domingo, 25 de octubre de 2015

Presentación de De la Filosofía como Dialéctica y Analogía

Ya se ha publicado, y el próximo 6 de noviembre a las 19.00h presentaremos en Meta Librería, mi De la Filosofía como Dialéctica y Analogía, cuidadosamente editado por Ápeiron ediciones. Me acompañarán ese día Roberto Vivero, Víctor Bemúdez Torres y Luis Martínez de Velasco.



El libro, en el que he estado trabajando estos últimos años, tiene la intención de presentar una propuesta filosófica, “mi” propuesta filosófica, relativamente original (lo que no significa lo mismo que “novedosa”, como tiende a confundir la última modernidad), a la que, a falta de algo mejor, suelo llamar “racionalismo dialéctico-analógico”.

Aunque esta propuesta tiene un carácter sistemático (toda concepción filosófica, incluidas las más contrarias al sistema, lo tienen, aunque a veces implícita e inconscientemente), he preferido, para evitar confusiones e incomprensiones innecesarias, presentarla desde solo un asunto filosófico, a modo de ejemplo, si bien de ejemplo ejemplar. Ese asunto es el de la propia Filosofía. ¿Qué es la Filosofía? Tal pregunta, según me entrego a intentar justificar en el capítulo preliminar del libro, parece hoy más pertinente que en quizá cualquier otro momento de la historia del pensamiento, porque hoy más que nunca “la” Filosofía (si es que aún puede hablarse de ella en singular, como estarán dispuestos a negar muchos) sufre (o goza) una crisis de identidad, o crisis existencial, radical: no sabe qué es, ni sabe siquiera si existe o si tiene derecho a seguir existiendo. Dividida desde hace tiempo en dos continentes (analítico y fenomenológico-hermenéutico) que parecen flotar en sentidos contrarios, de modo que están cortadas casi todas las vías de comunicación entre ellos; anunciando una y otra vez, sobre todo desde el segundo de esos continentes, su propio acabamiento (mientras en el otro, para más contrariedad, se consolida un retorno a la forma más clásica de ella, la Metafísica)… lo extraño no es que los gobiernos tiendan a minimizarla en los currículos educativos, en aras de la tecnociencia y cierta religiosidad del carbonero, sino que todavía haya quienes la defiendan, empezando por los propios profesores de Filosofía.

Pero, quien está en una crisis de identidad, o existencial, es quien más debe y mejor puede responder a la pregunta por su identidad y existencia, porque es, también, quien vive más conscientemente. Si la Filosofía ha sido siempre (y esto mismo puede ser ya su “definición”) la más autorreferente de las ocupaciones humanas (desde el “yo me he buscado a mí mismo” o el “conócete a ti mismo”), esta autoconsciencia es ella el tema principal ahora, después de toda una historia de constante lucha entre los Titanes y los Dioses (según dice Platón en El Sofista), que, si puede llevar a la misología en un primer momento, pone las condiciones, también, para una mayor auto-comprensión.

El capítulo preliminar concluye con dos notas en que se intenta justificar por qué este libro no pertenece al género de la “Filosofía del Lenguaje” ni al de “Historia de la Filosofía” (o “Filosofía de la Historia de la Filosofía”):  lingüicismo e historicismo son dos reduccionismos que acaban confundiendo el instrumento con el objeto y llegan erróneamente a creer que los problemas filosóficos se resuelven o disuelven mediante análisis gramaticales o textuales, como si esos mismos análisis no estuvieran cargados de presupuestos metafísicos.

El resto, o cuerpo del ensayo, se divide en dos capítulos en los que se trata, respectivamente, de la Filosofía en sí misma (y para sí misma), y de la Filosofía en su relación con “sus otros”, esto es, con aquellos “ámbitos trascendentales” de la actividad humana con los que, por su absoluta proximidad, más puede ella confundirse y más es imprescindible que se distinga: el Arte, lo Ético-político, la Ciencia y la Religiosidad.

