viernes, 30 de agosto de 2013

Del ser y la traducción


En el Parménides de Platón, una vez que Parménides ha mostrado las aporías de la teoría de las Idea del joven Sócrates pero nos ha advertido inmediatamente también de que si no se aceptan Ideas no habrá cómo explicar el conocimiento, el venerable filósofo de Elea nos insta a ejercitarnos en la dialéctica, para que ningún discutidor pueda reducirlo todo a apariencia. Y expresa así ese ejercicio:

χρ (…) μ μόνον ε στιν καστον ποτιθέμενον σκοπεν τ συμβαίνοντα κ τς ποθέσεως, λλ κα ε μ στι τ ατ τοτο ποτίθεσθαι, ε βούλει μλλον γυμνασθναι. (135 e).

Lo que podemos traducir, “literalmente”, como:

“Es necesario (…) no sólo suponer si es algo (ei éstin hékaston) y observar las consecuencias de ese supuesto, sino también hay que hacer el supuesto de si no es (mè esti) eso mismo, si quieres realmente ejercitarte”.

Pero también podría traducirse literalmente cambiando cada “es” por un “existe” o un “hay”: “si existe cierta cosa”, “si no existe eso mismo”, “si hay cierta cosa”, “si no hay eso”...

Como Sócrates le pide detalle, Parménides añade:

οον, φη, ε βούλει, περ ταύτης τς ποθέσεως ν Ζήνων πέθετο, ε πολλά στι, τί χρ συμβαίνειν κα ατος τος πολλος πρς ατ κα πρς τ ν κα τ ν πρός τε ατ κα πρς τ πολλά: κα α ε μή στι πολλά, πάλιν σκοπεν τί συμβήσεται κα τ ν κα τος πολλος κα πρς ατ κα πρς λληλα (136 a)
“Tomemos –dijo- si quieres, como ejemplo, el supuesto que supuso Zenón, si es múltiple (o “existe(n) varios”. ei pol.lá esti), qué consecuencias es preciso extraer, para los propios múltiples respecto de sí mismos y respecto de lo uno, y para lo uno, respecto de sí y respecto de los múltiples; y en (el supuesto) de si no es múltiple (o “si no existen varios” mé esti pol.lá) otra vez observar qué se sigue tanto para lo uno como para los múltiples, tanto respecto de sí mismos como respecto del otro”.  

Cuando Parménides se aviene a ejercitarse él mismo, a “jugar el laborioso juego” ante los demás, con su propia hipótesis, la enuncia así:

περ το νς ατο ποθέμενος, ετε ν στιν ετε μ ν, τί χρ συμβαίνειν (137b)
“…hacer el supuesto acerca de lo uno mismo, tanto si uno es (existe) como si no uno, qué es necesario deducir”.

O, si se prefiere, algo menos “literalmente”: “si lo uno es o si no (es) / (lo) uno”

Cuando empieza el ejercicio o juego, la primera frase es: 
ε ν στιν, λλο τι οκ ν εη πολλ τ ν (137c)
 “Si uno es, no sería múltiple lo uno”

A continuación recojo otras varias formulaciones que Parménides va usando a lo largo de los diferentes desarrollos de las hipótesis o supuestos del ejercicio dialéctico:

ν ε στιν (142b y c) “(lo) uno si es (/existe / lo hay)”
ν ε στι, τλλα το νς τί χρ πεπονθέναι; (157b) “Uno si es (/existe), los otros que (lo) uno ¿qué es preciso que les afecte?”
πισκοπομεν δ πάλιν ν ε στιν (159b) “Si examinados de nuevo (la hipótesis de) uno si es (/existe)…”
οτω δ ν ε στιν, πάντα τέ στι τ ν κα οδ ν στι κα πρς αυτ κα πρς τ λλα σαύτως. (160b) “Así que, uno si es (si es uno), todas las cosas es lo uno y a la vez nada (/lo) uno es, tanto respecto de sí mismo como respecto de las otras cosas”.
ε δ δ μ στι τ ν (160b) “Pero si no es lo uno…”
ε δ δ μ στι τ ν (160b) “Pero si no es lo uno…”
ν ε μ στι, τί χρ εναι (160d) “Uno si no es (si no es uno), ¿qué es necesario que sea (/exista, haya..)?”
ν ε μ στι, φαμέν, τί χρ περ ατο συμβαίνειν; (163c) “Uno si no es (si no es uno), decíamos, ¿qué es preciso deducir acerca de él?”
ν ε μ στι, τλλα τί χρ πεπονθέναι. (164b) “Uno si no es, ¿los otros qué es preciso que padezcan?”
ν ετ στιν ετε μ στιν, ατό τε κα τλλα κα πρς ατ κα πρς λληλα πάντα πάντως στί τε κα οκ στι κα φαίνεταί τε κα ο φαίνεται. (166c) “Tanto si uno es como si no es, él y los otros, tanto respecto de sí mismos como unos respecto a los otros, todo completamente son y no son, y aparecen  y no aparecen”.

