lunes, 23 de noviembre de 2015

"Un diálogo con Lorenzo Peña", editado por IMPRIMÁTUR

Recientemente Lorenzo Peña, sin duda uno de los filósofos españoles más originales y relevantes, nos concedió muy amablemente una entrevista-diálogo, en la que conversamos, por extenso, en torno a los principales aspectos de su pensamiento y obra. El texto que recoge ese intercambio acaba de ser publicado por la revista IMPRIMÁTUR (Ápeiron Estudios de Filosofía), nº 4, como un monográfico: http://www.apeironestudiosdefilosofia.com/#!imprimatur/ce96


La obra de Lorenzo Peña (entre cuyos títulos destacan los libros El ente y su ser, 1985, y Hallazgos filosóficos, 1992) contiene una concepción filosófica sistemática, de inspiración leibniziana y hegeliana pero elaborada con la herramienta del análisis lógico, propio de la filosofía analítica. En los últimos años Peña viene dedicándose principalmente a la filosofía del derecho, concretamente a la lógica jurídica.

Le agradecemos mucho que se haya prestado tan amable y cuidadosamente a este ejercicio.

domingo, 25 de octubre de 2015

Presentación de De la Filosofía como Dialéctica y Analogía

Ya se ha publicado, y el próximo 6 de noviembre a las 19.00h presentaremos en Meta Librería, mi De la Filosofía como Dialéctica y Analogía, cuidadosamente editado por Ápeiron ediciones. Me acompañarán ese día Roberto Vivero, Víctor Bemúdez Torres y Luis Martínez de Velasco.



El libro, en el que he estado trabajando estos últimos años, tiene la intención de presentar una propuesta filosófica, “mi” propuesta filosófica, relativamente original (lo que no significa lo mismo que “novedosa”, como tiende a confundir la última modernidad), a la que, a falta de algo mejor, suelo llamar “racionalismo dialéctico-analógico”.

Aunque esta propuesta tiene un carácter sistemático (toda concepción filosófica, incluidas las más contrarias al sistema, lo tienen, aunque a veces implícita e inconscientemente), he preferido, para evitar confusiones e incomprensiones innecesarias, presentarla desde solo un asunto filosófico, a modo de ejemplo, si bien de ejemplo ejemplar. Ese asunto es el de la propia Filosofía. ¿Qué es la Filosofía? Tal pregunta, según me entrego a intentar justificar en el capítulo preliminar del libro, parece hoy más pertinente que en quizá cualquier otro momento de la historia del pensamiento, porque hoy más que nunca “la” Filosofía (si es que aún puede hablarse de ella en singular, como estarán dispuestos a negar muchos) sufre (o goza) una crisis de identidad, o crisis existencial, radical: no sabe qué es, ni sabe siquiera si existe o si tiene derecho a seguir existiendo. Dividida desde hace tiempo en dos continentes (analítico y fenomenológico-hermenéutico) que parecen flotar en sentidos contrarios, de modo que están cortadas casi todas las vías de comunicación entre ellos; anunciando una y otra vez, sobre todo desde el segundo de esos continentes, su propio acabamiento (mientras en el otro, para más contrariedad, se consolida un retorno a la forma más clásica de ella, la Metafísica)… lo extraño no es que los gobiernos tiendan a minimizarla en los currículos educativos, en aras de la tecnociencia y cierta religiosidad del carbonero, sino que todavía haya quienes la defiendan, empezando por los propios profesores de Filosofía.

Pero, quien está en una crisis de identidad, o existencial, es quien más debe y mejor puede responder a la pregunta por su identidad y existencia, porque es, también, quien vive más conscientemente. Si la Filosofía ha sido siempre (y esto mismo puede ser ya su “definición”) la más autorreferente de las ocupaciones humanas (desde el “yo me he buscado a mí mismo” o el “conócete a ti mismo”), esta autoconsciencia es ella el tema principal ahora, después de toda una historia de constante lucha entre los Titanes y los Dioses (según dice Platón en El Sofista), que, si puede llevar a la misología en un primer momento, pone las condiciones, también, para una mayor auto-comprensión.

El capítulo preliminar concluye con dos notas en que se intenta justificar por qué este libro no pertenece al género de la “Filosofía del Lenguaje” ni al de “Historia de la Filosofía” (o “Filosofía de la Historia de la Filosofía”):  lingüicismo e historicismo son dos reduccionismos que acaban confundiendo el instrumento con el objeto y llegan erróneamente a creer que los problemas filosóficos se resuelven o disuelven mediante análisis gramaticales o textuales, como si esos mismos análisis no estuvieran cargados de presupuestos metafísicos.

El resto, o cuerpo del ensayo, se divide en dos capítulos en los que se trata, respectivamente, de la Filosofía en sí misma (y para sí misma), y de la Filosofía en su relación con “sus otros”, esto es, con aquellos “ámbitos trascendentales” de la actividad humana con los que, por su absoluta proximidad, más puede ella confundirse y más es imprescindible que se distinga: el Arte, lo Ético-político, la Ciencia y la Religiosidad.

¿Qué es, entonces, la Filosofía, según ella misma según este ensayo? Se parte de una caracterización básica, tan antigua como insustituible, según la cual la Filosofía es el intento de un saber absoluto de la realidad, un conocimiento (de lo) fundamental y sin supuestos. Pues bien, la primera parte de la tesis de este ensayo es que una actividad tal es necesariamente dialéctica, en el sentido preciso en que es expuesto por Platón en el Parménides, esto es, que en ella el pensamiento se ve obligado a afirmar la completa inter-implicación de los contrarios, de lo Uno y lo Múltiple, de lo Idéntico y lo Diferente, de lo Que es y lo que Aparece…, en un esquema diádico-tetrádico (no triádico, como en la dialéctica moderna) que resulta de la combinación de cada uno de los dos elementos de la realidad, tomados tanto respecto de sí mismos como respecto de su otro. La unidad-identidad, si quiere ser absolutamente una e indivisible, aparece como ininteligible o inefable (pues solo a través de lo otro podemos pensarla y decirla, al menos los mortales), y no salva el fenómeno de lo múltiple. Entonces la razón se ve llevada a pensar una unidad que se exprese en o deje participar por el elemento otro, múltiple… Pero no consigue evadir las aporías, pues no se salva así la auténtica unidad de la realidad ni explica cómo surge lo otro a partir de lo uno-primero. Ante este “fracaso” de las filosofías de la unidad-identidad, tanto en su versión absoluta como en la relativa, el pensamiento se ve impelido a afirmar la prioridad de lo Otro, de lo Múltiple, de la Inmanencia… En una de sus versiones, intenta salvar la unidad como una especie de fenómeno emergido de lo múltiple pero imprescindible para que haya lógica en las cosas. Tampoco esta vía consigue satisfacer a la razón, pues una unidad dependiente de lo múltiple no puede cumplir el papel de universalidad estricta que el pensamiento requiere; además, no se entiende cómo puede producirse auténtica unidad y necesidad a partir de lo múltiple y contingente. Parece más consecuente, entonces, volverse hacia un inmanentismo, pluralismo e irracionalismo radical, un pensamiento de la diferencia que se dedica solo a deconstruir cuanto parezca conservar algo de unidad. Sin embargo, esta vía (“postmoderna”) es aún más insatisfactoria que las otras, como vía de conocimiento al menos: no salva el fenómeno de la unidad, ni se salva a sí misma, pues es el intento de defender racionalmente (necesaria, universalmente…) la irracionalidad y contingencia absoluta. Los diversos “sistemas” filosóficos unilaterales siguen uno de estos cuatro caminos, viviendo cada uno de las aporías de los otros y muriendo de las suyas propias. Así la Filosofía aparece como ese famoso campo de batalla sin cuartel. El primer paso hacia la comprensión dialéctica se da, según nuestro ensayo, cuando el pensamiento, consciente de ese “juego de las hipótesis”, ve que la verdad no está en ninguno de los caminos aislados sino en el todo. Solo el pensamiento unilateral o abstracto quiere a toda costa evitar la “contradicción” real. La Filosofía es dialéctica, aunque a veces lo ignore.

Sin embargo, ese no es el último paso. La Dialéctica mantiene al pensamiento en un círculo aporético, en un laberinto. El paso ulterior en la comprensión filosófica ocurriría cuando advertimos que los dos elementos fundamentales del pensamiento (y de la realidad en cuanto cognoscible), no se inter-implican ni mediante una relación de univocidad (lo uno y lo otro como géneros equivalentes de un género universal), ni, menos aún, mediante una relación de equivocidad (lo uno y lo otro como conceptos irrelacionables): la relación esencial de la Realidad o Ser solo puede ser una relación “asimétrica”, intensional, irreducible a los conceptos extensionales de género y especie, todo y parte... Esa relación, a la que Platón llama Participación y que expresa mediante todos los recursos analógicos del Lenguaje (la ironía, el “mito”, la simbología onomástica y toponímica, la meta-narración…), no es inteligible a partir de otra cosa que ella misma. Según ella, todo es absolutamente uno sin por ello dejar de ser múltiple. Pero, mientras que la unidad-identidad es absoluta, la pluralidad y diferencia, el no-ser… solo son relativos, lo que no significa que sean irreales (como se empeña en pensar el pensamiento adialéctico y ananalógico). La Historia de la Filosofía es, antes que la historia del “olvido del ser”, la historia del cuasi-olvido o cuasi-consciencia de la Analogía. Si la Dialéctica es la Guerra y el Laberinto, la Analogía es el Amor, que convierte la guerra en complementariedad y armonía. Este es el principio axiológico fundamental y más general: unidad de lo múltiple, “hen, panta”, que dijo Heráclito, sin negación –insistamos- de la multiplicidad y diferencia.

El segundo capítulo analiza la relación que la Filosofía guardaría con sus otros propios. Se trata, desde luego, de una relación dialéctica y analógica: la Filosofía es y no es lo mismo que el Arte, que la Ético-política, que la Ciencia, que la Religiosidad. Cada uno de estos sus otros comparte con ella algo esencial, pero es también esencialmente algo diferente: el Arte y la Ético-política son lo mismo que la Filosofía en cuanto que las axiologías estética y ética (belleza, bien) son aspectos del mismo criterio axiológico general que la Filosofía expresa como búsqueda teórica (de la verdad). Pero el Arte se dirige esencialmente a la Imaginación y la Emoción, y lo Ético-Político a la voluntad: no son fundamentalmente cognitivos. La Ciencia, en cambio, sí es, como la Filosofía, actividad cognitiva, teoría, búsqueda de la Verdad. Pero la Ciencia funciona y progresa gracias a que da por supuestos sus fundamentos, e ignora las preguntas absolutas que conducen a la dialéctica y la analogía en sentido fuerte. Por último, la Religiosidad tiene, como la Filosofía, una sed de absoluto, y abarca todos los terrenos de la actividad humana (arte, ético-política, ciencia…) sin confundirse con ninguna. Pero la Religiosidad toma lo absoluto como un dato y, por tanto, como dogma, en tanto la Filosofía debe someter a crítica incluso el dato absoluto, lo que no la coloca en una situación menos aporética que la de la Religiosidad: si esta parece la soberbia de saber positivo de lo absoluto, lo paga quedándose en “mera” creencia (doxa): por contra, la Filosofía paga su humildad de mero querer-saber con la soberbia de sentirse capaz de someter a juicio a la realidad en sus fundamentos.

De la Filosofía como Dialéctica y Analogía, en fin, quiere abrir, mediante el simple ejercicio de la especulación filosófica, una posibilidad de renovación de la Filosofía y, con ella, de los aspectos todavía tenidos por más constitutivos de la existencia humana.

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Una nota acerca del libro puede leerse en los Apuntes de la revista Estudios de Filosofía de Ápeiron

lunes, 12 de octubre de 2015

De la gramática profunda de "existencia" y "ser", I (planteamiento del problema y respuesta tradicional o aristotélica)

Lo que sigue son algunas reflexiones acerca de la parte o aspecto más general y fundamental de la ontología, parte o aspecto al que hoy se ha dado en llamar (sin más ganancia de claridad que pérdida de sana sencillez) metaontología, a saber: qué significan y cómo significan el término “existencia” y sus afines (tales como “realidad”), en el sentido más profundo de estos términos, y, por implicaciones, qué significa y cómo significa cualquier otro término, es decir, cuál es la esencia o estructura más profunda del Lenguaje.

