sábado, 21 de marzo de 2015

Platón, el tiempo, el mito, el alma, II (De otro tiempo y lugar, VII)

Meditando acerca de un “otro tiempo y lugar” en que el sufrimiento de las cosas quedaría abolido, y el sentido, no tanto restituido como encontrado, estábamos leyendo los pasajes en los que Platón escribe sobre el viaje del alma. En el corazón del asunto latía, como no podía ser de otra manera, el tiempo: el tiempo de la “realidad” y el tiempo del mito, por ejemplo (pero ¿cuál era cuál?). Platón hablaba de un tiempo-todo en el que el alma-vida circula colmando todas las cuentas, consagrando la absoluta equivalencia de justicia y felicidad, y respecto del cual, nuestro pequeño tiempo es apenas algo. ¿Cómo entender un poco más todo esto?

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¿Qué habría llegado a pensar Platón acerca del tiempo? La lectura convencional dice algo así: para Platón, el tiempo, según le hace decir a Timeo, es (solo) una imagen o figura (agalma) móvil de lo que es eterno, que se mueve según número, y de forma circular. El Artesano (la Inteligencia, o Causa, que en el Filebo aparece como el segundo de los seres, después de la Idea-forma, y antes del compuesto de forma y materia y de, por último, la mera materia -la khora del Timeo-), produjo el mundo visible y cambiante imitando el modelo perfecto e invisible, pero teniendo que contar con el espacio, esa arcilla informe, matriz femenina del mundo, pseudo-entidad, completamente dúctil, sí, pero, por eso, vacío inconstante que solo soporta imágenes oníricas. Efectivamente, parte de lo que Platón escribe del tiempo es este relato pitagórico “probable” (con sus elementos, también, detestables, como esa identificación mítica de lo femenino con un receptáculo vacuo y bastardo al pensamiento).

Sin embargo, ni siquiera este relato acerca del tiempo es tan sencillo. Porque ocurre que es el alma la que rodea todo el universo, conteniéndolo, y es, por tanto, el alma, el lugar inicial del tiempo: solo la consciencia (como luego se ha dicho tantas veces, hasta Bergson y los fenomenólogos) puede contener al tiempo, y, con él, en cierto modo, a todas las cosas físicas. Estas, en efecto, podría decirse, ni siquiera existirían como tales si el alma no las identificase. Con Peter van Inwagen, es razonable pensar que solo los seres conscientes tienen identidad e individualidad: ¿qué es una montaña, aparte de la suma de piedras; las piedras, aparte de sus moléculas…? El tiempo, pues, está principalmente en el alma, que es la que imagina, aunque lo que imagina es precisamente el cuerpo (o, revertiéndolo, el alma es la idea del cuerpo, según dice Spinoza).

El alma, conteniendo o siendo el lugar del tiempo, es, sin embargo y por eso mismo, inmortal. Como siempre ha habido que recordar sin que haya sido nunca suficiente, el tiempo no pasa o fluye (¿a qué velocidad pasaría?: sí, a un segundo por segundo, como decía J. J. Smart). Y, si el alma es el tiempo, entonces el alma no pasa o fluye, aunque por ella fluyan o pasen todas las cosas y aunque ella misma confunda ser el fluir con ser lo que fluye. En realidad, el alma-tiempo, es ese misterioso intermedio entre lo eterno y lo fluyente, y es, pues (aunque no equidistantemente) ambas cosas y ninguna. El alma es, en la creación, lo afín a la Idea. No alcanza a ser lo-que-siempre-es, pero tampoco se reduce a lo-que-siempre-deviene: ella misma es el devenir que no deviene, la inmutabilidad del cambio, de manera semejante a como la gramática, ella misma, es la esencia de toda significación concreta, pero ella misma no es significación concreta alguna, sino toda la significación, la significación en sí misma. Si Nietzsche creyó que la máxima voluntad de poder consiste en imprimir al devenir el carácter del ser, es de la consciencia de quien hablaba. Eso es también lo que llamamos vida, al menos la vida del mundo (pues también el demiurgo y las ideas son, dice Timeo, vidas perfectas, lo mismo que son consciencias perfectas): vida natural es principio del movimiento, ella misma indestructible. Creer que el alma-vida natural acaba en algún tiempo es como pensar que una palabra puede perder su significado o una proposición su actitud para la verdad. Podrán utilizarse erradamente, referirse a algo falso, pero seguirán intactas: solo necesitarán ser purificadas o limpiadas de ese mal uso.