                                                                       ****

…Es uno, uno es, existe uno, uno existe, lo uno es, es lo uno, lo uno existe, existe lo uno, hay uno, hay lo uno… Todas estas y otras quizás podrían ser maneras de traducir lo que dice Platón. Ninguna es especialmente mejor ni peor. Son mejores, desde luego, las más literales, pero este es un asunto prácticamente solo técnico y mucho menos relevante de lo que se cree. Todas son básicamente tan buenas como nosotros seamos capaces de pensarlas, y todas son tan opacas como sea nuestra opacidad para con lo que quieren decir.

La diversidad de posibles traducciones es menos relevante de lo que se cree porque, sin ir más lejos, Platón mismo la considera irrelevante. Quien analice el texto y observe en qué momento utiliza cada expresión, verá que Platón no otorga un significado distinto y específico a cada una de esas diferentes formas de decir lo mismo. Usa la misma expresión en hipótesis que concluyen cosas diferentes, y usa formas diferentes dentro de la misma hipótesis.

En especial, Platón no da ningún pábulo a una presunta distinción entre el valor “existencial” y el “copulativo” del término “ser”. La misma forma lógica o filosófica subyacente hay en “uno es” que en “lo que es, es uno”. Por supuesto, al lenguaje cotidiano (y al científico, al filólogo) le choca la expresión “si uno es”, de una manera en que no le choca la expresión “si agua cae” (y por eso intenta forzar la literalidad introduciendo artículos y otras vulgarizaciones), pero esto “sólo” se debe a que las expresiones de Platón son filosóficas, ontológicas, metafísicas, y no cotidianas (ni científicas). Se trata en el texto, “simplemente”, de la Idea Uno, es decir, de la Idea de las ideas, y de su symploké o relación con Ser y con todo lo demás que lo Uno (los Otros). Cuando Platón escribe sobre el Ser, está situándose, como corresponde a la Filosofía, antes de cualquier división o articulación de sentidos del Ser. Si hay diferentes sentidos del Ser, eso debe conquistarse mediante una reflexión que no lo presuponga sino que, al contrario, la produzca.

La discusión está, por tanto, más allá de todo lo que quiera pensarse de y con la articulación ti katà tinos (predicar algo de algo), articulación o estructura con la que algunos han intentado explicar y reducir a época tal o cual pensamiento filosófico o metafísico. Por supuesto, de una manera puramente externa, nadie habla o escribe sin usar algo que pueda describirse como “predicar algo de algo” (ni siquiera quienes señalan esa articulación como solo una forma de pensar y profetizan otro modo de relacionarse con el Ser). Pero, insisto, esta articulación es, en todo caso, producida o descubierta por la propia reflexión filosófica. Quien intente reducir a ese análisis los pensamientos de Platón, Aristóteles o cualquier otro, como si estuviese dando con sus impensados, se incapacita para entender a estos filósofos.

¿Qué puede hacer, entonces, un traductor con el texto de Platón, si hay tantas maneras de leerlo? Es tan imposible como innecesario molestarse en traducirlo de una manera esencialmente mejor que otra. Es imposible porque la traducción no puede (ninguna traducción puede) evitar las interpretaciones que para autor y lector van unidas a las palabras. Pero es innecesario, porque cualquier traducción (que sea una traducción) es buena para quien está llamado y en la medida en que está llamado a entender el texto. Cualquier manera de traducirlo permite al lector que está pensando el asunto, comprenderlo; cualquier manera de traducirlo es incapaz de hacerlo entender para quien no está en el estado de entenderlo. Los únicos límites requeridos, digo, son los mínimos que definirían científicamente una traducción, es decir, cosa de mera lingüística, no de abstrusas especulaciones.

¿Qué puede aportar el traductor, más allá de una traducción lingüísticamente más o menos correcta? Lo que puede aportar el traductor, pero ya fuera de la traducción, es su propia “lectura” o interpretación, en notas a pie de página por ejemplo. Buena parte de ello pertenecerá, seguramente, al género de la pedantería y la superficialidad, es decir del saber erudito pretendiendo solucionar lo filosófico. Lo filosófico está en sentido contrario a cualquier erudición. En algunos casos, sin embargo, sí será una interpretación filosófica, una auténtica “lectura” filosófica, pero solo una interpretación entre otras posibles, y, sobre todo, una “lectura” o interpretación que no podrá ser trasladada al texto mediante traducción, por más que se lo intente, porque los términos de la traducción permanecen irremediablemente polisémicos, abiertos a la inteligencia que es la que puede proporcionar inteligibilidad.