Aunque expresado así, en términos de “término”, “significado”, “Lenguaje”…, podría parecer que se trata de filosofía del Lenguaje, en realidad solo es del Lenguaje en la medida en que el Lenguaje es el mejor significante del ser o la realidad misma, al menos tal como esta puede presentarse para nosotros: es decir, el Lenguaje es tomado “solo” como medio, aunque el mejor medio. El término ‘término’ es ambiguo o, más bien, analógico, pues tanto significa el mero significante como el significado o concepto e incluso, quizá, la realidad misma. Porque no nos referiremos, en general, al significante, no usaremos en general la comilla simple (‘término’), sino las comillas dobles, con la que indicamos que nos referimos al significado o sentido, o incluso sin comillas, como refiriéndonos a “la cosa misma”. Sin embargo, discutirlo en términos de Lenguaje puede hacer la cosa más inteligible para ciertos oídos o cierta costumbre de nuestros oídos.

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Puede entenderse la tarea de la ontología o metafísica (tomamos aquí estos términos como equivalentes, por razones que he explicado otras veces, es decir, para rechazar la definición moderna y estrecha de “metafísica”, según la cuál esto trataría de lo trascendente, mientras que la ontología sería una especie de análisis sin compromisos –precisamente- ontológicos) como la tarea de buscar qué es lo que es o existe, en el sentido o el valor más intenso del término: qué es lo que existe realmente, lo ontos on en términos platónicos. Esta pregunta no es separable de la pregunta por la esencia o propiedad(es) o estructura últimas de la realidad: no se trata de buscar una enumeración de las cosas que existen, sino, a la vez e indistinguiblemente, de las características por las que existen. Esencia y existencia no son separables en ese nivel de cuestionamiento.

Según Tales, entonces y por ejemplo, la realidad última o lo que existe en sentido fundamental o primero es agua, presuntamente porque el “agua” tenga las características de homogeneidad y asociación con lo vital que serían deseables en el nivel fundamental de realidad; según Demócrito, lo que realmente es o existe, es no otra cosa que átomos y vacío, seguramente porque la realidad fundamental tiene que ser, a juicio de este hombre, simple, hecha de “cualidades primarias” u objetivas, etc.

Las tesis ontológicas pueden adoptar diversas formas de expresión, especialmente respecto del término “ser” o “existencia”. Heráclito dice que, si se escucha al Logos y no a él, lo sabio es estar de acuerdo en que “Hen Panta”: “Uno, todo”. Aquí no aparece el “es”, pero parece que hay que sobreentenderlo, o sea, que Logos nos dice que “uno es todo”, o que “todo es uno”, o ambas cosas, distinta o indistintamente. En el extremo opuesto –en este caso, sí-, Parménides dice que, si se escucha a la diosa (y no a él), la verdad es “hôs ésti”, “que es”. Aquí, al contrario que en el filósofo de los contrarios, lo único que aparece es el “es”, sin sujeto ni predicado. Un caso más: cuando el Parménides de Platón especula sobre si lo Uno es, tan  pronto lo expresa como “si lo uno es”, como “si es uno” como si “lo uno es uno”…, y lo mismo respecto de los otros: “si son muchos” o “existen muchos”, “si son muchos los seres”… No solo los diversos filósofos, también las diversas lenguas difieren acerca del uso (o no-uso) de un término como “es”. ¿Por qué, entonces, habríamos de preferir una expresión a otra?

Buscamos la estructura profunda del Logos, escondida tras las superficies gramáticas. Y ahora buscamos, decíamos, el elemento esencial de la realidad, más allá de sus manifestaciones a través de Heráclito y Parménides (quienes, ellos mismos, nos advierten de que no miremos al dedo con el que intentan señalarnos el ser). Cada lengua usará los recursos que tenga para referirse a ese elemento esencial, pero en griego y en indoeuropeo en general hay (y si no lo hubiera habría que inventarlo) un término, como “es”, que contiene en su intensión todo lo que el Lenguaje despliega. Con él se puede hacer la pregunta: ¿qué es? (¿qué existe realmente?), ¿qué es lo que es? (¿cómo es, qué esencia tiene, lo que es?). Desde que la filosofía reparó en este término, pudo seguir un camino más preciso. Desde Parménides hasta la última filosofía reciente, el problema primero es la ontología.

Una precisión muy importante respecto de la terminología (ahora en el sentido del significante) que se usa aquí. Usaré recurrente y principalmente el término ‘existir’, para evitar un modo de expresarse demasiado chocante para el lector, pero en todo momento, salvo que se diga otra cosa, con ese término nos estaremos refiriendo a lo que los griegos llamaban einai, esti (latín esse, est), es decir, “es”. En nuestra lengua, como en otras (incluida el propio griego tardío) se introdujeron o reusaron, hasta acabar predominando e incluso sancionándose como los únicos correctos, términos que desmenuzan el término “ser”, es decir, el concepto más esencial y general de todo el Lenguaje, tanto en su nivel semántico como en el sintáctico, o, más bien, anterior a esa distinción, según veremos. Esa nueva y polícroma terminología ontológica (a la que pertenece el romance “existir”), puesto que buscaba disolver los problemas mediante distingos, lo que hace, en verdad, es justamente lo contrario: ocultar el auténtico problema. Si queremos recuperar con claridad el problema ontológico, tenemos que recuperar la unidad del concepto “ser”. Por tanto, el lector tiene que tener presente, en todo momento, que con “existir” y similares nos referimos aquí a “ser”. Si el ser, es decir, si la realidad misma tal como se nos muestra en el Lenguaje, debe ser dividida en varios sentidos, incluso equívocos entre sí, es algo que habría que ganar en la reflexión y discutirlo una y otra vez, no algo que podamos tomar como punto de partida firme.

Una última nota previa: existe una vieja tentación o manía de considerar este tipo de expresiones de los filósofos (“Uno, todo”, “es”, “si es múltiple”…) como carentes de sentido… sea porque no se atienen al habla más coloquial, sea –más precisamente- porque no responden a los prejuicios, precisamente ontológicos o metafísicos, de uno. Es la vieja tentación de querer hacer callar a uno llamándole tonto (si bien, muy cortésmente). Pero aquí queremos hacer algo más constructivo y más tolerante: intentar entender todas las expresiones posibles, indagando cuáles son realmente correctas o incorrectas. En principio, nos guía la máxima liberalidad: creeremos que casi cualquier expresión que se pueda hacer con el lenguaje es significativa en sentido fuerte, es decir, con un significado mayor que la mera semántica del término. Pero nos vamos a centrar en el término “ser”, porque es, como decimos, el más esencial del Lenguaje, y de su parte más esencial.

¿Cómo puede usarse el término “ser”, “es”, “existe”? Y, en último extremo, ¿cuál es la estructura profunda del Lenguaje (del Logos, de la Realidad)?

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Si el Lenguaje está para referirse a las cosas, y si “es” (“existe”, etc.) es la esencia del Lenguaje, “es” tendría que decirse de y solo de las cosas. En último extremo, “es” o “existe” diría la realidad, y “es_” diría cómo es la realidad. Sin embargo, en la lengua general, tanto del hablante “natural” como del filósofo, y en la lógica tradicional que intentaba reflejar sistemáticamente esos usos, uno puede (o, al menos, podía) decir con toda corrección y verdad que “los duendes son traviesos”. De “todos los duendes son traviesos” se deduce o deducía que “algún duende es travieso” (regla de subalternancia). Estas proposiciones son o eran verdaderas aunque también lo fuese la proposición: “los duendes no existen” o “los duendes no existen realmente (esto es, en el sentido fuerte o pleno de ser o existir)”. De la misma manera, uno podía decir que “las mesas son inertes” o que “existen infinitos números primos” o que “el estar-cerca-de es una relación espacial” aunque a la vez estuviese dispuesto a afirmar que “las mesas no existen en realidad (sino que son meros agregados de átomos)” o “los números no existen en realidad (pues son meros signos físicos)” o que “las relaciones no son propiamente sustancias o cosas (sino “cualidades” o algo así). (Paralelamente -aunque esto resulte menos sorprendente, salvo para una mirada muy dialéctica-, podía decirse “Sócrates no-era un sofista”, es decir, podía predicarse un no-ser relativo de algo que tenía ser-absoluto).

En la mejor o más analítica sistematización de ese estado de cosas lógico-lingüístico, la de Aristóteles, se decía que “ser” tiene:

  1. dos valores sintácticos fundamentales: el valor absoluto, monádico o “existencial”, y el relacional, poliádico o “copulativo” (en realidad, más de dos: todos los llamados categorumena o predicamentos, tales como definición, accidente, identidad… pero dejemos esas sutilezas ahora)
  2. varios valores sintáctico-semánticos generales, es decir, valores semánticos que determinan el papel sintáctico, las categorías: entidad o sustancia, cantidad, cualidad, relación…. De entre ellos, la entidad o sustancia era el valor fundamental, del que los otros dependerían por analogía (no como especies de un género).
  3. varios valores de grado o intensidad dentro de cada uno de sus valores puramente semánticos: valores primeros y valores segundos. Así, hay sustancias primeras (los particulares) y segundas (los géneros), cantidades primeras y segundas, etc.


Con este aparato se haría inteligible cualquier expresión habitual. Cuando decimos “los duendes son traviesos”, usamos “ser” en un valor relacional o poliádico (copulativo), por el que expresamos algunas características de las cosas (en el mejor de los casos su esencia o definición); cuando decimos que “los duendes son” (o “existen”) usamos “ser” en su sentido absoluto o monádico (“existencial”): en este caso solo predicamos del sujeto el ser, el simple y mero ser. Pero no siempre lo predicamos con la misma plenitud o el mismo grado: cuando decimos que “los duendes son (existen)”, o “existen infinitos números primos”, no por ello hemos de entender que estamos usando el ser en su valor semántico absoluto o pleno (con pleno compromiso existencial), sino con un valor existencial disminuido, relativizado a un contexto del discurso (por ejemplo, ficticio, o abstracto, etc.). Por cierto, el hablante ni siquiera necesita saber a priori si el valor de su uso del ser existencial es pleno o disminuido: puede estar hablando de algo que no sabe si existe real y plenamente, como cuando hablamos de Pitágoras (del que algunos dudan que existiera realmente, pero no se sabe con certeza), o de los géneros e ideas, o de algún concepto perteneciente realmente (según Aristóteles, al menos) a una categoría distinta de la de las sustancias o cosas que pueden ser realmente reales. Solo la ciencia física “y” sobre todo la filosofía (pero la filosofía es “solamente” la primera o fundamental ciencia) están interesados en los valores más intensos del ser, tanto en sus usos poliádicos (la búsqueda de la esencia) como en su valor monádico (la búsqueda de la realidad o entidad absolutamente primera). La Matemática, por cierto, tampoco está comprometida existencialmente de manera plena, sino de manera abstracta. El sistema, por tanto, permitía hablar de lo que no existe, e incluso decir de ello que existe, relativa o disminuidamente.

