sábado, 17 de enero de 2015

Por qué el Mundo no existe..., pero sí todo lo demás. El Hiperpluralismo Hiperrealista de Markus Gabriel

El joven y precoz profesor Markus Gabriel es ya una figura sobresaliente del que es, seguramente, el más visible y seguro de sí de entre los programas filosóficos del siglo XXI, el Nuevo Realismo. Voy a hacerme eco, en este artículo, de su original concepción del sentido de la realidad o de la existencia (que es de lo que, al parecer, sigue tratándose o vuelve a tratarse en filosofía).

El Nuevo Realismo se presenta como un intento de abandono y superación de una concepción filosófica general que, con escasas excepciones, habría dominado la filosofía moderna, al menos desde Kant, y cuyo último capítulo serían las diversas formas de constructivismo e irrealismo del siglo XX, tanto en el mundo analítico como en el hermenéutico (las dos formas, opina acertadamente Gabriel, del giro lingüístico). Más en concreto, los nuevos realistas (que nacen de la tradición “continental”, aunque intenten desdibujar la distancia con la “anglosajona”) se consideran una superación de la postmodernidad, entendida (de manera, creo yo, parcial e inadecuada –volveré sobre ello-) como el discurso de que no hay hechos puros sino solo interpretaciones: desde el nietzscheano “solo hay perspectivas” hasta el derridiano “no hay fuera del texto”. Pero a la vez los nuevos realistas (y esto es lo que habría de realmente nuevo en ellos) rechazan en general un retorno a la "vieja" metafísica, al menos entendida como el intento de una explicación trascendente omniabarcante. Vuelta a la Ontología, sí; pero no a la Metafísica u ontoteología, que habría sido correctamente denunciada por Heidegger. Y prácticamente aquí acaban las coincidencias entre un nuevo realista y otro. Ya me ocupé hace un tiempo de Q. Meillassoux, que defiende un riguroso “materialismo especulativo” matematicista (aunque inspirado en la matemática cantoriana –también un tópico de varios neorrealistas, herederos en esto de A. Badiou-). Otros nuevos realistas, como G. Harman y M. Ferraris, no son tan restrictivos ontológicamente. Pero, sin duda, es Markus Gabriel el más exuberante de entre todos los nuevos realistas.

La propuesta filosófica de Gabriel es, podríamos decir, un Hiperrealismo hiperpluralista (la primera parte de la denominación la usa él mismo; “jungla ontológica”, la llama su compañero italiano de realismos, M. Ferraris), o un Hiperpluralismo hiperrealista, sería mejor decir, porque creo que es  más relevante filosóficamente el aspecto pluralista de su tesis que el aspecto realista… y esto vale, a mi juicio, para todo o casi todo el debate entre realismo e irrealismo: que esconde debates y diferencias más importantes (la postmodernidad, por ejemplo y volviendo a lo que decía más arriba, es antes un pluralismo o hiperpluralismo que un antirrealismo, de modo que ¿cuán grande va a resultar siendo la distancia entre, por ejemplo, Gabriel y Derrida?). Por otra parte, aunque los escritos de Gabriel se centran en la ontología y la epistemología, sus tesis no dejan de tener importantes implicaciones de todo tipo, dado que, como él mismo señala (acertadamente, a mi juicio), cualquier otra rama de la filosofía, como por ejemplo la Ética, depende de una ontología. No obstante, esas implicaciones no están, a veces, más que insinuadas, y sería deseable que el autor las desarrollase explícitamente en el futuro. Entre tanto, yo las calificaría de irracionalistas y relativistas (¿puede no ser irracionalista y relativista un verdadero pluralismo sin monismo?).

