lunes, 23 de septiembre de 2013

El comienzo de la Metafísica de Aristóteles (y el fin de la historia)

Debiera ser un ejercicio interesante, ahora que estamos, según se dice, al cabo del final de la Metafísica y de la Historia, leer el comienzo del principio de la Metafísica, allá en los principios de la Historia. Leer, por ejemplo, el comienzo de la Metafísica de Aristóteles.

¿Quién todavía no ha leído el comienzo de la Metafísica de Aristóteles?, ¿quién necesita volver a leerlo, como no sea un estudiante, que tiene que aprender lo que ya se sabe? Pero, a la vez, ¿quién lo ha leído ya?, ¿quién puede permitirse no leerlo una vez más, por primera vez, sobre todo si es maestro en la filosofía?

Leer algo una vez más por vez primera no es leerlo para encontrar lo totalmente nuevo. Quizás se encuentre otra vez lo “viejo”. Pero al menos será nuevo, o renovado, porque ya se había olvidado su novedad antigua y se nos había quedado vieja su lectura. Y puede ser (casi es necesario que sea, bien mirado) que vuelva a ser totalmente nuevo, incluso diciendo lo mismo, porque dice algo del todo distinto a lo que ahora ya “sabemos”.

Lo que dice Aristóteles sobre la Sabiduría (sophía) es, desde luego, lo más viejo y superado que hay, pertenece a la más remota y básica historia. Pero es también, puede sostenerse, lo más nuevo y subversivo, hoy casi al final de la historia. ¿Qué dice el comienzo de la Metafísica o búsqueda de la Sabiduría primera del Filósofo?

Todos los hombres tienen, por naturaleza (por la naturaleza de la cosas, por la naturaleza de la naturaleza humana) deseo de conocer. Señal de ello es su amor (agápesis) por las experiencias sensibles, sobre todo las de la vista. Y este deseo y este gusto no existen sólo en razón de que actuamos (práttoomen) sino que se dan también cuando no pensamos en hacer nada. Amor sin necesidad práctica, amor sin utilidad, amor desinteresado, este amor por saber tiene su razón solo en sí mismo, y es el amor propio de o perteneciente a un ser dotado de conocimiento y destinado a buscar la sabiduría, el humano (ánthropos).

La antropología nacería (es decir, se fundaría en ese nacimiento humano) con el amor al saber propio de un ser que, a diferencia de los otros animales, es capaz de saber. Otros animales viven de imágenes y recuerdos (phantasíais kaì mnéesais) y participan poco de la experiencia (empeiría: el estar experimentado en algo); la “raza” o género de los humanos, en cambio, no solo es capaz de mucha y útil experiencia, sino que participa también de la ciencia (tékhne: el saber, la maestría, acerca de algo) y la racionalidad o las razones (logismoîs). Experiencia y ciencia. A partir de la memoria nace en él la experiencia, gracias a una acumulación de lo mismo. La experiencia (en el sentido dicho) parece semejante al saber y la ciencia, aunque la verdad es solo que esta, la ciencia, le nace al hombre a través de la experiencia, porque solo llega a haber ciencia cuando, a partir de muchas experiencias, (en) la inteligencia (se) genera un concepto de conjunto (kathólou) de lo semejante. El universal, desde luego, es infinitamente más que recuerdos y fantasías. (Ya sabemos, además, que para que la inteligencia, esa facultad activa inconfundible con la memoria y aun con la imaginación, pueda producir ciencia, ella, la propia inteligencia, tiene que ser ingenerada e ingenerable, a priori, trascendental o quizás incluso trascendente).