Pero, si el tiempo está en el alma o es el alma misma, y el tiempo no puede terminar (pues solo podría acabar en el tiempo), ¿cómo tiene que ser el tiempo, cómo tiene que ser la vida-consciencia? Parece que tiene que tener dos características contrarias a la vez: tiene que tiene que tener una dirección, es decir, ir de lo uno a lo otro o de lo otro a lo uno, y tiene, sin embargo, que ser circular, es decir, ir de lo otro a lo uno y de lo uno a lo otro. O ¿son, acaso, compatibles la linealidad y la circularidad? Solo imperfectamente. Un verdadero círculo, es decir, un retorno absoluto al punto del principio, una completa involución a partir de la máxima distancia (del diámetro), tendría que suponer realmente la anulación del camino de ida. Si es posible distinguir la vez en que el punto cero fue punto de partida, de la vez en que fue punto de llegada, entonces no ha habido un retorno completo, sino que se conserva una memoria, que implica la dirección del tiempo: en efecto, el tiempo tiene que ser recto, en un sentido esencial, para que pase algo, incluido un ciclo. Sin embargo, no puede ser solo direccional, pues eso agotaría el tiempo (pero el tiempo mismo no puede agotarse) o requeriría una infinitud de novedad de las cosas. Ningún reloj, empezando por el reloj de los relojes, el tiempo natural mismo, puede no ser circular.

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Los estudiosos de la Física creen en general que el elemento físico universal, que llamamos “energía”, no se genera ni se destruye, sino que, como la antigua sustancia de los milesios, se transforma en todos los diversos estados; pero también creen los físicos que no hay un movimiento constante, un perpetuum mobile, ni siquiera referido al universo entero (que, sin embargo, no sufre rozamiento), y se sostiene, en la versión más estándar, que el universo (al menos “este” universo) camina inexorablemente a la “muerte térmica”, lo que, en términos de estructuras, equivale a la desestructuración (¿deconstrucción?) de los objetos físicos hasta el nivel más “estable” de la materia, esto es, aquel con la distribución menos improbable de los elementos menos destructibles. He aquí un movimiento fundamentalmente orientado, aunque en el sentido inverso al del optimismo: una historia de desgaste universal, que quedaría manifiesta en cada momento de nuestras vidas por la necesidad del trabajo, el sufrimiento, la enfermedad... Unida a la teoría del origen del universo en un evento de naturaleza “opuesta” a su presunto final (el big bang), esta visión cosmológica nos presenta un universo finito, con principio y fin.

Pero, si el universo es básicamente finito, ¿qué decir de su nacimiento y de su muerte? Es habitual escuchar que el tiempo es “interno” al universo (y se recuerda que ya Agustín de Hipona dijo esto). Lo que significa, en verdad, que el “surgimiento” del universo no es un acontecimiento temporal, sino algo intemporal o atemporal: una perfecta singularidad física, o, mejor sería decir, la Singularidad (de la) Física, e incluso el evento no físico de la Física, su nacimiento-que-no-es-un-nacimiento. Aun si coincide con el punto cero del tiempo, el propio tiempo no ha podido “surgir”, devenir, nacer. (Hay especulaciones físicas que incluso “hipotetizan” si acaso el tiempo será “posterior” al surgimiento del universo, es decir, no “simultáneo” con él; y los hay que piensan que la física podría prescindir alguna vez, en el futuro, del concepto de tiempo, de modo que, “en adelante”, no se volviese nunca, en ningún momento, a hablar de tiempo, al menos dentro del discurso científico fundamental: la ciencia siempre ha necesitado matar al tiempo, si es que no lo hace –como dicen Bergson y varios otros filósofos- constitutivamente, puesto que el tiempo de la física no sería más que una burda espacialización, abstracta y muerta, del tiempo verdadero –ver, por ejemplo, Contra el Tiempo, de Agustín García Calvo).

