental, esto es, que pretendiese traducirlo sin residuo a categorías estéticas, éticas o filosóficas. Esto, sin embargo, es mucho más difícil de mostrar, porque exige una mayor claridad acerca de qué es propiamente lo religioso y de su irreductibilidad, no ya a algo positivo sino a algún otro ámbito trascendental o a una suma de ellos. ¿No es, acaso, verosímil que lo religioso no sea más que un conglomerado de actitud epistémica, filosofía, moral y estética? A creerlo así induce el propio hecho de que la religiosidad (a diferencia de esos “otros” ámbitos trascendentales o axiológicos) se solapa con todos ellos. Sin embargo, es dudoso que se reduzca simplemente a la suma de todos ellos. Al contrario, está en relación difícil, polémica, dialéctica, con cada uno: proporciona creencias aparentemente epistémicas, sí, pero no puede sustituir a la epistemología e incluso parece en franco conflicto con lo que ella exige a todos los demás; proporciona directrices éticas, sí, pero no puede sustituir a la ética e incluso parece en franco conflicto con la autonomía del juicio moral; etc.

La dificultad o, más bien, imposibilidad de definir la religiosidad es un indicio positivo de su irreductibilidad. Podemos intentar caracterizar lo religioso de diversas maneras, pero todas ellas presupondrán que “sabemos” (como de hecho sabemos, a la vez que ignoramos) qué es la religiosidad. Lo mismo puede decirse de cualquier ámbito trascendental: podemos pseudodefinir estos ámbitos, caracterizarlos por relación a otras cosas, pero siempre suponiendo tácitamente que “sabemos” qué es lo que constituye a cada uno de ellos. A un extraterrestre que no poseyese la sensibilidad estética no podría enseñársele qué es el arte, por más psicología y antropología, y por más filosofía o ética, que se le proporcionase. Y algo análogo –cabe sostener- vale para lo religioso.

Pero, ¿cómo, al menos, pseudo-definir de la manera más perspicua posible lo religioso? Esta pregunta nos conduce a esta otra: ¿quién está en mejores condiciones para intentar esa definición?
Tradicionalmente esa tarea se la han repartido dos personajes: el teólogo y el filósofo. A las dos formas que hemos propuesto de entender la religiosidad (amplia y restringida), habría que añadir ahora dos formas de consideración de lo religioso o lo divino. La primera es la consideración religiosa, esto es, la que puede proporcionar el hombre religioso, el creyente. La segunda es la consideración filosófica. Qué sea lo religioso es objeto esencialmente de creyentes y de filósofos. De los creyentes se podría decir, más bien, que es el “sujeto”.

El teólogo es el creyente teorizando acerca de su propia religiosidad (de la misma manera que el ideólogo es el político teorizando acerca de su acción política, o el crítico es el artista teorizando acerca de su producción artística). Lo cual no le convierte en filósofo. El teólogo, a diferencia del filósofo, parte del “hecho” “positivo” del fenómeno religioso, un dato que él no puede negar. En cuanto teólogo, pretende entender aquello en que ya cree y no puede dejar de creer por mucha filosofía nihilista que consuma. No es correcto sostener, como gustan de hacer los teólogos, que la teología se diferencie de la filosofía en que aquella se atiene o aviene a lo concreto (Dios, Cristo…), mientras que la segunda se mantendría en lo abstracto (el Ser). Tampoco que la primera es comprometida emocional o “existencialmente” mientras que la segunda sería fría y desapasionada, o diferencias similares. La relación que lo teológico tiene con lo concreto es su dependencia de un dato tomado por sagrado, no un supuesto privilegio de contacto real con lo concreto. Por su dependencia esencia de un dato, la teología es una “ciencia” positiva. Pero, precisamente por eso, y como le pasa a todo saber o toda actitud positiva, es radicalmente incapaz de cuestionar esa positividad, lo que no le acerca más a lo puro dado, sino que la mantiene en una mayor inconsciencia al respecto: en la modalidad del supuesto, esto es, de la doxa.

Mientras que la teología no puede especular de manera completamente racional y libre, pues está limitada por arriba por ese dato, la filosofía no puede aceptar algo así. Todos los objetos son, en ese sentido, profanos para ella (aunque “profano” también ha de tener un doble sentido, amplio y restringido, externo e interno a la religiosidad). Lo único “sagrado”, el único “dato”, para el filósofo es la racionalidad el “factum de la razón”, pero la racionalidad no es ningún factum, y “sagrado” se usa ahí traslaticiamente. Por lo demás, el filósofo puede tener con su asunto una relación tan emocional o “existencial” como la que pueda tener el teólogo. Y, por su parte, no es la reacción emocional o existencial lo que hace a la religiosidad.

Decimos que hay dos maneras de considerar lo sagrado o divino: la religiosa y la filosófica. Ahora bien -podría protestar alguno-: ¿por qué hemos excluido, como reduccionista, todo abordaje científico a lo religioso, y admitimos, en cambio, la legitimidad de la filosofía para hacerlo? La respuesta, en breve, es que a) la filosofía es precisamente, por sus propias características, la actividad teorética encargada de definir o pseudodefinir todos los ámbitos trascendentales o axiológicos (incluido el de la propia ciencia y el de la propia filosofía misma); aunque, b), eso no quiere decir, sino al contrario, que no sea problemática (dialéctica) la relación de la filosofía con cada uno de los otros ámbitos axiológicos a los que ella tiene por asunto conocer, incluida la religiosidad.

Ahora bien, tenemos que introducir aquí la aclaración más importante. De lo que estamos diciendo últimamente, podría deducirse erróneamente que todo lo que tiene que ver la filosofía con lo sagrado es que este asunto es, como el de todas las ideas, objeto de la filosofía, pero un asunto al fin y al cabo tomado de otro ámbito, del religioso. Esto sería un gran error, al menos como tesis de partida: el de reducir la Filosofía de lo sagrado o divino a mera filosofía de la religión. No: la relación que la Filosofía guarda con lo sagrado o divino es infinitamente más densa y compleja. El hecho es que la propia Filosofía tiene como objeto propio suyo a la contrapartida de lo que Dios, los dioses, o lo sagrado, son para la religiosidad. La Filosofía tiene por objeto suyo el de la esencia y la existencia o no del Ser supremo, absoluto, etc., del Valor supremo, absoluto, etc.

Es decir, hay dos consideraciones de lo sagrado o divino: la consideración religiosa y la consideración filosófica. En otras palabras, el “dios de la fe” y el “dios de los filósofos”. Esta presunta evidencia es, sin embargo, lo más discutido en el pensamiento moderno acerca de lo sagrado. Será (un aspecto del) objeto de nuestra discusión.


Suponiendo que, de alguna manera, lo sagrado sea “objeto” tanto de la religiosidad como de la filosofía (con todas las diferencias pertinentes entre ellas), entonces hay dos modos de ateísmo: el ateísmo como posición religiosa (“ateísmo religioso” o “religiosidad atea”) y el ateísmo como tesis o hipótesis filosófica (ateísmo filosófico). El teísmo y ateísmo religiosos o desde la religiosidad son la aceptación o el rechazo del hecho religioso por criterios religiosos. El teísmo o ateísmo filosófico, en cambio, son la afirmación o negación de lo religioso por criterios puramente filosóficos, esto es, racionales especulativos.

(continúa)