Para la práctica o el quehacer de la vida, la experiencia no parece inferior a la ciencia, y hasta tiene más éxito (por lo menos, de buenas a primeras), porque conoce lo particular, y la praxis es de lo particular, mientras que la ciencia lo es de lo universal. Sin embargo, creemos que la sabiduría corresponde a la ciencia y no al mero estar experimentado en algo, porque la ciencia conoce la causa (aitía). El experimentado, el “operario”, sabe el qué, pero no el por qué, “hace” sin saber lo que hace, como los seres inanimados, por costumbre (di’éthos). Y por eso también el que tiene ciencia puede enseñar. Incluso aunque la experiencia se las bastara perfectamente, como un autómata, para todas las “necesidades de la vida” y para toda utilidad, hay algo esencial que la experiencia no tiene, y que nada tiene que ver con la utilidad y la “necesidad”: saber el por qué.

No es extraño, entonces, que desde siempre y sobre todo al principio se haya admirado a quien descubre algo de ciencia, algún conocimiento alejado de las percepciones comunes, no solo por la utilidad de las técnicas que de ahí se puedan deducir, sino también y sobre todo como sabio y diferente de los demás; ni que se considere, en general, sabios a quienes se dedican a eso, a buscar las causas y principios (aitías kaì arkhàs). Y no porque busquen lo útil, sino pese a que no o incluso precisamente porque no buscan lo útil. Por eso esta dedicación surge más tarde, cuando están básicamente satisfechas las necesidades y el deseo de placer, como ocurrió con la geometría entre la ociosa casta sacerdotal egipcia.

La sabiduría trata de las causas y principios. Pero ¿de qué causas y principios trata la sabiduría, la sabiduría sin adjetivos, la sabiduría primera o principal, que es de la que se quiere hablar en este comienzo del primer libro de sabiduría primera o “metafísica”? Si atendemos al uso, nos dice o repite el texto, veremos que llamamos sabio a quien lo sabe todo (pánta) en la medida de lo posible, pero no en el sentido de que tenga conocimiento de cada cosa en particular (hékaston), sino porque conoce lo que rige para toda y cada cosa. También atribuimos al sabio conocer lo más difícil, que es lo que está más apartado de la sensibilidad, conocer con más exactitud y ser más capaz de enseñar. Y, he aquí una característica más de lo que llamamos sabiduría, y en la que el texto parece especialmente empeñado en insistir (no en vano este libro de la Metafísica va a considerar la causa final, el para qué, la tendencia, el eros…, la principal de las causas), se considera más principal a aquella ciencia que se elige por y para sí misma y por y para saber que a aquellas a las que se las elige por sus resultados, y a la que es superior que a las subordinadas. No debe el sabio ser ordenado, sino ordenar.

Si no nace de la necesidad, ¿de qué o de dónde nace el afán de la ciencia? Sí, de sí misma, de su propia “necesidad” o naturaleza, pero ¿cómo nace o qué “necesidad” es esa en esta raza de los humanos? La ciencia y el saber nacieron y nacen siempre de la admiración, del asombro (dià tò thaumázein), y del reconocimiento de la ignorancia y el deseo de conocer la verdad. En este sentido, repara el Filósofo, el amante de mitos (philómythos) es “como” el filósofo, pues el mito consta de cosas admirables.

¿En qué sentido no sería como los mitos la sabiduría (porque es obvio que solo en un sentido el mito es como la sabiduría, pero no es sabiduría ni se le acerca, sino que quizás es incluso su contrario)? Veamos: si la sabiduría es la ciencia que es ciencia por sí misma, autónoma y libre, absoluta… ¿no será, acaso, impropia del hombre, este ser esclavo en tantos sentidos, limitado, relativo, atado a la necesidad? ¿Y si, como dice Simónides “sólo Dios puede tener ese privilegio” de la sabiduría, y no es propio de un hombre cuerdo buscar un saber que no está en proporción con su naturaleza[1]? Si tuviese sentido lo que dice el poeta, y lo divino fuera de natural envidioso, aquí se aplicaría esa envidia principalmente, y sería una desgracia para los que sobresalen en esto de la búsqueda de la sabiduría. Los filósofos serían los más enloquecidos y soberbios de los hombres. Pero, dice Aristóteles, ni lo divino puede ser envidioso (sino que, según el dicho, mienten mucho los poetas) ni debemos pensar que haya otra ciencia más digna de aprecio que esta. Pues la más divina es también la más digna de aprecio. Y en dos sentidos es divina ella sola, la sabiduría que busca las causas y principios de todo: en los dos sentidos de de. Es la ciencia (propia) de Dios (la que Dios tiene) y es la ciencia-(acerca)-de Dios (la que versa sobre la causa y razón de todo).