¿Cómo, por otra parte, habría surgido el universo, con el tiempo incluido? “Procedería” de las puras matemáticas, dicen algunos físicos “pitagóricos”. Hacer surgir la materia, o, si se quiere, la fenomenología empírica, a partir de las matemáticas, es toda una proeza, propia de Demiurgos y de metafísicos. Se trataría de una creación, quizá científica (supongámoslo), pero, desde luego, no física. Y lo mismo habría que decir de una presunta aniquilación del universo, la aniquilación de los fenómenos físicos, quizá reabsorbidos por la matemática…: sería un “evento” no físico, sino sencillamente metafísico.

Hasta aquí, una historia acerca del tiempo: un tiempo con origen y fin, en cuyo seno se escenifica una historia de degradación inevitable. Otras especulaciones, en cambio, seguramente incómodas con esas ideas de una creación y una aniquilación del mundo-tiempo, prefieren pensar en una circularidad de cuasicreaciones y cuasianiquilaciones. Hay un teorema matemático (de Poincaré) que demuestra que la entropía no puede ser la última palabra para un sistema de partículas aislado. El universo, una vez alcanzada su máxima frialdad, sufriría un colapso, un retorno a la singularidad inicial (desde la singularidad terminal). La concepción que se deduce es la de un ciclo de universos, como aquellos de los que hablaron los hindúes, por ejemplo; como un gran latido, el universo se apaga y enciende medidamente, escribió Heráclito; camina, alternativamente, a la unidad por el amor, y a la destrucción por el odio, cantó Empédocles… Pero ¿significa esto que se repetirá todo exactamente de la misma manera, dado que se trata de la misma materia regida por las mismas leyes? ¿O bien el nuevo capítulo contiene variaciones o, incluso, es radicalmente distinto, porque la naturaleza no es pura necesidad (según el llamado principio de incertidumbre)? En el primer caso, nietzscheano o deleuziano, ¿cómo decir, realmente, que hay varios ciclos, y no uno solo?, ¿cómo distinguir el momento o tiempo que le corresponde a uno del que le corresponde a otro? ¿No es así que una repetición tiene sentido solo en un contexto básicamente asimétrico, que permita contar las veces? En el segundo caso, habría un solo tiempo, lineal, en cuyo seno se suceden diferentes capítulos de, en realidad, un mismo super-universo. Pero ese tiempo, repitamos, requerirá una novedad infinita, en la que, realmente, cada cosa se convierte en una nulidad, inconmensurable con el todo…

Dejemos así planteado el problema de la direccionalidad y la circularidad del tiempo. El tiempo tiene que ser tanto asimétrico como simétrico, y parece que ninguna de las dos cosas quiere predominar fácilmente. ¿Será el tiempo-universo precisamente esa indefinición de si ser recto o curvo…, o, desde una perspectiva superior, ambas cosas a la vez, en contradicción, sí, pero en contradicción positiva?

