sábado, 21 de marzo de 2015

Platón, el tiempo, el mito, el alma, II (De otro tiempo y lugar, VII)

Meditando acerca de un “otro tiempo y lugar” en que el sufrimiento de las cosas quedaría abolido, y el sentido, no tanto restituido como encontrado, estábamos leyendo los pasajes en los que Platón escribe sobre el viaje del alma. En el corazón del asunto latía, como no podía ser de otra manera, el tiempo: el tiempo de la “realidad” y el tiempo del mito, por ejemplo (pero ¿cuál era cuál?). Platón hablaba de un tiempo-todo en el que el alma-vida circula colmando todas las cuentas, consagrando la absoluta equivalencia de justicia y felicidad, y respecto del cual, nuestro pequeño tiempo es apenas algo. ¿Cómo entender un poco más todo esto?

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¿Qué habría llegado a pensar Platón acerca del tiempo? La lectura convencional dice algo así: para Platón, el tiempo, según le hace decir a Timeo, es (solo) una imagen o figura (agalma) móvil de lo que es eterno, que se mueve según número, y de forma circular. El Artesano (la Inteligencia, o Causa, que en el Filebo aparece como el segundo de los seres, después de la Idea-forma, y antes del compuesto de forma y materia y de, por último, la mera materia -la khora del Timeo-), produjo el mundo visible y cambiante imitando el modelo perfecto e invisible, pero teniendo que contar con el espacio, esa arcilla informe, matriz femenina del mundo, pseudo-entidad, completamente dúctil, sí, pero, por eso, vacío inconstante que solo soporta imágenes oníricas. Efectivamente, parte de lo que Platón escribe del tiempo es este relato pitagórico “probable” (con sus elementos, también, detestables, como esa identificación mítica de lo femenino con un receptáculo vacuo y bastardo al pensamiento).

Sin embargo, ni siquiera este relato acerca del tiempo es tan sencillo. Porque ocurre que es el alma la que rodea todo el universo, conteniéndolo, y es, por tanto, el alma, el lugar inicial del tiempo: solo la consciencia (como luego se ha dicho tantas veces, hasta Bergson y los fenomenólogos) puede contener al tiempo, y, con él, en cierto modo, a todas las cosas físicas. Estas, en efecto, podría decirse, ni siquiera existirían como tales si el alma no las identificase. Con Peter van Inwagen, es razonable pensar que solo los seres conscientes tienen identidad e individualidad: ¿qué es una montaña, aparte de la suma de piedras; las piedras, aparte de sus moléculas…? El tiempo, pues, está principalmente en el alma, que es la que imagina, aunque lo que imagina es precisamente el cuerpo (o, revertiéndolo, el alma es la idea del cuerpo, según dice Spinoza).

El alma, conteniendo o siendo el lugar del tiempo, es, sin embargo y por eso mismo, inmortal. Como siempre ha habido que recordar sin que haya sido nunca suficiente, el tiempo no pasa o fluye (¿a qué velocidad pasaría?: sí, a un segundo por segundo, como decía J. J. Smart). Y, si el alma es el tiempo, entonces el alma no pasa o fluye, aunque por ella fluyan o pasen todas las cosas y aunque ella misma confunda ser el fluir con ser lo que fluye. En realidad, el alma-tiempo, es ese misterioso intermedio entre lo eterno y lo fluyente, y es, pues (aunque no equidistantemente) ambas cosas y ninguna. El alma es, en la creación, lo afín a la Idea. No alcanza a ser lo-que-siempre-es, pero tampoco se reduce a lo-que-siempre-deviene: ella misma es el devenir que no deviene, la inmutabilidad del cambio, de manera semejante a como la gramática, ella misma, es la esencia de toda significación concreta, pero ella misma no es significación concreta alguna, sino toda la significación, la significación en sí misma. Si Nietzsche creyó que la máxima voluntad de poder consiste en imprimir al devenir el carácter del ser, es de la consciencia de quien hablaba. Eso es también lo que llamamos vida, al menos la vida del mundo (pues también el demiurgo y las ideas son, dice Timeo, vidas perfectas, lo mismo que son consciencias perfectas): vida natural es principio del movimiento, ella misma indestructible. Creer que el alma-vida natural acaba en algún tiempo es como pensar que una palabra puede perder su significado o una proposición su actitud para la verdad. Podrán utilizarse erradamente, referirse a algo falso, pero seguirán intactas: solo necesitarán ser purificadas o limpiadas de ese mal uso.

Pero, si el tiempo está en el alma o es el alma misma, y el tiempo no puede terminar (pues solo podría acabar en el tiempo), ¿cómo tiene que ser el tiempo, cómo tiene que ser la vida-consciencia? Parece que tiene que tener dos características contrarias a la vez: tiene que tiene que tener una dirección, es decir, ir de lo uno a lo otro o de lo otro a lo uno, y tiene, sin embargo, que ser circular, es decir, ir de lo otro a lo uno y de lo uno a lo otro. O ¿son, acaso, compatibles la linealidad y la circularidad? Solo imperfectamente. Un verdadero círculo, es decir, un retorno absoluto al punto del principio, una completa involución a partir de la máxima distancia (del diámetro), tendría que suponer realmente la anulación del camino de ida. Si es posible distinguir la vez en que el punto cero fue punto de partida, de la vez en que fue punto de llegada, entonces no ha habido un retorno completo, sino que se conserva una memoria, que implica la dirección del tiempo: en efecto, el tiempo tiene que ser recto, en un sentido esencial, para que pase algo, incluido un ciclo. Sin embargo, no puede ser solo direccional, pues eso agotaría el tiempo (pero el tiempo mismo no puede agotarse) o requeriría una infinitud de novedad de las cosas. Ningún reloj, empezando por el reloj de los relojes, el tiempo natural mismo, puede no ser circular.

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Los estudiosos de la Física creen en general que el elemento físico universal, que llamamos “energía”, no se genera ni se destruye, sino que, como la antigua sustancia de los milesios, se transforma en todos los diversos estados; pero también creen los físicos que no hay un movimiento constante, un perpetuum mobile, ni siquiera referido al universo entero (que, sin embargo, no sufre rozamiento), y se sostiene, en la versión más estándar, que el universo (al menos “este” universo) camina inexorablemente a la “muerte térmica”, lo que, en términos de estructuras, equivale a la desestructuración (¿deconstrucción?) de los objetos físicos hasta el nivel más “estable” de la materia, esto es, aquel con la distribución menos improbable de los elementos menos destructibles. He aquí un movimiento fundamentalmente orientado, aunque en el sentido inverso al del optimismo: una historia de desgaste universal, que quedaría manifiesta en cada momento de nuestras vidas por la necesidad del trabajo, el sufrimiento, la enfermedad... Unida a la teoría del origen del universo en un evento de naturaleza “opuesta” a su presunto final (el big bang), esta visión cosmológica nos presenta un universo finito, con principio y fin.

Pero, si el universo es básicamente finito, ¿qué decir de su nacimiento y de su muerte? Es habitual escuchar que el tiempo es “interno” al universo (y se recuerda que ya Agustín de Hipona dijo esto). Lo que significa, en verdad, que el “surgimiento” del universo no es un acontecimiento temporal, sino algo intemporal o atemporal: una perfecta singularidad física, o, mejor sería decir, la Singularidad (de la) Física, e incluso el evento no físico de la Física, su nacimiento-que-no-es-un-nacimiento. Aun si coincide con el punto cero del tiempo, el propio tiempo no ha podido “surgir”, devenir, nacer. (Hay especulaciones físicas que incluso “hipotetizan” si acaso el tiempo será “posterior” al surgimiento del universo, es decir, no “simultáneo” con él; y los hay que piensan que la física podría prescindir alguna vez, en el futuro, del concepto de tiempo, de modo que, “en adelante”, no se volviese nunca, en ningún momento, a hablar de tiempo, al menos dentro del discurso científico fundamental: la ciencia siempre ha necesitado matar al tiempo, si es que no lo hace –como dicen Bergson y varios otros filósofos- constitutivamente, puesto que el tiempo de la física no sería más que una burda espacialización, abstracta y muerta, del tiempo verdadero –ver, por ejemplo, Contra el Tiempo, de Agustín García Calvo).

¿Cómo, por otra parte, habría surgido el universo, con el tiempo incluido? “Procedería” de las puras matemáticas, dicen algunos físicos “pitagóricos”. Hacer surgir la materia, o, si se quiere, la fenomenología empírica, a partir de las matemáticas, es toda una proeza, propia de Demiurgos y de metafísicos. Se trataría de una creación, quizá científica (supongámoslo), pero, desde luego, no física. Y lo mismo habría que decir de una presunta aniquilación del universo, la aniquilación de los fenómenos físicos, quizá reabsorbidos por la matemática…: sería un “evento” no físico, sino sencillamente metafísico.

