sábado, 26 de enero de 2013

Ciencia, política, religión y todo lo demás


He vuelto a ver con mis alumnos el vídeo Diseño Inteligente, Darwin contra Dios, en que se cuenta el famoso juicio acerca de si, según querían unos cuantos cristianos fundamentalistas y consiguieron que aprobara el Comité escolar de la ciudad, debía leerse en las clases de ciencias del Instituto de Educación de Dover, Pensilvania, un texto en que se decía que la Teoría de la Evolución no es “más que una teoría”, que “tiene lagunas” y que existe una teoría alternativa, el Diseño Inteligente, que puede competir exitosamente con ella. Los profesores de ciencias se negaban a aceptar ingerencias en su clase, y los padres que los defendían interpusieron una demanda ante el juez. Este caso dividió a la ciudad, y tuvo eco en todos los medios de comunicación. Hasta el presidente del gobierno democrático de Estados Unidos (G. Bush) se manifestó al respecto (¿adivináis en qué sentido?). Para la mayoría del público europeo, y estadounidense también aunque menos, se trata de un caso de “ingerencia” de la religión en la ciencia y en la educación. Para los que promovieron la lectura de aquel texto en clase, en cambio, el evolucionismo es un dogma de la (mayoría de) comunidad científica, y no quieren que sus hijos sean educados en ello como si se tratase de una verdad absoluta, verdad que, a su juicio, es incompatible con sus propias creencias acerca del origen del hombre, basadas en la “palabra divina” de la Biblia. Quizás la mitad de la población de Dover o más (una piadosa ciudad con más de doce iglesias por un solo instituto), estaba de parte de los defensores de la fe.

Hay muchos sentidos en los que ese caso o similares merecen reflexión (¿qué lugar deben ocupar los padres en la escuela y en la educación?, ¿puede y deben mantenerse las creencias “separadas” de los demás aspectos de la vida, especialmente de los más importantes?...) Me voy a fijar aquí en uno que no es, seguramente, el más llamativo ni “importante” (aunque qué sea importante es precisamente parte de lo que quiero plantear), pero que filosóficamente me parece digno de atención: ¿quién debe decidir qué es Ciencia?

¿Qué era exactamente lo que tenía que dirimir el juez en aquel juicio? ¿Acaso si los padres tenían derecho a intervenir en los contenidos de las clases de ciencias? No era eso (o, al menos, no solo ni directa o principalmente) lo que pretendían los “defensores de la causa de la fe”. Ellos aducían que el Evolucionismo no es una teoría tan firme como pretenden sus defensores, que la teoría del Diseño Inteligente es una verdadera alternativa científica, y que, por tanto, era dogmatismo no enseñar a los alumnos ambas teorías. El juez tenía que decidir, al parecer, y entre otras cosas, qué es auténtica ciencia, o qué había que considerar oficialmente como tal.

Por supuesto, el juez, “sensatamente”, se atuvo (decidió atenerse, juzgó oportuno o justo atenerse) a lo que dijeran al respecto los expertos en la ciencia. Unos cuantos científicos tuvieron que declarar ante él, explicando por qué creían que es ciencia la Teoría de la Evolución y no lo es el Diseño Inteligente, y por qué, por tanto, la primera tiene una validez teórica de la que carece la segunda: las teorías científicas, como el Evolucionismo, son hipótesis muy completas y consistentes, que permiten hacer predicciones empíricamente verificables, y que están muy confirmadas y contrastadas por cuidados experimentos. El Diseño Inteligente, en cambio, es una mera “teoría” negativa (se apoya solo en lo que falta a otra), que no permite inferir nada ni, por tanto, avanzar en el conocimiento de los hechos, entre otras mil razones para desecharla. La inmensa mayoría de la comunidad científica tiene claro que se trata de una maniobra religiosa y no de una propuesta científica.