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Otra cuestión esencial es: ¿cuál es la dirección del tiempo? ¿Qué significa decir que camina hacia el futuro desde el pasado? El tiempo medido, el matemático, el de las grandes leyes físicas -se ha dicho muchas veces-, no entiende de sentido. Si otorgamos uno a los hechos naturales ¿no será porque tenemos en cuenta un criterio de tipo ético o estético o, quizá, “meramente” psicológico: que nuestra consciencia ordena las cosas de esa manera? Los físicos especulan con la posibilidad de ondas “avanzadas”, es decir, procedentes del futuro. Parece que, aunque son en principio posibles de acuerdo con las teorías vigentes, tienen una probabilidad despreciable o nula. Aunque Wheeler y Feynman desarrollaron una propuesta según la cual todos los electrones del universo eran solamente uno, moviéndose atrás y adelante en el tiempo (véase Paul Davies, Sobre el tiempo, Crítica, 1995, pg. 211)

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En el Político, ese diálogo siempre insuficientemente explorado y comprendido (quizá el más profundo y misterioso de los diálogos de Platón), aparece el Mito del Cambio de dirección del Tiempo. Los protagonistas del diálogo, el Extranjero eleata y el joven Sócrates, en su intento de definir al político, acababan de presentarlo como un sabio o divino pastor del ganado humano. Pero entonces el Extranjero ejecuta una de sus vueltas atrás: ¿es correcto definir al político humano como este divino pastor? Entonces propone que “dando marcha atrás, tomemos otro punto…” Dar marcha atrás, de ello se trata. Incorporemos algo que es casi un juego: un extenso mito. Presta atención, como los niños, dice. Comienza el tiempo del mito, el movimiento de retrogradación o reciclaje.

El Extranjero enlaza, en realidad, varios mitos. El principal de ellos es el de la disputa de Atreo y Tiestes por el vellocino de oro, pero Platón le une los mitemas de la edad de Cronos y del nacimiento de los hombres a partir de la tierra, entre otros. Con ocasión de aquella disputa -recuerda-, y para dar una señal a favor de Atreo, Zeus produjo el prodigio del cambio de dirección de los astros. Lo que este mito indicaría, especula el Extranjero, es que el mundo tiene dos movimientos alternativos: durante uno de ellos, el dios guía o “gobierna” las cosas con su mano, pero luego, en el otro, lo deja retroceder por sí solo, “abandonado de la mano de Dios”, digamos. Esto es necesariamente así porque solo de seres divinos es propio permanecer siempre igual, así que el mundo tiene que sufrir cambio, pero el menor posible es la retrogradación circular. Pues bien, en la época de Cronos las cosas ocurren completamente invertidas:
“La edad, cualquiera que fuese, que tenía cada ser vivo comenzó en todos ellos por detenerse, y todo cuanto era mortal cesó de presentar rasgos de paulatino envejecimiento, y al cambiar su dirección en sentido opuesto, comenzó a volverse más joven y tierno; los cabellos canos de los ancianos se iban oscureciendo; las mejillas de quienes ya tenían barba poco a poco se suavizaban, restituyendo a cada uno a su pasada edad florida; los cuerpos de los jóvenes aún imberbes, por su parte, haciéndose más suaves y menudos día a día y noche a noche, retornaban al estado natural del niño recién nacido, asimilándose a él tanto en el alma como en el cuerpo. Y, como consecuencia de ello, acababan al fin por desaparecer totalmente. Además, los cadáveres de quienes por aquel tiempo morían de muerte violenta, al sufrir todas estas mismas transformaciones, desaparecían por completo en pocos días sin dejar trazas”. (Político, 270d, traducción de M. I. Santa Cruz, editorial Gredos)

Los seres, entonces, nacen de la tierra, a partir de los muertos. Los animales no se devoran unos a otros. En cuanto a los hombres, no tienen mujeres ni hijos, obtienen todos los frutos sin trabajo, viven desnudos sin necesidad de abrigo en un clima siempre templado y hablan con las bestias. Si son más dichosos o no, dice el Extranjero sorprendentemente, no podemos saberlo: depende de si filosofan o bien se dedican a comer y a copular (esto es muy sorprendente, y habrá que volver sobre ello: porque, desde luego, Platón no estará dispuesto a sostener que un mundo regido por pastores divinos puede ser inferior a aquel donde falta esa dirección; pero parece que, en esta ocasión, Platón no quiere asociar inmediatamente ese edén con la práctica de la filosofía: ¿cabe un edén hedonista, inverso a aquel de la parte más sublime de la Tierra auténtica que se pinta en el Fedón…?)