Hasta aquí, una historia acerca del tiempo: un tiempo con origen y fin, en cuyo seno se escenifica una historia de degradación inevitable. Otras especulaciones, en cambio, seguramente incómodas con esas ideas de una creación y una aniquilación del mundo-tiempo, prefieren pensar en una circularidad de cuasicreaciones y cuasianiquilaciones. Hay un teorema matemático (de Poincaré) que demuestra que la entropía no puede ser la última palabra para un sistema de partículas aislado. El universo, una vez alcanzada su máxima frialdad, sufriría un colapso, un retorno a la singularidad inicial (desde la singularidad terminal). La concepción que se deduce es la de un ciclo de universos, como aquellos de los que hablaron los hindúes, por ejemplo; como un gran latido, el universo se apaga y enciende medidamente, escribió Heráclito; camina, alternativamente, a la unidad por el amor, y a la destrucción por el odio, cantó Empédocles… Pero ¿significa esto que se repetirá todo exactamente de la misma manera, dado que se trata de la misma materia regida por las mismas leyes? ¿O bien el nuevo capítulo contiene variaciones o, incluso, es radicalmente distinto, porque la naturaleza no es pura necesidad (según el llamado principio de incertidumbre)? En el primer caso, nietzscheano o deleuziano, ¿cómo decir, realmente, que hay varios ciclos, y no uno solo?, ¿cómo distinguir el momento o tiempo que le corresponde a uno del que le corresponde a otro? ¿No es así que una repetición tiene sentido solo en un contexto básicamente asimétrico, que permita contar las veces? En el segundo caso, habría un solo tiempo, lineal, en cuyo seno se suceden diferentes capítulos de, en realidad, un mismo super-universo. Pero ese tiempo, repitamos, requerirá una novedad infinita, en la que, realmente, cada cosa se convierte en una nulidad, inconmensurable con el todo…

Dejemos así planteado el problema de la direccionalidad y la circularidad del tiempo. El tiempo tiene que ser tanto asimétrico como simétrico, y parece que ninguna de las dos cosas quiere predominar fácilmente. ¿Será el tiempo-universo precisamente esa indefinición de si ser recto o curvo…, o, desde una perspectiva superior, ambas cosas a la vez, en contradicción, sí, pero en contradicción positiva?

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Otra cuestión esencial es: ¿cuál es la dirección del tiempo? ¿Qué significa decir que camina hacia el futuro desde el pasado? El tiempo medido, el matemático, el de las grandes leyes físicas -se ha dicho muchas veces-, no entiende de sentido. Si otorgamos uno a los hechos naturales ¿no será porque tenemos en cuenta un criterio de tipo ético o estético o, quizá, “meramente” psicológico: que nuestra consciencia ordena las cosas de esa manera? Los físicos especulan con la posibilidad de ondas “avanzadas”, es decir, procedentes del futuro. Parece que, aunque son en principio posibles de acuerdo con las teorías vigentes, tienen una probabilidad despreciable o nula. Aunque Wheeler y Feynman desarrollaron una propuesta según la cual todos los electrones del universo eran solamente uno, moviéndose atrás y adelante en el tiempo (véase Paul Davies, Sobre el tiempo, Crítica, 1995, pg. 211)

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En el Político, ese diálogo siempre insuficientemente explorado y comprendido (quizá el más profundo y misterioso de los diálogos de Platón), aparece el Mito del Cambio de dirección del Tiempo. Los protagonistas del diálogo, el Extranjero eleata y el joven Sócrates, en su intento de definir al político, acababan de presentarlo como un sabio o divino pastor del ganado humano. Pero entonces el Extranjero ejecuta una de sus vueltas atrás: ¿es correcto definir al político humano como este divino pastor? Entonces propone que “dando marcha atrás, tomemos otro punto…” Dar marcha atrás, de ello se trata. Incorporemos algo que es casi un juego: un extenso mito. Presta atención, como los niños, dice. Comienza el tiempo del mito, el movimiento de retrogradación o reciclaje.

El Extranjero enlaza, en realidad, varios mitos. El principal de ellos es el de la disputa de Atreo y Tiestes por el vellocino de oro, pero Platón le une los mitemas de la edad de Cronos y del nacimiento de los hombres a partir de la tierra, entre otros. Con ocasión de aquella disputa -recuerda-, y para dar una señal a favor de Atreo, Zeus produjo el prodigio del cambio de dirección de los astros. Lo que este mito indicaría, especula el Extranjero, es que el mundo tiene dos movimientos alternativos: durante uno de ellos, el dios guía o “gobierna” las cosas con su mano, pero luego, en el otro, lo deja retroceder por sí solo, “abandonado de la mano de Dios”, digamos. Esto es necesariamente así porque solo de seres divinos es propio permanecer siempre igual, así que el mundo tiene que sufrir cambio, pero el menor posible es la retrogradación circular. Pues bien, en la época de Cronos las cosas ocurren completamente invertidas:
“La edad, cualquiera que fuese, que tenía cada ser vivo comenzó en todos ellos por detenerse, y todo cuanto era mortal cesó de presentar rasgos de paulatino envejecimiento, y al cambiar su dirección en sentido opuesto, comenzó a volverse más joven y tierno; los cabellos canos de los ancianos se iban oscureciendo; las mejillas de quienes ya tenían barba poco a poco se suavizaban, restituyendo a cada uno a su pasada edad florida; los cuerpos de los jóvenes aún imberbes, por su parte, haciéndose más suaves y menudos día a día y noche a noche, retornaban al estado natural del niño recién nacido, asimilándose a él tanto en el alma como en el cuerpo. Y, como consecuencia de ello, acababan al fin por desaparecer totalmente. Además, los cadáveres de quienes por aquel tiempo morían de muerte violenta, al sufrir todas estas mismas transformaciones, desaparecían por completo en pocos días sin dejar trazas”. (Político, 270d, traducción de M. I. Santa Cruz, editorial Gredos)

Los seres, entonces, nacen de la tierra, a partir de los muertos. Los animales no se devoran unos a otros. En cuanto a los hombres, no tienen mujeres ni hijos, obtienen todos los frutos sin trabajo, viven desnudos sin necesidad de abrigo en un clima siempre templado y hablan con las bestias. Si son más dichosos o no, dice el Extranjero sorprendentemente, no podemos saberlo: depende de si filosofan o bien se dedican a comer y a copular (esto es muy sorprendente, y habrá que volver sobre ello: porque, desde luego, Platón no estará dispuesto a sostener que un mundo regido por pastores divinos puede ser inferior a aquel donde falta esa dirección; pero parece que, en esta ocasión, Platón no quiere asociar inmediatamente ese edén con la práctica de la filosofía: ¿cabe un edén hedonista, inverso a aquel de la parte más sublime de la Tierra auténtica que se pinta en el Fedón…?)

Pues bien, el final de esa edad, de ese otro tiempo invertido, coincide necesariamente con la desaparición de toda la raza nacida de la tierra, “porque cada alma había pagado todos los nacimientos”. Entonces comenzó la otra dirección del tiempo, el del abandono de los dioses. Los animales salvajes asediaban a los hombres, y Prometeo y Hefesto tuvieron que darles el fuego y las técnicas. Es en esta época de Zeus cuando hace falta la política, cuando surge la familia, la propiedad, el Estado, el tribunal de Justicia... Cuando los dioses guiaban, el hombre, y los seres que sienten en general, vivían felices en el abandono; pero una vez abandonados de los dioses, tienen ellos que guiarse a sí mismos con sufrimiento.

Es obvio el carácter edénico y mesiánico de la edad de Cronos, la edad del Niño, como la ha llamado Meillassoux: “quien no sea como estos…” Todo lo que, por ejemplo, Agamben nos ha narrado poéticamente sobre esa comunidad de cualsea, que existen en el abandono, son felices entregados a la infantil profanación y pueden representarse con cabeza de animal, está en el mito platónico de esos hombres desacordados de su origen, ignorantes de la venganza, y que no mueren, solo se esfuman sin rastro. También todo lo que nos ha querido enseñar Nietzsche con su eterno retorno.

