lunes, 17 de febrero de 2014

Falta de realidad y nacimiento del deseo (asuntos trascendentales III)

Lo bueno y lo bello, al menos “en este mundo” o para seres perspectivos como nosotros, son diferentes a lo verdadero. Lo que vemos suceder no es lo que querríamos o nos gustaría que ocurriese. (Tampoco coinciden entre sí lo bueno y lo bello: lo que querríamos que sucediese no coincide con lo que nos gusta, ni viceversa) Hay un desajuste, decíamos, entre los “trascendentales”. La vida, al menos la de un ser limitado (aunque a la vez capaz de juzgar de Todo), parece ser la búsqueda del mayor ajuste entre ellos. Esta discordancia, entre cómo son las cosas y cómo las valoramos, lleva a algunos a sostener que el bien y la belleza, los “valores”, no pueden ser entendidos a partir de lo real o verdadero: no son en sí asunto de realidad o irrealidad, sino de deseabilidad o gusto.

Sin embargo, decíamos, es a la vez imposible separar una cosa de otra, nuestra consideración de la bondad y la belleza de las cosas, del cómo esas cosas son. Cuando nos preguntamos por qué algo nos parece malo o bueno, o nos gusta o no, mencionamos sus características “reales” u “objetivas”, no morales ni estéticas, dando por supuesto que hay una conexión total y necesaria entre esas características y su ser buenas o malas, bellas o feas. Por decirlo en términos de la filosofía contemporánea, la bondad y maldad, y la belleza y fealdad, supervienen a las propiedades no morales ni estéticas de las cosas, y esa superveniencia no puede ser arbitraria (ni puede tampoco tener un fundamento meramente fáctico, como, por ejemplo, que estemos determinados por la historia de la evolución para valorar así).

¿Cómo pueden los tres trascendentales de los que nos estamos ocupando, Bien, Belleza y Verdad, ser diferentes y, a la vez, tener la más estrecha de las relaciones? En la nota anterior buscábamos sus igualdades, y encontramos dos muy importantes:
  • Los tres suponen una distinción entre lo ideal y lo fáctico. Les es común el discriminar, de entre lo dado, lo correcto de lo incorrecto, según sus propios criterios de validez. No todo lo que ocurre es bello, ni bueno…, ni tampoco real. Solo es bello, de entre todo lo que sucede, lo que responde al criterio de belleza; solo es bueno, de entre lo que sucede, lo que responde al criterio de lo bueno; y, también, solo es verdadero, de entre lo que sucede o parece que sucede, lo que responde al criterio de verdad. Aunque una consideración poco cuidadosa piensa que el caso de lo verdadero es diferente en este sentido (el conocimiento, a diferencia de la valoración ética o estética, no juzgaría lo dado, lo aceptaría tal cual se da), vimos que no es así en todo sentido: el conocimiento impone normas a lo dado, y, en último extremo, está dispuesto a tachar como error e ilusión todo aquello que no se atenga al criterio de lo auténticamente verdadero.
  • Y vimos, también, que (se puede postular que) ese criterio por el que cada uno de los ámbitos juzga y discrimina entre lo dado, es el mismo para los tres, aunque adoptando en cada uno de ellos una forma específica. Los tres, en el fondo, imponen o exigen la mayor unidad e identidad de lo más múltiple y diverso. Es verdadera una teoría en la medida en que reduce la mayor multiplicidad de sucesos y cosas a la mayor unidad y orden. También la norma de lo bueno exige, proponemos, la mayor unidad de lo múltiple, tanto para el todo (que se aplique la misma ley y unidad de valor para todos los casos, teniendo, por tanto, total consideración a la especificidad de cada caso) como para cada “individuo” (uno busca ser lo más unitario sin perder la máxima diversidad). Y seguramente también la norma de lo bello sea esa unidad de lo múltiple, esa “armonía”.

Pero si esa es la semejanza e incluso identidad de verdadero, bueno y bello, ¿en qué se distinguen los tres?, ¿cómo es que no vemos ese ajuste total?, ¿de dónde nace la diferencia, innegable para nosotros, entre conocer la verdad, desear el bien y apreciar la belleza?

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Parece claro, si aceptamos todo lo anterior, que el desajuste entre verdad y bien (y belleza) se produce solo porque y en la medida en que lo dado no coincide con lo ideal (es decir, con la mayor unidad de la mayor pluralidad). Hay en nuestras existencias falta de unidad y a la vez (aunque parezca paradójico –y lo es, pero es también totalmente “lógico”-) de pluralidad y diferencia. Y es en esa doble falta donde se manifiesta la divergencia entre lo verdadero y lo valioso. En algunos momentos intentamos imponer una unidad abstracta y homogeneizadora, que no salva sino que niega y destruye la diversidad; en otros, pretendemos “liberar” una pluralidad igual de abstracta y unilateral, que destruye la unidad, y eso tanto en nuestra labor teórica como en la ético-política y la artística o estética en general.