Hasta aquí el entusiasmo del filósofo.


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¿Por qué se puede decir que este entusiasmo del filósofo griego es intempestivo y hasta subversivo hoy? Hoy este pensamiento está completamente fuera de lugar (pero, desde luego, el lugar de un pensamiento es allí donde está fuera de lugar, donde hace pensar y remueve lo sabido) porque, desde el pasado o desde el futuro, se resiste a e incluso se dirige frontalmente contra los dos pensamientos que pueden reclamarse actuales, “modernos” y vigentes: el pensamiento de que toda ciencia nace de y acaba en las necesidades prácticas y lo útil (pragmatismo), y el pensamiento de la imposibilidad para el humano de una sabiduría primera, de una ciencia de lo divino (antirracionalismo metametafísico, sea ateo o fideísta). “Curiosamente”, estas son las dos tesis que centran la atención dialéctica de Aristóteles en esta su presentación de la sabiduría, al comienzo de sus escritos de sabiduría primera. Por supuesto, nuestro postulado solo puede ser que, aunque parezca curioso o asombroso, no lo es. Pero eso lo veríamos solo al final de la reflexión, porque, como dice también Aristóteles en esas páginas, nuestro caminar por la ciencia tiene que arrojar el resultado de que acabe pareciéndonos asombroso lo que no nos asombraba al principio, y a la inversa (al profano le asombra que la diagonal del cuadrado no sea reducible a enteros, pero al geómetra le asombraría lo contrario).

Aristóteles conoce ambas tesis, la pragmatista y la antimetafísica. Y las rechaza a ambas. Precisamente porque las conocía, en aquel tiempo pragmatista y antimetafísico de la intelectualidad burguesa de Atenas, y eran ya viejas para él. Contra los pragmatistas, que no ven más verdad que la que resulta útil (o incluso que no ven más verdad que la utilidad), el auténtico saber, defiende Aristóteles, es el saber por el saber mismo. Contra los que quieren negar al hombre el conocimiento y la ciencia acerca de la causa y principio de Todo, Aristóteles, con una gran candidez o una cándida grandeza, nos “recuerda” que los poetas y filómitos mienten, según su costumbre, al pintar a lo divino como envidioso y celoso de su saber perfecto, y que, al contrario, lo más divino es lo más digno de indagarse porque es en sí lo más cognoscible. 

Así que no es tan curioso que el comienzo de la Metafísica haya sabido tan bien qué dos pensamientos podían enfrentársele. Y ¿no será, además, que ambos pensamientos, el de la esencia utilitaria del saber y el de la prohibición de buscar racionalmente el fundamento y sentido de las cosas, son en el fondo el mismo pensamiento, o dos caras inseparables del mismo pensamiento? No sería, entonces, nada casual ya que las primeras líneas de la introducción a la sabiduría primera de Aristóteles girasen en torno a esas dos cuestiones, que serían casi una, para reivindicar que el sabio no depende de ninguna utilidad ni necesidad ajenas al propio saber sino que su acción es la única libre y autónoma, y que su objeto es precisamente el ser completamente libre y autónomo, quien, no en vano, es saber de saber, pensamiento del pensamiento. Veamos cómo esto podría ser así.