Podría decirse, entonces, que el traductor, si por una parte es en algún modo un traidor pese a sí, es, por otra, un traidor inocuo, que solo puede despistar a los que no tenían más remedio que despistarse. La traducción filtra las lecturas filosóficas, criba las no-filosóficas.

En general puede decirse que la calidad de un texto es inversamente proporcional a la cantidad de sufrimiento que ese texto está indefenso para sufrir en manos del traductor. También puede decirse que la calidad de una interpretación es peor cuanto más depende de una traducción escogida.

En este sentido, las interpretaciones tipo-Heidegger son el modelo de lo que no hay que hacer con un texto. De hecho ese tipo de lecturas ni siquiera respetan la traducción en su aspecto más material, sino que intentan embutir en el texto aquellas notas que los filólogos tienen al menos la pulcritud de poner a pié de página, con la pretensión de hacer pasar por traducción su interpretación. En la misma proporción, sus propuestas suelen no contar con el amparo de la filología, como es lógico.

Y la razón de todo esto es sencilla. Mientras Platón (y Aristóteles...) piensa(n) que estamos hablando de lo mismo, de la cosa del pensamiento y el ser, más allá de las palabras y los tiempos (podemos y tenemos que hablar con los antiguos), el hermeneuta busca que estemos hablando de cosas diferentes incluso pese a las palabras. Lo que consigue con eso es eliminar o disolver los problemas filosóficos (Platón y Kant no estarían hablando de lo mismo cuando hablan de la Verdad, etc.), bajo el peso de solo su filosofía, la del hermeneuta. La hermenéutica, como las otras “filosofías del lenguaje”, sueña una disolución de lo metafísico, empujada por ese dualismo moderno para el cual no hay más que lo científico-técnico, por un lado, y lo místico-inescrutable por otro.

Las palabras de Platón sobre la verdadera interpretación y lectura de las palabras, no pueden más que sonarle duras e intragables, como resultan algunas medicinas:
  
Ξένος: καλς γε, Σώκρατες: κν διαφυλάξς τ μ σπουδάζειν π τος νόμασιν, πλουσιώτερος ες τ γρας ναφανήσ φρονήσεως. (Político 261e)
Extranjero.- Muy bien, Sócrates, si preservas eso de no preocuparte por los nombres, más rico te mostrarás, con la edad, en inteligencia”

jueves, 22 de agosto de 2013

Del intelecto y el amor. Acerca de la interpretación de Jean-Luc Marion del argumento (no-)ontológico

Si hay una pieza de la galería de la Historia de la Filosofía a la que nadie o casi nadie dudaría en calificar de “metafísica” (también en el sentido heideggeriano de la palabra) y (pero ahora en sentido no-heideggeriano) “ontológica”, esa es, seguramente, cierto argumento que, en varias versiones, pretende demostrar la existencia real y necesaria de un ser poseedor de todos los atributos positivos en grado absoluto, un ser perfecto, un ser -en palabras de quien pasa por el descubridor del razonamiento- mayor (y mejor) que el cual no pueda pensarse otro. Según sus defensores medievales y modernos, en tanto que quizás en ningún otro caso podemos inferir de la mera esencia o posibilidad (o sea, de un cúmulo de características), la existencia real de algo, en el caso, sin embargo, de la esencia que consiste en la síntesis o, mejor, perfecta unidad de todas las perfecciones, la existencia se sigue necesariamente, ya que es una pura contradicción que el ser perfecto no exista, es decir, que carezca de una, si no la principal, de las perfecciones. Al ser perfecto o, al menos, a aquel mayor que el cual no podemos concebir otro, si lo concebimos, lo concebimos necesariamente como existiendo. El razonamiento parece de genética racionalista platónica. Para Platón la perfección ideal es el único criterio de existencia, realidad u objetividad (tomando estos términos en sentido amplio): una cosa existe en la misma medida en que tiene perfección, y la idea de la perfección misma (lo bueno mismo) es la que más existe (el proto ontos on) y la que da su existencia e inteligibilidad a las demás.

Quienes, a lo largo de los siglos, han rechazado este razonamiento, lo han hecho principalmente desde la tesis de que, al menos para nosotros, seres finitos, no hay ninguna idea o esencia que pueda reclamar su existencia si no puede mostrársenos en o a través de los fenómenos materiales. No basta con que tengamos una idea, por perfecciones que esta acumule en su interior, para que tengamos necesariamente una realidad para ella fuera de nuestra mente. Una idea no es más perfecta porque sea idea de perfección, sino porque pueda ponerse en confrontación sensible, material, aunque sea indirectamente (como causa) con este mundo. El ataque clásico moderno contra este argumento, a manos de quien le puso el nombre de “ontológico”, dice que la existencia es, para nosotros, solo una categoría o condición de validez del discurso teórico, que tiene su otra pata necesaria en los fenómenos. La existencia no añade nada a las propiedades “reales” de algo, sino que indica, solo, que el objeto está “puesto” con relación a nosotros. El “argumento ontológico” es, pues, para Kant, solo uno de esos ilusorios intentos de la paloma de nuestro entendimiento cuando pretende volar en el vacío, es decir, la ilusión metafísica racionalista, la confusión de los conceptos trascendentales con cosas trascendentes.