Lo que sí estaba excluido en esa sistemática era un uso absolutamente absoluto de “es”, es decir, el uso que hace, por ejemplo, la diosa de Parménides cuando dice que la verdad es que “es”. Esto no podía ser, según Aristóteles (y según Platón, en El Sofista) porque no existe proposición mientras no hay composición o síntesis de dos cosas: algo de lo que se predica, y algo que se predica de aquello. Una proposición es siempre un decir algo de algo, ti kata tinós. Pero ¿a qué se refiere el “es” solitario de la diosa? ¿A sí mismo, y hemos de entender, como hacen o hacían los traductores, “el ser es”? No parece esta la intención de Parménides. ¿A algo como “la realidad”, que sería el sujeto elidido: “(la realidad) es”? Esta proposición ya sería correcta, aunque aparentemente la más pura de las tautologías (no obstante, los filósofos aman las tautologías; solo hay quizás una cosa que aman más que las tautologías: las contradicciones). Sea como fuere lo que Parménides pretendiese, no hay Lenguaje sin ónoma y rhema, sin sujeto y predicado. La sustancia o cosa en sí, lo absolutamente individual y actual, no nos es accesible más que mediante conceptos o esencias, dice Aristóteles: eso debe de ser lo que significa que seamos mortales. Un lenguaje inarticulado, simple, es propio solo de… los dioses (o de las bestias). Sin embargo, eso no significa que, a la vez (a la vez que son diferentes), la sustancia y la esencia tengan que ser lo mismo.

La lógica tradicional permitía, pues, salvar cierta unidad de la plural realidad, en los diversos pero esencialmente relacionados valores del ser, y hablar incluso de lo que no existe plenamente o no lo sabemos, como desafortunadamente es normal entre los mortales o es su propia condición de tales. Permitía formularse las grandes preguntas de la ontología o metafísica, que Aristóteles enumera al comienzo de su filosofía primera: ¿existen los universales, las ideas, lo universal y eterno, lo Uno…, o solo lo físico, lo que deviene y es sensible? ¿Cuál es la estructura última del ser o realidad?


Parece un sistema lógico bastante coherente y completo. ¿Por qué, entonces, no satisface a todos?

miércoles, 12 de agosto de 2015

La metafísica del acabamiento de la Metafísica

Vuelvo a mis reflexiones acerca de la situación actual de la filosofía, fijándome en la tantas veces considerada pero no del todo aclarada ni “solucionada” dicotomía entre “analíticos” y “continentales” o, como prefiero identificar a este segundo eje, “hermenéuticos”.

Seguramente no muchos lectores de filosofía hacen habitualmente el ejercicio de leer por la mañana (¿o por la tarde?) a autores como, por ejemplo, Peter van Inwagen, Timothy Williamsons, Derek Parfit o Ronald Dworkin, y, por la tarde-noche (¿o por la mañana?) a autores como Jean-Luc Nancy, Alain Baidou o Giorgio Agamben, en la idea de que están leyendo, por la mañana y por la tarde, textos pertenecientes al mismo género y que tratan de los mismos asuntos, esto es, de los asuntos centrales de la filosofía, en un sentido no equívoco de la palabra. Aunque cada vez más intérpretes, sobre todo en el ámbito analítico, ensayan hábilmente el ejercicio de poner en diálogo a autores de sendos continente filosóficos, los propios filósofos principales de uno y otro lado parecen habitar, no ya en continentes o islas separados, sino en diferentes e incomunicables mundos, y ni siquiera creen que el mundo que habitan los otros sea un mundo posible. Desde luego, ni en, por ejemplo, Material Beings de van Inwagen, ni en The Philosophy of Philosophy de Williamson, ni en Justicia para erizos (Justice for Hedgehods) de Dworkin o en On what matters de Parfit, encontrará uno referencias a Nancy, Badiou o Agamben, ni, menos aún, en, por ejemplo, Être singulier pluriel de Nancy o en Court traité d’ontologie transitoire de Badiou, se hallará eco de aquellos. Si dejan la cortesía a un lado y dicen lo que piensan al respecto, los primeros se mueven entre cierta humilde confesión de su incompetencia para entender a los segundos y, sobre todo, un honesto reconocimiento de que piensan que estos ni razonan con pulcritud y claridad ni lo hacen sobre temas relevantes, sino que escriben de manera vaporosa, oracular y “literaria” acerca de cosas, cuando no incomprensibles, anecdóticas; entre los segundos también algunos (aunque muchos menos y mucho menos) admitirán cierta falta de competencia o entrenamiento para comprender a los primeros pero, sobre todo, confesarán que ven a aquellos como unos perfectos ingenuos y unos simples que viven en un mundo filosófico en realidad hace ya mucho tiempo muerto. Los primeros, adiestrados en los más rigurosos métodos lógico-matemáticos y en los modos del hacer científico-natural en general, creen que quien no se atiene a estos métodos cambia pensamiento riguroso por palabrería pseudo-iluminada, y que todo lo que tiene que ver con la historia de las palabras y sus connotaciones es una especie de adorno, en el fondo insustancial e innecesario. Los segundos, adiestrados en los más exigentes métodos de hermenéutica y lectura, piensan que la filosofía es esencialmente o quizás solo lectura e interpretación de “textos” (los textos pueden ser instituciones o acontecimientos históricos, porque “todo es texto”) y que quien ignora la hermenéutica y cree que puede usar los términos filosóficos asépticamente, está en estado virginal.

Estoy convencido de que ambos se equivocan en su unilateralidad: ambos explotan aspectos diferentes de la escritura y lectura filosófica, del pensamiento filosófico, pero ambos carecen de lo que tiene el otro y, peor aún, ambos ignoran y pretenden seguir ignorando este hecho, y absolutizan así aquello único que hacen. Por usar un símil (pero es solo un símil) sería como si quienes trabajasen en la lingüística se repartiesen, como de hecho es frecuente, entre quienes se dedican a la pura gramática (formal, sincrónica o anacrónica –incluso cuando es histórica-…), y los que se dedican a la interpretación literaria (diacrónica, atenta a la connotación…), y ambos grupos pensasen que podían prescindir del o ignorar al otro. Pero la lengua es ambas cosas, gramática y hermenéutica, sincrónica y diacrónica, y, sin ambas, ni se sabe hablar ni se entiende lo que se dice.

Como quiera que es cierto que los métodos adecuados tienen esencialmente que ver con la cosa (no solo en filosofía, también en la ciencia o en cualquier otro ámbito, con toda seguridad, pero desde luego igualmente y quizás más –aunque menos aparentemente- en filosofía) es lógico tener la percepción de que no se está hablando del mismo asunto que quien usa un método muy distante del nuestro. De hecho, por el lado de la filosofía hermenéutica es muy fácil caer una y otra vez en la tesis de que nadie está hablando de lo mismo nunca. La filosofía analítica, dada su vocación ahistórica y univocista, es más propensa a tender o buscar puentes, en una continua extensión de la llamada “caridad hermenéutica”.

Me parece obvio, sin embargo, que, más allá de las apariencias, ambos mundos filosóficos están tratando de los mismos asuntos, e incluso a veces de una manera mucho más próxima de lo que quieren creer. Se sigue tratando, sí, de ontología, de epistemología, de ético-política, de estética… Y, lo que es más, se siguen sosteniendo las mismas tesis, aunque expresadas en otras palabras (lo que no es anecdótico o prescindible). Aunque, en el ideal, método y cosa son lo mismo, en las prácticas humanas no es así, si bien tampoco lo contrario. Los métodos humanos intentan ser lo mismo que la cosa, pero cada uno de nosotros la aborda desde un cierto lugar, porque no los abarcamos todos. Parafraseando la imagen que Parfit ha utilizado para figurar su buscada convergencia entre el consecuencialismo y el kantismo éticos, se puede decir que unos y otros, analíticos y hermenéuticos, suben la misma montaña por diferentes caras. Esto no quiere decir que sea posible subirla solo por un lado porque lo importante sería la cima. Sería preferible, quizás, subirla en círculos, y no ser así ni lo uno ni lo otro sino todo, como lo son algunos grandes pensadores de la historia, paradigmáticamente Platón.

¿Por qué, entonces, unos y otros creen estar hablando de asuntos diferentes, y, en el caso de los filósofos hermenéuticos, incluso de algo diferente a lo hablado en cualquier otro momento de la historia del pensamiento? La causa es, a mi parecer, una serie de confusiones, de confusiones propiamente filosóficas que deben ser discutidas filosóficamente.

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Para observar estas confusiones tomemos, por ejemplo, el tema de la Metafísica. Mientras que los filósofos analíticos, después de un breve periodo positivista y pretendidamente antimetafísico en la primera mitad del siglo pasado, hace ya mucho que  creen estar haciendo metafísica, los filósofos hermenéuticos siguen viviendo plenamente bajo la tesis, remotamente kantiana y más próximamente nietzscheana y heideggeriana del acabamiento de la Metafísica, generalmente unido al dictum de la muerte de Dios. Los filósofos hermenéuticos creen que los filósofos analíticos solo pueden seguir haciendo o haber vuelto a hacer metafísica bajo una completa ignorancia de los acontecimientos o, más bien, del Acontecimiento moderno-postmoderno. Los metafísicos analíticos, por su parte, creen que los hermenéuticos solo pueden seguir sin hacer metafísica, o, acaso, seguir creyendo que no la hacen, bajo el influjo de una hipertrofia de interpretación histórico-literaria. Aunque ambos tienen su parte de razón, en esta cuestión creo que los analíticos están más cerca de la verdad (entre otras cosas porque casi solo ellos siguen sosteniendo que la filosofía busca la verdad). Será interesante intentar desentrañar la confusión o confusiones del hermeneuticismo en este asunto. En otro momento se tratará de la confusión o confusiones analíticas. Por decirlo en pocas palabras, la filosofía hermenéutica o, mejor, hermeneuticista, cree en la muerte irreversible de la Metafísica porque vive bajo el dogma de la absoluta historicidad. Esta hipertrofia del aspecto histórico del Texto le impide hacer un análisis relevante de las eternas cuestiones (Verdad, Justicia, etc.), a las que se dedica apenas a “deconstruir”, y, de paso, le impide ver que ella misma, la filosofía hermeneuticista, sigue “presa” o, mejor, habita, como no podría ser de otro modo, en la Metafísica. Veámoslo.

¿Qué es la Metafísica, de qué trata? Desde Aristóteles sabemos que lo que luego se llamó Metafísica y él llamaba “sabiduría primera” es el estudio o la “ciencia” del ser en cuanto tal (no de este o aquel género o tipo de ser) y de las propiedades que en cuanto tal le corresponden. La Metafísica se plantearía, pues, si el ser es, en último extremo, uno o múltiple o ambas cosas y en qué modo, material o inmaterial o ambas cosas y en qué modo; qué tipos y categorías estructuran el ser, etc. Desde Kant, sin embargo, se consolida otro género de definición de lo que es “metafísica”, que da lugar a una cascada de cambios de significación, a cada cual más pernicioso:

Kant, quizás queriendo ante todo combatir las meditaciones metafísicas racionalistas, define la metafísica como la indagación de realidades suprasensibles. Es esencial dejar claro que este no era el sentido aristotélico. La prote sophia del aristotelismo comenzaba por la consideración más general y menos comprometida ontológicamente del ser. Solo en segunda instancia se indagaba la existencia o no de realidades suprasensibles o inmateriales, y la respuesta no tenía por qué ser positiva. Cuando Kant cree estar haciendo algo radicalmente nuevo con su análisis de las categorías lógico-trascendentales, no está haciendo más que la vieja ontología, pero con los términos subjetivistas propios de la modernidad. La motivación de Kant para cambiar más de palabras que de temas es el fundamentalmente engañoso giro gnoseológico moderno, que cree que tenemos que desconfiar de un acceso directo a la realidad. En el fondo de esta desconfianza está el fuerte dualismo triunfante en la fundación de la modernidad mediante el galileanismo y el luteranismo de la mano, según el cual el Sentido o valor de las cosas es algo total y radicalmente Otro, otro que el objeto de conocimiento. Volveremos a encontrar este “oscurantismo” en todas las etapas posteriores. El propio Kant fue quizá consciente de que su “giro” no lo era hacia una mera teoría del conocimiento, sino hacia una ontología e incluso metafísica. No obstante, el sentido negativo y limitado de metafísica tuvo éxito. He aquí un primer capítulo de la confusión moderna acerca de la Metafísica. Llamémoslo la confusión oscurantista-subjetivista.