¿Quién no sabe hoy (para empezar por lo útil y necesario) que si el hombre se dedica al conocimiento es por sagacidad, por la urgencia de las necesidades de la supervivencia, por el deseo de dominar, a la naturaleza y a los otros hombres? ¿Quién no ha oído que el criterio de verdad es la utilidad, o que la verdad misma no es más que la creencia o incluso la mentira más conveniente? ¿Hay algo más moderno (más burgués, más mercantil) que el mito que cuenta Protágoras en el Protágoras, según el cuál los dioses nos dieron la ciencia como un arma, contra el lobo y contra el mismo hombre, lobo para sí mismo? ¿Quién no sabe que la “razón práctica”, la voluntad, el deseo, el subconsciente… son el verdadero motor de ese muñeco de ventriloquia que es el intelecto?, ¿que detrás de todo presunto pensamiento desinteresado hay un interés muy “bajo”…? Y la propia filosofía o amor a la sabiduría: ¿no sabemos hoy que es solo una manifestación, quizás la más sutil, de la voluntad de poder, del deseo sexual insatisfecho, de la alienación en el trabajo, o, en el mejor de los casos, una terapia contra su propio embrujo?

Frente a esto la respuesta de Aristóteles, simple y limpia, consiste en mostrar que la Ciencia es autónoma, que tiene su propia ley; que, más allá de que pueda producir lo útil, tiene como actividad propia producir la verdad, y que la verdad ni se deduce de ni se reduce a la utilidad. Esto, pese a lo que se diga, ningún pragmatismo ha sido capaz de desmentirlo.

Aristóteles empieza por advertir que la Ciencia no es la experiencia, es decir, el estar experimentado, el conocer cómo suelen ocurrir o funcionan las cosas particulares, sino que la Ciencia nace cuando y no hay Ciencia hasta que no se sabe el por qué, es decir, la razón, la causa (en alguna de sus cuatro formas: el qué o esencia, el de qué, el de dónde y el para qué o hacia dónde). Pero la búsqueda de la Causa no puede deducirse, de ninguna manera, de su utilidad o necesidad práctica. La Verdad no lo sería menos porque fuese inútil o incluso perjudicial, es decir, porque no valiese para otra cosa que para sí misma. Por supuesto, la verdad produce utilidad (si se hace el camino de aplicar el conocimiento de las causas…), pero la utilidad no es el criterio de la verdad. Nadie ha sabido mostrar cómo es determinada por la utilidad la verdad de la inconmensurabilidad de la diagonal. Ese teorema puede tener aplicación práctica, pero su corrección no se deduce de ella, ni tiene que esperarla en ningún momento. Y ¿cuál es la relación de la utilidad con la cuestión, o con cualquiera de las respuestas a la cuestión: “¿por qué algo en vez de nada?”? Sí, puede satisfacer los deseos de alguien, pero esto no hace al argumento más correcto: nadie es tan estúpido como para aceptar la apuesta de Pascal.

Quienes han pretendido una base pragmática subyacente a la lógica y el saber, una base en términos psicológicos, sociales, utilitarios, han caído siempre en la trampa de seguir ellos presa de la lógica y la validez de la ciencia en general. El pragmatismo ha tenido que reformularse:
“Nuestros intereses más queridos pueden determinar qué combinaciones de propiedades consideramos valiosas para hablar sobre ellas, e incluso pueden conducirnos a inventar un nombre para cada cosa (…) pero todo esto no cambia de la manera más nimia el mundo. El mundo es como es con independencia de los intereses de cualquiera que lo describa. Espero que quede claro que yo no comparto totalmente la posición de James (…). No me gusta en absoluto la sugerencia de James de que el mundo que conocemos sea en grado indeterminado el producto de nuestras mentes”. (H. Putnam, La trenza de tres cabos, Siglo veintiuno de España editores, pg. 6)