Seguramente sin tener en la cabeza en ese momento este pasaje platónico, David Bohm describe así (mediante una “analogía”, dice él) la estructura general de la materia, según su noción de “orden implicado – explicado”:
“Dos cilindros de vidrio concéntricos, con un fluido muy viscoso, como la glicerina, entre ambos cilindros, dispuestos de tal manera que el cilindro exterior puede ir girando muy lentamente, para que la difusión del fluido viscoso sea inapreciable. Se coloca una gota de tinta insoluble en el fluido y después se hace girar el cilindro exterior, con el resultado de que la gota se despliega en forma de fina hebra que terminará por hacerse invisible. Cuando se hace girar el cilindro en el sentido opuesto, la forma de hebra retrocede y, de pronto, se hace visible una gota que esencialmente es la misma que estaba allí al principio”. (David Bohm, La totalidad y el orden implicado, Kairós, 1998, pg. 249)

Bohm explica que las partículas de la gota están “plegadas” en la glicerina, lo mismo que un huevo está “plegado” en un bizcocho, con la diferencia de que el huevo no es desplegable, puesto que “aquí el material ha sido sometido a una mezcla difusiva irreversible”. Pero, por supuesto, lo que no pueden hacer esos pequeños dioses que son los científicos humanos, fácilmente lo logra un dios: desplegar un huevo, revertir la entropía.

Así pues, digamos, cuando lo divino no rige las cosas, estas caminan inexorablemente, en el río de glicerina de la materia, hacia la entropía, y envejecen y acaban muriendo, como la gota que se deshilacha; pero, cuando la mano pródiga revierte el movimiento del cilindro, el hilo retorna a su principio como punto. O, por decirlo con Empédocles, cuando el Amor toma las riendas del Todo, lo que era guerra y separación se convierte en armonía y unidad.

Ahora bien –sería una pregunta interesante por evidentemente absurda-, ¿en qué tiempo vivimos nosotros? ¿No es, acaso, claro que vivimos en el tiempo Zeus, el de la política, la guerra, la familia, el trabajo, el sufrimiento, el vestido, el envejecimiento y, por fin, la muerte, es decir, simplemente en el ciclo de la Historia? Y ¿no es claro que no está en nuestro poder girar el tiempo? Porque… ¿cómo se pasa de un tiempo a otro? Es decir, ¿qué ocurre, y cuándo y dónde y cómo, cuando el dios coge el cilindro exterior y lo hace girar en sentido inverso, para que las hebras de sufrimiento humano, animal, universal, remonten, en el río de la masa viscosa, hasta restituir la infantilidad e inocencia del punto de tinta que no escribe historia alguna? Preguntémonos: ¿en qué tiempo más grande ocurren los dos tiempos, el de ida y el de vuelta?

Si realmente es un tiempo de vuelta, solo puede ser que vuelta sobre el otro, es decir, que comience en el último extremo y se vaya, poco a poco, solapando con el otro, coincidiendo punto por punto, plegándose, en su repliegue, contra todo el despliegue anterior, tal como sucede en la fuga cangrejo de Bach, en que cada momento del sonido proyecta a la vez el futuro y el pasado, completamente a la vez, porque lo más viejo es lo más joven:


“¿O no es necesario, si algo existe en el tiempo, que se haga siempre más viejo que sí mismo? –Necesario. -¿Pero lo más viejo no es, acaso, más viejo que lo más joven? -¿Y qué? –Pues que lo que se hace más viejo que sí mismo, también se hace, a la vez, más joven que sí mismo, si es que tiene que tener algo respecto de lo que hacerse más viejo. -¿¡Cómo dices!? –Esto: a una cosa diferente de otra no le corresponde hacerse diferente, pues ya lo es, sino serlo de lo que ya lo es, haber llegado a serlo de lo que ha llegado a serlo, e ir a serlo de lo que va a serlo; pero, respecto de aquello de lo que se está haciendo diferente, ni llegó a serlo ni va a serlo ni lo es, sino que se está haciendo diferente, y nada más. –Pues sí, es necesario. –Ahora bien, lo más viejo es diferente de lo más joven, y de ninguna otra cosa. –Así es. –Por tanto, lo que se hace más viejo que sí mismo, necesariamente se hace, a la vez, más joven que sí mismo. –Eso parece. –Pero no se hace así por un tiempo más largo o más corto que él mismo, sino que por un tiempo igual a sí mismo llega a ser y es y llegó a ser y llegará a ser. –También eso es necesario. –Es necesario, pues, según parece, que cuantas cosas estén en el tiempo y tomen parte de él, tengan, cada una de ellas, la misma edad que sí mismas, y se hagan más viejas y a la vez más jóvenes que sí mismas. (Parménides, 141a -traducción mía-)

Pero eso querría decir que el edén y el mundo mesiánico están sucediendo justo ahora, en cada acto o suceso que realizamos o vivimos, pero nosotros, por alguna razón (¿o por la razón, dirán algunos?), somos incapaces de verlo y agarrarlo, salvo acaso en momentos impensables de los que, por supuesto, no puede quedar memoria, o queda memoria apenas: una memoria quizá mítica.

Es, pues, en el mismo momento en que escribo esto, en que trabajo, me visto, lucho, tomo consciencia, escribo la historia, sufro, envejezco y muero…, en este mismo y exacto momento, en el que la tinta pasa del papel al bolígrafo, el papel se desnuda y se hace blanco y fresco, y yo con él, y me hago niño, y el nudo del conflicto se distiende y se hace juego, la historia se deshace y desaprende, las fauces se desclavan de la yugular, la sangre entra a borbotones en la vena, la muerte violenta desaparece sin dejar rastro y el dolor es felicidad.

Pero ¿por qué yo no veo esto así? Al menos esto sería cierto: el yo, el yo-pequeño, es, por esencia, de la edad de Zeus: es político.


¿Entonces, basta –como dirían tantas místicas- con cambiar la mirada, desprenderse del ego, desapegarse de todo interés, de toda propiedad, familia, Estado…, volverse, en definitiva, apolítico y amoral (más allá del bien y del mal) para “entrar” en el otro tiempo, aquel en que el sufrimiento queda absolutamente abolido? ¿Puede ser esta la verdad del platonismo? "Obviamente", no: no solo.

jueves, 19 de marzo de 2015

Platón, el tiempo, el mito, el alma, I (De otro tiempo y lugar, VI)

Hemos estado, hasta aquí, recordando algunas de las especulaciones recientes acerca del otro tiempo y el otro lugar, el que, según parecen creer los humanos, hay que suponer, postular, incluso saber cierto, como único modo de dar sentido al mundo, de reconciliar a la realidad con lo que sería exigible de ella: de que, en suma, el sufrimiento quede justificado e incluso abolido. Ahora hay que buscar, a contratiempo, digamos, lo que antiguamente (o en otros tiempos, pero no en un-otro-tiempo ni, aún menos, en el-otro-tiempo) se pensó acerca de aquel otro tiempo y lugar. Al releer a Platón, buscamos, según él mismo nos enseña, lo más nuevo en lo más antiguo, lo más original ya allí en los orígenes, porque, efectivamente, enseña Platón, lo más joven es a la vez lo más viejo (ya que viene después de todo lo otro) y lo más viejo es lo más nuevo (ya que es lo que vino o viene al principio): envejecer es caminar a la infancia, en el mismo momento y por el mismo movimiento. De esto se tratará, cuando se hable del tiempo. Porque, ¿qué orden tiene el tiempo?, ¿qué tiempo tiene qué orden?, ¿en qué otro tiempo se dan esos órdenes?...

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En varios momentos o/y lugares habla-escribe Platón del otro tiempo y lugar: en, al menos, la Apología, el Gorgias, La República, el Fedón, el Fedro, el Político y, veremos, esencialmente en donde menos lo parece, en el Pármenides. (Aristóteles no escribe temáticamente nunca, en ningún sitio, que yo recuerde, sobre ello: para Aristóteles parece que simplemente no hay, en ningún sentido, otro tiempo y lugar; habría una esencial distancia aquí –y, por tanto, en todas partes- entre cómo piensa Platón y cómo piensa Aristóteles: en cómo piensan acerca del tiempo, del alma, del mito y el logos, de la justicia y la felicidad…).

Siempre que Platón habla-escribe expresamente de aquel otro tiempo y lugar del final, o de después del final (escatológico), sin los que la ético-política, o sea, la dialéctica de justicia y felicidad, razón y emoción, pero también la dialéctica de saber y creer, ser y parecer…, queda como coja, lo hace, como le corresponde a “las cosas últimas”, hacia el final: en el último libro de La República, en la coda del Gorgias, en el “epílogo” de la Defensa ante el jurado, en el relato final del Fedón, y en el propio Fedón, que, como veremos luego, es un diálogo todo él terminal. Estos relatos siempre vienen, pues, al final, solo después, y como consecuencia, efecto, complemento… de que se nos haya demostrado que la justicia es digna de ser amada por sí misma, por su propia dignidad.

Y siempre que habla-escribe sobre esto, Platón, lo hace en la forma que llamamos, y él mismo llama, mito, relato, cuento, narración. La diferencia entre el hablar-escribir de la justicia o razón, y el hablar-escribir del tiempo de la felicidad, es la diferencia entre el diálogo “dialéctico” (nunca único y nunca limpio de alteridad, pero siempre con la seguridad de lo que quiere ser un saber) y el relato mítico, monologal y, generalmente, escuchado de otros (algo digno de creer más que algo que podamos saber como seguro). Además, Platón fuerza cuanto puede el contraste, haciendo que sea infinitesimal el límite entre el momento en que acaba el tiempo argumental en el que se nos presenta a la justicia como deseable en sí misma, y aquel otro momento en que comienza lo otro, el mito donde se nos habla de las recompensas de la virtud. Veámoslo.