¿Qué es, entonces, la Filosofía, según ella misma según este ensayo? Se parte de una caracterización básica, tan antigua como insustituible, según la cual la Filosofía es el intento de un saber absoluto de la realidad, un conocimiento (de lo) fundamental y sin supuestos. Pues bien, la primera parte de la tesis de este ensayo es que una actividad tal es necesariamente dialéctica, en el sentido preciso en que es expuesto por Platón en el Parménides, esto es, que en ella el pensamiento se ve obligado a afirmar la completa inter-implicación de los contrarios, de lo Uno y lo Múltiple, de lo Idéntico y lo Diferente, de lo Que es y lo que Aparece…, en un esquema diádico-tetrádico (no triádico, como en la dialéctica moderna) que resulta de la combinación de cada uno de los dos elementos de la realidad, tomados tanto respecto de sí mismos como respecto de su otro. La unidad-identidad, si quiere ser absolutamente una e indivisible, aparece como ininteligible o inefable (pues solo a través de lo otro podemos pensarla y decirla, al menos los mortales), y no salva el fenómeno de lo múltiple. Entonces la razón se ve llevada a pensar una unidad que se exprese en o deje participar por el elemento otro, múltiple… Pero no consigue evadir las aporías, pues no se salva así la auténtica unidad de la realidad ni explica cómo surge lo otro a partir de lo uno-primero. Ante este “fracaso” de las filosofías de la unidad-identidad, tanto en su versión absoluta como en la relativa, el pensamiento se ve impelido a afirmar la prioridad de lo Otro, de lo Múltiple, de la Inmanencia… En una de sus versiones, intenta salvar la unidad como una especie de fenómeno emergido de lo múltiple pero imprescindible para que haya lógica en las cosas. Tampoco esta vía consigue satisfacer a la razón, pues una unidad dependiente de lo múltiple no puede cumplir el papel de universalidad estricta que el pensamiento requiere; además, no se entiende cómo puede producirse auténtica unidad y necesidad a partir de lo múltiple y contingente. Parece más consecuente, entonces, volverse hacia un inmanentismo, pluralismo e irracionalismo radical, un pensamiento de la diferencia que se dedica solo a deconstruir cuanto parezca conservar algo de unidad. Sin embargo, esta vía (“postmoderna”) es aún más insatisfactoria que las otras, como vía de conocimiento al menos: no salva el fenómeno de la unidad, ni se salva a sí misma, pues es el intento de defender racionalmente (necesaria, universalmente…) la irracionalidad y contingencia absoluta. Los diversos “sistemas” filosóficos unilaterales siguen uno de estos cuatro caminos, viviendo cada uno de las aporías de los otros y muriendo de las suyas propias. Así la Filosofía aparece como ese famoso campo de batalla sin cuartel. El primer paso hacia la comprensión dialéctica se da, según nuestro ensayo, cuando el pensamiento, consciente de ese “juego de las hipótesis”, ve que la verdad no está en ninguno de los caminos aislados sino en el todo. Solo el pensamiento unilateral o abstracto quiere a toda costa evitar la “contradicción” real. La Filosofía es dialéctica, aunque a veces lo ignore.

Sin embargo, ese no es el último paso. La Dialéctica mantiene al pensamiento en un círculo aporético, en un laberinto. El paso ulterior en la comprensión filosófica ocurriría cuando advertimos que los dos elementos fundamentales del pensamiento (y de la realidad en cuanto cognoscible), no se inter-implican ni mediante una relación de univocidad (lo uno y lo otro como géneros equivalentes de un género universal), ni, menos aún, mediante una relación de equivocidad (lo uno y lo otro como conceptos irrelacionables): la relación esencial de la Realidad o Ser solo puede ser una relación “asimétrica”, intensional, irreducible a los conceptos extensionales de género y especie, todo y parte... Esa relación, a la que Platón llama Participación y que expresa mediante todos los recursos analógicos del Lenguaje (la ironía, el “mito”, la simbología onomástica y toponímica, la meta-narración…), no es inteligible a partir de otra cosa que ella misma. Según ella, todo es absolutamente uno sin por ello dejar de ser múltiple. Pero, mientras que la unidad-identidad es absoluta, la pluralidad y diferencia, el no-ser… solo son relativos, lo que no significa que sean irreales (como se empeña en pensar el pensamiento adialéctico y ananalógico). La Historia de la Filosofía es, antes que la historia del “olvido del ser”, la historia del cuasi-olvido o cuasi-consciencia de la Analogía. Si la Dialéctica es la Guerra y el Laberinto, la Analogía es el Amor, que convierte la guerra en complementariedad y armonía. Este es el principio axiológico fundamental y más general: unidad de lo múltiple, “hen, panta”, que dijo Heráclito, sin negación –insistamos- de la multiplicidad y diferencia.