Lo que se le olvida quizás a Putnam es que también “nuestros intereses” e incluso nuestro “nosotros” son parte de la realidad, y podemos equivocarnos al respecto, es decir, podemos errar sobre la naturaleza humana y sus intereses. De hecho, Putnam no acepta que seamos “una existencia sin esencia”. Pero ¿en qué se queda el pragmatismo entonces? En que la piedra de toque último de las hipótesis de la ciencia es su encaje con la praxis, o sea, el viejo método de la comprobación empírica, que Aristóteles defendía, bien entendido. Esto resulta inteligible y aceptable, en buena medida (pero no en toda medida o de manera desmedida), cuando hablamos de la utilidad material. Pero ¿qué pasa con dedicaciones como las del propio Putnam o Aristóteles? ¿Qué tipo de praxis servirán de piedra de toque para averiguar su verdad? Puesto que la sabiduría de la que habla Aristóteles y que ejerce Putnam, se pregunta por Todo, ¿qué experiencias concretas naturales podrían servirle? El propio filósofo pragmatista se olvida siempre de ofrecer sus pruebas pragmáticas para sostener su pragmatismo. Si se acordase de esto, vería que el pragmatismo es inconsistente consigo mismo.

Robert Brandom ha intentado una explicación pragmatista del Lenguaje y la Inteligencia, el “inferencialismo”. Pero, cuando ha descrito las leyes del funcionamiento y la praxis, ha acabado en dos, según él completamente inamovibles y a priori, constitutivas de cualquier acción inteligente, su condición de posibilidad, dicho en kantiano: unas cosas implican otras (si afirmo unas, tengo también que afirmar otras) y unas cosas son incompatibles con otras (si afirmo esta no puedo afirmar cierta otra). Por supuesto, estos “tengo también que” y “no puedo” no son necesidades e imposibilidades materiales, resistencia de los cuerpos. Pero ¿qué es esa normatividad irreductible, condición de posibilidad de toda intelección de la praxis, sino que la pura lógica y principio de sabiduría, presupuesta a priori ya en la más mínima acción que se pueda llamar inteligente? También Brandom está haciendo sabiduría primera.

Así que la idea de que todo conocimiento depende de la utilidad, es vacío.

El otro pensamiento moderno, más fundamental aún que el pragmatismo, es el “reconocimiento” de los límites humanos, sobre todo en lo que se refiere a una limitación esencial: la de indagar racionalmente las causas primeras, lo divino. Esta prohibición es perfectamente coherente con el otro pensamiento: si nuestra ciencia está atada a la necesidad y utilidad, no puede haber ciencia humana acerca de lo absoluto, de aquello que es libre e independiente de toda utilidad.

Ya el Dios de los mitólogos y filómitos de Israel (pero todos los dioses de los mitos hacen eso, seguramente) prohibió al primer hombre probar el fruto del conocimiento del Bien y del Mal, y lo condenó al sufrimiento y a la muerte por desobedecerle en esto. La condena de la vida humana nace de la soberbia de querer conocer, en vez de obedecer. Este mitologema, si no hay más remedio que interpretarlo así, ¿no es una espina que el Mito no puede extirparse sin desangrarse (si es que el Mito quisiera extirpárselo)? ¿No es esa prohibición divina la miticidad misma del mito, su esencia? El mito sería, constitutivamente, la prohibición de probar el árbol de la Ciencia del Bien y del Mal, es decir, de la sabiduría primera.

Varios hombres de poca fe han preguntado siempre a los teólogos oficiales si ese mito del Principio (del Génesis) significa que no debimos salir nunca de un estado de animalidad o incluso imbecilidad, pastando sin preguntarnos por la razón de las órdenes del Padre. Obviamente, los teólogos más racionalistas siempre han querido descartar esta interpretación. Maimónides, el “aristotélico”, pierde la paciencia con alguien que le pregunta si no parece que, como consecuencia de la caída, recibimos un don superior, el de preguntarnos por la verdad:
“Tú eres -le dijimos [“nos” de modestia]-, un espíritu superficial e irreflexivo, que te imaginas comprender un libro, guía de antiguos y modernos, dedicándole simplemente algunos momentos de ocio sustraídos a la bebida y la sexualidad, como si se tratara de un libro de historia o de poesía. Percátate y recapacita que la cuestión no es como te figuraste de buenas a primeras, sino como se aclarará con las consideraciones al respecto. La inteligencia que el creador infundió en el hombre constituye su suprema perfección, es la que poseía Adán antes de su desobediencia, y por esta razón se dice de él que fue creado a imagen de Dios y a su semejanza, por lo cual se le habló e intimó un precepto, según se dice: “Y le dio este mandato…” (Gn, 2, 16). No se dan órdenes a las bestias, ni a nadie que carezca de razón”. (Guía de perplejos, Primera parte, capítulo 2, pg. 68 , edición de David Gonzalo Maeso Trotta)