No recuerdo si Heidegger se refirió alguna vez al “argumento ontológico”, pero supongo que, de haberlo hecho, lo habría colocado, también él, en el conjunto de las obras de la Metafísica y la Onto-teología, es decir, según él, de la confusión de la cuestión del Ser con la del Ente supremo. Dios, el dios de los filósofos, es “solo” el ente más alto, causa primera, presencia o parusía en grado superlativo, Idea pura. Pero esta jerarquía, fundamentalmente unívoca (analógica, en verdad) de los entes, olvidaría la radical diferencia que hay entre el Ente y su Ser, la Diferencia Ontológica. El Ser no es el fundamento de los entes, no es un ente más, aunque sea primero. El Ser no es ente. El Ser, como el Tiempo, lo hay (es gibt), se da. La diferencia ontológica (entre Ser y Ente) no es, pues, la diferencia metafísica, la diferencia de grados de ser, sino una completa heterogeneidad, que está aún por pensar y para la que no hay un lenguaje.

En “¿Es el argumento ontológico realmente ontológico?” (texto original “Is the Ontological Argument Ontological? The Argument according to Anselm and its Metaphysical Interpretation according to Kant”, Journal of the History of Philosophy, 30-2 (1992), pp. 201-218, traducción de Oscar Figueroa, Tópicos 32 (2007), 179-205) Jean-Luc Marion, sin embargo, pretende librar a Anselmo del estigma de la metafísica. Según Marion, su argumento no sería ontológico o metafísico, sino “agatológico-erótico”, podríamos llamarlo (pero no es Marion quien lo llama así), no-ontológico en todo caso. A diferencia de la forma que el argumento (este sí) ontológico presenta en Leibniz y seguramente antes en Descartes, y que fue el objeto de la crítica de Kant, en Anselmo no se trataría de inferir la existencia de Dios a partir de una esencia positiva, de un concepto suyo definido (el ser necesario, por ejemplo, en Leibniz), sino a partir, precisamente, de la imposibilidad de conceptualizar a o poseer intelectivamente la esencia de Dios.

Para que se pueda hablar de un argumento ontológico, dice Marion, es necesario que se cumplan dos condiciones: (1) que se intente llegar a la existencia de Dios a partir de un concepto de su esencia, y (2) que tal esencia se interprete como universal e incondicionada. Pues bien, según nuestro filósofo, ninguna de las dos condiciones se aplica al argumento de Anselmo.

En cuanto a lo primero, Marion considera evidente que en Anselmo no se parte de (antes bien, explícitamente se parte de lo contrario a) un concepto positivo de Dios. Anselmo presenta el asunto, dice Marion, del todo bajo el axioma de la prioridad de la fe, una “fe que busca al intelecto” (fides quaerens intellectum), sí, pero en el sentido intenso de que es la fe la que, en todo momento, conduce a la razón: “Ciertamente –cita Marion- no busco entender para creer, sino que creo para entender. Y, en efecto, creo en esto porque a menos de que crea no podré entender”. Para Anselmo, pues, la fe sería el principio y horizonte último de todo entendimiento posible. La conclusión del argumento es, también, un Dios que “habita en una luz inaccesible”. El argumento, pues, ni en su punto de partida ni allí donde concluye hace uso de un concepto, sino deliberadamente de un no-concepto. “Algo tal que nada más grande puede pensarse” (id quo majus cogitari nequit o aliquid quo nihil majus cogitari possit) hay que entenderlo, dice Marion, como expresión de la imposibilidad de pensar ningún concepto de Dios. El concepto de Dios, en todo caso, es el concepto de no-concepto:

“Entendido como concepto, a Dios conviene únicamente el hecho de trascender todo concepto. Apenas algo es concebible dentro de ciertos límites, irremediablemente ese objeto no podrá alcanzar a Dios. Por el contrario, el pensamiento se abre a la cuestión de Dios sólo en la medida en que se enfrenta a sus propios límites. La capacidad del pensamiento para trascender todo concepto, o mejor dicho, para experimentar los límites de su poder para pensar son la única evidencia con que se cuenta para hablar de que el pensamiento en verdad se las está viendo con la cuestión de Dios (…) Dios aparece tan pronto como el pensamiento no puede ir más allá; Dios comienza justo allí donde y cuando el pensamiento toca sus límites”.