El segundo capítulo analiza la relación que la Filosofía guardaría con sus otros propios. Se trata, desde luego, de una relación dialéctica y analógica: la Filosofía es y no es lo mismo que el Arte, que la Ético-política, que la Ciencia, que la Religiosidad. Cada uno de estos sus otros comparte con ella algo esencial, pero es también esencialmente algo diferente: el Arte y la Ético-política son lo mismo que la Filosofía en cuanto que las axiologías estética y ética (belleza, bien) son aspectos del mismo criterio axiológico general que la Filosofía expresa como búsqueda teórica (de la verdad). Pero el Arte se dirige esencialmente a la Imaginación y la Emoción, y lo Ético-Político a la voluntad: no son fundamentalmente cognitivos. La Ciencia, en cambio, sí es, como la Filosofía, actividad cognitiva, teoría, búsqueda de la Verdad. Pero la Ciencia funciona y progresa gracias a que da por supuestos sus fundamentos, e ignora las preguntas absolutas que conducen a la dialéctica y la analogía en sentido fuerte. Por último, la Religiosidad tiene, como la Filosofía, una sed de absoluto, y abarca todos los terrenos de la actividad humana (arte, ético-política, ciencia…) sin confundirse con ninguna. Pero la Religiosidad toma lo absoluto como un dato y, por tanto, como dogma, en tanto la Filosofía debe someter a crítica incluso el dato absoluto, lo que no la coloca en una situación menos aporética que la de la Religiosidad: si esta parece la soberbia de saber positivo de lo absoluto, lo paga quedándose en “mera” creencia (doxa): por contra, la Filosofía paga su humildad de mero querer-saber con la soberbia de sentirse capaz de someter a juicio a la realidad en sus fundamentos.

De la Filosofía como Dialéctica y Analogía, en fin, quiere abrir, mediante el simple ejercicio de la especulación filosófica, una posibilidad de renovación de la Filosofía y, con ella, de los aspectos todavía tenidos por más constitutivos de la existencia humana.

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Una nota acerca del libro puede leerse en los Apuntes de la revista Estudios de Filosofía de Ápeiron

lunes, 12 de octubre de 2015

De la gramática profunda de "existencia" y "ser", I (planteamiento del problema y respuesta tradicional o aristotélica)

Lo que sigue son algunas reflexiones acerca de la parte o aspecto más general y fundamental de la ontología, parte o aspecto al que hoy se ha dado en llamar (sin más ganancia de claridad que pérdida de sana sencillez) metaontología, a saber: qué significan y cómo significan el término “existencia” y sus afines (tales como “realidad”), en el sentido más profundo de estos términos, y, por implicaciones, qué significa y cómo significa cualquier otro término, es decir, cuál es la esencia o estructura más profunda del Lenguaje.

Aunque expresado así, en términos de “término”, “significado”, “Lenguaje”…, podría parecer que se trata de filosofía del Lenguaje, en realidad solo es del Lenguaje en la medida en que el Lenguaje es el mejor significante del ser o la realidad misma, al menos tal como esta puede presentarse para nosotros: es decir, el Lenguaje es tomado “solo” como medio, aunque el mejor medio. El término ‘término’ es ambiguo o, más bien, analógico, pues tanto significa el mero significante como el significado o concepto e incluso, quizá, la realidad misma. Porque no nos referiremos, en general, al significante, no usaremos en general la comilla simple (‘término’), sino las comillas dobles, con la que indicamos que nos referimos al significado o sentido, o incluso sin comillas, como refiriéndonos a “la cosa misma”. Sin embargo, discutirlo en términos de Lenguaje puede hacer la cosa más inteligible para ciertos oídos o cierta costumbre de nuestros oídos.