El segundo capítulo importante en la cascada moderna de malversaciones del término “metafísica” podemos localizarlo en Nietzsche, o quizás antes en Feuerbach y en Marx. En un paso más en el camino de su hipostatización, Nietzsche caracteriza a la Metafísica como la creencia voluntaria y cobarde en otra realidad diferente de la del cuerpo y el devenir. Ahora, en lugar de “Lógica trascendental”, lo que procede es, según Nietzsche, hacer una “genealogía” que desmonte la pretensión metafísica, empujando al asunto, de paso, al terreno de la praxis (lo que ya estaba presente, cuando menos, en Kant, y es otra cara del sino moderno). Pero, por supuesto, tal como las tesis “trascendentales” de Kant son ontología y, por tanto, dicho correctamente, metafísica, las tesis de Nietzsche también son metafísica. En esta metafísica del devenir, sin embargo, y a diferencia de en Kant, ya no hay más categorías eternas que las de esa propia metafísica, y la pulsión de constante cambio lo impregna todo bajo la forma mitológica de “muerte de Dios”. Es el oscurantismo-devenir.

El último capítulo esencial en esa cascada de cambios del término y del concepto de Metafísica se da en Heidegger. La confusión heideggeriana es múltiple, y múltiple, a mi juicio, el “daño” que ha hecho. Heidegger define la Metafísica como el olvido del Ser y su confusión con el ente (o, en el mejor de los casos, como la “confusión” de lo ontológico y lo óntico-primero, la “onto-teología”). En su lugar propone, no una Lógica Trascendental (como Kant) ni una Genealogía Inmanentista (como Nietzsche) sino una Ontología (o Analítica ontológica) Hermenéutica. Pero ¿qué quiere decir Heidegger con todo esto del acabamiento de la Metafísica?

Lo más promisorio en términos de inteligibilidad me parece que es su caracterización del ente de los metafísicos como lo presente: la Metafísica confundiría el ser con la presencia, ocultando lo que “hace posible” (las condiciones de posibilidad) de la presencia. Esto parece una exigencia kantiana. Efectivamente, Heidegger pretende un nuevo y más radical (y, por tanto, fuertemente dualista y, en último extremo, oscurantista) giro trascendental. Pero ¿qué quiere decir ahí “presencia” y, sobre todo, qué es lo otro que la presencia? No podemos conformarnos, obviamente, con interpretar que lo que se presenta no es lo que es y que lo que es auténticamente lo que es nos queda oculto. Desde luego, este motivo oscurantista está operando esencialmente en el pensamiento heideggeriano, como paralelamente en el de Wittgenstein (el sentido del mundo está fuera del mundo, y sobre él no cabe hablar, porque todo lo que decimos es y no puede dejar de ser sobre el ente, y oculta al ser) pero, digo, no podemos conformarnos con esta tesis, porque queda aún muy poco “clara” e inmotivada, y es, además, en último extremo inconsistente (como el propio Wittgenstein supo ver).  Si, al menos, buscamos la “argumentación” heideggeriana de este oscurantismo ontológico (que ha dado, como prole, toda la serie de pensadores marcados por el pathos de lo desconocido aún por venir pero del que nadie sabe nada ni puede saberse sin puede saberse algo) obtenemos la “Diferencia Ontológica”: la Metafísica olvida, o, más bien, consiste en el olvido, del Ser porque –argumenta Heidegger- ignora la diferencia radical entre ser y ente: el ser no puede ser, no es un ser (más –¿ni menos?-). Aquí llegaríamos a la primera tesis estructural (o, al menos, más manejable) del pensamiento heideggeriano (como se sabe, la Diferencia también ha tenido una importante prole durante el siglo XX y lo que va del XXI). Sin embargo, esta tesis, en cuanto mera tesis (dejando aparte su contenido) es una confusión. Por si fuera poco, va unida a otra confusión, que no era necesario unirle aunque sí muy fácil: el “análisis” de las distintas tesis acerca del Ser tiene que ser un análisis, dice Heidegger, hermenéutico, es decir, de interpretación histórico-literaria. Veamos ambas confusiones.

La tesis de la diferencia ontológica radical es una confusión en cuanto tesis pretendidamente no metafísica (o, al menos, en cuanto –ambiguamente expresada- tesis pretendidamente meta-metafísica sin implicaciones metafísicas). En el viejo lenguaje de la metafísica pre-malversada, la tesis de la diferencia ontológica es sencillamente la tesis de la equivocidad entre el ser y los entes. Ni mucho menos es una tesis desconocida: Platón la discute una y otra vez, y conoce perfectamente la aporética de esa dialéctica. Si lo que da el ser a los seres (o lo que da el tipo de ser-A a los entes que son A) es también ser (es también A, se participa a sí mismo) entonces pertenece al conjunto, con los otros, y no es la Propiedad de ese conjunto. Si, en cambio –porque Platón es consciente, dialécticamente, del “si, en cambio…”-) el Ser es diferente de los entes (si el ser-A es diferente de las cosas que son A, si el ser-A no es A o participa de lo A) entonces queda en un completo misterio tanto cómo entender al Ser (o al Ser-A) y cómo el Ser hace ser a los entes (como el Ser-A hace ser-A a las cosas que son A). Se trata, en fin, de un viejo asunto metafísico, en el sentido correcto de esta palabra, y será metafísica su continua y futura discusión.

A la confusión ontológica (o, a lo sumo, metaontológica) se añade, en Heidegger, la Confusión Hermenéutica (con mayúsculas) y varias confusiones hermenéuticas con minúscula. La Confusión Hermenéutica con mayúsculas es la hipostatización de la hermenéutica, es decir, la tesis de que el Ser y la Metafísica (o la Ontología, o como se la quiera llamar) no solo tiene historia sino que es su historia (aunque se pretende que historia tiene, desde luego, un sentido no-metafísico). Es un hermenéuticismo absoluto, donde la hipertrofia de lo histórico pretende convertir en ontológicamente inconmensurables los diferentes pensamientos sobre el ser: ya no estaríamos hablando de lo mismo que Platón, etc. Mediante esta esencial confusión propiamente moderna, cuya motivación (semejante a la del giro copernicano de Kant) es la presión historicista de la modernidad en su rechazo luterano de la Metafísica racional y el ansia de novedad radical (que se extiende por toda la modernidad como escatología secularizada), el heideggerianismo intenta desplazar las discusiones ontológicas a disputa sobre lecturas histórico-literarias, ignorando así la propia dialéctica que existe entre la Metafísica (u Ontología o como se la quiera llamar) y la Historia. Por supuesto, Platón conocía también perfectamente bien esta aporética, que es la que está detrás de que sus textos sean una síntesis dialéctica de diálogo ahistórico y texto “literario”. Pero, nuevamente, Heidegger reduce el asunto a un solo polo, y desencamina así sus pasos hacia el bosque de lo indecible. La tesis heideggeriana de que la Metafísica es la confusión ontoteológica es ella misma la confusión (metafísica) de la ontohermenéutica.

Junto a la Confusión Hermenéutica están, por último, las confusiones hermenéuticas concretas, sumamente importantes, también, y bastante bien conocidas: me refiero a la desencaminada y desencaminante lectura que Heidegger hace de prácticamente todos y cada uno de los filósofos, especialmente de los griegos.

Resumamos, entonces, la confusión o serie de confusiones que conducen a la tesis del acabamiento de la Metafísica y al error de ignorar que la propia filosofía hermenéutica es o supone una metafísica:

  • Primero está la (doble) confusión kantiana de que la metafísica tradicional es la búsqueda de lo suprasensible y que es necesario anteponerle una “Lógica Trascendental”. En verdad –digámoslo una vez más-, ni la metafísica tradicional era tal cosa (sino que contenía un análisis previo y fundamental del ser en general, del ser en cuanto ser…), ni es posible simplemente anteponer una crítica del conocimiento (subjetiva) a la metafísica, ni se trata de una confusión inocente. La “Lógica” kantiana e idealista en general resulta ser el heredero-sustituto de la vieja ontología, convirtiéndose en una ontología inconsciente de sí misma, y su motivación es soportar el oscurantismo y voluntarismo moderno.
  • Después está la confusión nietzscheana que, en primer lugar, malinterpreta, igual que Kant, lo que es la metafísica (atribuyéndole nuevamente no el análisis del ser sino la búsqueda de lo suprasensible), y, en segundo lugar, de modo similar a Kant pero más radical y equivocadamente, cree que se puede hacer preceder o, más bien, se puede sustituir la metafísica y la ontología (incluida la ciencia como una consecuencia suya) por una “genealogía” (o “psicología”, etc.) que, obviamente, no es ciencia, sino oráculo puro. Así, Nietzsche produce, como no tenía más remedio que producir (y pienso que él fue consciente de ello) una metafísica más (“el devenir no deviene”), que tiene, por tanto, que dirimirse frente a las otras opciones metafísicas y recibir la cobertura de la metafísica en último extremo.
  • Por último, Heidegger acumula las confusiones: como Kant, malinterpreta la metafísica tradicional y propone una (inconsciente de sí misma) metafísica de la diferencia radical; y como Nietzsche, introduce una perspectiva irreduciblemente histórica en la cuestión. Como toda la tardo-modernidad, el designio es un oscurantismo voluntarista y anti-racionalista.


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 Veamos, por último, cómo opera este juego compuesto de confusiones en dos recientes metafísicos del fin de la metafísica. Tomemos, por ejemplo, a Giorgio Agamben y a Jean-Luc Nancy (aunque igualmente podríamos haber tomado a otros de sus compañeros de viaje, como Derrida, Jean-Luc Marion, etc., e incluso algunos que no lo son tanto, como Alain Badiou).

Tanto en Agamben como en Nancy es clara y explícita la tesis de que vivimos en tiempos irrevesiblemente postmetafísicos. En Nancy esto va muy claramente unido al tópico nietzscheano de la muerte de Dios: Dios está muerto definitivamente. Es más, el propio Cristianismo, dice Nancy en un alarde de torsión (¿o tortura?) hermenéutica, tiene y tenía desde el principio el designio (el telos debería decirse aunque Nancy no quiera que se diga), de deconstruirse a sí mismo.

Pero ¿qué tipo de tesis es esta de la muerte irreversible de Dios? ¿Se trata –como podría creerse a primera vista- de una tesis historiográfica, esto es, de una especie de predicción según la cual, por razones históricas, culturales, o incluso “esenciales” (de la esencia de Occidente), se fue para no volver la idea de que el mundo tiene su sentido en algo trascendente? Por supuesto que no es una tesis historiográfica, que podría ser falsada y verificada con los acontecimientos. En el supuesto de que, durante los próximos dos mil años mucha gente siguiese creyendo, o cierta mucha gente en Occidente volviese a creer, que el mundo tiene un trasunto axiológico no inmanente, Nancy (o Agamben) podría(n) mantenerse impertérrito(s) afirmando que toda esa conducta es propia de zombis que no saben (o hacen o quieren hacer como que no saben) que irreversiblemente “Dios ha muerto” (Nancy encuentra incluso hastiador el presunto retorno de lo religioso, y augura o parece augurar que se trata solo de los últimos estertores, pero no descarta un muerto que indefinidamente simula estar muy vivo). Si muchos filósofos en los próximos dos mil años siguen escribiendo libros de metafísica (como se hace en las universidades del mundo anglosajón) Agamben y Nancy, y sus compañeros de viaje, pueden permanecer impertérritos afirmando que todos esos filósofos ignoran que sus temas están ya irremediablemente pasados, carentes de sentido… No es, pues, una tesis historiográfica. Ni siquiera podría serlo, porque, para Nancy y compañía de viaje, vale la tesis nietzscheana de que la propia historiografía, en cuanto ciencia, es ella misma parte o deudora de la metafísica. Todas las categorías que podrían estructurar la especulación racional, tales como Verdad, Demostración…, también Justicia, etc., son objeto de deconstrucción.

Pero, entonces, ¿de dónde sacan su legitimidad las tesis de Nancy y compañía? Más allá de cómo cada uno de ellos llame a su “método” (genealogía, arqueología, deconstrucción, análisis…), si buscamos la argumentación más rigurosa posible, encontramos, en realidad… vieja ontología o metafísica.