En el Gorgias, es solo después de haber convencido (o dejado sin palabra) a Calicles (acerca) de que es peor hacer injusticia que sufrirla, cuando Sócrates comienza con el otro discurso, el del relato verídico acerca del destino del alma “tras” la muerte (no tras la vida):
“SÓCRATES.- Nadie teme a la muerte en sí misma, salvo el completamente irracional y cobarde: lo que teme es cometer injusticia. En efecto, que el alma vaya al Hades cargada de multitud de delitos es el más grave de todos los males. En prueba de esto, si quieres, estoy dispuesto a contarte una narración.
CALICLES.- Ya que has terminado lo demás, acaba también eso.SÓCRATES.- 
Escucha, pues, según se dice, una bonita historia, que a ti, creo yo, te parecerá un mito, pero que yo considero un relato verídico, pues lo que voy a contarte lo digo convencido de que es verdad. (Gorgias, 522e y ss)

Había que acabar con esto, reconoce o acepta Calicles: con el relato de cómo el alma, una vez separada del cuerpo, desnuda, es juzgada, y enviada a la Isla de los Bienaventurados si ha sido justa y filósofa. En el otro tiempo, está el premio de la virtud. Pero es el alma, no el cuerpo, la que -dice el cuento- hace ese viaje: no se trata, entonces, parece ser, de una resurrección de los cuerpos. El cuerpo, como sabemos, es lo corruptible, puesto que está moldeado de esa masa amorfa, de esa idea de lo sin idea, que es el espacio (khora); y existe solo como sueño, en esa mera imagen de lo eterno que es el tiempo. Ahora bien, si es el alma sola la que viaja, es juzgada y recibe el premio o el castigo, ¿en qué tiempo y lugar sin lugar ni tiempo ocurre todo eso? ¿En qué sentido este mito es un relato verídico? ¿Es, la propia alma, un mito (aunque verídico)? ¿Qué relación hay entre mito y diálogo, entre cuerpo y alma, entre tiempo y ser? Esto es precisamente lo que menos habría que simplificar, y es justamente lo que más se simplifica en las lecturas habituales de Platón: la cuestión no es tan sencilla como para responder que el tiempo es cosa solo del mundo del cuerpo y de la imagen: sobre lo otro que eso, sobre el alma y el ser, se habla también mediante el tiempo y la imagen. Así que la cuestión de tiempo y ser es también la cuestión de tiempo y tiempo, y de ser y ser.

También en la Apología, y en La República, justicia y felicidad, razonamiento y mito, están colocados tan juntos como es posible, señalando así tanto su absoluta heterogeneidad como su necesaria contigüidad. El libro X, último de La República, comienza congratulándose de haber expulsado a los poetas y demás imitadores, del Estado. Como si no hubiera quedado ya claro, se argumenta a fondo que el imitador no sabe de qué habla, que se limita a hacer imágenes, a la manera de quien pasease un espejo por todas las cosas. Por eso, no tiene más remedio que imitar lo exterior, aquello que una persona de noble carácter escondería: los sollozos y las risas. Porque no puede imitar el pensamiento, la contención racional. Concluye Sócrates, muy “kantianamente”, que ni siquiera por la embrujadora poesía se puede descuidar la justicia y la virtud:
“Grande, pues –dije-, amigo Glaucón, más grande de lo que parece, es el combate de si ser honesto o malvado; pues que ni por la atracción de honores, ni de riquezas, ni de poder alguno, ni siquiera por la de la poesía, es digno descuidar la justicia y las demás virtudes” (Rep., 608b)

Aquí podría acabar el discurso. Aquí, de alguna manera, acaba el discurso: ni siquiera -nos dice la conclusión (y hay que resaltar este resaltar que hace Platón con este “ni siquiera”)-, ni siquiera por el embrujo de la poesía hay que dejar el camino de la virtud. Pero es precisamente entonces, en este momento del final del discurso, cuando Sócrates pronuncia su ineludible y problemático “sin embargo”, su “y no obstante”, “con todo y con eso”…, que da paso al otro discurso, al del otro tiempo y lugar. “Y sin embargo”, dice, no hemos tratado de las grandes recompensas, de los grandes premios, de los grandes dividendos, de la virtud. Porque, sí, la virtud trae la felicidad bajo del brazo. Lo tiene todo, aunque aquí y ahora no nos lo parezca.

Lo “griego” clásico (lo socrático-platónico), frente a lo alemán moderno y protestante, es, podríamos decir, este optimismo: la virtud es digna de cuidado por sí misma, desde luego, y, “sin embargo” y con todo, produce también todas las recompensas (por supuesto, “griego” y “alemán” son términos míticos, es decir, históricos). Se equivoca Kant cuando dice que se equivocan los griegos al confundir la causa con el efecto en la ética, o incluso al ignorar (“olvidar”´) esa confusión. El suspicaz alemán moderno siempre sospechará (este es el pensamiento de la sospecha) que todo el discurso anterior al del cuento, el diálogo de la virtud en sí, no es más que un apaño para llegar a este premio. Así se burla Nietzsche, en Genealogía de la moral, del tesoro que no se apolilla según el evangelio de Lucas: ¿se trata de una especulación o inversión a “largo” plazo, infinita? Pero podría decirse, bien mirado (socrático-platónicamente mirado), que el pensador de la sospecha, el no-griego-clásico, es siempre un tipo inseguro de su propia virtud, de modo que, para no tener dudas de que actúa por ella y solo por ella, tiene que apartar completamente de su vista la aspiración a las felices recompensas (por supuesto, ni consigue esa seguridad ni, por otra parte, suele terminar dedicándose a otra cosa que a extraer dividendos, muy crudos y materiales: esa es la “virtud” de que los valores sean completamente invisibles, total y solamente otros). Ese es el estrés de la ética kantiana y moderna. Un griego clásico, un platónico, es, sin embargo, o se siente, lo suficientemente fuerte o valiente para no tener miedo a la recompensa: no necesita expulsar a la felicidad de la vida buena. Dicho en términos ontológicos, el moderno desconfía de toda imagen porque siempre se teme cayendo en fetichismo (lo que demuestra, precisamente, que se “sabe” débil de espíritu, tendente al fetichismo), mientras que el clásico sabe perfectamente que el original no se reduce a sus imágenes pero, con todo (o, mejor, precisamente por eso) acepta y valora la calidad de diversas imágenes. Incluso Kant sabe perfectamente que nunca podemos tener la certeza de estar actuando por el simple móvil de la virtud. Pero ¿es que es siquiera separable, no-dialécticamente, la justicia de la realización?

Pero no nos adelantemos, como con prisas por terminar: volvamos al discurso de Sócrates sobre las ultimidades. Pues bien, es ahora, después de rechazar incluso la tentación de la poesía, cuando se habla, en forma de relato o mito, de los dividendos totales y absolutos de la virtud, es decir, del otro tiempo y lugar. Apenas acaba de rechazar los cuentos, y él mismo se pone a contar uno. Por supuesto, es una gran ironía, o incluso la Ironía en sí. Pero decir esto no explica nada: el problema de la ironía es el mismo que el de tiempo y ser, el mismo que el de este tiempo y un otro tiempo, el de diálogo y mito, justicia y felicidad...

En verdad, el cuento no empieza inmediatamente: a modo de bisagra Sócrates discurre un logos que, como en el Fedón, demostraría que la psique es inmortal: la “enfermedad” del alma, que es la injusticia, no la corrompe ni la destruye (¡ya quisieran los malvados!). Por tanto, la salud y enfermedad del alma producen perpetuamente “síntomas”, pero no la muerte. Las almas siempre son las mismas, circulando en el circuito ontológico de la justicia y su recompensa, de la salud-enfermedad y sus síntomas. Precisamente (como en Lucas) es cometer un error de cálculo confundir nuestro pequeño tiempo vital con “el tiempo todo”. Es confundir cantidades inconmensurables: algo con todo, o sea, nada con infinito. Ese es el verdadero error de cálculo (no un mero error de cálculo). (También a Teodoro, el matemático, se le objetará cometer un error de cálculo en El Sofista, lo que nos indica que los errores son siempre de cálculo, o, más bien, del Cálculo: confundir la Matemática con la Dialéctico-ética es el mayor y, en cierto modo, único error):
“Pero –dije yo- ¿qué llegaría en poco tiempo a ser grande? Pues todo este [tiempo], el que va desde la niñez a la vejez, se queda en muy poco frente al tiempo todo” (ibid. 608c)

El otro tiempo es todo el tiempo. Este tiempo, en el que vivimos (o creemos vivir, porque he oído decir a algunos –dice Sócrates en el Gorgias- que en realidad estamos ahora muertos) es el tiempo pequeño, escaso, poco (oligos). La gran virtud, la gran política, necesita el gran tiempo, el tiempo total. Para dirimir la justicia hay que ver, entonces, al alma “cuando” sale del mar de la generación, en el que se le adhieren todo tipo de suciedades. Así, desnudo, nadie parece lo que no es ante los jueces del tiempo todo. Aquí ya deja de parece que el injusto es feliz. Hasta ahora concedimos que pudiera salir ganando, pero aún así nos demostramos que la justicia es preferible por sí misma. Sin embargo, ese beneficio del injusto era solo una apariencia, porque se había tomado en cuenta un tiempo pequeño… nulo, en realidad, porque de lo que se trata es de todo el tiempo, que el ignorante ignora.