Pasemos ya a ver lo que Gabriel quiere decirnos acerca de la Realidad y su Pluralidad. Seguiré principalmente su último libro, en la traducción francesa, Pourquoi le monde n’existe pas, éditions Jean-Claude Lattès, 2014 (el original alemán es Warum es die Welt nicht gibt, Ullstein, 2013), aunque hay observaciones muy importantes, y no contenidas en ese libro, en otros como Il senso dell’esistenza, Carocci editore, 2013 (por ejemplo, acerca de la Contingencia, la Necesidad y la Modalidad en general, o acerca de la posibilidad de universalidad del discurso), y en su estudio del idealismo alemán, especialmente del tardío Schelling, Trancendental Ontology, de 2011. El libro que leemos es de lectura “fácil”, como pretende el propio autor, que cree que es responsabilidad del intelectual, en una sociedad democrática, buscar la verdad  y exponerlo de modo que todo el mundo pueda entenderlo (la parresía que reclama Foucault). Se diría un texto ni analítico ni continental ni todo lo contrario: lee a unos y otros (cosa que no podía decirse claramente de Meillassoux), intentando descargar de retórica a los segundos e insuflar algo de densidad de espíritu a los primeros. Quizás ambas tradiciones tendrían la sensación, cada una a su modo, de cierta ligereza, falta de rigor o banalidad (esta es una errónea sensación que suele provocar lo nuevo y franco), pero también de la pertinencia de leerlo. Usa muchos ejemplos, experimentos mentales, referencias a películas y series, poemas y obras pictóricas… Se echa en falta algo más de orden o sistematicidad en el decurso argumental: los mismos asuntos aparecen tratados en diversos lugares, con argumentos nuevos o incluso repitiendo los mismos. Es evidente que el autor se siente presentando un pensamiento novedoso. Mi impresión es que la novedad no es tan grande. También la filosofía es cuestiones de modas, y argumentos que fueron dichos mil veces los últimos cien años, y apenas merecieron más que desprecio porque no era su tiempo, de pronto se convierten en el orden del día…



Gabriel anuncia, desde el comienzo del prólogo-sumario del libro, sus dos tesis ontológicas centrales: 

  1. El mundo no existe. Aunque, por “fortuna” –digamos-, existe todo lo demás, incluso lo que “no existe” (excepción hecha del Mundo, que es “menos que nada”): Tesis Hiperpluralista. 
  2. Conocemos la realidad en sí, y no una mera construcción, y esa realidad incluye a las apariencias de las cosas. Este es el elemento neo-realista, en su versión Hiperrealista.


Hay que mantenerse alejados, pues, de dos caminos erróneos: la metafísica y la posmodernidad. La metafísica era realista, pero intentaba comprender al mundo como un todo único, sistemático y ordenado (en este sentido, el Naturalismo realista es una concepción perfectamente metafísica). El sujeto humano parece no tener lugar ahí (es reducido a una pieza más dentro del sistema de objetos). Contra esto, valdrá la tesis Pluralista: no hay un único mundo omniabarcante. La postmodernidad, por su parte, muy narcisistamente, decía que las cosas solo existen como se nos presentan o las construimos “nosotros”. Contra esta otra tesis, hay que defender el Realismo: tenemos acceso real a las cosas en sí mismas. En fin:

“El mundo no es ni exclusivamente el mundo sin espectadores ni exclusivamente el mundo de los espectadores” (Pourquoi le monde n’existe pas, pg. 16)

Lo que necesitamos, dice Gabriel, es una nueva caracterización de la Existencia. Para ello debemos desprendernos de la falsa idea de que lo que existe es exclusivamente objeto de las ciencias naturales. No: el Mundo (el dominio de todo lo que existe) es mucho más amplio que el “Universo” o dominio de lo que es objeto de la ciencia natural. Gabriel va a combatir una y otra vez el reduccionismo, sobre todo en su versión cientificista y naturalista (espectacularmente, se “olvida” de cualquier (otra) versión de la metafísica, por el resto del libro). El reduccionismo es erróneo porque, sencillamente (aquí reside la importancia de su tesis central pluralista) no hay un todo del que se pueda tener una visión conjunta: el Mundo no existe. Y no existe porque existir, dirá Gabriel, es aparecer en un Campo de Sentido, pero el Mundo no podría aparecer en un campo de sentido, ya que debe englobar todo campo de sentido: aquello de lo que hablamos y aquello donde hablamos siempre serán distintos, y nuestro pensamiento del Mundo sería solo una partecita del mundo. En cambio, y por ello, existe todo. Incluso lo que no existe, porque no existir es solo no existir en cierto dominio, existiendo en otro. Como dirá contundentemente hacia el final del libro:

“La no existencia del mundo desencadena una explosión de sentidos, pues todo existe solo porque aparece en un campo de sentido”.  (pg. 278)

Veamos más detenidamente la argumentación.

                                                              ****

¿Qué es, pues, el mundo?, se pregunta el capítulo primero. El asunto fundamental de la filosofía, empieza diciendo Gabriel, es la vieja pregunta por “qué significa todo esto”. Es ese conjunto de preguntas que se hacen los niños, y que ojala no dejen nunca de hacerse… ¿Dónde está el universo?, ¿está en la mente?; ¿y la mente, dónde está…?

Estas preguntas por el sentido de la existencia, que la filosofía tiene que hacerse siempre volviendo a empezar desde cero, quedan, sin embargo, frustradas, si se reduce todo a un baile de partículas, o, más en general, a un único Dominio de Objetos. Definamos. un Dominio de Objetos incluye un género de objetos definidos por unas reglas. Un objeto existe dentro de un dominio. Pues bien, caemos en el absurdo cuando confundimos dominios. Por ejemplo, mi habitación, con sus muebles, no forma realmente parte del mismo dominio de objetos que el mundo de las partículas subatómicas. Esos dominios se solapan, pero no se identifican ni se reducen uno al otro, pues los rigen reglas diferentes. Es una total confusión intentar entender mi estancia en un restaurante solo o principalmente desde el dominio de la teoría de cuerdas. Ahí se dan muchos otros dominios más relevantes: mi conversación con amigos, unas relaciones comerciales… ¿Qué sentido tendría analizarlos cuánticamente? El materialismo (y el fisicismo) pretende(n) reducirlo todo a un dominio: todo sentimiento, toda vivencia, son, según él, un hecho cerebral dentro de un universo de partículas o cuerdas. Pero no puede hacer esa reducción, porque, primero, tiene que admitir que de alguna manera esas otras cosas que intenta reducir (sentimientos, etc.) existen de algún modo no físico (si no, no tendría objeto que explicar); y, segundo, porque, en caso de que fuera cierta la tesis materialista, el propio materialismo tendría que ser solo un estado material; pero, entonces, ¿cómo estar seguro de que él mismo no es una mera ilusión? No puede responder a esto por inducción (no puede constatar que no hay nada no-material), pero, sobre todo, se encuentra con el problema de la identificación: si quiere identificar mi mesa con un conjunto de partículas, tiene que presuponer la mesa. Además, el propio materialismo no es materialista, pues un pensamiento no es verdadero porque sea un estado cerebral. Desde luego, estos argumentos son muy viejos, y han sido repetidos muchas veces (yo mismo los he usado en algunas entradas de este blog, y los he debido sacar de algún sitio), sin que hayan impresionado mucho a sus destinatarios… La filosofía es dialéctica, y ambas partes de un diálogo tienen sus argumentos a favor, o, mejor dicho, tienen a su favor los argumentos en contra de la otra: todos los argumentos son negativos. Por otra parte, y en cuanto a la defensa del anti-reduccionismo, yo echo muy en falta aquí una consideración de las relaciones entre dominios: ¿hay causalidad entre unos y otros, hay superveniencia? Sin aclarar esto, no se entiende bien la independencia de los dominios, y sospecho que una aclaración de este asunto comprometerá seriamente la ontología pluralista de Gabriel. El reduccionismo no se puede "reducir" tan fácilmente.

