jueves, 5 de marzo de 2015

De otro tiempo y lugar, IV (Agamben)

Recordemos a Giorgio Agamben a propósito de nuestro asunto del otro tiempo y el otro lugar, el del final, o el de “después de” la historia, ese otro tiempo en que el mal o el sufrimiento, quedan abolidos, incluso salvados. De ese tiempo, Agamben habla como de “otro” tiempo, un tiempo posthistórico y mesiánico, un tiempo de felicidad, festividad e inoperosidad; pero no un tiempo “otro” en sentido metafísico, es decir, no un otro-tiempo trascendente, sino un tiempo, aunque distinto de este que contamos los humanos como nuestra historia, a la vez inmanente, corpóreo, ateo. Hay que agradecer al pensador italiano que se haya atrevido (cuando no era, ciertamente, “correcto”) a hablar bella y prolijamente, además de con gran erudición, del final de los tiempos, o, como él mismo advierte, del tiempo del final (porque se trata de mesianismo, y no de apocalíptica), desarrollando intuiciones e indicaciones de, sobre todo, Walter Benjamin (si Jean-Luc Marion es un heideggeriano contra Heidegger y un husserliano más allá de Husserl, y Derrida un heideggeriano contra Heidegger y un levinasiano más allá de Levinas, Agamben es un heideggeriano contra Heidegger y un benjaminiano… no contra ni más allá de Benjamin, sino con y en Benjamin, expresando y desarrollando ideas de Benjamin).

Esto que llamamos hombre tiene, efectivamente, que ser “salvado”, redimido. Todo el sentido de la creación procede de la redención: el profeta y el Mesías es, según lo expresa una tradición islámica, “anterior” o superior al ángel, lo que se traduce en que también en cada uno de nuestros actos es, más que el poder demoníaco por el que nos dedicamos a crear, la potencia más “humilde y corpórea” por la que somos criaturas, la que nos da “sentido”.

Pero, ¿en qué consiste  la redención y salvación de los hombres y resto de las cosas, y cómo figurársela? De varios modos o desde diferentes conceptos o “signaturas” ha expresado Agamben esa transformación mesiánica que hay que esperar, que incluso no tiene más remedio que llegar y hasta tiene que estar próxima, dado que la humanidad, con los fascismos y la democracia actual, ha llevado al extremo su maquinaria antropológica, esto es, su escisión, en el “interior” de una criatura, entre la mera vida desnuda y las formas de vivir (a esto es a lo que Foucault habría llamado biopolítica). Todas esas formas de figurarse el tiempo mesiánico, que propone Agamben, no solo son coherentes entre sí, sino que se iluminan unas a otras.

De una manera, tenemos que pensar la post-historia como el tiempo y lugar en que, en términos lógico-ontológicos, no existe ni lo universal ni lo particular, sino una figura que escapa a esa dualidad: el cualsea (quodlibet), comunidad sin universalidad, singularidad sin particularidad:

“El ser que viene es el ser cualsea. (…) El cualsea que está aquí en cuestión no toma, desde luego, la singularidad en su indiferencia respecto a una propiedad común (a un concepto, por ejemplo: ser rojo, francés, musulmán), sino sólo en su ser tal cual es.” (La comunidad que viene, pre-textos, traducción de J. L. Villacañas y Claudio La Rocca, Pre-textos,  pg. 9)

Diversos autores postmodernos han reivindicado, de alguna u otra forma, esa singularidad irreducible (presuntamente) a la lógica clásica. Así, por ejemplo, Jacques Derrida o Jean-Luc Nancy (Ser singular plural). No obstante, sabemos que hace ya mucho tiempo, Hegel también sostuvo con contundencia que la realidad no es ni el universal ni el particular, sino su síntesis, que los encierra y supera a ambos: el individuo, con “todas sus propiedades” (como también caracteriza Agamben a su figura ontológica). ¿En qué sentido el singularismo postmoderno es diferente, e incluso radicalmente diferente, al singularismo o “individuísmo” hegeliano y quizá marxiano (y lo mismo podríamos decir aristotélico, tomista, platónico…, pues no es más que un pobre tópico que los filósofos metafísicos ignoraron la singularidad), de modo que la posthistoria de la que habla, por ejemplo, Agamben, o la comunidad inoperante o “desobrada” (désouvrée) de Nancy, o la democracia por venir de Derrida, sean radicalmente diferentes del final de la historia que imagina Hegel (o Marx, si existe una lectura no post-moderna de su “utopía” o ucronía)? Creo que este es un asunto insuficientemente considerado, pero esencial para valorar la seriedad de toda propuesta que se pretenda “post-metafísica”. Zizek piensa, de hecho, que necesitamos a Hegel (Pero ¿y si Hegel –como el mismo Hegel pensaba- es también Aristóteles…?) Quizá podríamos decir que, lo que Hegel (y la tradición) consideran una síntesis “positiva” de los contrarios (universal y particular), la postmodernidad prefiere encararlo, más bien, como una meramente negativa liberación de ambos extremos. ¿El cualsea sería algo así como el “negativo” de la individualidad hegeliana? Entonces, este “personaje” (o “ayudante”, como lo describe Agamben en uno de los artículos de Profanaciones), que se ha desprendido tanto de su universalidad como de su particularidad para quedar como mero “ejemplo”, no daría lugar a un fin de la historia donde se enlazasen armoniosamente intereses contrarios, sino donde, “al contrario”, se disolverían simultáneamente todos los intereses… Una especie de contra-Paraíso o contra-consumación, no una consumación de seres dueños de sus actos, sino de im-béciles o im-potentes, en un sentido no-negativo de este “in-”.