Entonces empieza el mito, el relato del tiempo total o absoluto, de todo el espacio, que sin embargo o por eso, no son ni tienen lugar ni momento concreto; el tiempo del alma (en el doble sentido, es decir, también en el sentido de que es el alma, según Timeo - como dirá también Aristóteles-, la que contiene y cuenta el tiempo). Nos lo narró el resucitado armenio Er. Hay allí y entonces -cuenta- una pradera, y dos aberturas arriba y abajo, por donde circulan las psiques, en un proceso de verdadero reciclaje, salvo las que parecen irremediablemente desechables, que no logran escapar al Tártaro. Las que vuelven a la vida, eligen su destino, justo antes de olvidarlo y nacer. Unas cogen precipitadamente (siempre es por poco cuidado con el tiempo, por tomar en cuenta tiempos pequeños) ser tiranos. Luego se arrepienten. Pero pagarán por sus males. El relato es bien conocido.

                                                         ****                             

Todo esto, que Sócrates habló alguna vez en el Pireo con Glaucón y los otros, lo habla también, por última vez, al final de su “vida”, de su actual tiempo-pequeño, en el Fedón. Aunque normalmente se piensa que es un diálogo sobre la inmortalidad del alma, y, su mito final, algo así como una guinda en un bonito pastel racional, la verdad es todo lo contrario: el Fedón es un diálogo que se ocupa, de principio a fin, del viaje al otro lugar y tiempo, del momento o rito de paso, y los argumentos que demostrarían la existencia del alma son solo el medio al que Sócrates se ve obligado a recurrir, un poco contra el orden del día, para que los presentes crean y entiendan lo que dice sobre su inminente viaje. Esto queda en evidencia desde el principio, cuando Fedón comienza su relato de aquel día de la muerte diciendo que no sentía compasión (tampoco felicidad) por el destino de ese su maestro que solía jugar con sus cabellos, porque:
“me pareció que, al marchar al Hades, no se iba sin un destino divino, y que, además, al llegar allí, gozaría de dicha como nunca ningún otro”. (Fedón, 58e)
También, en su primera intervención, Sócrates, tras hacer la observación (totalmente paralela y simétrica a la de Fedón) de cómo placer y dolor van unidos cual, por decirlo al modo de las fábulas de Esopo, dos alforjas, y cómo, pues, desaparecen juntos, según él mismo acaba de sentir al ser liberado de los grilletes (pero no olvidemos que lo que Sócrates va a “padecer” hoy es una liberación de los grilletes), enseguida explica, para contestar a la pregunta que el poeta Eveno ha pedido que le trasmitan, que, si ha estado componiendo versos esópicos estos últimos días, ha sido para purificarse antes del viaje (no para hacer la competencia a Eveno). ¿Sócrates purificándose mediante la poesía, para el viaje mítico? Así parece habérselo encargado en sueños su dios, Apolo (el del imperativo categórico del conócete a ti mismo). Sócrates envía de vuelta a Eveno el consejo de que le siga cuanto antes (aunque sin hacerse violencia, pues hemos de creer que estamos en las mejores manos), pero los presentes, que vienen seriamente a verle morir, no quieren o no pueden dar crédito a su ironía ni a esos mitos cuyo examen, sin embargo, dice Sócrates, es quizá lo más conveniente para quien va a emprender tal viaje. ¿Por qué querer morir, y dejar el amparo de los dioses? –pregunta Cebes-. Habrá que defenderse de estas objeciones, en este juicio ante este tribunal de amigos (un segundo juicio después del juicio de la democracia ateniense, un juicio sobre el auténtico Juicio).

Es solo entonces cuando, y casi con desgana, Sócrates se entrega por un rato y por última vez, a recordar el argumentario sobre la inmortalidad del alma (este rato viene señalado porque Sócrates se sienta sobre la cama y pone los pies en el suelo, permaneciendo así el resto del diálogo). Al fin y al cabo, la sabiduría es un rito purificador, para llegar al Hades, ya que:
Los que filosofan se ejercitan en morir (Ibid., 67e)

Como se sabe, Sócrates argumenta, en primer lugar, que, puesto que todo se origina de su contrario y a su contrario (lo mayor de lo menor, pero también, a su inversa, lo menor de lo mayor, el dormir de la vigilia y a la vigilia) lo mismo que muere es lo mismo que nace: de la vida pasa a la muerte y de la muerte a la vida. Si no hubiese ese movimiento de lo muerto a lo vivo, todo se acabaría y se detendría, “quedaría dormido”. Después se recuerda la teoría del Recordar: nunca hemos visto en vida lo Igual, sino cosas más o menos iguales y desiguales, por tanto, lo que hacemos es recordar lo totalmente-Igual a partir de lo más o menos igual (: recordamos el tiempo-todo a partir del tiempo-poco). Pero todavía, en todo momento, un niño en nosotros se resiste a perder el miedo y creer en el viaje. ¿Y si en algún renacimiento acaba no volviendo a nacer? ¿Y si el alma no es más que una armonía, posterior a las partes? No, no puede ser armonía, porque la armonía no recuerda, ya que no preexiste. Además, lo simple no puede descomponerse, y es simple lo que se mantiene siempre igual. Y, finalmente, ¿cuál es la explicación preferible de las cosas? Sócrates cuenta entonces, para acabar con su mejor razonamiento, su autobiografía intelectual: de joven consumió todas las explicaciones físicas, hasta que tuvo que acabar reconociendo que no explicaban nada, que confundían aquello sin lo cual  no ocurre nada (la materia, diríamos) con aquello por lo que algo es lo que es y como es. La verdadera causa es la Idea: las cosas bellas lo son por su participación en la Belleza, las cosas dobles, por su participación en la Dualidad. Y una idea no nace de su contrario, ni una cosa participa nunca de su contrario o de algo que participe de su contrario. Así que el alma, que es principio de vida, no participa nunca de la muerte. El alma es afín a lo invisible, y esto a lo inmutable.

Es ahora, cuando concluyen los argumentos y ya ninguno de los presentes tiene nada que replicar (aunque, ¡ay!, tampoco probablemente ninguno sabrá mañana defenderlos), cuando Sócrates vuelve al principio, es decir, a hablar de su asunto vital, de su viaje. El alma del filósofo –relata- va al Hades sin su cuerpo, desapegada del deseo que nace de los sentimientos, del placer y el dolor, que, como verdaderos clavos, anclan el alma a las sensaciones a las que acompañan, haciéndole creer que estas tienen una credibilidad que no tienen. Las almas que, en cambio, no se liberan completamente del cuerpo, tras morir se aparecen como espectros en los cementerios, según se ha podido ver. No es preciso extenderse una vez más sobre el juicio, ya descrito en República X, ni sobre las características de la Tierra auténtica, en una de cuyas simas vivimos nosotros como quienes viven dentro del agua, esto es, en un medio denso y oxidante, y no en la luminosa e incorruptible superficie, reservada a los que se libran del ciclo de la generación. Se trata, dice expresamente Sócrates, del juicio no solo de este tiempo, sino de todo el tiempo. Nuevamente, insistamos, se dice que es el alma, sin el cuerpo, la que, dejando el poco-tiempo viaja al tiempo-todo. Pero ¿qué quiere decir esto?, decíamos. ¿Por qué no se dice simplemente que el alma existe sin tiempo ni lugar, pero que esto es irrepresentable? Porque no es esta la verdad de Platón.