Adán tenía, antes de prevaricar, un perfecto intelecto para distinguir lo verdadero de lo falso (sin él no hubiera podido entender una orden). Pero al prevaricar, dice Maimónides, cediendo a sus apetencias imaginativas y deleites de los sentidos, fue privado de la inteligencia que tenía y descubrió, entonces, lo que había perdido, y esto es lo que significaría hacerse conocedores del bien y el mal, saber lo que había perdido. Así pretende explicar Maimónides que el hombre se hiciera “conocedor del bien y el mal” después de pecar, siéndolo como tenía que serlo ya antes.

Es muy extraño que un ser con inteligencia encontrase motivos para “prevaricar” (¿no debía saber, incluso por mera astucia, que le iba a ir peor?). Más extraño aún, desde luego, es que pudiese desobedecer sin un conocimiento del Bien y del Mal, que era justo el que (parece que) se le estaba prohibiendo tener (¿cómo sabía, entonces, que debía obedecer?). La facultad de distinguir lo verdadero de lo falso es, seguramente, necesaria para actuar bien o mal, pero no puede ser suficiente: hace falta ser capaz de distinguir lo bueno de lo malo. Si no es esto lo que se nos quiere decir, es extraño que el árbol se llamase como se llamaba. La explicación de Maimónides parece muy forzada: ¿el árbol que Dios puso en el mismo centro del Edén, y del que prohibió probar al Primer Hombre, solo se llamó “del Bien y del Mal” porque, a causa de probarlo, el Hombre se daría cuenta del bien que había perdido, aquel de vivir cómodamente en el Edén sin hacer preguntas? ¿Cuál era, entonces, la fruta de ese árbol? Es más lógico pensar que Dios prescribió al hombre no tener, sobre lo bueno y lo malo, ciencia, sino obediencia. Si es así, esa es, repitámoslo, la espina mítica, la misma que el Sócrates de Platón formuló en el Eutifrón de la manera conocida: lo que los dioses prescriben, ¿es bueno porque ellos lo prescriben, o ellos lo prescriben porque es bueno? Aquí estaría la diferencia irreducible entre Mito y Logos.

Supongamos que esa sea la diferencia. ¿Qué decir ahora? ¿Por qué escoger la Metafísica y la desobediencia a la prohibición de la sabiduría? ¿Y si tiene “razón” Lutero (razón mítica, por supuesto, razón en la locura, es decir, razón fuera de la razón racional, esa a la que denostó tantas veces) y no hay que andar buscando razones para lo divino y hay que echar al fuego a Aristóteles e incluso a Santo Tomás de Aquino? Eso haría comprensible que sus herederos, incluidos Nietzsche, Heidegger, Wittgenstein y los suyos, tengan como objetivo echar al fuego la metafísica. El pecado del hombre, el propio hombre tal como se lo figura o lo figura la Metafísica, sería la soberbia de pensar el valor de las cosas, alejándose así de la vida inmediata del jardín.

Pero ¿qué pasa entonces con el hombre, concretamente con el hombre respecto del animal? Para el Filósofo, la naturaleza del hombre es la de animal que tiene Logos. Pero, si ese Logos queda reducido a la astucia… ¿Puede que la única consecuencia coherente de la desmetafisización (y remitificación) del humano sea su confusión con lo animal?