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Puede entenderse la tarea de la ontología o metafísica (tomamos aquí estos términos como equivalentes, por razones que he explicado otras veces, es decir, para rechazar la definición moderna y estrecha de “metafísica”, según la cuál esto trataría de lo trascendente, mientras que la ontología sería una especie de análisis sin compromisos –precisamente- ontológicos) como la tarea de buscar qué es lo que es o existe, en el sentido o el valor más intenso del término: qué es lo que existe realmente, lo ontos on en términos platónicos. Esta pregunta no es separable de la pregunta por la esencia o propiedad(es) o estructura últimas de la realidad: no se trata de buscar una enumeración de las cosas que existen, sino, a la vez e indistinguiblemente, de las características por las que existen. Esencia y existencia no son separables en ese nivel de cuestionamiento.

Según Tales, entonces y por ejemplo, la realidad última o lo que existe en sentido fundamental o primero es agua, presuntamente porque el “agua” tenga las características de homogeneidad y asociación con lo vital que serían deseables en el nivel fundamental de realidad; según Demócrito, lo que realmente es o existe, es no otra cosa que átomos y vacío, seguramente porque la realidad fundamental tiene que ser, a juicio de este hombre, simple, hecha de “cualidades primarias” u objetivas, etc.

Las tesis ontológicas pueden adoptar diversas formas de expresión, especialmente respecto del término “ser” o “existencia”. Heráclito dice que, si se escucha al Logos y no a él, lo sabio es estar de acuerdo en que “Hen Panta”: “Uno, todo”. Aquí no aparece el “es”, pero parece que hay que sobreentenderlo, o sea, que Logos nos dice que “uno es todo”, o que “todo es uno”, o ambas cosas, distinta o indistintamente. En el extremo opuesto –en este caso, sí-, Parménides dice que, si se escucha a la diosa (y no a él), la verdad es “hôs ésti”, “que es”. Aquí, al contrario que en el filósofo de los contrarios, lo único que aparece es el “es”, sin sujeto ni predicado. Un caso más: cuando el Parménides de Platón especula sobre si lo Uno es, tan  pronto lo expresa como “si lo uno es”, como “si es uno” como si “lo uno es uno”…, y lo mismo respecto de los otros: “si son muchos” o “existen muchos”, “si son muchos los seres”… No solo los diversos filósofos, también las diversas lenguas difieren acerca del uso (o no-uso) de un término como “es”. ¿Por qué, entonces, habríamos de preferir una expresión a otra?

Buscamos la estructura profunda del Logos, escondida tras las superficies gramáticas. Y ahora buscamos, decíamos, el elemento esencial de la realidad, más allá de sus manifestaciones a través de Heráclito y Parménides (quienes, ellos mismos, nos advierten de que no miremos al dedo con el que intentan señalarnos el ser). Cada lengua usará los recursos que tenga para referirse a ese elemento esencial, pero en griego y en indoeuropeo en general hay (y si no lo hubiera habría que inventarlo) un término, como “es”, que contiene en su intensión todo lo que el Lenguaje despliega. Con él se puede hacer la pregunta: ¿qué es? (¿qué existe realmente?), ¿qué es lo que es? (¿cómo es, qué esencia tiene, lo que es?). Desde que la filosofía reparó en este término, pudo seguir un camino más preciso. Desde Parménides hasta la última filosofía reciente, el problema primero es la ontología.

Una precisión muy importante respecto de la terminología (ahora en el sentido del significante) que se usa aquí. Usaré recurrente y principalmente el término ‘existir’, para evitar un modo de expresarse demasiado chocante para el lector, pero en todo momento, salvo que se diga otra cosa, con ese término nos estaremos refiriendo a lo que los griegos llamaban einai, esti (latín esse, est), es decir, “es”. En nuestra lengua, como en otras (incluida el propio griego tardío) se introdujeron o reusaron, hasta acabar predominando e incluso sancionándose como los únicos correctos, términos que desmenuzan el término “ser”, es decir, el concepto más esencial y general de todo el Lenguaje, tanto en su nivel semántico como en el sintáctico, o, más bien, anterior a esa distinción, según veremos. Esa nueva y polícroma terminología ontológica (a la que pertenece el romance “existir”), puesto que buscaba disolver los problemas mediante distingos, lo que hace, en verdad, es justamente lo contrario: ocultar el auténtico problema. Si queremos recuperar con claridad el problema ontológico, tenemos que recuperar la unidad del concepto “ser”. Por tanto, el lector tiene que tener presente, en todo momento, que con “existir” y similares nos referimos aquí a “ser”. Si el ser, es decir, si la realidad misma tal como se nos muestra en el Lenguaje, debe ser dividida en varios sentidos, incluso equívocos entre sí, es algo que habría que ganar en la reflexión y discutirlo una y otra vez, no algo que podamos tomar como punto de partida firme.

