domingo, 22 de febrero de 2015

De otro tiempo y lugar (y del sentido de la existencia), I

“El lugar es puro […]
[…] La tierra Dilmun es pura;
(…)
En Dilmun el cuervo no profiere graznidos,
El pájaro-ittidu no profiere el grito del pájaro-ittidu,
El león no mata,
El lobo no roba la oveja,
Desconocido es el perro salvaje, devorador de cabritos,
Desconocido es el jabalí, devorador de grano,
Desconocida es la […] viuda,
(…)
La paloma no inclina la cabeza,
El de ojos enfermos no dice: “tengo mal en los ojos”,
El de cabeza enferma no (dice): “tengo mal en la cabeza”,
(allí) la vieja no dice “soy una mujer vieja”,
El viejo no (dice): “soy un hombre viejo”,
La doncella no se baña, no se vierte agua resplandeciente en la ciudad [...]"
(tablilla sumeria encontrada en la antigua Nippur, y cuyo contenido debió ser fijado en la primera mitad del segundo milenio antes de Cristo, en  Mitos sumerios y acadios, edición de Federico Lara Peinado, Editora Nacional, pg. 33 y ss)

Los hombres parecen haber, desde siempre, soñado con o creído en un tiempo y lugar sin sufrimientos, un tiempo y lugar que son otros que estos en los que estamos o creemos estar. En algunas versiones (o, seguramente, momentos de cada civilización), ese tiempo y ese lugar otros, son situados solo en el pasado, al “principio”, habitados por los dioses o los antepasados, y no más que un desdichado deterioro de la pureza y la felicidad de aquel jardín o edad de Cronos es la actual existencia humana, tras la que solo nos espera (como descubre Gilgamesh) la muerte total, o, a lo sumo, una pseudo- o sub-vida en alguno de los diversos Hades que en el submundo han sido. Pero en otras versiones y momentos más nuevos de muchas civilizaciones (porque esto no es exclusivo de las religiones “del Libro”), aquel tiempo y aquel lugar son situados también y sobre todo en el futuro, al "final", a menudo como el tiempo y lugar de un retorno a la casa del padre o una recuperación de la gloria. Ya no son solo ni principalmente los antepasados, sino también los hombres actuales y futuros, primero unos pocos pero luego democráticamente todos, los que aspiran al otro tiempo y lugar. La visión de la historia humana bascula, así, desde la paulatina e irreversible corrupción hacia el círculo y aún la paulatina salvación. La historia se reconcilia con el sentido. Todos los males que han existido en ella serán plenamente justificados y abolidos, redimidos en ese otro tiempo y lugar (también, diremos hoy, el sufrimiento de los otros animales, los infinitos seres triturados por las fábricas cárnicas y cosméticas humanas, por ejemplo).

Por qué los hombres creen algo así parece claro: si el origen del pensamiento está en la admiración, la existencia del mal es la desagradable sorpresa. El hecho incomprensible en sí, el misterio de todos los misterios, es la existencia del sufrimiento. El misterio del amor apenas parece capaz de combatir al misterio del mal, y la síntesis de ambos misterios no parece capaz de cancelarlos, eliminando la negatividad: ¿cómo podría borrarse lo sufrido? La filosofía se ha dedicado siempre a eso, aunque a veces sin mirarlo directamente a la cara. Y el asunto no ha caído en desuso (¿podría hacerlo?) sino que incluso se ha exacerbado, al menos en la filosofía europea. Como escribió Adorno:
Para terminar.- El único modo que aún le queda a la filosofía de responsabilizarse a la vista de la desesperación es intentar ver las cosas tal como aparecen desde la perspectiva de la redención”. (Minima moralia, 153, Akal, Madrid 2006, pg. 257)

La teodicea, entendida como la justificación de Dios mediante, precisamente, un juicio divino (Dios es absuelto en el juicio a que le somete el hombre porque es capaz de justificar que será Él quien hará un juicio del hombre) y la convicción aneja de la existencia y representabilidad de otro tiempo y lugar, dominó la filosofía europea desde sus comienzos medievales hasta la llegada de la Edad Moderna, es decir, de la concepción escindida del mundo, mecanicista para la naturaleza y lo dado en general (galileanismo), y fideísta para el sentido y valor (luteranismo). La historia de la filosofía de estos últimos siglos puede leerse, en cambio, como a) la progresiva pérdida de confianza en la racionalidad de la teodicea y en la representabilidad de un tiempo y un lugar distintos o trascendentes, y, a la vez y coherentemente, b), una creciente exigencia para situar la práctica, y la salvación y la posible redención, en este tiempo y en este lugar, de los cuales el tiempo y lugar de la escatología no serían más que símbolo mítico. Sin embargo, esta “secularización” tampoco se logra, o no sin locura, y empuja o bien a alguna forma de dualismo radical que afirma como incomprensible pero ni mucho menos niega lo “otro”, o bien a intentar situar de alguna forma en este tiempo, el otro tiempo, como una posthistoria o algo semejante, volviéndolo así “representable” sin sacrificar completamente su heterogeneidad (lo que le restaría todo el sentido).