Nancy, por ejemplo, en Ser singular plural, donde no oculta su pretensión de hacer (con nuestra participación) una nueva “filosofía primera”, nos comunica que el ser es, en verdad, el ser-con, una pluralidad de singularidades en indefinidamente múltiples conexiones o contactos, red por la que circula el sentido, y más allá, después o antes de la cual no hay un ente primero, ni el gran Uno ni el gran Otro. El mundo no tiene un sentido antes y fuera de él, sino que el sentido es esa circulación de significaciones que es el vivir en comunidad con los otros irreducibles. He aquí la ontología de Nancy.

Recordemos también, muy brevemente, la metafísica de Agamben, bastante afín a la de Nancy (y resto de compañeros). En La comunidad que viene quizás más claramente que en ninguna otra parte (pero consistentemente con todos los otros lugares posteriores de su obra, creo yo) Agamben nos proporciona una descripción de la correcta ontología: lo real es el “cualsea” o cualquiera, el “ejemplo”, un ser que no es ni universal ni particular, en el que no se reconoce la escisión “metafísica” de espíritu y nuda vida, etc.

El asunto no es, ahora, si estas ontologías o metafísicas (en el viejo y correcto sentido de la palabra, insistamos) son preferibles a, por ejemplo, una ontología platónica, o una aristotélica. El problema es cómo pueden ser válidas de alguna manera. ¿Son válidas porque resultan ser la ontología más coherente y que mejor explica los hechos? En ese caso, son válidas supuesta la validad general y ahistórica de la propia ontología o metafísica, y su verdad queda pendiente de la, siempre a la vez eterna e histórica, discusión metafísica. Pero entonces, por tanto, no pueden dar soporte a la tesis (ni histórica ni metafísica, pues) de la irreversible muerte de Dios y, menos aún, del acabamiento de la Metafísica.

Seguramente ni Nancy ni Agamben estarán satisfechos con hacer depender la verdad de sus tesis (porque a la verdad aspiran) de la validez incondicional de la metafísica u ontología. De hecho, creen, la metafísica está acabada, y ello incluye o debe incluir cualquier forma de la ontología, no solo la extrema tesis de la muerte de Dios (suponiendo que aceptasen que son diferentes estas cosas). Entonces, la validez de la tesis del acabamiento de la Metafísica y de la muerte de Dios no pueden depender de una metafísica u ontología del ser singular-plural o del cualsea, sino que es una tesis independiente e incondicionada. La muerte de Dios y el acabamiento de la metafísica solo podrían tener una “justificación” por sí mismas, como “Acontecimiento” impensable racionalmente pero indudable. Este es el que venimos llamando oscurantismo historicista. Oscurantismo que no tenemos ninguna razón para aceptar, y que es inconsistente consigo mismo, pues no puede ser llamado ni verdadero ni falso, ni argumentado o contraargumentado.

Así pues, tenemos que desenmascarar el discurso, propiamente patológico (pleno de pathos), del acabamiento de la metafísica y de la muerte de Dios. La Metafísica sigue perfectamente vigente incluso pretendiendo sostener pero no sosteniendo los discursos de su propia muerte, que son discursos puramente metafísicos, aunque negativos, como es metafísico ese otro inmanentismo más propio del mundo analítico, el naturalismo. Por tanto, cuando los filósofos analíticos, superando el error kantiano del giro copernicano y, desde luego, “superando” o simplemente ignorando el error historicista-hermenéutico que ha irrigado o plagado el grueso del pensamiento germánico y francés, se dedican a la Metafísica, están en su pleno derecho y en su obligación. Sin embargo, también ellos ignoran algo que deberían aprender del otro mundo. Y ambos, continentales y analíticos, ignoran la dialéctica que los une y separa, aunque esto lo ignoran más los analíticos. Pero todo eso lo trataremos en otra ocasión.


Podría insinuarse esta (también vieja) objeción: una ontología pluralista es, por esencia, antimetafísica, pues deconstruye la propia metafísica. En todo caso, se añadirá, es una meta-metafísica. Esta objeción no es correcta. No es preciso llegar a la extrema posición defendida por Ronald Dworkin, según la cual el escepticismo moral relevante es interno a la moral, es decir, es una posición moral más (aunque negativa), de modo que la metaética sería propiamente una confusión, para distinguir con precisión una tesis meta-metafísica de una tesis metafísica: una tesis que, como las antes recordadas, usan como términos temáticos “ser”, “singular”, “relación”, etc., son tesis intrínsecamente metafísicas. Tesis metametafísicas son las usan como términos temáticos, no los términos de los objetos de la metafísica, sino los términos que nombrar a la propia actividad metafísica (tales como “conceptos”, “ideas”, “argumentación dialéctica”, etc). Y, además, es fácil mostrar que cualquier posición metametafísica implica una posición metafísica, sin que (como querría Dworkin) sea directamente una tesis metafísica. Como argumenta van Inwagen al comienzo de su libro de texto Metaphysics, si alguien afirma que no hay hechos ontológicos últimos (tales como que el ser es singular plural, o bien es universal, etc.), ese alguien está haciendo una afirmación acerca de, precisamente, el carácter último de la realidad.  

martes, 28 de julio de 2015

Ni vigilar ni castigar, y otros escritos, libro amigo

Se ha publicado recientemente el libro de Luis Martínez de Velasco Ni vigilar ni castigar (Editorial Fundamentos, Madrid, 2015), una serie de veinte breves y ágiles pero a la vez agudos y comprometidos artículos a través de cuya heterogeneidad de temas (lectura de grandes filósofos, política, literatura, educación…) y motivos (artículos y entrevistas periodísticos, libros, reflexiones espontáneas…) emerge ante el lector una clara y distinta, y muy digna de consideración, propuesta de
filosofía, en el doble sentido, objetivo y subjetivo, del ‘de’, es decir, una propuesta filosófica o desde la filosofía, y también una propuesta acerca de la filosofía misma y su lugar en la sociedad y en la existencia humana en último extremo. A esta propuesta filosófica el propio Luis Martínez de Velasco la caracteriza como dirigida por la “idea-fuerza” de que la filosofía “ha de recuperar su naturaleza moral”,  en la convicción de que el siglo XXI ha de ser el siglo de la consciencia, esto es, de la consciencia de la desigualdad o injusticia de nuestra sociedad capitalista. Yo me atrevería a calificarla de eticismo simpatético-trascendental, y se caracteriza, a mi parecer, por los siguientes principales rasgos:

  •            Una filosofía crítica práctico-trascendental: es labor del pensamiento filosófico (en diálogo, desde luego, con los saberes positivos, pero no en actitud de servidumbre hacia ellos) indagar los criterios trascendentales (a priori, condición de posibilidad de…) tanto del conocimiento como, sobre todo o en último extremo, del “uso teórico” de la razón (y la emoción), de la ética y la praxis, que es en Luis Martínez de Velasco (como en Kant, Marx y, en general, todo el pensamiento moderno) superior al (¿mero?) “uso teórico” de la razón (y la emoción), evitando cualquier forma de pensamiento acrítico, tanto la del dogma empirista de lo dado como la del dogma de la fe
  •           Una antropología “idealista” o, más bien, trascendentalista, y racio-pasional: que la existencia humana sea buena o mala, justa o injusta (juicios que nadie puede ahorrarse), se mide de acuerdo con una idea o esencia de lo humano (de su razón y sus emociones), y del resto de los seres vivientes y sentientes, incluso quizás de todas las cosas
  •           Un “axioma” o principio axiológico supremo que podríamos enunciar así: actúa de manera que tu acción no cause dolor (innecesario) a ningún ser en la medida en que es capaz de dolor, y ayude a todo ser sentiente (o simplemente vivo) a realizar su naturaleza propia. 

La propuesta filosófica de Luis Martínez de Velasco es sumamente interesante en cuanto tiene en todo momento necesidad de y se afana denodadamente por no caer en ninguno de los dos lados de presuntas dicotomías insalvables: ser kantiano (es decir, crítico-trascendental) sin caer en el formalismo; ser emotivista (expresar el objeto de la acción en términos “materiales” de evitación del dolor) sin caer en el hedonismo, en el utilitarismo o, ni siquiera, en un mero consecuencialismo; ser marxista o marxiano sin caer en el materialismo-positivismo dialéctico y su determinismo; hablar abiertamente de la necesidad de lo espiritual sin caer en la religión ni en lo trascendente siquiera, o, a la inversa si se quiere, ser ateo sin caer en el naturalismo y el nihilismo; criticar frontalmente la sociedad burguesa y capitalista, con sus principales instituciones diseñadas para fabricar hombres de fábrica, sin tirar, con Foucault, al bebé con el agua de la bañera… Veamos algunos de estos encajes de bolillos.

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Una interesante y esencial doble crítica luisiana (si se me permite, si mi amigo Luis me permite, llamarla así) es la que evitando la Escila del positivismo no cae, por ello, en la Caribdis de la destrucción radical (la de, por ejemplo, Foucault). Si el positivismo nos pide que tomemos ingenua, “infantilmente”, lo dado como lo único e irrevasablemente real (lo cual políticamente se traduce en la aceptación acrítica del sistema, por ejemplo y sobre todo del capitalismo), la crítica radical, enfrente, parece ir a liberarnos de todos los conceptos e instituciones aparentemente inmutables, mostrándonos que tienen una historia y un momento de creación y deben (de) tenerlo de destrucción. Sin embargo, siendo aparentemente contrarios, el positivismo simple y la crítica radical acaban (por esa identidad de los polos contrarios que es una de las maneras de interpretar a Heráclito) convergiendo en lo mismo: porque si, con Foucault (Luis Martínez de Velasco encuentra más interesante disputar con la crítica radical que con el ingenuo positivismo), afirmamos que todo concepto, toda institución… es producto histórico, ¿desde qué punto arquimediano hacer una crítica constructiva, es decir, reclamar una justicia? Si incluso la Verdad y la Justicia son solo productos de cada régimen histórico, ¿qué queda tras su complejo desmontaje? Foucault, dice Luis, tiene que enfrentarse a un dilema: o bien afirmar, de manera meramente “ontológica” (es decir, sin poder abandonar o trascender el plano de la mera descripción), que siempre se produce esta o aquella forma de alienación y que toda institución y concepto es siempre alienante, o bien que existe un plano contrafáctico ideal desde el que hacer una crítica de la alienación. Como se recordará, este es el asunto principal del famoso encuentro entre Foucault y Chomsky. Luis Martínez de Velasco, con Chomsky y con Honneth y la escuela de Frankfurt, piensa que

“tras la deconstrucción pero apoyándose en ella y asumiendo la innegable parte de razón que conlleva, la reconstrucción”. (“¿París o Frankfurt?”, en Ni vigilar ni castigar, pg. 47)

Vemos, pues, que el positivismo ingenuo, acrítico con lo dado, y su aparente contrario, la crítica radical, tienen el mismo efecto paralizante. Para encontrar una auténtica orientación crítica de la acción debemos acudir a una filosofía trascendental o “idealista”. En los dos primeros artículos del libro (“Ni vigilar ni castigar” y “¿Tiene sentido seguir preguntándonos hoy por la enseñanza de la filosofía?”) este análisis crítico a dos bandas (contra el dogmatismo y contra el relativismo) se expresa mediante el tratamiento del asunto, central para un pensamiento pedagógico como el de Luis Martínez de Velasco, de la educación. Es imposible, con los presupuestos foucaultianos, superar una enseñanza dogmático-utilitaria (como la que promovería la enseñanza religiosa, según nuestro autor, pero también el utilitarismo productivista). Es preciso preguntarse para qué está el hombre en el mundo, cuál es su naturaleza, que debe realizarse mediante la educación y la vida en sociedad. La filosofía no es, pues, deconstruible, ni reducible a mera positividad. Como la literatura o el arte, tiene una esencial misión antropológico-moral.