Demos por adquirido, de momento, que la realidad no es un único dominio de objetos. Aquí Gabriel introduce un nuevo elemento esencial de su ontología: los Hechos. Además de Objetos y Dominios de Objetos, hay Hechos: los Hechos son irreducibles a Objetos. Un Hecho es algo que es cierto de algún objeto o cosa. Si solo hubiese objetos o cosas, nada sería verdad de ellas. Por tanto, no puede haber solo objetos. Sin embargo, sí puede haber dominios de solo Hechos: si no existiese nada, habría al menos ese Hecho, que nada existiría (aunque es falso que no haya nada). Y se pueden pensar mundos de hechos pero sin objetos, dice Gabriel: por ejemplo, en mis sueños, cuyos objetos no existen. Yo no veo nada convincente este argumento, porque, si los objetos solo necesitan darse en un dominio, los objetos del sueño son objetos en ese dominio… Pero quizá no lo he entendido bien. Dejemos esto.

Se nos puede presentar ahora, se hace cargo Markus Gabriel, la objeción constructivista: ¿y si toda la ontología no es más que palabras? Sin embargo, tenemos que rechazar esta propuesta: el Constructivismo comete el error de inferir, a partir del hecho cierto de que utilizamos instrumentos o medios (palabras, por ejemplo), la falsedad de que todo es construido (de palabras). El constructivismo es inconsistente. En su versión neuroconstructivista, por ejemplo, según la cual todo hecho es una construcción de nuestro cerebro a partir de influencias atómicas, se seguiría que el propio cerebro no existe, pues no es una partícula ni un mero montón de partículas. El error común de todo constructivismo es creer que no se pueden percibir hechos en sí. No advierte que las condiciones de posibilidad de un hecho no son las mismas que las condiciones de posibilidad de un proceso de conocimiento: para que haya un árbol ahí, no se necesita que se nadie lo esté mirando. Gabriel volverá sobre este asunto, más argumentadamente, muchas páginas después (esto es, como decía, frecuente en el libro). Yo me pregunto (también yo otra vez), qué importancia filosófica tiene esta reivindicación del realismo. Puesto que no sirve para rechazar el falibilismo (Gabriel es extremadamente falibilista y contingentista, según expone en su libro Il senso dell’esistenza), ni para apuntalar una concepción única de la realidad (puesto que existe cualquier cosa), creo que decir que lo que vemos es real, y decir que es pura perspectiva o construcción, es prácticamente irrelevante, en cualquier sentido con peso axiológico (epistemología, ética…). Es mucho más determinante el rechazo del reduccionismo y del monismo. Creo, de hecho, que todo el movimiento del Nuevo Realismo desenfoca el problema filosófico principal. Desarrollaré esto en otra ocasión.

En este punto (capítulo 2) es cuando pasamos a la definición de la Existencia. Para ello, necesitamos lo que Gabriel considera la unidad ontológica fundamental: los Campos de Sentido. Un campo de sentido es el lugar donde aparece una cosa. ‘sentido’ tiene aquí, básicamente, el sentido fregeano de modo de darse una cosa, aunque tomado menos deterministamente. Las cosas se presentan en diferentes modos. Venus es tanto la estrella matutina como la vespertina; 3+1 y 2+2 son sentidos de la misma cosa… ¿Cómo llegamos a (la necesidad de) esta noción de Campo de Sentido? Los objetos, señala Gabriel, se distinguen por sus propiedades. Pero no existe ni un Superobjeto que contenga todas las propiedades, ni es verdad tampoco que cada objeto se diferencie absolutamente de todos los demás.