Una última nota previa: existe una vieja tentación o manía de considerar este tipo de expresiones de los filósofos (“Uno, todo”, “es”, “si es múltiple”…) como carentes de sentido… sea porque no se atienen al habla más coloquial, sea –más precisamente- porque no responden a los prejuicios, precisamente ontológicos o metafísicos, de uno. Es la vieja tentación de querer hacer callar a uno llamándole tonto (si bien, muy cortésmente). Pero aquí queremos hacer algo más constructivo y más tolerante: intentar entender todas las expresiones posibles, indagando cuáles son realmente correctas o incorrectas. En principio, nos guía la máxima liberalidad: creeremos que casi cualquier expresión que se pueda hacer con el lenguaje es significativa en sentido fuerte, es decir, con un significado mayor que la mera semántica del término. Pero nos vamos a centrar en el término “ser”, porque es, como decimos, el más esencial del Lenguaje, y de su parte más esencial.

¿Cómo puede usarse el término “ser”, “es”, “existe”? Y, en último extremo, ¿cuál es la estructura profunda del Lenguaje (del Logos, de la Realidad)?

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Si el Lenguaje está para referirse a las cosas, y si “es” (“existe”, etc.) es la esencia del Lenguaje, “es” tendría que decirse de y solo de las cosas. En último extremo, “es” o “existe” diría la realidad, y “es_” diría cómo es la realidad. Sin embargo, en la lengua general, tanto del hablante “natural” como del filósofo, y en la lógica tradicional que intentaba reflejar sistemáticamente esos usos, uno puede (o, al menos, podía) decir con toda corrección y verdad que “los duendes son traviesos”. De “todos los duendes son traviesos” se deduce o deducía que “algún duende es travieso” (regla de subalternancia). Estas proposiciones son o eran verdaderas aunque también lo fuese la proposición: “los duendes no existen” o “los duendes no existen realmente (esto es, en el sentido fuerte o pleno de ser o existir)”. De la misma manera, uno podía decir que “las mesas son inertes” o que “existen infinitos números primos” o que “el estar-cerca-de es una relación espacial” aunque a la vez estuviese dispuesto a afirmar que “las mesas no existen en realidad (sino que son meros agregados de átomos)” o “los números no existen en realidad (pues son meros signos físicos)” o que “las relaciones no son propiamente sustancias o cosas (sino “cualidades” o algo así). (Paralelamente -aunque esto resulte menos sorprendente, salvo para una mirada muy dialéctica-, podía decirse “Sócrates no-era un sofista”, es decir, podía predicarse un no-ser relativo de algo que tenía ser-absoluto).

En la mejor o más analítica sistematización de ese estado de cosas lógico-lingüístico, la de Aristóteles, se decía que “ser” tiene:

  1. dos valores sintácticos fundamentales: el valor absoluto, monádico o “existencial”, y el relacional, poliádico o “copulativo” (en realidad, más de dos: todos los llamados categorumena o predicamentos, tales como definición, accidente, identidad… pero dejemos esas sutilezas ahora)
  2. varios valores sintáctico-semánticos generales, es decir, valores semánticos que determinan el papel sintáctico, las categorías: entidad o sustancia, cantidad, cualidad, relación…. De entre ellos, la entidad o sustancia era el valor fundamental, del que los otros dependerían por analogía (no como especies de un género).
  3. varios valores de grado o intensidad dentro de cada uno de sus valores puramente semánticos: valores primeros y valores segundos. Así, hay sustancias primeras (los particulares) y segundas (los géneros), cantidades primeras y segundas, etc.