Porque, efectivamente, y todavía en términos ontológicos, tenemos que pensar el “otro” tiempo, según Agamben, como el tiempo en que la dualidad potencia / acto, entendida -según la tradición metafísica- desde la superioridad del acto, y la destinación de la potencia a pasar necesariamente a él, es sustituida por la comprensión de que la potencia precede y desborda al acto, y que, más allá de la potencia de hacer algo, está la im-potencia o potencia de no. El cualsea, tras la historia, vive en la impotencia no negativa, en la positiva inoperosidad, ni necesaria ni contingente:

“Esto implica que la necesidad y la contingencia, las dos cruces del pensamiento occidental, han desaparecido a la vez del mundo post iudicium. El mundo es ya, por los siglos de los siglos, necesariamente contingente o contingentemente necesario. Entre el no poder no ser, que sancionó el decreto de la necesidad, y el poder no ser, que definió la vacilante contingencia, en el mundo finito despunta una contingencia elevada a la segunda potencia, que no funda libertad alguna.  (Ibid., pg. 29)

Así, de hecho, se han figurado siempre los hombres el día de fiesta, el Shabat. Por eso, ese tiempo y lugar puede entenderse también como aquel en que el cuerpo, el órgano corporal, ha sido independizado de su función o finalidad, y es usado, como lo harán los beatos después del Juicio -según se esmeraron en razonar los teólogos medievales-, solo para exhibirlo:

“En la inoperosidad, no es la potencia la que es desactivada, sino sólo los objetivos y las modalidades en los que su ejercicio había sido inscripto y separado. Y es esta potencia la que ahora deviene el órgano de un posible nuevo uso, el órgano de un cuerpo cuya organicidad se ha vuelto inoperosa y suspendida. Usar un cuerpo y servirse de él como instrumento para un fin no son, de hecho, la misma cosa. Pero tampoco se trata aquí de la simple e insípida ausencia de un fin, con la que muchas veces se confunden la ética y la belleza. Se trata, más bien, de volver inoperosa una actividad destinada a un fin, para disponerla a un nuevo uso, que no abole el viejo, sino que insiste en él y lo exhibe. Tal como hacen el deseo amoroso y la así llamada perversión cada vez que usan los órganos de la función nutritiva y reproductiva para desviarlos -en el acto mismo de su ejercicio- de su significado fisiológico hacia una nueva y más humana operación. O el bailarín, cuando deshace y desorganiza la economía de los movimientos corporales para reencontrarlos en su coreografía intactos y, a la vez, transfigurados” (“El cuerpo glorioso”, en G. Agamben, Desnudez, Adriana Hidalgo editora, 2011, pg. 150)

A esto puede llamársele, también, profanación: el tiempo de después de la historia, es el tiempo del vivir profanando. Es el tiempo del uso, como en los verdaderos franciscanos, no de la propiedad (Altissima povertà). Es, desde luego, un tiempo post-político:

“La "vida feliz" sobre la que debe fundarse la filosofía política no puede por eso ser ni la nuda vida que la soberanía presupone para hacer de ella el propio sujeto, ni el extrañamiento impenetrable de la ciencia y de la biopolítica modernas, a las que hoy se trata en vano de sacralizar, sino, precisamente, una "vida suficiente" y absolutamente profana, que haya alcanzado la perfección de la propia potencia y de la propia comunicabilidad, y sobre la cual la soberanía y el derecho no tengan ya control alguno”. (Medios sin fin, Pre-textos, 2001, pg. 97)

Nuevamente en términos teológicos, puede decirse que los hombres del otro tiempo “estarán” como están los niños no bautizados en el limbo, ni premiados ni castigados, felices olvidados de Dios y la Justicia:

“La pena más grande -la carencia de la visión de Dios- se vuelca así en alegría natural: definitivamente perdidos, habitan sin dolor en el abandono divino. No es que Dios los haya olvidado, sino que ellos lo han olvidado a Él desde siempre, y el descuido divino resulta impotente contra su olvido. Como cartas que han quedado sin destinatario, estos resucitados han quedado sin destino. Ni bienaventurados como los elegidos, ni desesperados como los condenados, están llenos de una alegría para siempre sin destinación (La comunidad que viene, pg. 11)

Esta “visión” agambiana conlleva, necesariamente, una interesante meditación sobre el tiempo. En El tiempo que resta, por ejemplo, Agamben caracteriza ese tiempo del final, el tiempo mesiánico del que habría hablado Pablo, como un tiempo que “se contrae”, y un “resto” de tiempo (un tiempo ya no histórico y todavía no escatológico, es decir, una escisión en el tiempo que no lo divide simplemente en dos, sino que divide la división misma, como en el “corte de Apeles”). Es en ese tiempo en el que realmente somos. Agamben lo llama también, siguiendo al filólogo Gustave Guillaume, el tiempo “operativo”. Aunque, justo por eso, es el tiempo del vivir “como no” (hos me): siendo esclavos como no siéndolo, estando casados como no estándolo… En ese tiempo, puede decirse, lo que cambia es que no ha cambiado nada, o “casi nada”… apenas un aura: todo es como ahora, pero como desconectado de su pulsión. Como lo expresó una vez Benjamin, recordando una anécdota de un rabino, “Todo será como ahora, sólo que un poco diverso” (este vaso estará en esta mesa, solo que un poco más allá, y así con todo, decía aquel rabino).

Ahora bien, ¿es esta escena de “abandono” (Gelassenheit), una solución posible, y deseable? Desde luego, recuerda al Jardín de las Delicias y las diversas edades de Cronos. Platón advirtió, en El político, que es mala teoría política la que olvida o no quiere recordar que no vivimos en esa edad, sino que, como diría Cesare Pavese, “trabajar cansa”. Claro que, por lo mismo, si lo que queremos no es una teoría política sino una visión postpolítica, entonces lo que conviene es, justamente, aprender a estar en ese estado. Pero Platón también nos advirtió de que no debemos confundir nuestros deseos con la realidad, como hace el sofista. ¿Es posible un mundo donde solo existe la “felicidad”, es decir, donde los hombres son capaces de vivir de continua fiesta, y esto en un tiempo material y natural? ¿No es, más bien, esto un sueño infantil? ¿O se trata, en realidad, de una especie de amor fati, proyectado al futuro (y, en esa medida, inconsecuente) en el que se quiere lo que ocurre, y eso es todo lo que cambia, o sea, no cambia nada más que la mirada, que ahora acepta sin juzgar? Porque si todo lo que tiene que cambiar es nada, salvo apenas el aura que otorgamos a las cosas, su desactivación funcional, el verlas como profanas, esto no debería presentarse como una promesa, sino hacerse ya, según dijo (pero no consiguió o quizá ni siquiera intentó) hacer Nietzsche…

La otra cuestión es: de ser posible ese estado, ¿es deseable, satisfactorio, salvífico? Platón tiene sus dudas: habrá que saber, dice, si aquellos hombres de la edad de Cronos se entregan a la filosofía o no. Si es que no, no diría Platón que viven mejor que en nuestra edad de trabajo y sufrimiento. Pero, añade irónicamente, como no lo sabemos, sigamos con nuestro intento de una teoría política.

                                                             ****

Suponiendo, no obstante, que ese estado fuese una promesa suficiente para quienes aún podemos o pueden aspirar a vivirlo, hay algo que ahí no ha quedado salvado: ese algo es ni más ni menos que todo lo que ha pasado ya, y todo lo que pase antes de ese momento. ¿Qué podemos decir de ese resto de las cosas, de todas las que sufrieron, siguen sufriendo y sufrirán aún, hasta que el hombre “aprenda” a vivir profanamente, hasta que aprenda a desaprender, como decía Agustín García Calvo (y ¡cuántas veces leyendo a Agamben no me ha parecido que ya o también Agustín dijo todo esto! Será cuestión de hacerle justicia algún día, en algún otro tiempo)?