Ese desajuste, como esa falsa separación, de la que es completamente solidaria, se deben, pues, a nuestra perspectiva. Y no es que nuestra perspectiva nos impida solo ver lo universal, ni tampoco solo que nos impida ver lo particular y múltiple: nos impide ver bien ambas cosas, es decir, nos impide ver su síntesis dialéctica, y provoca en nosotros la separación abstracta que empobrece a los dos elementos reduciéndolos a sus sombras: lo general abstracto (la fábrica, el ejército, el mercado, la mera cantidad o extensión…) y lo particular desconectado (el idiota, el aventurero solitario, el que se ha hecho a sí mismo, lo irrelacionable…)

El hecho de que seamos puntos de vista sesgados del Todo-Uno significa, entonces, dos cosas, que parecen iguales pero son lo más contrario posible: por una parte, somos seres particulares (en un lugar del Todo) capaces de comprender lo universal (el Todo); por otra, en cambio, nuestro sesgo consiste, como hemos dicho, en que ni estamos bien particularizados (nos identificamos e identificamos a las cosas de maneras vacías y abstractas) ni universalizamos o unificamos adecuadamente (concebimos la unidad de las cosas como una mera suma o conjunto de desconexiones). Nuestra manera relativa de concebir, precisamente porque confunde los polos de lo particular-múltiple y lo unitario-universal, los separa y desconecta.

Una perspectiva perfecta no es (no sería) la que todo lo mezcla en un borroso conjunto o masa (donde el bosque anula la particularidad de los árboles y las ramas), ni tampoco la que, por ver con detalle las ramas, no logra ver el bosque. La perspectiva perfecta, que orienta nuestra búsqueda al menos como ideal regulativo, es o sería aquella que ve todo como uno y, a la vez, cada cosa como totalmente específica, estando todo en todo.

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Es constitutivo, en cambio, del sesgo de nuestra perspectiva que veamos lo que ocurre como parcialmente malo y feo. Pero no porque lo dado, siendo auténticamente real y verdadero, tenga que ser visto como bueno y bello, y debamos aceptar lo que ocurre reconciliándonos con ello. Si lo que vemos es malo y feo, solo puede ser porque sea, también, falso. Si lo que ocurriese fuese diáfanamente lo que es, la realidad sería lo horrible. La recomendación del amor fati es la suma de la soberbia teórica (creer que ya se sabe cómo son las cosas) y la humildad o hasta el servilismo práctico y estético (domeñarse y negarse a sí mismo volitiva y emocionalmente).

Pero ¿qué hace de la verdad, verdad, de la bondad, bondad, y de la belleza, belleza? ¿Qué las diferencia y define a cada una?

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En primer lugar, parece que, entre las tres propiedades, es la de la Verdad o Realidad la que tiene la prioridad, es decir, la que se define por sí misma y define a las demás. Que algo sea bueno, o bello, dijimos, depende de (superviene a) sus características. Son ciertas propiedades reales (“aunque” ideales), no morales ni estéticas, las que hacen a la cosa ser lo que es y, también, ser buena y bella. La Verdad o Realidad es el valor del valor. En una situación perfecta, lo bueno es (lo mismo que) lo real, pero porque ahí las cosas están en su plena o auténtica realidad.

La fractura entre lo que las cosas valen (moral o estéticamente) y lo que son, se produce, por tanto, cuando se separan el ser y el parecer, es decir, cuando se escinde el ámbito de lo Real o Verdadero, que es el ámbito del que emana tanto todo valor como todo contravalor. Es cuando y en la medida en que se produce el desajuste entre lo ontológicamente perfecto (lo que es Todo-Uno) y lo que percibimos (perspectiva), cuando nace o superviene, como consecuencia, el desajuste entre lo que sucede y lo que debería suceder, y entonces aparecen lo bueno y lo malo y su deseo de que sea hecho o no; y, en otra instancia (de la que habría que hablar aparte) lo bello y lo feo y su gusto o disgusto por que suceda.

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Para intentar pensar algo menos oscuramente (pero todavía precipitadamente) la diferencia entre los trascendentales, vamos a recurrir a lo que, según el Extranjero eleata en El Sofista de Platón, caracteriza a todo ser: la dýnamis o actividad-capacidad. Las cosas tienen la capacidad de hacer y padecer.

Pero ¿cómo distinguir el hacer del padecer? Solo podremos entender lo que es Actividad si lo ponemos en relación con la axiología. Actúa un ser en la medida en que introduce unidad en lo múltiple; padece un ser en la medida en que no posee unidad de lo plural. La división “interior” del sujeto finito es una separación relativa del hacer y el padecer, de Acto y Pasión.

Ahora podemos intentar entender la diferencia entre lo verdadero o real y lo bueno, de acuerdo con estas ideas. Un ser sería plenamente activo si en él no hubiese distinción entre lo que es y lo que parece, es decir, si su perspectiva de las cosas supusiese la mayor síntesis (dialéctica) de unidad y pluralidad. Solo en un ser así, lo real es lo bueno y bello. Allí donde la potencia y vida están en estado perfecto o ideal es en el conocimiento. El conocimiento verdadero es la Acción pura, que no desea (o desearía) un futuro ni vive (viviría) de un pasado. Pensamiento de pensamiento.

Pero en un ser limitado la divergencia entre lo que es o sucede y lo que debería ser real se manifiesta como una carencia de realidad, y es entonces cuando nace el Deseo, es decir, la re-acción del sujeto frente al padecer que le aqueja como discordancia de lo dado con lo real. El deseo y su praxis no son acción pura, como sí lo es el conocimiento verdadero, sino acción de un ser carente de realidad.