Los ciudadanos creacionistas fundamentalistas decían no compartir la Teoría de la Evolución. Algunos manifestaban, sin ningún pudor, creer que el mundo no tiene ni diez mil años, y que fue creado en seis días. ¡Un tercio y medio de la población estadounidense rechaza la teoría de la evolución! Ahora bien, ¿quiénes son ellos, los ciudadanos, aunque fueran el 99% de la población, para decir que no aceptan la Teoría de la Evolución? ¿Están siquiera en condiciones de tener una creencia acerca de eso? ¿No son solo los expertos en el tema quienes están habilitados para decirlo, aunque sean solo uno por un millón de la población? La defensa de los padres fundamentalistas siguió la “sensata” estrategia de aceptar que, en efecto, son los científicos quienes mejor saben qué es la Ciencia, y que está suficientemente claro qué es eso, y se concentraron sobre todo en buscar algunos expertos o científicos oficiales (con puestos docentes universitarios) que disintiesen de la Teoría de la Evolución. Por pocos que fuesen, y aprovechando que la ciencia (al contrario que las iglesias) quiere tener una conducta no dogmática, justificarían quizás la pertinencia de siquiera mencionar en clase de ciencia la teoría del Diseño Inteligente.

Ahora bien, ¿hicieron bien, el juez y aquellos ciudadanos fundamentalistas, al dejar en manos de los expertos en ciencias la determinación de qué es Ciencia? Eso nos conduce a la pregunta: ¿quiénes son los expertos? (¿quiénes son ellos para ser expertos)? ¿Está la ciencia “cerrada” por criterios universales y objetivos, y puede por tanto asegurarse que, por ejemplo, nunca será ciencia una proposición que no pueda relacionarse de manera lógica con alguna experimentación? Esta es la posición “ingenua” y “sensata” que comparten la inmensa mayoría de los científicos, y que aceptaron el juez y la defensa de los padres cristianos fundamentalistas. Pero quizás esos ciudadanos que no aceptaban la teoría de la evolución no sabían que muchos filósofos podrían haberles provisto de una mejor y más contundente defensa…

Consideremos la idea de que los significados de los términos, y los criterios de su combinación, es decir, de la verdad o validez o aceptabilidad de las proposiciones, son, en una democracia al menos, asunto de consenso social. Así se expresan, por ejemplo, los rotyanos: los criterios epistemológicos son el fruto de un consenso dialogante, no le preexisten. También Feyerabend insistió en que los científicos, en una democracia, tienen que estar al servicio de los ciudadanos y bajo su criterio. No hay una metodología o criterio metafísico o trascendental que justifique el elitismo de la comunidad científica.

Parecida a esta es la tesis (presuntamente antropológica pero, en verdad, filosófica, puesto que pretende, al menos implícitamente, tener importe normativo o metanormativo) de que los criterios de verdad (como los de bondad o cualesquiera otros criterios de validez) son creaciones culturales, y no tienen valor universal o transcultural. Lo que es válido para los científicos occidentales, no lo es para un chamán. Lo que es válido para un hombre culto hijo de una educación secular, no lo es para un hijo de la educación fundamentalista. Ahí acaba todo: ninguna verdad es más verdad que otra.

Ante el dogma añejo de que la ciencia se basa en la experimentación y la deducción lógica, estos filósofos nos pueden recordar que no existen datos puros, sino que cada uno “ve” el mundo desde su perspectiva, y ve lo que quiere o cree conveniente ver; ni hay conmensurabilidad entre unos paradigmas teóricos y otros, sino que cada paradigma teórico tiene su propia realidad y es fruto de la sociedad o la cultura; ni siquiera la  idea de que hay una única lógica está a salvo de ser un dogma, el dogma de los dogmas: quizás los indios hopi no admiten el principio de no-contradicción, o la ley transitiva, o el modus tollens.

Acogiéndose a esto, los fundamentalistas cristianos podrían decir: puesto que no hay datos puros o no contaminados ideológicamente, los datos en los que se basa la concepción naturalista-científica no son mejores que los datos vivenciales del cristiano; puesto que diversas teorías, aunque pretendan ser sobre lo mismo, son inconmensurables si pertenecen a paradigmas distintos, entonces la teoría de que el hombre es fruto de mutaciones aleatorias no es mejor, en ningún sentido objetivo, que la teoría de que fue hecho un día por Dios; puesto que los criterios epistemológicos y la propia lógica no son leyes exentas, las sagradas escrituras pueden ser un perfecto criterio de verdad y credibilidad.