Según la teodicea racionalista preilustrada, a partir del axioma de que lo real es racional (y sería irracional que fuese irracional) se deduce que todo es lo mejor posible, y que, si ahora no nos lo parece, es porque el ahora de la historia de los hombres es una mala perspectiva y un mal momento para verlo todo. Todavía Leibniz cree que hay una armonía entre el orden de las ciegas causas mecánicas, y el orden de los apetitos y los fines más conscientes y libres, y que, por lo mismo y sobre todo, hay una armonía supra o trans-histórica. Pero por entonces ya solo los fanáticos o gnósticos perdidos (como Swedenborg) se atreven a describir aquel otro tiempo y lugar. Pasaron, parece que irreversiblemente, los tiempos en que personas tan inteligentes y sensatas como Tomás de Aquino podían hablar del estado de resurrección de los cuerpos, de la salvación de unos y la condenación de otros, de si entonces habría alimentación y sexualidad, o si crecerían los pelos y las uñas.

Kant da aquí un giro luterano-rousseauniano: nuestra razón no está hecha para medir lo que va más allá del mundo natural y de la historia que los hombres viven en él. Igual que la paloma no puede volar en el vacío, nuestro intelecto solo es capaz de conocer algo agitando sus esquemas en la resistencia que ofrece la materia del espacio y el tiempo. De qué haya “más allá” o “después”, no podemos decir nada, y que nos lo intentemos representar como otro espacio y otro tiempo, solo revela nuestra impotencia al respecto. La razón cae en dialéctica, es decir, en contradicciones o paralogismos, cuando pretende hablar del alma o de la libertad. La esperanza se desdibuja, pero a cambio, y por eso, se le exige más a la acción. La acción no puede confiarse en un fin, en la felicidad, sino que tiene que atender solo a la ley moral, que está ya ahora. Dios, llega a atreverse a decir Kant, es la ley moral en mí. ¿Qué ocurre, entonces, con el destino último de las cosas, qué hay del dolor y el sufrimiento? Racionalmente no podemos esperar la salvación y la redención, sino solo merecerlo.

En El fin de todas las cosas, ensayo de 1794 (en su más lúcida –e irónica- senectud) Kant se pregunta por ese “tránsito” a la “eternidad”, de la expresión “corriente”. ¿Qué podemos pensar de ese fin de todos los tiempos, de ese “tiempo” (duratio noumenon) inconmensurable con el tiempo natural? Esta Idea (porque es una Idea, es decir, algo que apunta a lo trascendente) tiene solo un origen moral. Precisamente por eso es tan problemática kantianamente: porque la relación entre lo moral y los fines, entre el deber y la felicidad, es lo problemático en sí. Los hombres son llevados a pensar en el fin de la historia porque, sin ello, la creación carecería de sentido. El último día sería el día del Juicio, es decir, el día en que se dirimiría si realmente mereciste ser feliz (paradójicamente, ese mismo día tendría kantianamente que dejar de existir la moral). Y Kant se pregunta si se puede llamar siquiera vida a ese tiempo donde nada cambia, a ese Aleluya o Lamentación perpetuos. Respecto de qué será lo más “probable” para ese tiempo, a Kant le parece más coherente con el requerimiento práctico o ético, el “dualismo”, es decir, la escatología en la que unos se salvan y otros se condenan (la aniquilación de todos denotaría a un creador deficiente, y el monismo, según el cual todos se salvan, le parece excesiva “segura indiferencia”), aunque advierte que nadie se conoce a sí mismo ni conoce a los demás lo suficiente como para pronosticar el Juicio: nadie sabe cierto si su móvil ha sido plenamente moral. Kant hace de la necesidad virtud: la no cognoscibilidad del final es una suerte para la moral. La salvación queda, pues, como solo un postulado moral, fácil de malinterpretar, y completamente irrepresentable, pero, es esencial decirlo, ni mucho menos inexistente o injustificado. Es la fe racional, que solo permite el silencio respecto de ese otro tiempo y lugar.