Se puede decir, “paradójicamente”, señala Marion (pero no tan paradójicamente, a mi parecer, por lo que veremos más adelante), que el argumento de Anselmo tiene un carácter crítico-trascendental, y que accede a lo trascendente negando, precisamente, la posibilidad de una prueba trascendental. Su contenido crítico es al menos tanto como el de Kant. En cambio, Tomás, siguiendo al aristotelismo, permanece preso de la metafísica, malentiende el argumento de Anselmo viendo como problema justo lo que es su virtud (o sea, que Dios no es cognoscible a partir de conceptos quoad nos), y las propias cinco vías tomistas son otras tantas pruebas verdaderamente ontológicas que parten de esencias o conceptos bien definidos.

El decurso de la argumentación de Anselmo es, entonces, este: I, se parte de un no-concepto irrefutable (el no-concepto de Dios es irrefutable, porque si se le entiende, como concepto de autolimitación, no hay manera de negarlo); II, ese no-concepto, o límite del pensamiento, lleva a algo trascendente, más allá de todo límite, a algo infinito; y, III, a ese algo solo cabe atribuirle la existencia o realidad, pero sin pasar por el conocimiento de su esencia.

Claro que, se hace cargo Marion, podría objetársele a ese argumento que no hay razones para atribuir existencia a algo de lo que el entendimiento no puede hacerse ningún concepto. Pero esto, según Marion, se responde inmediatamente cuando advertimos que el no-concepto de límite que es el punto de partida de Anselmo, es, no un no-concepto de mínimo de inteligibilidad, sino, al contrario, un no-concepto de máximos. El intelecto advierte que, en su grado máximo, aparece (conciencia de) su propio límite, lo que remite a lo trascendente, ya sin concepto. Porque, según Anselmo según Marion, hay tres “grados de ser”: ser solo en el intelecto, ser en el intelecto y en la realidad, y ser o existir en realidad pero no estar en el intelecto. “Por tanto, Señor, no sólo eres algo tal que nada más grande puede pensarse; eres además algo más grande que lo que puede pensarse” (Ergo, Domine, non solum es quo majus cogitari nequit, sed es quiddam majus quam cogitari possit; Proslogion XV, 112). Es precisamente la incapacidad del intelecto para producir la esencia de Dios, por su límite máximo, lo que lleva a inferir a Dios.

En cuando a 2 (es decir, acerca del carácter que se atribuye a la esencia de Dios) el argumento de Anselmo lleva a cabo, según Marion, una segunda y más radical ruptura del lenguaje ontológico y de la esencia, cuando convierte la expresión inicial en esta: [id] quod nihil melius cogitari potest (Proslogion XIV, 111), es decir, cuando sustituye el concepto cuantitativo (maius) por el cualitativo-axiológico (melius), cambiando la lógica del máximo ser por la del máximo bien. Esto, dice Marion, nos remite inmediatamente al epékeina tees ousías de Platón (República 509b), al Bien más allá del Ser. Lo que va más allá de todo concepto no es algo simplemente mayor, sino algo mejor, el Bien. Solo el Bien (la razón práctica) supera al Ser (de la razón teórica).

Y esto, a su vez, supone la necesidad de apelar al amor:

“Alcanzar el límite de nuestro poder para pensar (conforme al principio de lo máximo) equivale a esforzarse por alcanzar lo mejor a través del amor (tantum amabunt, quantum cognoscent). El amor va más allá del entendimiento porque posee la capacidad de desear aquello que no nos está dado conocer; el entendimiento, por su parte, carece de esta capacidad”.

Si lo que se busca es conocer a Dios como melius, esto es, como el Bien supremo, el pensamiento ni debe ni puede basarse en el concepto (imposible) de una esencia inaccesible; antes bien debe echar mano de su propio deseo sin ninguna otra ayuda que la de su poder infinito para amar.

Esto, dice Marion, no condena al argumento al campo de lo irracional o “lo místico”. Se trata solo del reconocimiento de que la trascendencia de Dios no es la del máximo ente, que “los aspectos más fundamentales de Dios están por completo fuera del alcance de conceptos finitos”. Anselmo, como Kant y Heidegger, habría estado convencido de que el ser, en cuanto tal, es siempre finito.

La postura de Anselmo tendría, por lo demás, su filiación y pedigrí filosóficos (y teológicos, claro) en la tradición: remite, decíamos, a Platón, y también a la expresión de Pablo “conocer la caridad hiperbólica de Cristo que sobrepasa cualquier otro conocimiento” (Efesios 3.10)

La mayor dificulta que subsiste para Anselmo (para el Anselmo de Jean-Luc Marion) y para cualquier filosofía de la supremacía del amor sobre el entendimiento, como lo es la del propio Marion, es la de si es posible desarrollar argumentos fuera de la Metafísica:

“¿Tiene sentido admitir argumentos concluyentes y racionales sin admitir sin embargo la primacía del ser, esto es, de la metafísica, y, en consecuencia, de la lógica? ¿Hasta qué punto depende la lógica de la metafísica? ¿Cómo podría ser válido un argumento no metafísico?
Podemos concluir afirmando que por lo menos un autor estuvo convencido de que ciertos argumentos en efecto escapan al dominio de la metafísica: san Anselmo.”