Es parte de la naturaleza de la finitud creer, por otra parte, que lo dado es real, y que, por tanto, lo ideal es irreal aunque deseable. Es decir, es parte del deseo creerse tendiendo a algo irreal. Sin embargo, el deseo solo es reacción contra lo que, aunque no es plenamente real, se aparece al sujeto como tal y como estando, sin embargo, en desacuerdo con lo que, siendo en verdad plenamente real, se le aparece al sujeto como meramente ideal o realizable.

miércoles, 12 de febrero de 2014

En qué se parece la Verdad al Bien y a la Belleza (asuntos trascendentales, II)

Parece que, mientras todo lo que ocurre, ocurre y es (“por tanto”) verdadero y real, no todo lo que ocurre es también bueno y bello, sino que, al menos para nuestras perspectivas de seres finitos, solo algunas cosas están marcadas con la bondad y/o la belleza mientras que otras lo están con la maldad y/o la fealdad. Vivir, al menos para seres finitos, parece ser la tarea de luchar contra ese desajuste de los “trascendentales” (Verdad, Bien y Belleza), intentar que lo que ocurre coincida lo más posible con lo bueno y lo bello, y que lo malo y lo feo desaparezcan de la realidad. Solo eso da orientación a los actos y permite distinguir la acción del padecer.

Pero si lo bueno y lo bello no son lo mismo que lo que es u ocurre, ¿qué son y de dónde vienen? No pueden ser –dicen muchos filósofos- objetos ni propiedades de objetos, no pueden ser cosas, realidades: los objetos o realidades, y sus propiedades, son solo (y todo) lo que hay, no lo que debería haber o sería deseable que hubiera. Lo bueno y lo malo, lo bello y lo feo –se infiere- no pueden estar originariamente en otro lugar que en el Sujeto, es decir, en quien dice que algo es bueno o bello. Esa subjetividad, sea particular o universal, sea inmanente o trascendental, es la que, a partir de sí misma y no de otra cosa externa, otorga bondad y belleza a algunas de las cosas que existen u ocurren. Esto es lo que nos dice el no-realismo o irrealismo de los valores.

Pero no solo no son cosas, lo bueno y lo bello: tampoco son, dentro de su subjetividad, conocimiento. Es decir, los actos por los que la subjetividad produce o decreta lo bueno y lo bello, no pueden ser calificados como verdaderos o falsos, no son juicios teóricos o proposiciones. No solo no hay objetos o propiedades reales a los que la subjetividad pudiera referirse cuando dice que algo es bueno o bello; es que, además, ningún conocimiento de ninguna presunta realidad semejante sería ni suficiente ni necesario para poder emitir la palabra “bueno”, o la palabra “bello”: ninguna propiedad no moral o no estética podría permitir deducir de ella lo moral o lo estético. Es alguna otra capacidad o función psíquica (psíquico-trascendental), distinta del mero conocimiento, la que establece lo bueno, y lo bello. Según unos, esa capacidad es la emotividad, es decir, la facultad de gustar de unas cosas y sentir disgusto por otras. Según otros es, al menos por lo que a lo bueno y malo se refiere, la voluntad: ni el conocimiento ni la emoción pueden, por sí solos, establecer las normas de lo bueno, solo la decisión puede hacerlo. Esto es el no-cognitivismo, en sus dos versiones, el emotivismo y el voluntarismo. (El no-cognitivismo no se deduce, por cierto, del no-realismo: podría suceder que, aunque lo bueno y lo bello sean producidos por el Sujeto, fueran, no obstante, dignos del calificativo de verdaderos o falsos; existe también un no-realismo acerca de lo Verdadero).

El no-realismo y el no-cognitivismo de los valores explican o salvan, aparentemente, tanto el hecho de que lo que ocurre no coincida con lo bueno y lo bello, como el salto sobre el abismo que parece darse cuando decimos de Algo que es Bueno o Bello. El no-realismo y, sobre todo, el no-cognitivismo, parecen hacer justicia al misterio del desajuste entre los trascendentales. Sin embargo, el no-realismo y, sobre todo, el no-cognitivismo, no solucionan sino que, al contrario, consagran, la otra cara de ese misterio: el también innegable hecho de que lo bueno y lo bello tienen que tener algo (si no todo) que ver con cómo son las cosas. Si decimos que algo es bueno o bello, es por las características de ese algo: toda diferencia de valoración ética o estética tiene que fundarse en una diferencia “real”, objetiva. Frente al misterio de la desconexión, habría que hacerse cargo, pues, del misterio de la conexión entre el cómo es lo que es, y el que sea bueno o malo. El salto abismático es, también, un salto de una cosa a ella misma.

Pero ¿cómo es esto posible? ¿No es cierto, según dijimos al comienzo, que lo que es no coincide con lo bueno? ¿Cómo podemos, a la vez, hacer depender, en alguna medida, por pequeña que sea, la bondad y la belleza, de la verdad?

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Quizás no hemos considerado con todo cuidado lo que es la verdad y el conocimiento. Volvámonos a ellos.

Aunque hemos partido de la idea de que todo lo que ocurre es verdadero, y en cierto modo esto es así (hasta es una tautología), en otro aspecto, sin embargo, el conocimiento, al menos el propio de seres finitos, es posible y existe precisamente en la medida en que lo que parece que es (lo que ocurre, lo dado, el fenómeno) no coincide con lo que realmente es. De alguna manera, sí, lo que parece es lo que es: las apariencias no pueden engañar, porque no hay más que apariencias o “representaciones”. Pero, a la vez, es evidente, para nosotros, que lo verdadero no es lo que lo parece. Existe el error.

De la misma manera, pues, en que no habría vida en general sin el desajuste entre lo que existe y lo que debería existir o querríamos o nos gustaría que existiese, tampoco habría vida cognitiva sin el desajuste entre lo que vemos y lo que deberíamos ver, al menos para seres finitos. Y, también, de la misma manera que nos imaginamos una vida perfecta como aquella en que no hay desajuste entre lo que es y lo bueno (y bello), nos figuramos esa vida como aquella en que, más aún o “antes”, no hay diferencia entre lo que parece y lo que es.