Hegel supone, en cierto modo, un retorno a la teodicea racionalista, pero, desde luego, no un simple retorno, un retorno ingenuo, sino un retorno dialéctico, necesariamente postkantiano. Hay algo que Hegel comparte con Kant, y precisamente eso le lleva a oponerse al fideísmo rigorista de Kant, porque Hegel rechaza algo que cree (correctamente) que Kant todavía comparte con Leibniz: el carácter negativo de la contradicción del intelecto abstracto (o “dignoscitivo”, por llamarlo con Lorenzo Peña). Pero, mientras que Leibniz no ve ninguna contradicción ni paralogismo en hablar de “sustancia corpórea” y de “sustancia mental”, o del reino de la necesidad y el de la libertad (o, si las ve, se esfuerza confiada y heroicamente por resolverlas), Kant ya ha oído el taladrante despertador escéptico. Como de la libertad y del alma se pueden predicar cosas contrarias y paralogísticas, y como la contradicción y el paralogismo o ambigüedad son negativos, la metafísica-teodicea es imposible. Pero Hegel (también él haciendo, aunque de otro modo, virtud de la necesidad) no cree que la contradicción sea simplemente negativa, sino, al “contrario”, la esencia de la razón especulativa. Así pues, la historia humana puede situarse en un Todo Absoluto, en el que todos los sufrimientos cobran sentido. A la vez, y contra Kant, da un paso hacia la “secularización” o inmanentización del fin de la Historia, pero en un sentido inverso al positivismo y naturalismo. La vieja teodicea seguramente no habría querido (quizá por falta de profundidad en su platonismo o en su aristotelismo) pagar el precio que Hegel considera incluso una adquisición.

Marx da un nuevo paso en este simultáneo volver virtuosa una presunta desdicha y acelerar la urgencia de la acción. También él cree que hay que ir con Hegel contra Hegel. Hegel aún compartiría con la teodicea, tanto leibniziana como kantiana, que si no existe una república de los espíritus, la Historia pierde el sentido. Incluso si todo es un proceso inmanente, creía Hegel, tiene que ser un proceso espiritual. Pero esto es un “error”: el espíritu es solo una proyección. Si el sufrimiento tiene solución, solo es una solución material. Y esto es una gran suerte, pues nos insta a dejar de interpretar el mundo para de una vez ponerse a cambiarlo: ya no tenemos el falso consuelo, la injusta y cobarde esperanza, de que todo se arreglará en otro tiempo y otro lugar. Marx inmanentiza el inmanentismo hegeliano, seculariza la secularización, y pragmatiza la praxis. Ahora bien, ¿qué hay de los que sufrieron y murieron, de los caídos antes de o/y por una sociedad sin alienación? ¿Y qué hay del propio sentido del sufrimiento humano? ¿Desaparece, o se sublima? ¿Cómo figurarse o representarse la sociedad sin clases ni ideologías, que, aunque es de este mundo, es completamente diferente de lo que conocemos? Es sabido que ningún marxista quiere hablar mucho sobre el tema. Es más –añaden algunos-, no es “correcto” hablar sobre ello, porque una sociedad no alienada es, por esencia, irrepresentable, ya que el mundo de la representación es el mismo mundo de la alienación, y donde uno no está alienado, no “pierde el tiempo” representando (así nos dice también el psicoanálisis). Por tanto, lo que parece hacer Marx es anunciar un tiempo mesiánico, que, aunque es inmanente y no trascendente, no es por ello más representable y menos inescrutable. Inmanentiza el mesianismo, pero eso no lo hace más figurable.

A su turno, Nietzsche cree, con Marx, que, efectivamente, no hay derecho a fingir un más allá, y también está de acuerdo en que esto nos insta a la acción, de la que la ide(ologí)a es un simple epifenómeno. Pero Nietzsche cree que todavía Marx, igual que la teodicea (sea leibniziana, sea kantiana, sea hegeliana), sueña o especula con un paraíso en la tierra, un estado sin guerra, que daría el único sentido a la Historia (y que incluso es descrito como un desarrollo necesario). Marx es, pues, nihilista, esto es, metafísico, y eso quiere decir que cree en lo Universal, es decir, en la igualdad: en él, eso universal (la sustancia, el fin, lo uno) es el Hombre, pero esto no es más que una secularización de Dios. Así, la acción sigue mediada; la voluntad, alienada. Tenemos que comprender que cualquier esperanza es, definitivamente, un fraude. La acción solo tiene sentido en el ahora. Quien quiere, quiere el eterno retorno, imprimir al devenir el carácter del ser. Nietzsche también hace de la necesidad virtud, y lo lleva a su último extremo: el amor fati. Nos pide que nos coloquemos en el kairós, en la ocasión, y veamos todo lo que ocurre como sagrado. Toda la escatología queda concentrada en el presente. Aunque, ¿no escapa de aquí ese mito y esa teleología del ultrahombre? Nietzsche no logra evitar la dialéctica, de lo ideal y lo dado, lo esotérico y lo exotérico: solo la vuelve extrema, extremadamente tensa. Tampoco parece solucionar el problema del sufrimiento y la salvación: ver el nihilismo como lo positivo es una auténtica locura, o la definición de la locura misma.

¿Se puede ir más allá en este camino? En la próxima entrada de este blog continuaremos recorriendo algunas de las consideraciones que acerca del otro tiempo y la salvación han hecho algunos pensadores del siglo XX y XXI.