Pues bien, el final de esa edad, de ese otro tiempo invertido, coincide necesariamente con la desaparición de toda la raza nacida de la tierra, “porque cada alma había pagado todos los nacimientos”. Entonces comenzó la otra dirección del tiempo, el del abandono de los dioses. Los animales salvajes asediaban a los hombres, y Prometeo y Hefesto tuvieron que darles el fuego y las técnicas. Es en esta época de Zeus cuando hace falta la política, cuando surge la familia, la propiedad, el Estado, el tribunal de Justicia... Cuando los dioses guiaban, el hombre, y los seres que sienten en general, vivían felices en el abandono; pero una vez abandonados de los dioses, tienen ellos que guiarse a sí mismos con sufrimiento.

Es obvio el carácter edénico y mesiánico de la edad de Cronos, la edad del Niño, como la ha llamado Meillassoux: “quien no sea como estos…” Todo lo que, por ejemplo, Agamben nos ha narrado poéticamente sobre esa comunidad de cualsea, que existen en el abandono, son felices entregados a la infantil profanación y pueden representarse con cabeza de animal, está en el mito platónico de esos hombres desacordados de su origen, ignorantes de la venganza, y que no mueren, solo se esfuman sin rastro. También todo lo que nos ha querido enseñar Nietzsche con su eterno retorno.

Seguramente sin tener en la cabeza en ese momento este pasaje platónico, David Bohm describe así (mediante una “analogía”, dice él) la estructura general de la materia, según su noción de “orden implicado – explicado”:
“Dos cilindros de vidrio concéntricos, con un fluido muy viscoso, como la glicerina, entre ambos cilindros, dispuestos de tal manera que el cilindro exterior puede ir girando muy lentamente, para que la difusión del fluido viscoso sea inapreciable. Se coloca una gota de tinta insoluble en el fluido y después se hace girar el cilindro exterior, con el resultado de que la gota se despliega en forma de fina hebra que terminará por hacerse invisible. Cuando se hace girar el cilindro en el sentido opuesto, la forma de hebra retrocede y, de pronto, se hace visible una gota que esencialmente es la misma que estaba allí al principio”. (David Bohm, La totalidad y el orden implicado, Kairós, 1998, pg. 249)

Bohm explica que las partículas de la gota están “plegadas” en la glicerina, lo mismo que un huevo está “plegado” en un bizcocho, con la diferencia de que el huevo no es desplegable, puesto que “aquí el material ha sido sometido a una mezcla difusiva irreversible”. Pero, por supuesto, lo que no pueden hacer esos pequeños dioses que son los científicos humanos, fácilmente lo logra un dios: desplegar un huevo, revertir la entropía.

Así pues, digamos, cuando lo divino no rige las cosas, estas caminan inexorablemente, en el río de glicerina de la materia, hacia la entropía, y envejecen y acaban muriendo, como la gota que se deshilacha; pero, cuando la mano pródiga revierte el movimiento del cilindro, el hilo retorna a su principio como punto. O, por decirlo con Empédocles, cuando el Amor toma las riendas del Todo, lo que era guerra y separación se convierte en armonía y unidad.

Ahora bien –sería una pregunta interesante por evidentemente absurda-, ¿en qué tiempo vivimos nosotros? ¿No es, acaso, claro que vivimos en el tiempo Zeus, el de la política, la guerra, la familia, el trabajo, el sufrimiento, el vestido, el envejecimiento y, por fin, la muerte, es decir, simplemente en el ciclo de la Historia? Y ¿no es claro que no está en nuestro poder girar el tiempo? Porque… ¿cómo se pasa de un tiempo a otro? Es decir, ¿qué ocurre, y cuándo y dónde y cómo, cuando el dios coge el cilindro exterior y lo hace girar en sentido inverso, para que las hebras de sufrimiento humano, animal, universal, remonten, en el río de la masa viscosa, hasta restituir la infantilidad e inocencia del punto de tinta que no escribe historia alguna? Preguntémonos: ¿en qué tiempo más grande ocurren los dos tiempos, el de ida y el de vuelta?