Si esto es así, entonces no hemos descrito adecuadamente la relación entre lo Verdadero y lo Bueno y lo Bello, cuando hemos dicho que, mientras que el primero de los trascendentales acepta las cosas sin juzgarlas, los otros dos, lo Bueno y lo Bello, sí juzgan y discriminan entre lo que ocurre. Ahora vemos que los tres someten lo dado al juicio de su jurisdicción propia, y salvan a algunos de los fenómenos y condenan a otros.

¿Cuál es la diferencia entre lo que parece y lo que es, entre lo que (parece que) ocurre y lo que debería(mos ver) ocurrir? ¿Cómo sabemos que lo que aparece o parece aparecer, es en verdad un error? Como en todo juzgar, solo podemos hacerlo comparando lo que aparece con el criterio, en este caso el criterio de la verdad. Si somos capaces de discriminar entre lo verdadero y lo falso, es que estamos en posesión de una norma de lo que debe ser la Verdad.

Los filósofos han enunciado varios candidatos para ese criterio (o han mirado al mismo criterio desde diferentes ángulos, como aquellos personajes de la fábula que, a oscuras, solo tocaban, cada uno, una parte del elefante  y por eso creían estar tocando cosas distintas). Un empirismo radical dice que el criterio de verdad es lo que vemos o sentimos en cada instante desde nuestra perspectiva. ¿Y cómo podría ser de otra manera? La verdad es para mí, mi verdad: cada uno es la medida de todo porque, para cada uno, todo es lo que ve. Así es según la primera definición de saber del Teeteto, la que Platón le atribuye a Protágoras. Pero el empirismo radical, claro está, no puede distinguir entre verdadero y falso, ni, por tanto, es capaz de descartar su propia falsedad.

Hay también, por cierto, una versión moral (y estética) de este empirismo radical: es bueno, según él, todo y solo lo que ocurre que deseo en este instante; es bello todo y solo lo que en este instante me gusta. Tampoco estas versiones del criterio permite distinguir entre acierto y error moral (o estético), entre bueno y malo (bello y feo): nadie está equivocado, así que todo lo que sucede es bueno y bello, según la perspectiva. Tampoco esta es la visión de un ser limitado pero a la vez capaz de juicio: es la visión de un “ser” absolutamente pasajero, insustancial, accidental. Pero nosotros, los que somos capaces de pensar, somos algo más que pura concreción: somos a le vez total universalidad. En el empirismo radical hay una verdad, pero es una verdad muy parcial: la verdad de la más completa parcialidad.

Si el empirismo radical no es (toda) la verdad de la Verdad, ¿cuál lo es? Un empirismo domesticado, que intente dar cabida al (para nosotros, seres finitos pero a la vez capaces de pensar lo infinito y lo correcto) innegable hecho del error, exige que la verdad de lo que aparece se conserve a través del espacio y el tiempo perceptivo, es decir, a través de la intersubjetividad y la memoria: no basta, para la Verdad, con un yo ahora, sino que se requiere el acuerdo de las sensibilidades o pareceres de muchos o indefinidos yoes, entre los que están mis propios yoes múltiples (porque un sujeto es algo que persiste a través del tiempo y del espacio, una “sustancia”). Pero también este empirismo domesticado (del que también hay la versión moral y la estética) es insuficiente. Lo que se cree, por grande que sea el sujeto que lo cree, no puede ser lo que es, solo puede ser lo que parece. Miles de creencias, o una creencia mayoritaria, no equivalen a una verdad.

Para ir más allá de la simple creencia, hay que buscar un pensamiento que no sea concebible como falso. Y este es el conocimiento racional, universal y necesario. Lo que hace del conocimiento, conocimiento válido, es la Coherencia. Hasta el punto de que se ha llegado a definir la verdad como mera coherencia, prescindiendo de cualquier correspondencia con los fenómenos. Definir la Verdad como coherencia es equivalente a definir lo Bueno como Respeto de la Ley formal: ningún interés subjetivo puede garantizar que algo es auténticamente bueno. Solo una voluntad totalmente coherente (es decir, que quiera impersonalmente –lo que no es igual que intersubjetivamente-) es algo bueno. Pero parece que no es suficiente con la mera coherencia: hay muchas posibles maneras de ser coherente, o de respetar una ley puramente formal, empezando por el simple vacío (la ausencia de voluntad concreta alguna). Pero la realidad es también “materia” o contenido.

Propongo, entonces, que el criterio completo de Verdad (en cierto modo la síntesis de los anteriores, pero no una síntesis como mera suma) consista en exigir la mayor coherencia para la mayor completud: la teoría más verdadera es la que explica más unitariamente lo más múltiple del fenómeno. Y, puestos a proponer arriesgadamente, propongamos también que el verdadero y completo criterio moral de lo Bueno, y el estético de lo Bello, son ese mismo criterio: la mayor unidad de la mayor pluralidad. El mejor sistema de bondades será el que produzca la mayor armonía de voluntades diversas. Y también la belleza será la armonía de lo diverso.