Hay dos ortodoxias exotéricas platónicas: según una, existen dos mundos, dos realidades. Son realidades en un sentido básicamente unívoco, aunque una de ellas es la buena, la original, y la otra, una copia (pero las copias no son menos reales que los originales). Este es el platonismo “vulgar”. La otra ortodoxia, algo más elevada, dice, al contrario, que Platón habla solo de manera mítica del alma y su otro-tiempo, pero los mitos, desde luego, son básicamente falsos. Simplemente Platón estaría representando míticamente, “metafóricamente”, lo que él sabe que es absolutamente irrepresentable, quizás como una concesión al niño que llevamos dentro. En realidad, obviamente, el alma no “viaja” en otro “tiempo”. Se trata solo de una figura de la dignidad inalienable del hombre. Pues bien, tampoco esta segunda ortodoxia me parece acertada. Platón no es un kantiano, que cree que no podemos hacernos “idea” o figura alguna de la cosa en sí. ¿Por qué y cómo hacer figuras de lo que no sufre figura alguna? La relación entre cosa en sí y fenómeno es esencialmente más compleja, más esotérica, más dialéctica, y analógica.                              

La clave para leer el Fedón está, creo yo, en el comienzo del texto. Como explica Fedón desde la primera página, la muerte de Sócrates se retrasó porque justo la víspera se había engalanado el barco que todos los años viaja a Creta en conmemoración de aquel viaje en que, “según cuentan los atenienses”, Teseo liberó a Atenas del tributo de dos veces siete jóvenes al Minotauro. Pero, debería ser obvio para nosotros, que Sócrates es ese Teseo (o Teseo es solo figura de ese Sócrates) que, en un momento y mediante el diálogo, va a salvar realmente a siete veces siete jóvenes (este es el número de los presentes ese día en la celda) de las fauces del Monstruo, es decir, de la muerte (de la muerte de la muerte). Los mismos atenienses que celebran el mito, pues, sentencian a muerte al auténtico servidor de Apolo. Los hombres son incapaces de ver la realidad mientras festejan su propia imagen. He aquí un elemento seguro de la interpretación del texto, creo yo. Pero también los propios discípulos son incapaces de ver la verdad del mito, y desprecian como cuento de viejas el otro tiempo, el tiempo todo (la sempiternidad) del alma: ¡invirtiendo así lo que es propio de los niños, lógicamente! Son adultos-niños porque no creen el relato del alma.

El otro elemento, totalmente solidario, al principio del Fedón, es este: Sócrates comienza el diálogo explicando que, aunque siempre había creído que se entregaba a Apolo mediante la filosofía, estos últimos días, atendiendo a un sueño, ha pensado si quizá también debería purificarse mediante el verso. ¿Es, entonces, poesía todo lo que Sócrates va a hacer ese último día: hablar del viaje del alma? Pero ¿qué relación hay entre la poesía y el diálogo?


Podríamos decir, quizá, de momento al menos, lo siguiente: sobre el otro-tiempo-todo del alma y su viaje tenemos que hablar (no podemos dejar de hablar) de forma mítica o narrativa, pero es justamente porque es nuestro-tiempo-pequeño el que es mítico o figurativo, imagen de aquel. Solo porque nosotros habitamos en la imagen y el tiempo escaso, podemos y tenemos que hablar en términos de imagen y tiempo escaso del mundo del otro tiempo y lugar. Lo que no quiere decir que baste con negar todo tiempo y lugar para referirnos de manera completamente negativa a ello: al contrario, aquello, lejos de ser ausencia de tiempo y lugar, es todo-tiempo y todo-lugar, es decir, plenitud del tiempo y del lugar. 

Pero ¿cómo entender, entonces, el tiempo? Buscaremos algo de esto en los otros diálogos mencionados al principio, en El Político y en el Parménides

lunes, 9 de marzo de 2015

De otro tiempo y lugar, V (Q. Meillassoux)


Los valores reencuentran vida porque están ligados al ser por venir; la esperanza funda la unidad de la comunidad humana, dándole un proyecto común; cada hombre, por fidelidad a sus desaparecidos íntimos, actúa con vistas a conservar la comunidad y la espera de su última posibilidad, y se esfuerza por ser digno, él mismo, del retorno del amado o la amada.

Creer en Dios porque no existe. No había sido jamás defendido sistemáticamente. Es cosa hecha.

Dios, en adelante, puede designar la posibilidad de una vida filosófica, despierta y en espera, más allá tanto de la creencia religiosa como de las leyes naturales. Una vida, en fin, sin fe ni ley

Para oír algo nuevo de lo que los filósofos tengan que decirnos sobre el asunto que hemos recordado, es decir, el de qué esperanza cabe para el sufrimiento del mundo, el de la pensabilidad de “otro” tiempo y lugar donde todo sea redimido o justificado, me dirijo ahora a la potente, casi “salvaje”, especulación de Quentin Meillassoux, y más concretamente a su libro-tesis doctoral L’inexistence divine, texto no publicado pero que circula entre filósofos y es ávidamente leído, como antaño lo fueron los cuadernos de Wittgenstein, y que citaré prolijamente (en una traducción mía y solo provisional)  (una sumaria expresión de algunas de las ideas que vamos a leer se pueden encontrar también en un breve ensayo “Deuil à venir, dieu à venir” Critique, 2006/1).

Es lícito pensar, además, que, pese a la manera en que principalmente se suele abordar a este joven filósofo (como el más potente representante del Nuevo Realismo, es decir, como, ante todo, una nueva especulación ontológica), el polo que orienta su pensamiento se encuentra precisamente en nuestro tema, en la explícita forma de una defensa contundente de la racionalidad de la esperanza de un futuro renacer a la inmortalidad de todos los hombres, o, en otros términos, de la espera de una (futura) venida a la existencia divina. Así lo indica ya el título de la obra, cuya tercera y última parte está íntegramente dedicada a una “ética” inseparable de la escatología y la “divinología”, y respecto de la cual, todas las páginas anteriores, dedicadas a argumentar la necesaria y radical contingencia de todo (tesis de la factualidad), aparecen como un trabajo preparatorio.

Efectivamente, para Meillassoux el problema de un futuro de renacimiento e inmortalidad de los hombres, es tanto una posibilidad perfectamente real como una exigencia esencial de la ética. No puede negarse lo chocante de ambas tesis para el pensamiento moderno y postmoderno. En cuanto a la parte ontológica, hace mucho que había quedado proscrito todo hablar de otra existencia humana que no fuera la que describe la ciencia natural. La posibilidad de la resurrección e inmortalidad corpórea, había quedado apenas para la teología, que, sobre todo en su forma más protestante, lo ocultaba en el terreno de la más “inconfesable” fe, si no es que incluso se sentía empujada a deconstruirla como mito: ¿qué otra cosa que un mito puede ser hablar de una existencia humana trascendente? Y, en cuanto a una existencia inmanente pero renacida e inmortal, si no es una contradicción en los términos (nada en la ciencia natural lo es, he aquí su humildad), sí es algo, por decirlo cortésmente, altísimamente improbable, algo que solo un loco o un hipócrita podría contemplar como posibilidad.

En cuanto a la parte ética de la tesis, también sabemos que hoy uno puede básicamente ser, o bien kantiano, y entonces es para él una exigencia fundamental separar ambos asuntos, el de qué debo hacer y el de qué me cabe esperar (siendo este último, para la ética, a lo sumo un postulado irrepresentable), o bien consecuencialista de algún tipo (utilitarista, hedonista, comunista incluso…), pero sensato, es decir, naturalista y cientificista, lo que significa que toda la esperanza que uno puede poner en las futuras consecuencias de su acción se refiere solo a una vida humana, más feliz, pero mortal y esencialmente igual a la que ya conocemos. Tampoco las éticas de las virtudes, herederas de los grandes filósofos griegos, osan referirse a la escatología, como la que sí deja aflorar aquí y allá Platón en lenguaje “mítico” pero a la que ya renunció el mismo Aristóteles.

Sin embargo, Quentin Meillassoux, a quien no le caracteriza el temor o la reverencia ante ningún pensamiento prohibido, afirma contundentemente, como recordaba antes, que una vida ética sin la esperanza de la inmortalidad, es una ética sin sentido, y que la negación de la real posibilidad de la inmortalidad futura del hombre es fruto solo del pensamiento religioso y metafísico, aunque sea en forma de crítica o deconstrucción de la metafísica, es decir, según él, de un pensamiento, en último extremo, religioso, que no se atreve ni nos deja pensar:
“Toda antifilosofía, todo positivismo, todo cientificismo, todo logicismo, son de esencia religiosa, a la manera espectacular del logicismo de Wittgenstein: decretando que ninguna racionalidad es legítima fuera del marco científico, estas teorías condenan a la razón a no poder ni dar cuenta de la facticidad de las leyes, en el seno de las cuales la ciencia se despliega siempre ya, ni responder a las cuestiones esenciales de la existencia. Esta especie de sinsentido domina hoy el pensamiento, a través de las diversas empresas de destitución de la metafísica, con una fuerza quizá inigualada en la historia, puesto que nadie, apenas, osa todavía defender la filosofía en la integridad de sus ambiciones: comprensión absoluta del ser en tanto que ser y aprehensión conceptual de la inmortalidad del hombre. (L’inexistence divine, pg. 384, traducción mía, solo provisional)

Pero Meillassoux se atreve a pensar, aunque lo que piense el filósofo sea locura para el creyente y para el metafísico.