Otra de las concepciones más extendidas acerca de la ciencia (la más extendida entre filósofos, quizás) es el pragmatismo. Esta teoría metacientífica también va, al parecer, más allá del empirismo o el positivismo “ingenuo”. Ni siquiera cree que la última palabra sean los datos (pues no existen), sino que se conforma con creencias útiles. Aunque hoy nos resulte inconcebible que algo como el espiritismo forme parte de la ciencia, si el día de mañana alguien “demuestra pragmáticamente” tener percepciones extrasensoriales, habrá que considerar que “sabe” lo que dice. Hay una cierta interpretación de esto que no va un ápice más allá del positivismo, porque ¿que se entiende por prueba pragmática? Si es una prueba comprobable empíricamente, no hemos avanzado un paso. Ahora bien, supongamos que el pragmatismo va más allá y nos pide que llamemos ciencia a lo que a cada uno nos funciona.

Es fácil imaginar a un devoto cristiano decir algo como: “muchas de las cosas que afirman los científicos, como que el hombre es fruto del azar y no de un proyecto espiritual, son no solo inútiles, sino muy perjudiciales para las buenas costumbres y la vida feliz. No es útil para la vida del hombre rebajar al hombre, etc”. En cualquier caso, la discusión de si algo es ciencia o no, se desplazaría a la cuestión de qué nos es útil.

Hay versiones mixtas, consenso-pragmáticas. Putnam, por ejemplo, dijo que se trata de división del trabajo lingüístico: cada uno nos ocupamos de legislar en una parte del lenguaje. Pero ¿por qué, sino porque somos expertos en ese ámbito? Pero ser experto presupone conocer algo existente en sí. Si no aceptamos eso, entonces hemos de aceptar que el reparto del trabajo es epistemológicamente arbitrio, y tiene solo una contingente causa social o política. Entonces, ¿no deben los fundamentalistas cristianos luchar por hacerse lo suficientemente influyentes en la política como para repartir el trabajo lingüístico a su gusto?

En fin, ¿no tiene la ciudadanía pleno derecho a decidir quiénes son expertos en ciencia y qué de lo que dicen es verdadero, es decir, útil o consensuado? ¿No es una actitud elitista, dogmática, fundamentalista y antidemocrática, creer que solo unos pocos, autodenominados expertos, pueden definir y legislar qué es verdadero? ¿No deberían, los ciudadanos creacionistas de Dover, haber pedido que se votase democráticamente entre los ciudadanos, quizás solo entre los que tienen hijos en la escuela, si debía enseñarse en clases de ciencias naturales el Génesis? ¿Quién y cómo determina qué es Ciencia?

Yo, sin embargo, y como he argumentado otras veces, creo que solo hay una manera correcta de razonar; y que solo hay un método para descubrir cómo es la naturaleza y no puede ser ciencia natural, por definición, la que no consiste en la descripción de lo que puede observarse empíricamente, es decir, en el espacio y en el tiempo; y que basar el conocimiento de la naturaleza en la lectura de un libro de hace más de dos mil años es una actitud casi completamente irracional. Pero quizás los filósofos a los que me he referido tienen razón y no hay nada más racional que nada.

martes, 15 de enero de 2013

El problema metafísico de la consciencia. Por qué no somos máquinas, y por qué somos seres sobrenaturales


La Libertad, es decir, el hecho de que nuestros actos (no nuestros movimientos, que son su aspecto o correlato material, como el plástico del CD o la partitura lo son de la música) están causados por nuestras deliberaciones acerca de lo correcto y lo deseable, es irreducible a naturaleza físico-mecánica, es además imprescindible para explicar no solo aspectos esenciales de nuestra realidad sino también la propia actividad filosófica que consiste en negarla, y no es ni puede ser incompatible con nuestras hipótesis científico-naturales si no se malentienden estas o la propia libertad. No hay razones para la “esperanza” de que se la pueda echar al saco de las entidades ilusorias como se hizo con la generación espontánea. Más en general, cualquier actividad mental que implique, al menos, la racionalidad o alguna forma de normatividad o validez, de universalidad y necesidad (o sea, toda actividad, bien entendida), es intrínsecamente irreducible a meros hechos naturales mecánicos. El caso paradigmático es, quizás, la actividad más puramente teórica, la matemática por ejemplo: la matemática no puede describirse como un cúmulo de hechos neuronales.