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Ahora advertimos algo importante para nuestra reflexión sobre lo Verdadero, lo Bueno y lo Bello. En primer lugar, reparemos en que en los tres ámbitos es posible verse tentado a situar el criterio, no en las cosas, sino en el Sujeto. El no-realismo, aunque pareciese más obvio en el caso de lo bueno o el de lo bello, es una teoría posible para los tres. Kant, por ejemplo, en su giro copernicano, atribuye a la Subjetividad Trascendental la estructura de lo que ocurre, incluidos el Tiempo y el Espacio, y al más allá del sujeto le deja solo la difícilmente salvable labor de causar o desencadenar ignotamente en el Sujeto el proceso de la intelección. La razón para este giro sería que ninguna recepción o representación de lo exterior al sujeto parece capaz de salvar lo universal y evitar el escepticismo. Pero este hecho, o sea, que todos trascendentales puedan tratarse desde una concepción no-realista (y, por tanto, también desde una realista), los acerca a los tres entre sí. Por tanto, podemos prescindir de esta diferencia entre ellos. No es el hecho de que sean o no objetos o propiedades fuera del Sujeto lo que distingue a lo Verdadero de lo Bueno y lo Bello.

Pero hemos descubierto un segundo parecido o una cercanía aún más profundos. Hemos partido ahora de la constatación de que no es verdad que todo lo que ocurre sea verdadero: hay que distinguir lo que parece de lo que es. Y esto acerca más aún la Verdad a la Bondad (y a la Belleza): también ellas juzgaban. Ahora hemos comprendido que el Conocimiento, como el Deseo y el Gusto, implican la distinción entre lo que es y lo que debería ser, o, más correctamente, entre lo que ocurre, sucede, aparece… y lo que realmente es. Algunos presentan la diferencia entre Verdad, Bien y Belleza, como si el lenguaje de lo bueno, y el de lo bello, implicasen conceptos ideales  o normativos, mientras que el lenguaje de lo verdadero no lo hiciese. Pero esto no es así. También en el ámbito de la verdad, y quizás paradigmáticamente en él, se da la dualidad entre lo fáctico y lo “ideal”. Y no hay conocimiento posible, verdad posible, sin la aplicación de lo ideal a lo fáctico. Que una cosa que vemos sea cuadrada depende del concepto ideal de Cuadrado (que descubre la Matemática). Que una creencia sea una creencia correcta depende del concepto ideal de Verdad (que descubre la Epistemología).

Sin embargo, parece que, en otro sentido, sigue siendo cierto que el conocimiento no juzga a la realidad. De entre las quizás infinitas posibles nociones ideales, el conocimiento aplica las que se ajustan al mundo, mientras que el juicio ético (y el estético), a la inversa, juzgan al mundo según se ajuste o no a lo ideal. Si los hechos encajan con la noción ideal de Cuadrado más que a la de Triángulo, el conocimiento no tiene nada que objetar: se limita a constatarlo. Mientras que nuestra capacidad de juzgar algo como bueno o malo, o como bello o feo, empiezan su juicio más allá de esa constatación. ¿No sigue siendo cierto que la “dirección de ajuste” es la inversa? Kant insiste en que, a diferencia de en su uso teórico, la razón en su uso práctico no tiene necesidad de que ninguna realidad corresponda a sus leyes, puesto que ella es prescriptiva. Este sería el elemento no-cognitivista de la metaética kantiana.

Sin embargo, esto tampoco es cierto, si lo contemplamos con más cuidado. El conocimiento nunca está satisfecho con un cuadro que presente al mundo como menos armonioso o perfecto que lo imaginable. Cada vez que el mundo se nos muestra como menos que ideal, suponemos (es el postulado fundamental del Conocimiento) que o bien no lo estamos percibiendo adecuadamente o bien el propio mundo es una ilusión… lo que es decir dos veces lo mismo. Incluso aquel modo de conocimiento, no último, que se dedica a salvar los fenómenos, o sea, la Ciencia de la Naturaleza (en el sentido más amplio), intenta salvarlos de la manera más honrosa, pintando al mundo como “gobernado” por las más racionales y simples leyes posible. Pero el conocimiento no se limita a la Ciencia de la Naturaleza o del Mundo, es decir, a salvar los fenómenos, sino que se plantea la propia realidad del mundo de los fenómenos, y lo juzga respecto de su verdad. En la reflexión metafísica el mundo tiene que probar que no es una ilusión. Es verdad, pues, que el hecho de que no se cumpla lo que es (o decidimos que es) bueno, no le resta bondad: no todo lo que ocurre es bueno. Sin embargo, tampoco el conocimiento, en su sentido metafísico, es falsado por que el mundo sea diferente que como él dice que debe ser.

También en el ámbito de los juicios morales, o de los estéticos, puede distinguirse entre esos dos niveles que en el conocimiento corresponden a la Ciencia de lo Natural y a la Metafísica. Hay un tipo de juicios morales que asumen la facticidad (aceptan como hecho moral bruto la bondad de la existencia en y de este mundo), y se dedica a gestionar las bondades en su interior; y hay otros juicios morales, trascendentes, que se permiten incluso juzgar moralmente al mundo. Y lo mismo puede decirse en el terreno de la estética.

Por último, hemos propuesto, recordemos, un parecido todavía más específico entre lo Verdadero, lo Bueno y lo Bello (y nos atreveremos a mantenerlo mientras no se demuestre lo contrario), parecido que permite, por fin, concebir cómo es que son de alguna manera “convertibles” o equivalentes la Verdad, el Bien y la Belleza. Ese parecido es el siguiente: el criterio que establece lo correcto en cada uno de los ámbitos, es el mismo.  El criterio último o primero de toda validez es la unidad de lo múltiple. De todo, uno; de uno, todo. El concepto formal de perfección o validez no es ni moral ni estético, ni siquiera teorético, sino común a todos ellos.