   -No existe un superobjeto (el Todo objeto) porque, de existir, no podría distinguirse de entre otros objetos, ya que tendría las propiedades de todos. Esto se puede expresar también, utilizando el lenguaje de la Mereología (estudio de los todos y las partes) diciendo que una cosa no es igual a la suma mereológica de sus partes. Por ejemplo, una estatua o (el cuerpo de) una persona no son igual a la suma de sus partes, pues no pueden recolocarse sin que afecten a la estatua o la persona, ni permiten individualizarla o distinguirla. En todo momento individualizamos o distinguimos objetos (como mi cuerpo, la mesa, el lápiz…), y rechazamos otras posibles divisiones (no creemos que mi mano cortada cogiendo un lápiz sean un objeto único). ¿Con qué criterios hacemos esta individualización? Según Gabriel, no hay criterio a priori, no hay un algoritmo: solo la experiencia nos enseña a hacerlo. Hay múltiples catálogos posibles de las cosas. Pero si hubiera un superobjeto, carecería de criterio, pues contendría todas las características.

   -Tampoco existe una diferencia absoluta entre cada cosa y todas las demás. Una diferencia absoluta de un objeto, es decir, tal que ese objeto se diferenciase de absolutamente todos los otros objetos, reduciría a cero la información acerca de él: solo sería lo que no es ninguno de los otros, pero esto es igual a nada. Las diferencias no son absolutas, sino relativas a un contexto en el que aparece el objeto. Esta es la verdad del dictum de Derrida según el cual no hay nada fuera del texto.

La Existencia es, entonces, la ocurrencia gracias a la cual cierta cosa se manifiesta en un Campo de Sentido. O, de otra forma, es la aparición en un campo de sentido. Un Campo de Sentido, por cierto, no es lo mismo que un Dominio de Objetos: los dominios de objetos tienen bien definidos sus objetos, mientras que un Campo de Sentido no define exactamente, por lo que es un concepto más amplio. Pues bien, la existencia no es una propiedad de las cosas, sino de los Campos de Sentido: la propiedad de que algo surja en ellos. (Ya Frege sostuvo que la existencia es una propiedad de segundo orden, aunque su definición conjuntista es incorrecta, pues reduce todo al conjunto vacío).

Ahora que sabemos lo que es la Existencia, podemos ver por qué el mundo no existe ni podría existir (capítulo 3). El Mundo es, por definición, el Campo de Sentido de todos los campos de sentido. Pero, por eso, el Mundo no se da en ningún campo de sentido, y, por tanto, no existe, pues existir es darse en un campo de sentido. Comprender el Mundo sería comprenderlo como solo una parte de sí mismo. Esto es un resultado análogo al del Teorema de Cantor, sobre la imposibilidad de un Conjunto de todos los conjuntos. Como en el film Cube de Vincenzo Natali, fuera de todos los cubos, relacionados unos con otros, no hay nada. “El Mundo no existe” es la primera proposición de la Ontología Negativa. Pero esto implica proposiciones positivas. La primera de ellas es que “Hay una infinidad de campos de sentido”. Además –segunda proposición positiva de la Ontología-, todo campo de sentido es un objeto. Pero esto implica que no hay un único campo de sentido. Como en la serie Seinfeld (literalmente, “campo de ser”), todo es un show about nothing. No hay un superpensamiento, como creía Hegel. Como dice el dicho: uno es ninguno. (No caemos aquí en el nihilismo, porque los campos de sentido no son dominios).

La Pluralidad de campos de sentido nos permite también abordar un viejo enigma de la ontología: ¿qué hay de los enunciados negativos? ¿Existen, o no, las brujas? Puesto que hablamos de ellas, parecen existir; sin embargo, decimos que no existen. La solución consiste en comprender que la existencia es interna a un campo de sentido, así que la inexistencia es también relativa a un campo: las brujas existen en su campo de sentido, y no en otros. No existen trolls en Noruega, pero sí en la mitología nórdica. Incluso los triángulos cuadrados existen, solo que en otro dominio, no en el de la matemática (al menos, tal como es axiomatizada convencionalmente). La inexistencia es no existencia en un determinado campo de sentido pero existencia en otro. Esto es lo que ya dijo Platón cuando caracterizó al no-ser como diferencia, como relativo.

No existe un único campo de sentido. Por tanto, vuelve una vez más a argumentar Gabriel (obsesivamente, diríamos) contra el naturalismo o el cientificismo, tenemos que rechazar la visión del capítulo “Cerdos en el espacio”, de Muppet Show.