 Pero ¿es el argumento de Anselmo lo que dice Jean-Luc Marion que es? Y, ¿es el argumento del Anselmo de Jean-Luc Marion, un argumento, un buen argumento?

                                                         ****

La lectura de Jean-Luc Marion del argumento anselmiano como argumento no-ontológico, quiere, arrebatándola de la Metafísica, inscribir esa extraña pieza filosófica del teólogo y monje benedictino en el pensamiento no ontoteológico surgido o puesto en vigor con la reciente muerte de Dios y de la Metafísica. El mismo Marion ha pensado una filosofía no-ontológica como Dios sin el Ser, y donde el Amor es situado más allá de todo concepto. Más profunda y fundamental que la certeza de existir (que es en la que se detiene la Metafísica) es la de que me aman: solo esta supera el nihilismo (El fenómeno erótico).

No puede negarse el interés del intento de Marion, así como su alarde de pericia y, digámoslo también, osadía interpretativa. Desde luego, es muy legítimo dar una lectura nueva de cualquier autor y texto, que, en lugar de alejarlo, nos acerque a él, o le acerque a nosotros. También conocemos, no obstante, las tergiversaciones y violencias a que este ejercicio de “apropiación” puede dar lugar. En relación con el reseñado ejercicio de Marion, tengo reparos en dos sentidos, el hermenéutico y el puramente filosófico. ¿Son Anselmo y, sobre todo, Platón, pensadores no metafísicos, no ontológicos, que habrían reconocido la superioridad del amor y la “razón práctica” sobre el intelecto, y, por tanto, serían ajenos a la confusión del ser con la presencia y lo conceptualizable? Y, sean o no sean así esos pensadores, ¿debemos entregarnos a esta propuesta filosófica? Empezaré aquí con la primera cuestión, que es la menor, y dejo para otra ocasión la segunda pregunta.

Creo, para empezar por Anselmo, que los elementos textuales a que se atiene Marion no apoyan suficientemente su interpretación. Dejando a un lado que varias de las citas que escoge como ilustración ni siquiera me parece que ilustren lo que pretende (por ejemplo, cuando, después de decir que para Anselmo el amor va más allá del entendimiento, cita: “Desea ese único bien, que es todo bien”, lo que de ninguna manera me parece que apoye esa tesis de prioridad; o cuando, para ilustrar que en Anselmo la fe es quien da contenido y conduce al intelecto, cita las famosas expresiones “fe que busca al intelecto” y “ciertamente no busco entender para creer, sino que creo para entender. Y, en efecto, creo en esto porque ‘a menos de que crea no podré entender”, lo que podría decir perfectamente cualquier teólogo, por metafísico que fuese, y el propio Anselmo diría de cualquier otro asunto, porque se trata solo de la tesis de la prioridad de la fe sobre la razón, lo que no implica que la razón no tenga, para estos autores, autonomía en aquello de que trata), me parece que la interpretación general se basa en una consideración sesgada de los diversos aspectos del pensamiento anselmiano. Dicho brevemente, me parece que Marion insiste en las expresiones más propias de la vía negativa (negar de Dios todo predicado para remitir a su infinitud e incomprensibilidad), e incluso cree encontrarlas donde yo veo más bien lo contrario, y no repara en todas aquellas expresiones propias de la vía positiva (afirmar supereminentemente de Dios todo predicado para remitir a su plenitud de ser). La Metafísica, al menos si se la limpia del empobrecimiento de la interpretación postmetafísica, es ambas vías, porque es dialéctica y analógica. Y concretamente el argumento de Anselmo, se apoya más en la vía positiva que en la negativa, la cual aparece solo como complemento “retórico”. Veámoslo.