Pero si Verdad, Bien y Belleza son a la vez diferentes e idénticos, y si todo lo que acabamos de decir (su juicio de lo fáctico desde lo ideal, según el criterio de la más absoluta unidad de lo más indefinidamente múltiple) es lo que los identifica, ¿qué es lo que los diferencia? ¿Qué hace de lo Bueno, o de lo Bello, algo distinto de, pese a ser a la vez idéntico con, lo Verdadero?

miércoles, 5 de febrero de 2014

¿Qué tienen que ver lo bueno y lo bello con lo verdadero? (asuntos trascendentales, I)

Lo característico y sorprendente de nuestra existencia parece ser esto: todo lo que ocurre, ocurre o es real, pero no todo lo que ocurre es bueno, ni bello. Tampoco todo lo que es bello es bueno, ni todo lo que es bueno es bello. Es un hecho, un verdadero hecho, que llueve ahora, pero puede que no sea bueno, ni bello, que esté lloviendo ahora. Es un hecho que alguien está ahora diciendo algo a alguien, pero puede que no sea buena, ni bella, esa acción.

Es verdad que, según ciertos místicos, para el Dios todo es bueno y bello, y solo los mortales, por nuestra ignorancia (o nuestra maldad o nuestra fealdad), vemos unas cosas como buenas y otras como malas, unas como bellas y otras como feas, cuando, en verdad verdadera, lo malo y lo feo no pueden existir. Ahora bien, ese dios, que es capaz de no ver lo malo y lo feo, tiene que tener un conocimiento muy diferente al que tenemos los mortales. Nosotros habitamos (si es que no “somos”) una perspectiva, un lugar particular en el Todo; él habitaría en ningún lugar y en todos, en una perspectiva universal sin ángulo ni sesgo alguno. Quizás desde ahí se vea, sí, que la destrucción de cada cosa, su vuelta allí de donde salió, es el pago que recibe de las otras olas por su injusto atrevimiento al salir del océano infinito por un tiempo. Quizás debiéramos desear y buscar esa perspectiva sin perspectiva. Pero lo que no es posible es ver las cosas como las vemos nosotros y, sin embargo, a la vez, no encontrar mal y fealdad por todas partes: es,. para nosotros, hasta monstruoso y fanático negar la existencia del mal y la fealdad (y tampoco es posible tomar ahora la decisión de ver las cosas como las ve el infinito, ni, en general, pasar a la “salvación” o a algún estado mesiánico sin trabajar el tiempo –y el espacio-).

Nuestra existencia actual consiste en perspectiva y desajuste, desajuste entre lo que de hecho pasa y hacemos y lo que creemos que sería bueno y bello que pasara y que hiciéramos. Sin ese desajuste, a nuestra existencia le faltaría toda dirección y todo motor. Lo bueno y lo malo introducen orientación en el espacio de lo que pasa. También lo bello discrimina en lo existente. Lo bueno y lo bello, a diferencia, al parecer, de lo verdadero, juzgan y valoran lo que es, no lo aceptan tal cual es. Pero ese desacuerdo es, precisamente, lo que provoca nuestro desacuerdo, el nudo que parece tratarse de desenredar. Vivir, para nosotros, seres perspectivos y limitados, es la tarea de producir o restituir el ajuste de los “trascendentales”: que lo real coincida con lo bueno y lo bello. Y, sea por optimismo o por pesimismo, nos imaginamos la vida perfecta como aquella donde no hay (ya) desajuste alguno, donde lo que es, es del todo bueno y del todo bello.

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Parece que, de alguna manera, sabemos lo que es bueno (y bello), porque de acuerdo con ello juzgamos lo que ocurre, lo salvamos o lo condenamos. Pero, a la vez y por lo mismo, lo bueno (y lo bello) no son algo que simplemente ocurra, sea o haya, algo simplemente real, al menos en “este mundo”. El problema para los filósofos, al respecto, es entonces el siguiente: ¿qué es lo bueno (y lo bello)?, y ¿de dónde lo hemos sacado o podríamos sacarlo? Si lo bueno, y lo bello, no son lo que es, ¿qué “son”? ¿Qué tienen que ver lo Bueno y lo Bello con lo Verdadero, con lo Real?

Lo bueno, se dice, es lo que, aunque no sea, debería ser. Seguramente esto es verdad, pero quizás también sea poner el carro delante de los bueyes: lo que debería ser es lo que es bueno, y debería ser porque es bueno, no es bueno porque debería ser. Lo mismo pasa si decimos que lo bueno es lo deseable, o lo apetecible, o lo que todos apetecen o desean (o lo que apetecen o desean los “mejores”): lo deseable es deseable porque es bueno, no es bueno porque es deseable (tal como lo creíble es creíble porque es verdadero, no a la inversa). Puede que nuestro acceso más inmediato, psicológico, subjetivo… a lo que es bueno, sea su deseabilidad, pero ese no puede ser su origen último. Pero, entonces, ¿qué es lo bueno? …Y algo semejante vale para lo bello: no es que lo bello sea lo que debería agradar, o lo que sería agradable que existiera, o lo que a todos agrada (o lo que agrada a los de mejor gusto), sino que, en todo caso, debería agradar o es agradable porque es bello. Pero, entonces, ¿qué es bello?