Los pasajes que Agamben dedica más explícitamente a este asunto, al menos tal como los interpreto yo, nos dicen, nuevamente, que las cosas se “salvan” precisamente perdiéndose: salvarlas es abandonarlas, dejar que se vayan, más allá de todo interés, como una estrella que huye de nuestro horizonte, porque ese es el sentido de la creación. El abandono por el que los sujetos mesiánicos viven “como no”, es también el abandono por el que todas las cosas se salvan en lo insalvable. Comprender la salvación de las cosas es comprender su insalvabilidad, y que eso “está bien”, o que es lo que “debería” ser, porque solo eso era la “razón” de haberlas creado. Si es esto satisfactorio, justificatorio de todo el cruel dolor que el mundo acumula, lo dejo a criterio del lector. Permítaseme ahora citar por extenso las bellas palabras de Agamben:

“¿Qué significa aquí "salvar"? Puesto que no hay nada, en la creación, que en última instancia no esté destinado a perderse. No sólo la parte de aquello que a cada instante se pierde y se olvida excede ampliamente la piedad de la memoria y el archivo de la redención: el cotidiano derroche de pequeños gestos, de sensaciones ínfimas, de lo que atraviesa la mente en un relámpago, de palabras trilladas, desperdiciadas; sino que también las obras del arte y del ingenio, fruto de un largo y paciente trabajo, tarde o temprano están condenadas a desaparecer. Según la tradición islámica, es sobre esta masa inmemorial, sobre el caos informe e inconmensurable de lo que está perdido, que Iblis, el ángel que no tiene ojos más que para la obra de la creación, no deja de llorar. Llora, porque no sabe que lo que se pierde es de Dios, que cuando todas las obras hayan sido olvidadas y todos los signos y palabras se hayan vuelto ilegibles, la obra de la salvación quedará sola, imborrable. (…) ¿Qué es una potencia "salvada", un poder hacer (y no hacer) que no pasa simplemente al acto para consumirse en él, sino que se conserva y perdura (se "salva") como tal en la obra? La obra de la salvación coincide aquí punto por punto con la obra de la creación, que aquella deshace y des-crea en el instante mismo en que la lleva y la acompaña al ser. No existe gesto ni palabra, no hay color ni sello, no hay deseo ni mirada que la salvación no suspenda y vuelva inoperosos en su amoroso cuerpo a cuerpo con la obra. Lo que el ángel forma, produce y acaricia, el profeta lo reconduce a lo informe y lo contempla. Sus ojos ven lo salvo, pero sólo en cuanto se pierde en el último día. Y así como, en el recuerdo, lo amado se hace de improviso completamente presente pero a condición de ser desencarnado en una imagen, también la obra de la creación está ahora en cada detalle suyo íntimamente atravesada de no-ser. ¿Qué es, entonces, aquí, lo propiamente salvado? No es la criatura, pues esta se pierde, no puede más que perderse. No es la potencia, pues esta no tiene otra consistencia que el des-crearse de la obra. Más bien, estas entran ahora en un umbral en el cual ya no pueden ser distinguidas en modo alguno. Esto significa que la figura última de la acción humana y divina es algo en lo que creación y salvación coinciden en lo insalvable. Puesto que sólo se da coincidencia si no existe, para el profeta, nada que salvar, ni, para el ángel, nada más que hacer. Es decir, insalvable es esa obra en la cual creación y salvación, acción y contemplación, operación e inoperosidad insisten sin residuos y a cada instante en el mismo ser (y en el mismo no-ser). De aquí su oscuro esplendor, que como una estrella se aleja vertiginosamente de nosotros para no volver. El ángel que llora se hace profeta, el lamento del poeta acerca de la creación deviene profecía crítica, es decir, filosofía. Pero precisamente ahora que la obra de la salvación parece recoger en sí como inolvidable todo lo inmemorial, también ella se transforma. Esta, es cierto, permanece, puesto que, a diferencia de la creación, la obra de la redención es eterna. En cuanto ha sobrevivido a la creación, su exigencia no se agota, sin embargo, en lo salvo, sino que se pierde en lo insalvable. Nacida de una creación que ha quedado inconclusa, termina en una salvación inescrutable y sin más objeto. Por eso se dice que el conocimiento supremo es aquel que llega demasiado tarde, cuando ya no nos sirve. Ese, que ha sobrevivido a nuestras obras, es el fruto extremo y más precioso de nuestra vida, y, sin embargo, de algún modo ya no nos concierne, como la geografía de un país que estamos a punto de dejar. Es -al menos hasta que los hombres no hayan aprendido a hacer de él su más bella fiesta, su sábado eterno- un asunto personal, que debe realizarse deprisa y a escondidas. Y nos deja con la extraña sensación de haber comprendido por fin el sentido de ambas obras y de su inexplicable división, y de no tener, entonces, nada más que decir. (Desnudez, pg.13 y ss)

3 comentarios:

  1. Retomo con placer la lectura de tu blog, Juan Antonio. Tras varios meses o incluso años de "ausencia" por mi parte.

    Un saludo y a seguir bien. Bien... de Verdad ;)

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    1. Me alegro mucho, Hugo, un fuerte abrazo. He venido viendo que estabas embarcado en varias cosas, últimamente,creo, en un libro. Enhorabuena

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