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¿A qué filosofía(s) iremos en busca de esa necesaria indagación antropológico-filosófica? Los grandes héroes de Luis Martínez de Velasco son Marx y Kant. Por eso a ambos los trata con la mayor honestidad, es decir, críticamente, sin intentar disimular sus aporías.

¿Se puede ser un marxista o marxiano idealista? Se debe, dice Luis: el propio Marx era idealista, sin saberlo. Lo que hoy (cuando ya –según nuestro autor- no podemos confundir idealismo con reconciliación, ni post-metafísica con anti-metafísica) tenemos que rechazar de Marx es su actitud positivista y determinista, según la cual el cambio social sería un mero proceso “real”, que ocurre y ocurrirá por los simples mecanismos necesitaristas de la naturaleza, sin que haga falta intervención de voluntad alguna. Este positivismo del “materialismo dialéctico” es inconsistente con la esencial actitud crítica ético-política de Marx. Es una falacia creer que de la simple descripción “objetiva” (meramente teórico-científica) de las “necesidades” humanas, se deduce la exigencia ético-política, el deber-ser, de cubrir o satisfacer esas necesidades en todos los hombres. Marx habría sido presa, como el positivismo en general, de la indistinción entre lo descriptivo y lo prescriptivo. Al fin y al cabo, Marx el cientificista caería, entonces, en la creencia liberal de una mano invisible, que dirige providencialmente la historia, aunque, en este caso, hacia el comunismo. Pero no: necesitamos consciencia crítica, y, por ello, consciencia de esa consciencia crítica. Es decir, necesitamos filosofía, indagación ético-trascendental de lo injusto y doloroso, idealismo sin metafísica. Nuevamente, la filosofía es indestructible, no mera superestructura o “ideología”. Precisamente al pensamiento de izquierdas, señala Luis Martínez de Velasco en varios lugares del libro, le falta pensamiento filosófico.

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“Ahora” (pero no un ahora cronológico en el caleidoscópico libro que comento, sino en el ahora de mi reconstrucción –que solo el autor, quizá, sabrá si sigue un camino aceptable-) es cuando Luis se enfrenta al más fuerte de sus encajes de bolillos: un baile crítico con el maestro de la crítica, Kant, que no quiere ser ni vals ni polka, y que le obliga –por seguir con la metáfora musicológica- a moverse en un compás que los músicos llaman de “amalgama” (un cinco por cuatro, por ejemplo): ser kantiano sin Kant, o más kantiano que Kant (y sin que nadie sufra un pisotón). En el que es, quizás, el más denso y nuclear de todos los ensayos que forman el libro, “¿Hasta qué punto puede ser formal una fundamentación a priori de la moral? (el problema del hombre en la moral kantiana)”, Luis Martínez de Velasco osa enfrentarse al formalismo ético del inmenso pensador alemán. En cualquiera de sus formalizaciones, cree Luis (como otros autores contemporáneos), el imperativo categórico fracasa en su intento de encontrar un fundamento puramente lógico o formal de la ética: un racista podría hacer consistente su racismo con la mera exigencia de universalidad de la máxima. Y la formulación que exige tomar al hombre como fin, es (al contrario y, paradójicamente, podríamos decir, cercana al racismo) injustificadamente antropocéntrica. Es preciso, pues, postular un axioma ético-“material”-emocional para que obtengamos una verdadera o completa ética trascendental, a saber: el axioma de no-infligir-dolor (innecesario), axioma que, a lo largo del libro, Luis enuncia de diversas maneras:

“El ser inmoral es quien, con su actuación, inflige un dolor y un sufrimiento a sus semejantes (…) y a todos los seres vivos que pueblan la Tierra” (pg. 108)
“(…) una concepción de la justicia o, lo que es igual, con un planteamiento vinculado a la ausencia de dolor o, al menos, a su disminución” (pg. 146)
“(…) puede decirse que el filósofo está “especializado” en captar el dolor y las injusticias registradas en el mundo real” (pg 21)

Como se ve, Luis Martínez de Velasco no solo quiere situar la ética en el corazón o la cabeza de toda la filosofía, sino que también quiere que en la propia ética estén tanto la cabeza como el corazón. Por eso me he atrevido a llamarlo un simpatetismo (o, traduciendo del griego al latín, un com-pasivismo) trascendental. Tal posición, cree nuestro filósofo, respondería más completa y acertadamente a la naturaleza de los seres dignos de respeto y cuidado. Que no son solo, como vemos y como es coherente con el emotivismo, los humanos: Luis no solo pretende desbordar a Kant introduciendo en la trascendentalidad el principio del dolor (o del no-dolor), sino también metiendo dentro de la protección trascendental a los otros animales no humanos, en cuanto son capaces de dolor.

¿Es posible seguir siendo kantiano cuando se es no solo racionalista sino también emotivista? Desde luego, Kant pensaba que no, porque los sentimientos carecerían, según él (y una vieja tradición), de la absoluta universalidad o constancia que es necesaria para tener una ética racional (es decir, simplemente una ética, pues no hay ética sin racionalidad). Dada la volubilidad de los sentimientos nos sería imprescindible basar la ética solo en la racionalidad. El propio Luis se ve casi enfrentado a la paradoja (aunque no se detiene en ella) cuando concluye su crítica al formalismo kantiano diciendo:

“Y esta es la sorpresa final, la gran ironía. Para defender una posición que casi debería ser de sentido común ha hecho falta todo el esfuerzo y el talento de un Kant volcado en demostrar [sin conseguirlo, según Luis –añado yo, Juan Antonio Negrete-] la irrachazabilidad de un axioma moral que, después de todo, se limita simplemente a proscribir el daño entre seres humanos. Como si al entrar a un pueblo viéramos un cartel que advirtiera. “Prohibido disparar a los bebés””. (pg 110)

Bien –me imagino a Kant contestar a Luis-: de hecho la historia está y sigue estando llena de disparos a bebés y, lo que es peor o más fundamental, de justificaciones de ese dolor, dando por supuesto que el dolor, por sí mismo, no es un axioma de justicia, o, si se quiere (para acercarlo al lenguaje de Luis), que no todo el mundo concibe igual la frontera entre el dolor necesario y el gratuito o malvado-egoísta. Así que parece que hará falta algo más que ser sensible al dolor, aunque sea el ajeno (que no tiene por qué ser menos injusto y egoísta), algo más que el “ama y lo demás no importa”. Además, con seguridad Kant rechazaría también las consecuencias que según Luis (siguiendo a Hare y otros) se deducen del mero principio formal kantiano. ¿Ampara este, por ejemplo, a un racista consecuente, que estuviese dispuesto a considerarse él mismo inferior si descubriese que él pertenecía a una “raza inferior”? Lo dudo. Seguramente el imperativo kantiano, entendido en toda su densidad, no se queda en una universalización simple, sino que obliga a deducir –como dedujo el propio pensador de Köninsberg- que nadie puede ser discriminado por rasgos que sean irrelevantes para su capacidad racional-moral, y ello solo a partir del hecho puramente formal de que la ética es cosa de seres racionales y en tanto que meramente tales (y esto sirve también para atemperar –aunque no, ciertamente, a mi juicio, invalidar- la otra objeción, la de antropocentrismo, pues Kant no se refiere, obviamente, al hombre en cuanto especie biológica, sino a todo ser capaz de elección). Seguramente, pues, el imperativo categórico no necesita, como cree Luis, ningún aditamento de reconocimiento de la dignidad humana, pues él solo se basta para fundar la inalienabilidad de los más esenciales derechos del “hombre” (equidad, libertad… pero también no ser dañado en cuanto uno es soporte de esos valores). Aún faltaría el asunto del derecho de los (otros) animales.

No obstante, quizás es posible y, desde luego, deseable encontrar, como busca Luis, una síntesis de racionalismo y sentimentalismo moral, si, por ejemplo, rechazamos que los sentimientos sean tan volubles o imprevisibles, tan recalcitrantes a la trascendentalidad como cree Kant, y si, a la vez, consideramos la esencia humana de manera menos magra y menos maniquea. Esto nos acercaría a las éticas de la antigüedad, donde el dolor es, como quiere también Luis, cuando menos un síntoma de que la esencia de ese ser está siendo contravenida, objetivamente dañada. Por su parte, Luis tendría que aceptar (para evitar también él caer en el positivismo) que no cualquier fenómeno “doloriforme”, digamos, es auténtico y éticamente objetivo dolor (¡hay gente muy quejica, y gente que se queja menos de lo debido!). Recientemente, también la monumental obra de Derek Parfit, On what matters, está dedicada a mostrar posible y necesaria una síntesis de Kant y el consecuencialismo, como dos posiciones que suben la misma montaña de la ética desde laderas diferentes.

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Más allá de Kant la crítica de Luis Martínez de Velasco se vuelve más dura y menos terciadora, “por acción u omisión”, con cualquier forma de trascendencia. También más injusta, creo yo. “Por omisión” y con menos dureza en el caso de Platón (y la metafísica densa en general), a quien Luis preferiría reducir a Kant pero tiene la honestidad de no hacerlo más allá de lo debido, reconociendo que en Platón hay un discurso plenamente metafísico, espiritual-sustancialista (del alma y de las ideas), que Luis considera definitivamente inaceptable pero que, curiosamente, y usando la expresión de Gadamer, tiene –dice- un sorprendentemente extraordinario rendimiento práctico para su casi nulo rendimiento teórico.

Y “por acción” respecto de cualquier defensa del teísmo, especialmente la de la creencia o fe. En el artículo “Dios, caso cerrado” (dedicado, como me dijo el propio Luis personalmente, “a hacer amigos”), y en otras partes de varios otros artículos, Luis sostiene que hay que desplazar el problema de Dios desde el ámbito de discusión teórica (donde, dice, para cada argumento a favor de su existencia se ha ofrecido uno muy serio en su contra) al ámbito pragmático. Y aquí, el filósofo diagnosticaría en la creencia religiosa una falta de honestidad intelectual e incluso vital. Ante el dolor del mundo, la religión es la opción débil de buscar un consuelo dogmático y oscurantista. Con Kant, la crítica tiene que arrebatar a la razón su última ilusión. La ciencia (Hawking, para más concreción), en un ejercicio de plena honestidad, rechaza cualquier hipótesis teísta y da el asunto de Dios por un caso cerrado.

Esta me parece la parte más floja y difícil de aceptar de toda la propuesta de Luis Martínez de Velasco. ¿Es verdaderamente honesto –intentemos devolverle la pelota del enjuiciamiento moral- desentenderse del debate puramente racional acerca de Dios diciendo que hay tantos argumentos fuerte en contra como a favor (pero ¿en qué asunto filosófico no hay tantos argumentos a favor de una posición como de la contraria?), sin abordar por qué uno se inclina por los primeros, o, siquiera y lo que es peor, por qué uno cree que el problema de Dios no es, aunque algunos lo pretendan presentar como tal, un auténtico problema teórico, concretamente filosófico, sino un pseudoproblema e incluso una argucia (in)moral? Creo que los muchos pensadores, antiguos y contemporáneos, que dedican su atención escrupulosamente filosófica a ese debate (véase el reflorecimiento actual del debate en las principales universidades occidentales) no merecen el simple desprecio de situarlos fuera del auténtico campo de la filosofía. No me parece honesto desplazar el problema desde su ámbito propio a un metalenguaje, es decir, hacer una lectura oblicua, sospechosa, deflacionista, del tema de Dios (ni de ningún otro) sin una muy buena argumentación para ello. Y es claramente falaz, a mi juicio, aducir aquí las posiciones de la ciencia. Sencillamente la ciencia no tiene nada que hacer con Dios, por supuesto. Pero es que Dios no es un problema científico, sino filosófico, como son filosóficos y no científicos los problemas que plantea el propio Luis en todo su libro (y, desde luego, es oportuno recordar que muchos importantes científicos son teístas, con lo que no son intelectualmente, al menos a priori, ni más ni menos honestos que los ateos o los agnósticos). La misma soberbia positivista que desdibuja la radical heterogeneidad entre hechos y valores es la que se permite apostolar (nunca, paradójicamente, mejor dicho) acerca de metafísica o de religiosidad.