Entendiendo de cierta manera, literal y estricta, eso de que lo bueno (y lo bello) no son lo mismo que lo que ocurre, algunos dicen que lo bueno (y lo bello) son algo distinto a realidades, y, por tanto, su deseabilidad y agrado no son conocimientos ni tienen nada que ver directamente con la verdad. Que esté ahora lloviendo, o que nos estemos amando unos a otros, es algo verdadero o falso, porque se da o no se da efectivamente; pero que sea bueno (o bello) que llueva ahora o que nos amemos unos a otros, es algo ni verdadero ni falso. En la filosofía de los últimos cien años se suele llamar “no-cognitivistas” a los filósofos que piensan así. Si las cosas buenas, y las bellas, no son realidades ni irrealidades, y, por tanto, su deseabilidad o agrado no son verdades ni falsedades, ¿qué son, según los no-cognitivistas?

Según unos de ellos (los “emotivistas”) son, “simplemente”, gustos o agrados: decir que la lluvia, o el amarnos los unos a los otros, son cosas buenas o bellas, es, en esencia, decir que (me o nos) gustaría que lloviese y que nos amásemos unos a otros, o que gusta ver llover y que nos amemos unos a otros. Ahí no hay ninguna verdad o falsedad (salvo la verdad psicológica de que me guste eso, pero esta verdad no es, desde luego, la misma, ni tiene nada esencial que ver, con la presunta verdad de que lo que me gusta es realmente algo que es lo bueno, o lo bello: no es verdadero ni falso que sea bueno o bello eso que gusta, es simplemente algo que gusta). Creer que algo es bueno o bello es un apreciar emotivo, un degustar, no un conocer, y no puede reducirse a una verdad o a una creencia. Cualquier pretendida verdad o realidad de lo bello sería a la vez innecesaria (pues basta y sobra con que guste algo para que “sea bueno”) e insuficiente (pues no bastaría con cualquier verdad sobre las cosas, por verdadera que fuera, si el gusto no la sancionase). El gusto es, en un sentido fundamental, autónomo e irreducible: tiene la última palabra acerca del valor. En verdad, todo lo que de conocimiento, verdadero o falso, hay en nuestras deliberaciones morales o en nuestras apreciaciones estéticas, es solo instrumento o medio para un gusto, y los gustos no son, no pueden ser, verdaderos ni falsos: solo pueden ser positivos o negativos.

Otros no-cognitivistas piensan, en cambio, que, al menos lo bueno (quizás respecto de lo bello sí tenga razón el emotivismo), no es tampoco cuestión de gustos, sino de voluntades o deseos o decisiones (voluntarismo, podríamos llamar a este opción): decir que es bueno que llueva o que nos amemos unos a otros, significa que (me o nos) es deseable que llueva o que nos amemos unos a otros. No es lo mismo que decir que me gusta, tanto porque puedo querer lo que me disgusta (lo bello no coincide con lo bueno), como porque, mientras que puedo admitir gustos diferentes a los míos, no puedo tolerar realmente, como buenas, voluntades o deseabilidades diferentes. Pero, desde luego, querer que llueva o que nos amemos unos a otros tampoco es lo mismo que creer que es verdadero o falso que (es bueno que) llueva o que nos amemos, como si hubiera un hecho real que fuera esa bondad. Esa presunta realidad moral no es ni necesaria (pues basta con querer algo para que sea bueno) ni suficiente (pues no bastaría con ese hecho verdadero si, además, no lo quisiéramos). Es el querer el que, con toda autonomía, introduce la bondad. Cuanto de conocimiento hay en una deliberación y una decisión, es, en verdad, instrumento o medio para una voluntad. De una voluntad o un querer se sigue necesariamente una acción, pero no de un conocimiento o creencia. En este sentido, nada en el mundo ni fuera de él puede considerarse bueno más que una “buena voluntad” (aunque “buena voluntad” bien puede ser, en un sentido básico, una redundancia). Saber hacer las cosas bien no es en verdad un saber, sino, más bien, un hacer. “Sabiduría práctica” es una metáfora peligrosa.

Hay, tanto entre los partidarios de que el valor habita en el gusto como entre los que defienden que es en la voluntad, quienes piensan que sus teorías no nos condenan necesariamente a la arbitrariedad y al “subjetivismo”, sino que, si al gusto o al querer les añadimos la exigencia de imparcialidad o impersonalidad, se puede explicar que creamos, como parece que creemos, que si algo me gusta a mí, o yo quiero algo, debe entonces gustarme para todos y debe gustarle a todos, debo quererlo para todos y deben quererlo todos. Así salvan la objetividad de lo bello y de lo bueno: son objetivos en el sentido de que a todos los seres capaces de ponerse en el lugar de cualquier otro e instados, por su naturaleza racional, a hacerlo, les tiene que gustar lo mismo o tienen que querer lo mismo; no son objetivos, lo bueno y lo bello, en el sentido de que haya un hecho o una propiedad reales que consista en “esto es lo bueno”, “esto es la bondad”. Son objetivos sin ser objetos. De modo que nos equivocábamos cuando decíamos que definir lo bueno a partir lo deseable era como poner el carro delante de los bueyes: es el sujeto el que prescribe el valor a las cosas.

Entonces, ¿qué hay –digámoslo otra vez- de la relación entre Verdadero y Bueno y Bello? La vieja tentación de buscar para lo Bueno y lo Bello una explicación paralela a la de lo Verdadero (donde, pensamos –al menos según una también vieja concepción-, una creencia válida depende de una realidad, de un cómo son las cosas), e incluso, en último extremo, una explicación en que lo bueno y lo bello emanen de o se reduzcan a algo verdadero y real, es, según, los no-cognitivistas, un proyecto radicalmente equivocado.