“El título ya lo dice todo. Pues se trata esencialmente de hacer comprender a los niños que nosotros, los humanos, no somos, justamente, más que meros cerdos en el espacio. No somos más que animales que se revuelcan, digieren, calculan, que se pierden en los estúpidos mundos lejanos e infinitos de una galaxia absurda…” (pg. 131)


El cientificismo es simplemente falso porque, como sabemos, no hay Una Visión del Mundo. De esto trata todo el capítulo 4. Como ha señalado recientemente Putnam, dice Gabriel, tras el naturalismo, se esconde el miedo a las hipótesis irracionales. Pero el naturalismo tira al niño con el agua de la bañera. El monismo naturalista es –he aquí un nuevo argumento en su contra- incompatible con el hecho de que las cosas se identifican mediante lo que Saul Kripke llamó “designadores rígidos”, es decir, significantes que tienen la misma referencia en todo mundo posible. Margaret Thatcher es la misma de la que podemos plantearnos cómo habría reaccionado ante la actual crisis, de modo que su identificación es lógica, no material. Putnam ha argumentado, igualmente, que yo no puedo ser lo mismo que mis partículas, pues en ese caso habría existido antes de nacer, ya que ellas existían en otra configuración.

“El nihilismo moderno reposa, pues, sobre un error no científico, el de confundir las cosas en sí con las cosas del Universo y tener todo lo demás por una alucinación bioquímica inducida. No deberíamos aceptar esta ilusión” (pg. 193)

Y, una vez más, tenemos que rechazar también el constructivismo. Para ello, veamos de nuevo su principal apoyo aparente: ¿no es cierto que lo que creemos ver como colores, son en realidad longitudes de ondas? ¿No pasa lo mismo con todo? Pero, entonces, ¿cómo sabemos que tenemos un cerebro? Otra vez el argumento antirreduccionista. No: las apariciones son las cosas en sí mismas.

“La realidad no está constituida de hechos puros que se ocultan a su aparición, está hecha de cosas en sí Y de sus apariciones, sin olvidar que las apariciones son también cosas en sí” (pgs. 169 - 170)

El constructivismo no advierte que él mismo toma en consideración hechos no construidos. Este es el argumento a partir de la facticidad. No puedo decir que este hecho es relativo a esta instancia interpretativa, la cual a su vez es relativa a esta otra, la cual a su vez… ad infinitum. Es preciso detenerse –que diría Aristóteles-, y detenerse en un hecho ya no construido. No se construye a partir de nada ni por parte de nadie.

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Si no es la ciencia la que se ocupa del sentido, ¿quién lo hace? Gabriel dedica los capítulos 5 y 6 de su libro a defender que la religión y el arte tienen precisamente aquí su sitio.

La creencia, moderna e ilustrada, en el progreso científico, es fetichismo, es decir, una proyección de poderes sobrenaturales en algo creado por nosotros (la ciencia). Nos gusta creer que hay una visión única de todo, bajo la cual todo está controlado. Este es el Grand Autre del que habló Lacan, el Big Brother. Pero la fetichización de la ciencia nos lleva a ponernos en manos de expertos y renunciar a la búsqueda del sentido. En esto, la ciencia como fetiche (el cientificismo) no se diferencia de cualquier religión fetichista (como el Creacionismo, al que correctamente rechaza como hipótesis científica), o de la fetichización de la mercancía, de la que hablaba Marx: nos conduce a ignorar toda la complejidad real que hay más allá. Por ejemplo, en la carne que consumimos: una salchicha no muestra ya nada del animal ni del sistema de producción por el que ha llegado a ser.