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Empecemos por la exigencia de la ética (en el doble sentido del ‘de’). ¿Por qué una ética exigente exigiría también el renacer y la inmortalidad futuros de los hombres? ¿Qué sabemos de la justicia? Para comprender qué es ella, Meillassoux nos propone mirar allí donde conocemos manifiestamente su contrario: la terrible injusticia, por ejemplo y sobre todo, de los que fueron asesinados o murieron tempranamente, sin tener la posibilidad de vivir una vida como la nuestra. Esos muertos prematuros reclaman nuestro duelo, pero que para su tragedia no parece haber justificación alguna en el mundo. Todos podemos reconocer que la justicia encierra el concepto de la igualdad entre los hombres: aunque somos diferentes unos de otros, sin embargo, en cuanto seres racionales, somos iguales. Mi vida no es digna si no va acompañada de la vida digna de los demás hombres.

Ante este problema, tanto el ateo como el creyente, tanto quien niega como quien afirma la existencia de Dios y la inmortalidad humana, permanecen, sin embargo, en un impasse. Ninguno de los dos tiene una respuesta satisfactoria para la exigencia ética. El teísta, como correctamente alega el ateo, nos quiere hacer creer que un Dios omnipotente ha creado el mundo y permite todos los sufrimientos que acontecen en él. Que el teísta nos intente consolar asegurándonos que ese Dios nos tiene destinado un paraíso, no hace, para una persona realmente sensible a la justicia, sino aumentar el horror: ¿ser inmortales bajo el auspicio y gobierno de un ser tan cruel? Esto es inaceptable. Pero el ateo tampoco tiene nada que ofrecer, puesto que, como alega el creyente, negando toda esperanza para los muertos, hace imposible para nosotros, los vivos, seguir viviendo con dignidad: mi vida depende de que también aquellos, los que no pudieron vivirla, tengan, antes incluso que yo, alguna esperanza. ¿Hay alguna salida a este impasse?

La cuestión es, entonces, propone Meillassoux, si podemos demostrar la pensabilidad de la inmortalidad, exigida por la ética, sin caer en el problema del creyente. Lo que tenemos que mostrar, pues, es que a) el renacer y la inmortalidad son una posibilidad plenamente real, y b) que no son una necesidad garantizada por un dios existente. La tesis que responde a ambos requerimientos es la tesis de la in-existencia divina: Dios no existe, todavía; pero su existencia futura es una posibilidad plenamente real, una posibilidad que hay que esperar.

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¿Es concebible la posibilidad de un renacimiento e inmortalidad futura para los hombres? Para nuestra admiración, Meillassoux declara que tal demostración es cosa fácil, si tenemos la teoría ontológica correcta:
 “¿Cómo demostrar que esta vida posee en sí misma la dimensión de la inmortalidad? Esta demostración –y ahí reside, sin duda, su mayor extrañeza- está enteramente libre de dificultad, una vez dado lo que ya se ha establecido” (Ibid. pg. 290)
Lo que ya “se ha establecido” previamente (a lo largo de más de doscientas páginas), o sea, la factualidad de la realidad, consiste en la tesis de que la única necesidad real es la de la absoluta contingencia y falta de necesidad de todo. No hay nada necesario, más que la propia contingencia de las cosas. Las más firmes constantes de la naturaleza podrían cambiar, y podrían hacerlo en el instante siguiente; cualquier surgimiento es totalmente posible, si no es contradictorio; todas las leyes naturales son contingentes, no-necesarias. Esto es lo que planteó Hume como problema (la ausencia de conexión necesaria entre los sucesos), pero él le dio una respuesta escéptica, como si fuera una impotencia de nuestro pensamiento, porque, en realidad, también él permanecía preso de la pulsión metafísica, que querría que la realidad estuviese gobernada por la necesidad. Nosotros, en cambio, tenemos que atrevernos a hacer una auténtica inversión del platonismo, a aceptar la potencia del pensamiento, a rechazar definitivamente la validez del principio de razón suficiente en todo, y a desprendernos de ese residuo de constancia, que es la constancia esperada en los fenómenos, para descubrir la realidad como un Caos en el que todo puede surgir.

El otro error del que debemos desprendernos es el de que, con una ontología tal, de la radical facticidad de todo, solo cabría esperar un continuo caos, frente a la constancia y regularidad que observamos en el universo. El error procede aquí de que concebimos la existencia como gobernada por la probabilidad. Ahora bien, la probabilidad solo tiene sentido en el marco de la necesidad. Pero no hay necesidad alguna, por tanto, tampoco existe ninguna probabilidad de que el mundo siga constante. No es más probable que el curso de los acontecimientos se mantenga como si fuera acorde con leyes durante largos periodos de tiempo, que la posibilidad de que surja algo nuevo a cada instante.

Un futuro en que, mediante un surgimiento ex nihilo, renacen los hombres para una vida justa es algo tan simple y puramente posible, tan ajeno a cualquier cálculo probabilístico, como el surgimiento de la vida o la consciencia, para cuyos surgimientos tampoco se daba nada, en el mundo de inercia precedente, que fuera razón suficiente. La vida surgió, y las condiciones materiales acompañaron ese surgimiento, pero no permitían deducirla necesariamente. Y lo mismo puede decirse de la consciencia:
“No solamente el renacimiento es posible, sino que además no puede ser considerado como improbable: pues si el renacimiento surge, debe surgir a la manera en la que un nuevo universo de casos surge en el seno del no-Todo del mundo. El renacimiento es, pues, asimilable al surgimiento improbabilizable de una nueva constante, a la manera en que la vida surge de la materia, o el pensamiento del vivo. Es una acontecimiento que no sería más sorprendente que estos surgimientos, que, de hecho, han tenido lugar. (Ibid. pg. 290)
Esperar un futuro de renacer e inmortalidad de los hombres es análogo, podríamos decir, a esperar que, a partir de un punto, la serie de decimales de un número real se mantenga repitiendo indefinidamente un mismo número o una misma secuencia de números. Esto no es ni menos ni más probable que cualquier otra alternativa (que los números no se repitan), porque esa secuencia es infinita. De hecho, algún número real tiene que ser tal que, a partir de un cierto punto, se expresa con la repetición de indefinidamente el mismo decimal (y nada hace menos probable a ese número real que a cualquier otro). Por tanto, esa es una posibilidad real, simplemente. Solo nuestra falta de perspectiva nos hace creer en la necesidad de la estabilidad de las leyes naturales y en la improbabilidad de un surgimiento semejante.

A ese surgimiento posible de un mundo de justicia, de hombres renacidos e inmortales, Quentin Meillassoux lo denomina Cuarto Mundo (tras el inercial, el de la vida y el de la consciencia).