Respecto a la primera parte de esa vieja tentación, reparemos –nos dicen- en que la relación entre la Verdad y su objeto es totalmente distinta, inversa, a la relación entre lo Bueno o lo Bello y sus objetos: la “dirección de ajuste” en el conocimiento va de la realidad al sujeto, mientras que en lo moral y lo estético la dirección es de sujeto a objeto.

Y, por lo que se refiere a lo más profundo de la tentación, o sea, a la pretensión de reducir lo bueno, o lo bello, a algo verdadero, el no-cognitivismo nos dice que hay un sentido último en que, en nuestras deliberaciones y valoraciones morales, y estéticas, no se puede ir más allá de un cierto “porque nos gustan” o “porque lo queremos”. Aquellas nociones con las que juzgamos lo que ocurre, proceden de nosotros, de las cosas.

Los viejos filósofos, que depositaron una ingenua confianza en el conocimiento, creían que se podía definir “bueno” a partir de otra cosa. Decían, por ejemplo, que “ser es bueno”, “realidad es lo mismo que perfección”. Pero, ¿cómo puede eso ser verdad? ¿No hemos partido, precisamente, del hecho de que algunas cosas que ocurren realmente, son malas? ¿Será que lo bueno no consiste solo en ser, sino en ser-más (más vale ser más que menos)? Pero, otra vez, ¿en un sentido sería verdad algo así? Si entendemos “ser-más” en un sentido meramente cuantitativo, ser más no puede garantizar ser mejor, puesto que, decimos, no todo lo que es, es bueno: ser mayor nos puede asegurar contener más males y fealdades. Parece que nos vemos abocados a entender el “ser-más” como “ser-mejor” (más perfecto). Pero, ¿eso no es reconocer la irreducibilidad de lo Bueno? ¿No es “perfección” un concepto axiológico, valorativo, moral o estético, no ontológico? Si a eso le añadimos que, ni siquiera un objeto que fuese lo Bueno en sí puede explicar que lo queramos (solo podría explicar que lo conozcamos), volvemos a lo mismo: lo bueno (y lo bello) no tienen directamente nada que ver con lo verdadero. Los trascendentales, pues, no pueden conciliarse, por razones “lógicas”. La idea de que para el dios todo es bueno (y bello) solo puede significar que la voluntad o el gusto de ese dios no discrimina entre lo que ocurre.

Intentando salvar la distancia entre el cómo son las cosas y su ser buenas y bellas, algunos recurren a alguna explicación en términos de relaciones entre ciertos hechos naturales: entre el hecho, por una parte, de que las cosas ocurran o vengan ocurriendo de esta o aquella manera, y el hecho de que nosotros tengamos tales o cuales gustos. Según una de esas “explicaciones”, por ejemplo, la evolución de la vida nos empujan o incluso determinan a querer o sentir así. Pero esto sería, en el mejor de los casos, una explicación de las causas, no las razones de que queramos o nos guste lo que queremos y nos gusta. Quiero que llueva o que nos amemos unos a otros por la razón (moral) de que quiero sobrevivir, pero no quiero sobrevivir por la razón de que la historia de la vida ha seleccionado en mí ese deseo. Esto último es una falacia, un salto en el orden de explicaciones, desde el orden de las implicaciones entre valores y el orden de implicaciones fácticas. Lo mismo pasa con el gusto. Me gusta la lluvia porque me gusta el campo verde, pero no me gusta el campo por la razón estética de que la selección natural ha favorecido ese gusto, porque esa no es ninguna razón estética.

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Hay una importante verdad parcial en el no-cognitivismo: en un sentido, lo bueno y lo bello no son simplemente lo verdadero. Al fin y al cabo, si lo fueran no estaríamos hablando de ellos… El artista ni necesita ni puede aceptar las prescripciones de un sabio científico o metafísico que le diga qué es la belleza: solo su gusto puede dirimirlo en último extremo. Y lo mismo puede decirse del político y su voluntad. De alguna manera hay una diferencia, un salto e, incluso, por decirlo patéticamente, un abismo entre lo Real y lo Bueno, entre lo Real y lo Bello, entre lo Bueno y lo Bello.

Sin embargo, junto a esa verdad parcial, el no-cognitivismo y, en general, la separación de los trascendentales, esconde una todavía más importante falsedad. La falsedad de la falsedad, o el error del error, podría decirse. El punto de partida para ver esto es, como siempre, que no puede ser que no haya una relación estrecha, incluso absoluta, entre cómo son las cosas y lo que valen. Todos y cada uno de nosotros creemos que, si nos gusta o queremos algo, el asunto no se agota en que simplemente nos gusta o lo queremos, sino que nos gusta o lo queremos precisamente porque el objeto tiene las propiedades reales a las que debe ir necesariamente unida la belleza y la bondad y que, por tanto, le hacen digno de gustar y ser querido. Ni siquiera tienen sentido los conceptos de gusto y de voluntad si no hay una conexión entre el objeto de gusto o volición y nuestro gusto o volición. 

Entre el cómo son las cosas y el que sean buenas y bellas hay una conexión absoluta, una identidad incluso. Pero esta conexión es totalmente inexplicable para cualquier pensamiento que separe lo bueno y lo bello de lo verdadero. Ahora bien ¿cómo puede lo verdadero sustentar a, o al menos ajustarse con, lo bueno y lo bello, si, según nuestro punto de partida, el hecho es que no todo lo que es, es bueno?