En Lo abierto, el hombre y el animal, G. Agamben parece creer, efectivamente, que el final mesiánico de la historia supone un desdibujamiento de la diferencia entre animal y humano. Usando fraseología heideggeriana, habría que decir que lo abierto del hombre (eso que se manifiesta, por ejemplo, en el aburrimiento), es en verdad un abrirse a un velamiento, al velamiento propio del animal:
“La joya engarzada en el centro del mundo humano y de su Lichtung  no es otra cosa que el aturdimiento animal; la maravilla de "que el ente sea" no es sino el aferramiento del "estremecimiento esencial" que le llega al viviente de su ser expuesto en una no-develación. La Lichtung es realmente, en este sentido, un lucus a non lucendo: la apertura que está en juego en ella es esencialmente la apertura a una clausura; y el que mira en lo abierto sólo ve un cerrarse, sólo ve un no-ver”. (Lo abierto, el hombre y el animal, Adriana Hidalgo editora, pg. 127)

Aturdimiento animal y Apertura guardarán entre sí una relación similar a la que guardan la teología negativa y la positiva. El Hombre es un animal “que ha aprendido a aburrirse”, que  “se ha despertado del propio aturdimiento y al propio aturdimiento”. Este despertarse del viviente a su propio ser aturdido, este abrirse, angustioso y decidido, a un no abierto, es lo humano.

La historia de la Metafísica, o sea, la Historia, la Metafísica, siempre se ha construido como la génesis del hombre frente al animal, como hemos visto (en realidad, Aristóteles, como también Platón, no oponen radicalmente Hombre y Animal, esto es algo judeo-cristiano y moderno, cartesiano y heideggeriano, pero hagamos abstracción de ello ahora). Sin embargo ahora estamos ya en el tránsito a la posthistoria y postmetafísica, y eso tiene que querer decir, también, en el final del hombre o la máquina antropogénica misma, al menos del hombre como esencialmente lo conocemos (si, como Nietzsche, pensamos que no hay nada después del hombre, que este es un fin final). Todavía Heidegger, último pensador para el que era posible la política, pudo, “extrañamente”, criticar a la Metafísica de no atender a lo humano y quedarse en lo animal. Hoy, cuando, dice Agamben, la política (es decir, el juego entre velamiento y desvelamiento) no es una opción más que “para quien tenga absoluta mala fe”, el hombre se vuelve hacia el animal:
“Las potencias históricas tradicionales -poesía, religión, filosofía- que, tanto en la perspectiva de Hegel-Kojeve como en la de Heidegger, mantenían despierto el destino históricopolítico de los pueblos, han sido transformadas desde hace tiempo en espectáculos culturales y en experiencias privadas y han perdido toda eficacia histórica. Frente a este eclipse, la única tarea que todavía parece conservar alguna seriedad es el tomar a cargo y realizar la "gestión integral" de la vida biológica, es decir de la propia animalidad del hombre.” (opus cit.., pg 141)

La humanización integral del animal coincide con una animalización integral del hombre. Ahora solo dos escenarios son, en la perspectiva de Heidegger, posibles: gobernar, mediante la técnica, la propia animalidad, o que

“el hombre, el pastor del ser, se apropia de su propia latencia, de su propia animalidad, que no permanece escondida ni se hace objeto de dominio, sino que es pensada como tal, como puro abandono”. (opus cit. pg 146)

La segunda opción, “mesiánica”, lleva o devuelve a ese estado anterior a la escisión del hombre y el animal.

Hay quizá todavía un modo en el cual los vivientes pueden sentarse al banquete mesiánico de los justos sin asumir una tarea histórica y sin hacer funcionar la máquina antropológica. (opus cit. pg. 168)

Agamben se equivoca, creo yo, cuando dice que no hay tiempo ya para la Metafísica y la Política. Como dato histórico, eso parece lejos de ser cierto. Pero, dejando a un lado las predicciones historiográficas, queda por discutir la “bondad” (teórica) de ese “mesianismo”. ¿Es él la verdad única, o es solo, en el mejor de los casos, la única o mejor alternativa a la Metafísica? Para eso hará falta primero que la Metafísica sea definitivamente, esta vez sí, vieja y sin lugar. Hará falta que las tesis de Agamben y de los postmetafísicos en general (¿quizás tesis, ellas mismas, subrepticiamente metafísicas y ontológicas?) sean incuestionablemente correctas.