Si realmente es un tiempo de vuelta, solo puede ser que vuelta sobre el otro, es decir, que comience en el último extremo y se vaya, poco a poco, solapando con el otro, coincidiendo punto por punto, plegándose, en su repliegue, contra todo el despliegue anterior, tal como sucede en la fuga cangrejo de Bach, en que cada momento del sonido proyecta a la vez el futuro y el pasado, completamente a la vez, porque lo más viejo es lo más joven:


“¿O no es necesario, si algo existe en el tiempo, que se haga siempre más viejo que sí mismo? –Necesario. -¿Pero lo más viejo no es, acaso, más viejo que lo más joven? -¿Y qué? –Pues que lo que se hace más viejo que sí mismo, también se hace, a la vez, más joven que sí mismo, si es que tiene que tener algo respecto de lo que hacerse más viejo. -¿¡Cómo dices!? –Esto: a una cosa diferente de otra no le corresponde hacerse diferente, pues ya lo es, sino serlo de lo que ya lo es, haber llegado a serlo de lo que ha llegado a serlo, e ir a serlo de lo que va a serlo; pero, respecto de aquello de lo que se está haciendo diferente, ni llegó a serlo ni va a serlo ni lo es, sino que se está haciendo diferente, y nada más. –Pues sí, es necesario. –Ahora bien, lo más viejo es diferente de lo más joven, y de ninguna otra cosa. –Así es. –Por tanto, lo que se hace más viejo que sí mismo, necesariamente se hace, a la vez, más joven que sí mismo. –Eso parece. –Pero no se hace así por un tiempo más largo o más corto que él mismo, sino que por un tiempo igual a sí mismo llega a ser y es y llegó a ser y llegará a ser. –También eso es necesario. –Es necesario, pues, según parece, que cuantas cosas estén en el tiempo y tomen parte de él, tengan, cada una de ellas, la misma edad que sí mismas, y se hagan más viejas y a la vez más jóvenes que sí mismas. (Parménides, 141a -traducción mía-)

Pero eso querría decir que el edén y el mundo mesiánico están sucediendo justo ahora, en cada acto o suceso que realizamos o vivimos, pero nosotros, por alguna razón (¿o por la razón, dirán algunos?), somos incapaces de verlo y agarrarlo, salvo acaso en momentos impensables de los que, por supuesto, no puede quedar memoria, o queda memoria apenas: una memoria quizá mítica.

Es, pues, en el mismo momento en que escribo esto, en que trabajo, me visto, lucho, tomo consciencia, escribo la historia, sufro, envejezco y muero…, en este mismo y exacto momento, en el que la tinta pasa del papel al bolígrafo, el papel se desnuda y se hace blanco y fresco, y yo con él, y me hago niño, y el nudo del conflicto se distiende y se hace juego, la historia se deshace y desaprende, las fauces se desclavan de la yugular, la sangre entra a borbotones en la vena, la muerte violenta desaparece sin dejar rastro y el dolor es felicidad.

Pero ¿por qué yo no veo esto así? Al menos esto sería cierto: el yo, el yo-pequeño, es, por esencia, de la edad de Zeus: es político.


¿Entonces, basta –como dirían tantas místicas- con cambiar la mirada, desprenderse del ego, desapegarse de todo interés, de toda propiedad, familia, Estado…, volverse, en definitiva, apolítico y amoral (más allá del bien y del mal) para “entrar” en el otro tiempo, aquel en que el sufrimiento queda absolutamente abolido? ¿Puede ser esta la verdad del platonismo? "Obviamente", no: no solo.

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