Pero ¿cuál es esa buena argumentación que nos impele a sacar el tema de Dios de la filosofía para situarlo en el de la (in)moral? Luis Martínez de Velasco cree, al parecer, que contamos con ella desde, por lo menos, Kant: la crítica habría mostrado que la metafísica es una ilusión de la razón… Pero, creo yo, hoy podemos también pensar que Kant estaba equivocado en ello. Y con él, toda la post-metafísica, que Luis Martínez de Velasco quiere pero, a mi juicio, no logra convincentemente, distinguir de la anti-metafísica. Y con esto llegamos a lo que, para mí, es el problema de fondo de una propuesta filosófica con la que, por lo demás, comparto en la inmensa mayoría de sus resultados, pero no de su fundamentación: el antiplatonismo o anti-idealismo (por eso he entrecomillado la palabra ‘idealismo’ cuando he tomado el uso que Luis hace de ella). El problema, a mi juicio, es que es imposible ser “idealista”, es decir, creer que de alguna manera hay un ámbito contrafáctico o suprapositivo desde el que enjuiciar la justicia o injusticia de lo que ocurre y hacemos, sin comprometerse con  el estatuto ontológico de ese ámbito, de ese haberlo. Creo que un pensamiento como el de Luis (o incluso el de Kant, no digamos el de Marx, etc.) no llega a ser plenamente consciente del problema. Los a priori no pueden, simplemente, flotar en el limbo. Al menos el naturalismo tiene una posición ontológica clara y consciente: no hay ámbito alguno más allá del espacio y el tiempo, por lo que toda la axiología o normatividad se reduce, en realidad, a la contingencia humana. Pero si uno quiere rechazar esto, porque ve que así (como le dice Parménides a Sócrates en el Parménides) colapsa todo el discurso, pues no hay nada a lo que agarrar el pensamiento (que tiene que ser pensamiento de lo que es), entonces uno no puede simplemente evadir la metafísica. Si uno, como Popper, se ve instado a postular un Mundo-3 donde habiten las teorías y las prescripciones morales, uno está comprometido ontológicamente con ese ámbito. Y, por supuesto, es ámbito (como mostraron Platón y Nietzsche, cada uno desde un lado) es exactamente lo mismo que Dios, es decir, un Absoluto que mide todas las cosas, incluido al hombre. El distingo entre post-metafísica y anti-metafísica quiere, pues, nadar y guardar la ropa, al precio de un auténtico oscurantismo filosófico, pues, repitamos, ¿qué condición ontológica es esa de lo trascendental, del Sujeto Trascendental, etc?

Incluso si nos referimos al ámbito de la fe, no me parece honesto calificarlo de deshonestidad vital. El ámbito de la fe no es, por supuesto, el de la filosofía, ni el de la ciencia. Tampoco lo es el ámbito del arte, por ejemplo. Pero eso no lo convierte ni en anti-espiritual ni siquiera en irracional (o no más que lo serían el arte y la política). Está por discutir hoy (y es un tema muy largo) la dialéctica entre la razón y la fe. Quizás detrás de la profesión de crítica insobornable del filósofo se esconda algún impensado fideísta. Quizás no. Pero me parece que, en tanto los seres humanos no sean perfectamente racionales o, si se quiere, critico-trascendentales (y no pueden serlo por puras razones materiales, es decir, porque no somos ángeles sino seres mixtos) la creencia en un valor insobornable que no vemos ni podemos plenamente justificar pero que no podemos dejar de suponer, nos acompañará indefectiblemente. Y eso es, seguramente, más allá de dogmáticas eclesiásticas, lo que constituye la esencia de la actitud religiosa.


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Para concluir, el libro Ni vigilar ni castigar de Luis Martínez de Velasco me parece un libro magnífico e incluso necesario. Trasluce, ante todo, un pensamiento (volvamos a esta palabra, que es clave aquí) honesto, de una honestidad intelectual y, más aún, moral, a prueba de relativismos y desesperanzas varias. Si no tuviese la enorme fortuna de conocer personalmente a Luis, podría de todos modos adivinarlo a través de estas vivísimas y sinceras páginas: una persona, (como decía su admirado Machado) en el buen sentido de la palabra, buena.

martes, 12 de mayo de 2015

Argumentos en torno al pampsiquismo: el argumento de la inconcebiblidad de la emergencia (pamsiquismo IV)

Seguimos discutiendo en torno al pampsiquismo. En una nota anterior intentábamos definir con cierta precisión los términos del problema. Ahora pasamos a la evaluación de sus argumentos.

Como vimos, el problema filosófico de hasta dónde se extiende la psique o la consciencia ha sido formulado desde dos puntos de vista diferentes:

   - El primero de ellos, predominante en el pensamiento antiguo, es el “externo”: la psique es identificada como el principio de (auto-)movimiento de las cosas. Esta caracterización de lo que es poseer mente, decíamos, es más proclive al pampsiquismo, pues no necesita, al menos explícitamente (y en algunos casos quizá ni lo piensa claramente), atribuir vivencia subjetiva, interna o “de primera persona” a las cosas a las que atribuye psique: puesto que todas las cosas discriminan en alguna media los sucesos del entorno y reaccionan a ellos, cada una con su conatus propio, todas y cada una de ellas posee alguna forma y/o grado de psique.

   - El segundo de los puntos de vista es precisamente el que parte de la consciencia humana de subjetividad, del lado “interno”. Aunque el conocimiento introspectivo de la subjetividad requiere autoconsciencia, quizá la mera subjetividad no la requiera, sino que sean concebibles estados conscientes (de percepción, por ejemplo, o de sensación de dolor…) no acompañados de consciencia de consciencia. Este segundo modo, subjetivo, de plantearse la cuestión, decíamos, es más propio de la edad moderna desde al menos y paradigmáticamente Descartes y su ego cogito. Quizá, paradójicamente, la fuerte presión que el dualismo y el mecanicismo ejercían sobre el pensamiento, condujo a la consciencia a refugiarse en la subjetividad, de donde ya en adelante tendría enormes problemas para salir. El caso es que, según decíamos, es más interesante (“duro”, difícil…) plantear la hipótesis pampsiquista partiendo desde dentro.

¿Cómo puede, entonces, argumentarse la razonabilidad del pampsiquismo, entendido como la afirmación de que existe alguna forma y/o grado de consciencia, en el sentido subjetivo, introspectivo, representacional, fenomenológico… en todas y cada una de las partes (sustanciales) de la realidad? Seguramente el esquema esencial del argumento más habitual a favor del pampsiquismo (sobre todo entre quienes no partirían de la preconcepción pampsiquista), se basa en la analogía y una presunta continuidad esencial de la naturaleza. (Hay otro posible tipo de argumentos, mucho más apriorístico y mucho menos inteligible de buenas a primeras, pero, a mi juicio, más profundo, que dejo para más adelante: se apoyará en la tesis de la identidad esencial de pensamiento y pensado, o, por decirlo en términos de Parménides: lo mismo es el pensamiento que aquello en que piensa).

El argumento por analogía, planteado desde el aspecto subjetivo o primopersonal, dice esencialmente esto:
  • Tengo un conocimiento indudable y directo de la existencia de la consciencia (es decir, de la experiencia subjetiva, introspectiva, fenomenológica… de representación) en el caso de la mía propia;
  • conozco, también, que mi consciencia está asociada (pero es irreducible) a una parte de la realidad exterior u objetual, con la cual guarda una relación de coordinación y/o (inter)causalidad, de modo que a unos aspectos de mi consciencia subjetiva le acompañan necesariamente unos ciertos hechos exteriores o corpóreos (unos más “activos” y otros más “pasivos”)
  • por analogía con ese hecho de la correspondencia entre mi consciencia y mi cuerpo, a aquellos hechos corpóreos, ajenos a mí, que tienen (y en la medida en que tienen) una suficiente semejanza con los sucesos (acciones o padecimientos) de mi cuerpo, les tengo que atribuir una equivalente consciencia interna, aunque yo solo tengo acceso directo a la mía propia,
  • Es posible siempre establecer una analogía real (no una metáfora o antropomorfismo) entre algunas de mis cualidades o conductas y las cualidades y conductas de alguna entidad y/o suceso natural de cualquier nivel de complejidad: por ejemplo, cualquier entidad natural, por simple que sea, es capaz de “discriminar información” del medio y “reaccionar” a ella. Aunque esto no implica autoconsciencia, sí implica alguna forma de (proto-) percepción, (proto-) deseo, etc.
  • Por tanto, hay alguna forma o grado, por infinitesimal que sea, en cada una de las cosas, o partes (sustantivas, o en la medida en que son sustantivas) de la naturaleza.


Evidentemente, el contra-argumento, o principal argumento antipampsiquista, consistirá en negar la razonabilidad o validez de esas analogías: si definimos con cierta precisión aquellos hechos físicos que acompañan a nuestros verdaderos actos conscientes, veremos que hay eventos físicos a los cuales de hecho no les corresponde (ni quizá puede corresponderles), en nosotros, ninguna consciencia asociada, y que, por lo tanto, por debajo de cierta complejidad funcional (y momento evolutivo) no hay consciencia más que de manera puramente metafórica. Tendríamos un ejemplo de ello en “nosotros mismos”, según el cartesiano: en todos aquellos movimientos de nuestro cuerpo que, como el latido del corazón y semejantes, no van acompañados de consciencia alguna.

Lo que significa, también, que la consciencia “aparece” o “emerge” en algún momento, tanto de la historia filogonética como de cada historia ontogenética: en algún momento característico, y no antes, el feto comienza a tener alguna consciencia mínima, antes del cual no la tiene en absoluto. Y esto se opone a lo que seguramente es una forma diacronicista del argumento pampsiquista, y que vamos a discutir enseguida: la de la inconcebiblidad o imposibilidad de una radical emergencia de la consciencia.

Por cierto: que hayamos calificado como “argumento” y “contra-argumento” al argumento a favor y al argumento en contra del pampsiquismo, respectivamente, no supone una toma de partido acerca de sobre qué parte recae el peso de la prueba. Aunque al mundo moderno le parece, en general, que ese peso recae en el pampsiquista (análogamente a como el agnosticismo suele creer que el peso de la prueba recae en el teísta) el pampsiquista tiene toda la razón en rechazar esto: el anti-pampsiquista tiene al menos tanta obligación de señalar las diferencias relevantes entre las conductas asociables a la consciencia y las que no, como el pampsiquista la de señalar las analogías pertinentes. Y tanto como el pampsiquista debe hacer inteligible la idea de que posean consciencia los átomos, el antipampsiquista tiene que hacer inteligible que unas cosas posean  alguna consciencia y, otras, ninguna en absoluto.

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Aunque tanto el argumento a favor como su contra-argumento poseen un aspecto empírico, en realidad son básicamente apriorísticos o metafísicos. De aquí también el aire de problema puramente verbal que suele sentirse cuando se profundiza algo en ellos. Pero no es un asunto puramente verbal (porque no existe lo “puramente verbal”), y cuando se profundiza verdaderamente en ello, se ve su relevancia (relevancia, por lo demás, con claras consecuencias éticas).

El momento empírico es aquel en que se registran propiedades objetivas de las cosas, hechos o procesos físicos, que guardarían o no alguna analogía con otros. La propia ciencia funciona mediante analogías, analogías lo más “estrictas” posibles, en el sentido de lo más  “cuantificables” o medibles posible (pero ¿es posible trazar un auténtico corte entre lo que es una analogía respetable y lo que es “solo una metáfora”, o más bien también aquí hay solo una diferencia de grados? ¿no serán, según dijo entre otros Nietzsche, todos los conceptos científicos “antropomorfismos”? Sin duda, esto ataca al centro del problema). Así, la ciencia nos informará de cómo se “comunica” o cómo emite o recibe “información”, o como “reacciona”, o “guarda memoria”… cada tipo de entidades físicas. Solo con esa información podremos establecer las correctas analogías con nuestra conducta. Por ejemplo, el estudio de la comunicación entre los delfines nos permite atribuirles muchas más inteligencia y, en general, vida psíquica de la que imaginábamos. O, por poner otro ejemplo, la descripción mecanocuántica de los hechos microscópicos nos acerca al modo en que debemos figurarnos las conductas “inertes”. No en vano, algunos científicos pampsiquistas recientes se apoyan, en buena parte, en su conocimiento de los desarrollos de la física del siglo XX.