La posibilidad real de ese Cuarto Mundo nos permite solucionar, por cierto, varios problemas filosóficos. Por ejemplo, el viejo problema del estatuto ontológico del Bien como reino de fines. Hasta ahora, ese estatuto había sido colocado en un lugar trascendente o ideal, o bien negado. Ahora:
“Lleguemos a la solución factual de la relación entre el Bien y la verdad: la verdad del Bien, como Cuarto Mundo, no designa ni una realidad, ni una imposibilidad, ni una posibilidad controlable: el Bien designa la verdad de una posibilidad no controlable”. (Ibid. pg. 296)
El carácter factual de la realidad nos permite también pensar adecuadamente la dignidad del hombre y la libertad. La dignidad del hombre estriba, precisamente, en que piensa la universal factualidad:
“El hombre, puesto que sabe lo eterno, adquiere valor. Pero el hombre no obtiene su valor del objeto de su conocimiento, es decir, de lo eterno mismo: no es lo eterno lo que es valor, pues lo eterno no es sino la contingencia ciega, estúpida, y anónima de toda cosa. El valor es el del saber mismo: el hombre vale no por qué sabe, sino porque sabe. Y ese saber es solo aquel, teórico y absoluto, de las verdades lógicas y ontológicas, y ese, inquieto y atento, de la mortalidad. (Ibid. pg. 318)
Por decirlo en términos heideggerianos, el hombre es el ente destinado a pensar la diferencia entre ser y ente, es decir –según lo traduce Meillassoux-, entre la necesidad de la contingencia de todo, y la contingencia de cada cosa. Lo que -también muy heideggerianamente- significa que su ser para la muerte tiene un valor esencial para su vida. Pero, yendo más allá de la angustia heideggeriana, Meillassoux encuentra ahí el fundamento de la esperanza:
“El factual muestra (…) que el pensamiento posible de su propia muerte, redirige la capacidad del hombre a contemplar la naturaleza real de la contingencia como la posibilidad de toda cosa. El saber negativo de su propia mortalidad conduce así al saber positivo de su renacer posible. Saber que deja de designar la triste consciencia de su propio límite para redirigir a la posibilidad jubilosa del franqueamiento de tal límite. (Ibid. pg.318)
También la libertad, decíamos, encuentra su explicación en la ontología factual. Ni necesidad ni azar ciego, surgimiento de potencia (como la vida o la consciencia), en el ámbito del mundo de la consciencia o Tercer Mundo. Y no se trata de la libertad como uso de los medios, sino una libertad “positiva” y plena:
El hombre es un ser pensante, no solo ni principalmente en cuanto ejerce sus diversos talentos intelectuales, sino más esencialmente en cuanto puede aprehender lo que importa: el hombre piensa cada vez que sabe que sabe que en el hombre se trata de un Contingente Último. La libertad no es otra cosa que el acto que opera según esta verdad eterna de que lo último es factual, es decir, a la vez irrebasable y frágil. (Ibid. pg. 319)
Demos por adquirida la racionalidad de la posibilidad simplemente real de un futuro renacer y una inmortalidad para los hombres. Pero ¿cómo proporciona esta esperanza un fundamento para la ética? ¿No podría pensarse, más bien, que tal esperanza desactive la propia ética: de qué tengo que preocuparme, si, al fin y al cabo, puedo esperar que todo vuelva a nacer y todo el mal quede resarcido? A este problema, kantiano, Quentin Meillassoux contesta con la idea de que la espera(nza) de los hombres tiene que ser activa, de otra manera no puede ser, no sería acreedora de ese renacer:
“La condición para que lo universal advenga es, pues, que sea deseado en acto. Esperar pasivamente lo universal es precisamente no esperarlo. Pues es hacer de lo universal un objeto extraño al hombre, reificado exteriormente a él –es, pues, hacer de lo universal lo que no es, y vuelve imposible su advenimiento. Pues, remarquémoslo bien, si el renacer adviniese pese a que ningún acto de justicia hubiese exigido su espera, no se encontraría ahí nada de universal: no nos encontraríamos más que con un ciego recomienzo, un simple Eterno Retorno, impuesto desde el exterior al hombre. Que el Cuarto Mundo advenga exige que advenga como objeto de esperanza de nuestro mundo, pues, incluso si esta espera no puede actuar sobre el último surgimiento, sólo ella le da el estatus de un nuevo surgimiento, esto es, de un surgimiento de la justicia esperada por el hombre, y no de una simple vuelta repetitiva de la vida”. (Ibid., pg. 327)
En resumen, repitámoslo, la posibilidad real de ese Cuarto Mundo llena de sentido la existencia, ética, del hombre:
El hombre se halla, pues, depositario de una doble espera que se revela como la estructura vi-faz de la acción. Espera, antes que nada, el renacer justo del hombre. Así pues esta espera significa el deseo de ser digno del retorno del amado o la amada y apela a la ética más vigorosa en vistas a adquirir tal dignidad. El amor de los desaparecidos se torna en acción para con los vivos, acción que solo ella vuelve digno de su retorno. (Ibid. pg. 348)

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Vayamos ahora, desde la ética, y pasando por la escatología, a la “divinología”. Quentin Meillassoux describe la futura inmortalidad de los hombres en términos cristológicos, pero interpretados, como era de esperar, de una manera radicalmente diferente a como lo han interpretado tanto la metafísica como la religión: interpretado desde el concepto de inexistencia divina.

Ese futuro de inmortalidad, que Meillassoux describe como la llegada del niño (l’enfant), no es un tiempo en que inmanencia y la finitud quedan abolidas. Contrariamente a la figura tradicional, según la cual lo infinito se hace finito (“carne”) para llevar de vuelta al hombre a lo infinito, el devenir de lo divino consiste, dice Meillassoux, en que lo finito se hace infinito (con el renacer y la llegada del tiempo de la inmortalidad) pero para renunciar a su infinitud y omnipotencia y permanecer en una inmanencia, ahora justa:
“Siendo la contingencia como tal la expresión misma de la necesidad, su Cristo no supera la finitud, sino, al contrario, la omnipotencia del infinito surgimiento, y esto por el gesto en el que, lejos de abandonar su humanidad por la divinidad, supera esta divinidad suprimiendo su propia potencia, según el movimiento finito – infinito – finito, hombre – Dios – hombre. En efecto, el Niño es el hombre contingente que adquiere momentáneamente la omnipotencia acorde con el dios religioso, pero que la supera con su abandono en vistas al cumplimiento de su propia humanidad. (…) La finitud del Niño, como la de todo hombre, se haya finalmente enriquecida por el abandono de la omnipotencia expresada por el Dios religioso, por el gesto que expresa su extrema posibilidad”. (Ibid., pg. 334)
Y es que la visión tradicional no ha proyectado en su Dios la esencia de los hombres, como erróneamente dice la crítica a la religión (Feuerbach y Marx), sino, más bien, su degradación, la posibilidad de su propia omnipotencia, es decir, no el cumplimiento de su humanidad, sino de su inhumanidad.

Puede causar extrañeza que ese inmanente que siempre conserva la muerte como posibilidad, sea lo llamamos “inmortalidad”. Pero Meillassoux distingue aquí entre inmortalidad y sempiternidad. La inmortalidad no suprime la mortalidad. Es siempre necesario que yo pueda morir, pero no lo es jamás que yo muera efectivamente.

Todo esto nos permite redefinir el divino filosófico, el Dios del filósofo o de la especulación, por oposición al Dios trascendente tanto de la religión como de la metafísica:
“Hasta hoy el término Dios no ha designado para nosotros más que su expresión religiosa: Dios de misterio y de poder. Pero el Dios de los filósofos, el Dios vilipendiado por Pascal, se define como el movimiento completo hombre-Dios-hombre descrito por el niño: designa a la vez el reino inmanente del Mundo de justicia, y el gesto fundador del hombre destituyendo en él mismo la tentación del Dios de la potencia. (Ibid., pg. 335)
Y es ese Dios de los filósofos, el que también distingue al filósofo del ateo. Ateo es quien ha aceptado que el lamento se dé en su propio campo; filósofo es quien no acepta tal cosa. Así pues, lo divino filosófico no es ni religión ni ateísmo:
“El divino filosófico no es ni una religión -¿se ha visto alguna vez a un creyente negar la existencia de Dios?- ni un ateísmo -¿se ha visto alguna vez a un ateo creer en Dios? Lo divino lleva a sus consecuencias últimas el ateísmo y la religión para desvelar su verdad: Dios no existe y hay que creer en Dios. Más profundamente, lo divino liga esas dos aserciones, que solo con ese lazo alcanzan su verdad. (Ibid., pg. 384)
Decir que Dios existe es una verdadera blasfemia. Es preciso creer en Dios justo porque no existe. Acabemos citando una vez más, por extenso, al propio Meillassoux:
Blasfemia. Decir que Dios existe es la peor de las blasfemias, pues es decir que Dios reina en el mundo entregado a la gran política sin haber tenido jamás la debilidad de modificar sus designios a fin de impedir las atrocidades que en él ocurren. Es decir que este mundo es tal que Dios lo ha querido en sus proyectos, proyectos impenetrables para el hombre justo, porque de una crueldad efectivamente incomprensible. Es hacer de la esperanza divina del hombre un objeto de temor, e insultar la esencia misma de la bondad con los sofismas más inquietantes. Es, a la manera terrible del teólogo, intentar demostrar al incrédulo de Dostoievski que, de alguna manera, hay una cierta bondad divina en dejar a un niño ser ser devorado por los perros. 
Es justo porque la blasfemia contra Dios consiste en identificarle con el creador de este mundo, fusionando al dios verídico, que no es más que amor, al dios religioso, que no es más que poder, que los mejores de entre los creyentes han  intentado siempre, mediante razonamiento de una sutileza trágica (pues la sutileza es siempre la gestión de un impasse) de separa a Dios de la existencia,, de hacer un ser de una tal trascendencia que estuviera fuera del ser, más allá del ser, indiferente al ser. En breve, de evitar el enunciado blasfemo Dios existe, pero intentando evitar el enunciado inmanente Dios no existe. Lo divino no tiene necesidad de estos virtuosismos, sabiendo que la creencia en Dios es la responsabilidad tomada por el hombre para con el niño todavía por nacer, y que el enunciado, claro y puro como la luz del mundo, de la inexistencia divina, garantiza su esperanza tanto tiempo como un justo permanezca en vida. El Dios digno de ser esperado es justo el que tiene la excusa de no existir. (Ibid., pg.387)