La interpretación de Marion comienza con la tesis del carácter no-conceptual de la noción que sirve de punto de partida a Anselmo (aquello mayor –mejor- que lo cual nada puede pensarse). Este concepto del no-concepto no ofrecería un contenido positivo, una esencia, sino solo la denuncia del límite de la capacidad de concebir (del intelecto). Es cierto que hay un aspecto en que el concepto del que parte Anselmo para entender a Dios es un concepto limitado, y aun un concepto consciente de su limitación. Esto, no obstante, vale para todo teólogo y todo filósofo, por ontológico y hasta ontologista que sea. ¿Hay alguien que haya sostenido que tenemos una noción adecuada de lo infinito, absoluto, omni-perfecto? Es más, la tesis de la inadecuación del concepto tiene aplicación para toda noción de cualquier tipo de entidad, no solo de Dios. ¿Alguien ha pretendido que nuestras nociones de las cosas son plenamente adecuadas? Por tanto, es trivial señalar el carácter limitado de toda concepción, aunque, ciertamente, es menos trivial en el caso de Dios. Sin embargo, y esto es lo esencial aquí, el carácter limitado de la noción humana de Dios no tiene ninguna función lógica en el argumento (ni siquiera aparece en él), porque todo él se apoya, al contrario, en que la noción de partida, que es la noción más apropiada de la que disponemos para pensar a Dios (aquello mayor que lo cual nada cabe concebir), es precisamente la más positiva de las nociones (como diría Spinoza, lo verdaderamente limitado es lo finito). En ningún sentido creo que pueda decirse que se trata de un no-concepto, sino, más bien, del concepto por excelencia: Dios es lo mayor pensable (aunque también, desde la teología negativa –que no es la del argumento- se pueda añadir que Dios excede lo pensable, porque ambas cosas son ciertas). Aunque Marion nos pide que pensemos la noción de Anselmo como mero no-concepto, esto sin embargo obvia la cuestión de por qué Anselmo define a Dios como “aquello mayor que lo cual nada cabe pensar”. Y es evidente que Anselmo sabe cómo podemos buscar ese mayor. Por ejemplo, es mayor el que sabe que el que no, el que es libre que el que no, el que tiene poder que el que no. Es decir, ni siquiera se trata de una noción indeterminada, aunque se exprese de manera general, encerrando todas las perfecciones en una. Anselmo nos pide que pensemos esa noción de manera superlativa (no nos pide, obsérvese bien, que pensemos a Dios como “aquello que es mayor que aquello mayor que lo cual nada puede pensarse” –eso, es cierto, también se dirá de Dios, cuando se insista en su supereminencia, pero no es, insisto, la noción que se toma en las premisas del argumento-; pero es que aunque Anselmo nos hubiera pedido -lo que no hace- pensar eso –algo que excede al mayor de los conceptos-, aún así todavía estaría entrañando un concepto positivo de Dios, pues a él se llegaría a través de conceptos ónticos positivos). En la interpretación de Marion falta una consideración del hecho de que Anselmo haya usado la escalera de las propiedades que consideramos ónticamente positivas, para superlativizarlas. Porque si el papel que tuviese la noción de Dios en el argumento fuese meramente  no-conceptual, habría bastado e incluso sido más interesante un concepto meramente negativo, que no se apoyase en ninguna perfección óntica. Pero es obvio que en el maius de la noción de Anselmo están encerradas propiedades positivas, extraídas del mundo, y que el argumento se funda en que Dios es la positividad absoluta de esas nociones, ni siquiera una completa trascendencia respecto de esas positividades.

Esto significa, repito, que Marion pone toda su atención e interés en el aspecto “apofático” o negativo del discurso filosófico-teológico, desconsiderando el aspecto katafático o positivo. Pero desde luego Anselmo no cree que haya que prescindir de este camino, ni siquiera cree, como hemos visto, que sea el más apropiado para la argumentación que pretende (donde, recuérdese, intenta demostrar racionalmente lo que ya cree por fe), porque no dice “Dios es aquello que excede toda concepción por grande que esta sea”, sino que dice “Dios es aquello mayor que lo cual no cabe pensar nada”, o sea, Dios es lo máximo pensable (no lo-impensable).

Por tanto, no hace falta ningún recurso a un amor que vaya más allá de todo concepto, como ocurriría en un anti-intelectualista que, ciertamente, Anselmo no es: Dios es al menos tan Entendimiento como Amor, no más lo segundo; y, a su imagen, las criaturas. Anselmo en ningún caso nos está pidiendo que amemos lo que es completamente inconceptualizable, sino que amemos lo más inteligible en sí, aunque para nosotros su inteligibilidad siempre sea precaria. Nuevamente aquí me parece evidente que la cita anselmiana de Marion en apoyo de su interpretación (tantum amabunt, quantum cognoscent) no apoya la idea de la superioridad del amor sobre el conocimiento, sino más bien al contrario. Es imposible amar lo que no se conoce. Por otra parte, el argumento de que “el amor va más allá del entendimiento porque posee la capacidad de desear aquello que no nos está dado conocer; el entendimiento, por su parte, carece de esta capacidad” encierra la simple tautología de que el entendimiento no puede entender lo que no puede entender (como implicaría una tautología análoga decir que “el entendimiento va más allá del amor porque posee la capacidad de entender aquello que no nos es dado amar”), lo que no permite inferir que el amor vaya más allá del intelecto.