Con este aparato se haría inteligible cualquier expresión habitual. Cuando decimos “los duendes son traviesos”, usamos “ser” en un valor relacional o poliádico (copulativo), por el que expresamos algunas características de las cosas (en el mejor de los casos su esencia o definición); cuando decimos que “los duendes son” (o “existen”) usamos “ser” en su sentido absoluto o monádico (“existencial”): en este caso solo predicamos del sujeto el ser, el simple y mero ser. Pero no siempre lo predicamos con la misma plenitud o el mismo grado: cuando decimos que “los duendes son (existen)”, o “existen infinitos números primos”, no por ello hemos de entender que estamos usando el ser en su valor semántico absoluto o pleno (con pleno compromiso existencial), sino con un valor existencial disminuido, relativizado a un contexto del discurso (por ejemplo, ficticio, o abstracto, etc.). Por cierto, el hablante ni siquiera necesita saber a priori si el valor de su uso del ser existencial es pleno o disminuido: puede estar hablando de algo que no sabe si existe real y plenamente, como cuando hablamos de Pitágoras (del que algunos dudan que existiera realmente, pero no se sabe con certeza), o de los géneros e ideas, o de algún concepto perteneciente realmente (según Aristóteles, al menos) a una categoría distinta de la de las sustancias o cosas que pueden ser realmente reales. Solo la ciencia física “y” sobre todo la filosofía (pero la filosofía es “solamente” la primera o fundamental ciencia) están interesados en los valores más intensos del ser, tanto en sus usos poliádicos (la búsqueda de la esencia) como en su valor monádico (la búsqueda de la realidad o entidad absolutamente primera). La Matemática, por cierto, tampoco está comprometida existencialmente de manera plena, sino de manera abstracta. El sistema, por tanto, permitía hablar de lo que no existe, e incluso decir de ello que existe, relativa o disminuidamente.

Lo que sí estaba excluido en esa sistemática era un uso absolutamente absoluto de “es”, es decir, el uso que hace, por ejemplo, la diosa de Parménides cuando dice que la verdad es que “es”. Esto no podía ser, según Aristóteles (y según Platón, en El Sofista) porque no existe proposición mientras no hay composición o síntesis de dos cosas: algo de lo que se predica, y algo que se predica de aquello. Una proposición es siempre un decir algo de algo, ti kata tinós. Pero ¿a qué se refiere el “es” solitario de la diosa? ¿A sí mismo, y hemos de entender, como hacen o hacían los traductores, “el ser es”? No parece esta la intención de Parménides. ¿A algo como “la realidad”, que sería el sujeto elidido: “(la realidad) es”? Esta proposición ya sería correcta, aunque aparentemente la más pura de las tautologías (no obstante, los filósofos aman las tautologías; solo hay quizás una cosa que aman más que las tautologías: las contradicciones). Sea como fuere lo que Parménides pretendiese, no hay Lenguaje sin ónoma y rhema, sin sujeto y predicado. La sustancia o cosa en sí, lo absolutamente individual y actual, no nos es accesible más que mediante conceptos o esencias, dice Aristóteles: eso debe de ser lo que significa que seamos mortales. Un lenguaje inarticulado, simple, es propio solo de… los dioses (o de las bestias). Sin embargo, eso no significa que, a la vez (a la vez que son diferentes), la sustancia y la esencia tengan que ser lo mismo.

La lógica tradicional permitía, pues, salvar cierta unidad de la plural realidad, en los diversos pero esencialmente relacionados valores del ser, y hablar incluso de lo que no existe plenamente o no lo sabemos, como desafortunadamente es normal entre los mortales o es su propia condición de tales. Permitía formularse las grandes preguntas de la ontología o metafísica, que Aristóteles enumera al comienzo de su filosofía primera: ¿existen los universales, las ideas, lo universal y eterno, lo Uno…, o solo lo físico, lo que deviene y es sensible? ¿Cuál es la estructura última del ser o realidad?


Parece un sistema lógico bastante coherente y completo. ¿Por qué, entonces, no satisface a todos?