Sin embargo, la cuestión de si las cosas tienen o no, y en qué medida, consciencia, es también y antes ineludiblemente metafísica, tanto en particular como en general. En particular, todo el problema de la relación entre mente y cuerpo es ineludiblemente metafísico en uno de sus aspectos, pues la mente o consciencia es irreduciblemente no-empírica (al menos si se excluye de la empiricidad el “fenómeno interior” o introspectivo, que Kant sí admitía, consciente, no obstante, de su vaporosidad). La mente o consciencia habita, como ya entendió Platón, en esa extraña región intermedia entre lo puramente óntico (lo corpóreo, lo físico, lo “exterior”…) y lo ontológico (lo trascendente o, al menos, trascendental: las ideas y esencias de las cosas, o las estructuras de lo posible…): a la vez fáctica y normativa, contingente y poseedora de la de universalizar…

El aspecto metafísico general de la cuestión en torno al pampsiquismo consiste en si debemos priorizar una visión continuista y homogénea, o más bien una concepción discontinuista y heterogenista de la naturaleza. O sea, se trata de una forma del viejo problema de lo Uno y lo Múltiple. Si, en términos de Empédocles, nos dejamos orientar más por el Amor, querremos ver las cosas unificadas, y la naturaleza no dará saltos o los dará suavemente: todo formará un continuo, y todas las propiedades fundamentales se distribuirán gradualmente por el Todo. Si nos fijamos más bien en el “Odio”, veremos más las diferencias, y seremos muy exigentes con las analogías que estamos dispuestos a aceptar: la naturaleza se presentará como discontinua en muchos puntos. Estoy convencido de que el problema del pampsiquismo no se aborda en toda su profundidad si no se afronta el viejo y supremo problema metafísico, que ya ocupó a Platón y a Aristóteles. El pensamiento “antiguo” o “griego” era esencialmente analogista. Por eso en su seno tiene más sentido el pampsiquismo que su contrario. El pensamiento moderno, en cambio, como heredero de otro aspecto, no-griego, rígidamente dualista y antropocéntrico, tenderá, más bien, al discontinuismo, al equivocismo metafísico.

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Antes de abordar la cuestión de la analogía de la realidad, discutiré una argumentación, de tipo más diacrónico, que se ha dado a veces a favor del pampsiquismo, y que es, a mi juicio, una cierta variante del argumento general antes enunciado: me refiero al argumento de la inconcebibilidad de una emergencia radical de la consciencia.

Ya Anaxágoras dijo que en el origen todo estaba en todo, y el pensamiento filosófico se habría negado siempre, según cierta figuración de la historia, a aceptar que algo sale de nada, o, lo que es lo mismo, (¡como argumenta Descartes! –luego veremos que no hay en ello ninguna inconsistencia-) que lo “superior” pueda surgir o emerger de lo inferior. Buena parte del pensamiento de los dos últimos siglos (tanto Hume y sus innúmeros descendientes como todos los nietzscheanos) nos ha intentado enseñar a ver esto como una obstinación del pensamiento más momio o logofanático. Pero no es necesario compartir un pensamiento de la radical diferencia para rechazar el monolítico “ex nihilo nihil”: también el pensamiento dialéctico, por ejemplo en Hegel, nos permite pensar que lo mismo lleva ya en su seno a lo otro. El propio Hegel pensó a fondo la dialéctica entre continuidad y discontinuidad, que hemos visto ser de la esencia del problema pampsiquista (él mismo fue, no pampsiquista pero sí algo parecido: holopsiquista: el espíritu está en todo, pero más bien de manera atributiva que distributiva –quizá este fue también el pensamiento de algunos presocráticos-).

Pero los problemas filosóficos no mueren. También hoy, quienes lo piensan a fondo encuentran difícil concebir una emergencia radical. Un ejemplo de esto es Galen Strawson. Según él (sigo aquí su artículo “Realistic monism: Why physicalism entails pansychism“ en Mind that Abides, Pansychism in the new millennium, editado por D. Skrbina, John Benjamin Publishing Company, 2009), el pampsiquismo se sigue necesariamente de:

a) la verdad del fisicalismo (es decir, la tesis de que no hay cosas que no sean físicas),
b) la verdad de la existencia de la consciencia (es decir, la imposibilidad del eliminativismo de lo mental) y
c) la inconcebibilidad de la emergencia radical.

Para Galen Strawson el fisicalismo no implica el eliminativismo de lo mental, sino al contrario: puesto que el eliminativismo es un postura insostenible, ya que pretende negar lo que él mismo está percibiendo y tiene que percibir para poder negarlo, la única postura fisicalista razonable es la de que las entidades físicas poseen, supervinientemente, la cualidad de la consciencia. Y, según Strawson, todas la poseen.

El elemento clave de su argumento es, obviamente, el rechazo de la concebibilidad de la emergencia de lo mental. Es simplemente ininteligible, cree Galen Strawson, que surja consciencia por la asociación de elementos físicos que no la tenían. Strawson no rechaza cualquier tipo de emergencia, sino específicamente la mental. Discute las analogías que otros han aducido para convencernos de que la emergencia existe. La cualidad de la liquidez, por ejemplo –nos recuerda Popper-, surge en el agua a partir de la síntesis de elementos químicos que no la poseían. Pero Strawson argumenta que esta es una mala comparación: tanto la liquidez como la química son hechos materiales, localizables espacio-temporalmente, y, además, podemos básicamente entender cómo la estructura química surgida de la síntesis de hidrógeno y oxígeno puede producir, en el entorno químicamente adecuado, la propiedad de la liquidez. La cualidad de la consciencia es, sin embargo, completamente diferente (puede resultar paradójico que, después de que hemos atribuido –nosotros, no Strawson- una inclinación analogista y continuista al pampsiquismo, tengamos que ver cómo el argumento anti-emergentista se apoya en la negación de una falsa analogía; pero el analogista no es el que acepta cualquier tipo de analogía –o no las acepta en el mismo grado-). Pues bien, la consciencia no es algo que podamos entender, como sí la liquidez, surgiendo de la síntesis de elementos químicos o materiales en general. Al creer que sí, no estamos reparando en la verdadera peculiaridad de lo mental (nos lo estamos figurando como una especie de vapor, quizá, como dice la palabra “espíritu”). Para tomar consciencia de la inconcebibilidad de una emergencia radical de la consciencia, Galen Strawson nos pide que pensásemos en la posibilidad de que a partir de objetos absolutamente inespaciales (y no meramente abstractos matemáticos, sino absolutamente ajenos a toda espacialidad) brotasen el espacio y sus partes. Strawson cree que esto sería un auténtico “milagro”. Algo equivalente supone afirmar que emerge consciencia a partir de lo que no la tenía. ¿Estamos obligados a aceptar ese milagro? Strawson cree que no. Basándonos en la intuición de Eddington, según la cual la naturaleza última de la materia es análoga a lo que en nosotros es percepción, y aplicando la navaja de Occam, podemos aceptar el pampsiquismo o panexperimentalismo (en todas partes en todo momento hay experiencias con algún grado de (proto-)consciencia (consciencia thin, y a cuyos sujetos Strawson denomina “sesmets”, es decir,  subject of experience that is a single mental thing) a partir de los cuales se forman los estadios superiores de consciencia) y rechazar el milagro del emergentismo de lo mental.

¿Hasta qué punto resulta convincente el argumento de Galen Strawson? La fundamental premisa de que parece inconcebible (“un milagro”) que algo proceda o emerja de algo absolutamente heterogéneo (lo extenso de lo inextenso o al revés, la consciencia de lo inconsciente…), ¿es algo más que la perenne resistencia a aceptar novedad radical en el mundo, a la que me refería antes? ¿Qué hay más empírico –diría Derrida- que el hecho de que continuamente sucede lo inconcebible, o incluso lo imposible; es más, que si no fuera inconcebible lo que sucede, no habría auténtica novedad o suceder? Sí, pero la ciencia, y la racional en general, consiste en encontrar posible e inteligible lo que sucede, no en aceptarlo como imposible. Desde nuestra perspectiva, dialéctica, tenemos que aceptar la validez de ambas cosas. Pero, como racionalistas (si no simplemente como racionales) tenemos que rechazar, ahora, lo que es inconcebible para la razón.

Ahora bien, podría decirse, ¿es radicalmente más inconcebible la emergencia de lo mental que la emergencia de cualquier otra cualidad, no mental? Es cierto que aquí hay un salto “cualitativo”, pues la consciencia no posee cualidades espaciales, pero –podría argumentarse-, aunque en un nivel diferente, también es un salto cualitativo el que lleva desde las propiedades cuánticas a, por ejemplo, las propiedades vitales. Estoy, sin embargo, de acuerdo con Galen Strawson en que hay una diferencia esencial (o, mejor, un diferente orden de analogía) entre la heterogeneidad que existe entre dos niveles de eventos físicos y la que existe entre algo físico y algo sin propiedades espaciales. El reduccionismo de lo mental es esencialmente más problemático que cualquier reduccionismo entre diversos niveles físicos.

Suponiendo que aceptásemos la inconcebibilidad de la emergencia radical de la consciencia, ¿nos conduce esto a la aceptación del pampsiquismo o panexperimentalismo? ¿Es acaso más concebible la existencia del dualismo consciencia-cuerpo? ¿No es ya un milagro, equivalente al que supondría la emergencia de la mente a partir de lo que no la posee, que haya consciencia asociada a lo físico? Galen Strawson dirá que ese misterio de la consciencia no podemos negarlo, pero sí podemos ahorrarnos el misterio añadido de la emergencia. Pero ¿no es todavía más inconcebible o misteriosa que la emergencia, la existencia de una micro-consciencia asociada con las partes más simples de la materia? ¿Resulta verdaderamente concebible o imaginable la vida consciente de un electrón, o, por decirlo en los términos de Thomas Nagel, “cómo es ser un electrón”?

Por otra parte, ¿es realmente tan misteriosa la emergencia de la consciencia? (¿es, por ejemplo, radicalmente más inconcebible que el surgimiento de un modo de consciencia superior a partir de objetos que solo poseían modos inferiores de ella: por ejemplo, el comienzo de facultad racional o de autoconsciencia, a partir de lo que no la poseía, o la poseía solo “potencialmente”?). Una manera de disminuir la inconcebibilidad de la emergencia de la consciencia, sin por ello aceptar su pre-existencia en las partes a partir de las cuales nació el cuerpo físico poseedor de consciencia, es pensar que los objetos no tienen como causa únicamente lo cronológicamente precedente, sino las leyes que “gobiernan” o rigen el mundo. Entendido así, la consciencia no emerge a partir de lo precedente, sino que preexistiría en el todo de forma y materia que es el universo, sin necesidad de que esté localizada en todas las partes, y “solo” ocurriría que se implementa en un momento cronológico, cuando se dan los cuerpos y circunstancias aptos para ella. Seguramente esta sería la salida cartesiana, quien tampoco aceptaba que lo superior (su mente) pudiera proceder de lo inferior (la materia)


Dejemos aquí la discusión. El argumento de Strawson a favor de un fisicismo pampsiquista llama la atención sobre la extrañeza que supone la emergencia de la consciencia, pero ese misterio no es menor que el misterio de la propia existencia de la consciencia. Además, supone aceptar que existe algún modo de protoconsciencia (los sujetos mínimos) que apenas podemos figurarnos, y a la que llegamos de manera fundamentalmente negativa. ¿Cuál de las dos cosas es más incomprensible? En cualquier caso, creo que para el pampsiquismo es preferible una vía más positiva, en la que los grados más pequeños de consciencia se puedan establecer de manera analógica y con suficiente claridad.