Aún menos aceptable me parece la interpretación del epékeina tees ousías de República 509b, de Platón (y que se remonta al menos a E. Lévinas). ¿Sería Platón el gran no-metafísico de la Historia de la Filosofía? Me parece que esto es incompatible con todos los textos platónicos, incluida, por supuesto, La República, donde la Idea es ontos on, y to agathòn es “solo” la Idea de las Ideas, no algo más allá de las Ideas. El único o al menos principal locus donde se apoya toda ese intento de apropiación antimetafísica de Platón, el citado pasaje 509b, no da apoyo a lo que se pretende. ¿Quiere Platón decir ahí que el Bien, lo Bueno en sí, está más allá de todo ser, siendo, por tanto, completamente heterogéneo al Ser? No. Lo primero, porque Platón usa el término ousía, y no on (no dice “epékeina tou ontos”, como habría dicho coherentemente si hubiese querido situar lo Bueno en sí más allá de la Idea). De manera que es más correcto traducir, como hace, por ejemplo, Conrado Eggers Lan en Gredos, “…el Bien no sea esencia, sino algo que se eleva más allá de la esencia en cuanto a dignidad y a potencia” (en lugar de “no sea ser…”). Pero es que en un pasaje poco posterior del mismo texto, hablando de esa conducción de toda la psique hacia la luz, que es la Educación, dice Sócrates:

οτω σν λ τ ψυχ κ το γιγνομένου περιακτέον εναι, ως ν ες τ ν κα το ντος τ φανότατον δυνατ γένηται νασχέσθαι θεωμένη: τοτο δ εναί φαμεν τγαθόν. 

“apartándose de lo que nace, con el alma entera –del mismo modo que el ojo no es capaz de volverse hacia la luz, dejando la tiniebla, sino en compañía del cuerpo entero-hasta que se hallen en condiciones de afrontar la contemplación del ser e incluso de la parte más brillante del ser, que es aquello a lo que llamamos bien”. (518c traducción de Manuel Fernández-Galiano del pasaje)

 “…la contemplación de lo que es y lo más luminoso de lo que es, que es lo que llamamo el Bien” (traduce Conrado Eggers Lan)

El Bien es, pues, el más luminoso de los seres, el ser puro, no algo más allá del ser.

El dialéctico es descrito como quien se remonta de idea en idea, hasta la idea primera o anhipotética (511b), y en ningún momento el conocimiento del Bien es puesto fuera de la dialéctica, fuera o más allá del cuarto segmento de la línea, de la “visión del ser y lo inteligible” (511c), sino que, en su ascensión, el alma alcanza, como última visión, el sol o bien (516b)

“En fin, he aquí lo que a mí me parece: en el mundo inteligible lo último que se percibe, y con trabajo, es la idea del bien, pero, una vez percibida, hay que colegir que ella es la causa de todo lo recto y lo bello que hay en todas las cosas, que, mientras en el mundo visible ha engendrado la luz y al soberano de ésta, en el inteligible es ella la soberana y productora de verdad y conocimiento, y que tiene por fuerza que verla quien quiera proceder sabiamente en su vida privada o pública.” (517b)

En Platón hay una gradualidad ontológica que pasa de lo limitado a lo infinito o, más bien, absoluto, sin significar por eso la absoluta heterogeneidad del exacerbado dualismo de la filosofía moderna. Por eso, me parece que es preciso rechazar los intentos de apropiarse al gran metafísico por parte del pensamiento (pretendidamente) antimetafísico. Antes bien, Platón es seguramente una lectura esencial para delatar la aporía de ese pensamiento. Pero esto es cuestión para otro momento.


viernes, 2 de agosto de 2013

¿Qué le diría Sócrates a Wertíades? Tertulia en el Ateneo

La legislación de la Educación española está a punto de dar un giro ideológico-pedagógico radical que, a mi juicio, supondría, de prosperar, su mayor perversión. Donde hasta ahora se buscó (por más que, por muchos motivos, no se consiguiera tanto como fuera de desear) la igualdad y equidad, y una pedagogía basada en la implicación intelectual y emocional del alumno en lo que está aprendiendo, se pondrá ahora un sistema discriminador, elitista, competitivo, mercantilista, heterónomo y destinado, como descaradamente decía el primer borrador de la LOMCE, a ser el motor de la competitividad de la economía. Las materias artistas, humanísticas y filosóficas, son preteridas en favor de las más científico-técnicas, y la pedagogía se pliega al espíritu más depredador y vulgarmente meritocrático, al de la mera instrucción o adiestramiento. Solo un Sócrates podría salvarnos de la caterva de estos sofistas, completos ignorantes de todo lo que tiene que ver con lo humano, el conocimiento y la libertad. Es muy probable que, si hubiese un Sócrates entre nosotros, el mercader volviese a envenenarlo, como hiciera hace casi dos mil quinientos años.

El día 10 de Agosto, en el Ateneo de Madrid, a las 18.00 h, leeremos fragmentos del "Wertíades o del
mérito", y debatiremos del asunto.