Pero no toda religión es fetichista. Al contrario, en toda religión hay un mejor elemento, contrario a eso: el reconocimiento de una infinitud inaprehensible pero llena de sentido. Lo que distingue a los hombres de los animales no es la inteligencia, sino el espíritu, es decir, la búsqueda del sentido. La libertad consiste en no estar atado a certidumbres. Hay en nuestro ser, como dice Kierkegaard, una distancia maximal, y a eso es a lo que llamamos Dios. Por tanto, la religión es lo contrario a una explicación del Mundo:

“La idea de la que ‘Dios’ es portador, es la de un infinito incomprensible, en medio del cual no estamos, sin embargo, perdidos. Dios es la idea de que todo está dotado de sentido, si bien esa idea sobrepasa nuestro entendimiento”. (pg. 214)

En cuanto al Arte, su objeto no es ni el divertimento ni la belleza: hay grandes obras nada divertidas y muy feas. El Arte tiene por objeto ponernos en presencia del sentido, lo que logra sacando a los objetos de su campo de sentido habitual para que podamos tomar consciencia del dominio mismo. Por ejemplo, ”Cuadro negro sobre fondo Blanco”, de Malevich, que reduce al mínimo la diferencia entre objeto y fondo; o “Muchacha leyendo en la ventana”, de Vermeer, que nos muestra la pluralidad de perspectivas (la que, con Leibniz, será el pluralismo moderno de la sustancia). Aquí aparece uno de los pocos párrafos de contenido explícitamente ético-político del libro (es, creo yo, curioso que el libro no dedique un capítulo a tratar explícitamente lo ético-político mientras sí se los dedica a la Religión y al Arte: ¿quizá el tema es demasiado importante para abordarlo de momento?):

“Reconocer que otros piensan y viven de otra forma es un primer paso hacia una vitoria sobre este pensamiento coercitivo que querría englobarnos. Es también por lo que la democracia se opone al totalitarismo: reconoce que no hay verdad última que enclaustra y encierra todo dentro de sus límites, sino que no tenemos más que una especie de oficina de perspectivas de gestión contra la cual hay que actuar con medios políticos” (pg. 258)

Aunque Gabriel se apresura a puntualizar que esto no quiere decir, “naturalmente”, que todos los puntos de vista son igualmente justos. He aquí un asunto que sería muy pertinente aclarar, porque es difícil ver por dónde podría obtenerse algo parecido a un valor objetivo y universal en este universo ontológico. Gabriel habla, remitiéndose al más puro Schelling, de una absoluta libertad como indeterminación ontológica. ¿Sería toda la ética la salvaguarda de la libertad? Pero, unido esto al pluralismo o hiperpluralismo, ¿es posible acabar en un lugar diferente que la voluntad de poder…?

El libro concluye con un breve capítulo de apología de la televisión: ella puede librarnos de la ilusión de que existe un Mundo único que lo engloba todo. Como en la serie Seinfeld, todo es un show acerca de nada.

Y para volver a nuestra pregunta inicial, esa de qué significa todo esto, qué sentido tiene esta vida…, acabemos diciendo que: 

“El sentido del ser, la significación de la expresión ‘ser’,  o, más bien, ‘existencia’, es el sentido mismo (…) El hecho de que existe una plétora de sentidos que podemos (re)conocer y transformar, es ya el sentido. O, para ir a lo esencial: el sentido de la vida, es la vida, la confrontación con el sentido infinito, en la que por fortuna tenemos el derecho de participar. Al hacerlo, que no seamos siempre felices se comprende fácilmente. Que existe desgracia y dolor inútil es hasta tal punto verdadero, que debería ser la ocasión de pensar de nuevo el ser-hombre y de mejorarnos moralmente (…) El paso siguiente consiste en olvidar esa búsqueda de una estructura fundamental englobante para intentar, en su lugar, de manera colectiva, comprender mejor las numerosas estructuras existentes, con menos toma de partido previa, de manera más creativa, a fin de ser aptos de juzgar mejor lo que puede quedar y lo que hay que cambiar, pues no es que porque todo exista, todo esté bien. Nos encontramos todos juntos en una gigantesca expedición, llegados aquí de ninguna parte, avanzamos juntos en el infinito”. (pg. 279)  

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