Requeriría una atención especial la argumentación (porque es argumentación) de Agamben respecto de cómo la categoría del “cualquiera” (quodlibet) deconstruye definitivamente la dualidad universal – particular de la ontología. Hay, en efecto, una paradoja o aporía fundamental en el corazón de la sabiduría de Aristóteles. Según nos dice, la sabiduría lo es de lo universal. Pero, como sabemos, la realidad no puede ser lo universal. Tampoco puede ser lo particular. Tiene que ser, como quiere Hegel, lo individual, allí donde se sintetizan lo más universal y lo más concreto. En el extremo, la esencia o concepto no tiene más objeto que referirse a lo indivisible e inconceptualizable, a la existencia, a la sustancia e hipóstasis, y quizás esto no pueda hacerlo nunca el concepto. Todo esto es digno de diálogo, lo digno de diálogo. Pero este diálogo solo puede hacerse en el interior de la Metafísica o sabiduría primera buscada, mediante el cultivo de lo universal junto a lo más concreto, porque donde lo universal no es atendido, sino que es sustituido por “recuerdos y fantasías”, como en el mito, o incluso por nada, por nada inteligible, realmente no se va más allá, sino que se permanece en la ebriedad y la somnolencia donde está prohibido pensar.

Mientras sigamos, como seguimos, teniendo la tarea de pensar, nadie puede ahorrarse volver a leer la Metafísica de Aristóteles. El mismo Aristóteles, en los libros siguientes, se dedica a intentar refutar la deconstrucción sofista de la Metafísica y la Ontología. Quizás el moderno deconstruccionismo tenga aún algo que aprender confrontándose con Aristóteles, como ya pasó hace más de dos mil años. Para eso, insistamos, hay que estar ya embarcado en la filosofía, y nadie puede hacer un gesto de reuso. La filosofía, y concretamente la metafísica y la ontología, tienen su pleno lugar hoy, incluso más que nunca.

Sin embargo, el mito, y también esa condición mitoidea de un estado de no-escisión animal-humano, han abandonado antes el diálogo. En verdad, el mito al menos nunca ha entrado en él, tiene prohibido entrar en él. Frente al pensar, el mito, como su otra cara, el pragmatismo materialista, siempre operarán como fuerza contraria, intentando, como el canto de las sirenas, seducirnos y conseguir que nos abandonemos a lo inconsciente, no, en verdad -y contra lo que él “cree” (si es que puede creer algo)-, superando la dualidad de la realidad, sino negándose a pensarla. Tanto el amor a la sabiduría como el amor al mito, dice Aristóteles, surgen de algo parecido, en cierto modo igual: la admiración. Los mitos, y la religión en general, nacen de la conciencia del mysterium tremendum. Pero, mientras que la actitud metafísica dice que lo más divino es lo más cognoscible y digno de ser buscado, la actitud religiosa y mítica queda paralizada por el terror ante la desproporción entre nuestros recursos (recuerdos e imágenes, sobre todo, y solo tímidamente conceptos e ideas) y lo absoluto. Esa paralización contrae al hombre hacia la animalidad y la obediencia, y fuerza a declarar impío todo acercarse al árbol que lo absoluto parece haber puesto justo en el centro del mundo. Lo bueno y lo malo es aceptado, infantilmente, como establecido, como derecho positivo de un monarca absoluto de designios inescrutables. Por eso el mito no es compatible, propiamente, con la ciudadanía, con la soberanía del Hombre. El mismo hombre que es positivista respecto de las leyes, es positivista respecto de la ciencia. Por eso pragmatismo y miticismo son dos caras del mismo “pensamiento”, del pensamiento del no-pensamiento.




[1] (aquí hay una duda en las lecturas del texto, pero no afecta al sentido general del texto –véase el comentario de la edición de García Yebra, Gredos, pg 16, con quien no estoy de acuerdo-)