O, dirá Penrose, sería inteligible como una actividad cerebral solo si podemos llegar a comprender a esta de una manera muy distinta a la forma en la que la entendemos hasta ahora. Voy en esta entrada a recordar y comentar el argumento que este gran matemático y buen filósofo “platónico” ofrece, sobre todo en la primera parte de Las sombras de la mente (Crítica, Barcelona, 2007 –el original es de 1994-), para rechazar cierta forma típica de reduccionismo que podemos llamar “funcionalismo”, o “Inteligencia Artificial fuerte”, y que es una versión moderna del mecanicismo aplicado a lo mental (del homme machine).

Acerca de la naturaleza de la mente (o, más bien, como él señala, de la consciencia y la inteligencia, en el sentido de “conocimiento” y capacidad de “comprender”) Penrose rechaza tanto la tesis de la Inteligencia Artificial fuerte (I. A.), según la cual la consciencia es el aspecto funcional del cerebro, siendo este una máquina (una entidad enteramente computacional y computable, o algorítmica) y, por tanto, replicable en principio mediante un ordenador; como la posición de la Inteligencia Artificial débil (representada sobre todo por J. Searle), según la cual, aunque todo lo que hace un ser inteligente podría simularse mediante una máquina, esa simulación no conllevaría necesariamente la conciencia, pues una máquina puede ser completamente inconsciente de lo que “hace” cuando “simula” a un ser inteligente; como el “misticismo” (la postura filosófica de Gödel), según el cual la mente es intrínsecamente inasequible para la ciencia porque no es algorítmica.

Contra la posición de Searle, Penrose argumenta (correctamente, a mi juicio) que es una posición poco o nada contrastable. Al fin y al cabo, la única mente que podemos observar es la nuestra propia. Y, si podemos inferir por analogía con nuestra conducta la existencia de mente asociada a los cuerpos de otras personas, ¿por qué no inferirla para todos los cuerpos que se comporten indistinguiblemente igual (en lo esencial) que yo? (Luego veremos que esto no es tan claro y que la postura de Searle no es tan débil como parece, aunque por razones distintas a las que maneja él).

Contra el “misticismo”, Penrose piensa que es preferible apostar por que la ciencia pueda llegar a explicar las “sombras de la mente” aunque para ello haya que “estirar” algo la noción de ciencia, porque fuera de la ciencia no hay nada prometedor. Diré algo sobre esto, más abajo.

Pero la posición contra la que Penrose está más interesado en luchar, tanto por ser la más relevante y contrastable, como por ser quizás la más seductora para un espíritu científico medio, es la teoría reduccionista mecanicista de la I. A. La línea general del argumento principal (y en cierto modo único) de Penrose contra ese mecanicismo moderno, aplicado a la consciencia, es la siguiente:

a) Los teoremas de tipo Gödel-Turing prueban que un sistema formal suficientemente complejo como para contener la serie infinita más simple (la de los números naturales) no es computable, y, por tanto, la matemática no es reducible a un algoritmo.
b) Ahora bien, nosotros somos capaces de entender esas proposiciones que no se pueden reducir a un algoritmo (por ejemplo, entendemos los números naturales y que son una serie infinita);
c) Todas las teorías físicas que conocemos, y cuantas sean cualitativamente similares, son computables (salvo en que incluyen reductos al parecer intrínsecamente aleatorios, lo que no supone, sin embargo, ninguna esperanza para comprender la racionalidad matemática –como no lo suponía para salvar la libertad-)
luego…

¿Luego qué? ¿Qué se deduce de aquí?

Gödel mismo deducía que nuestra inteligencia no puede ser una entidad natural o física, sino que es esencialmente irreducible al cerebro, es decir, a una máquina computacional (puesto que Gödel pensaba que la ciencia natural es y será siempre algorítmica, y no puede ser de otro modo). A esto, decía, Penrose lo califica de misticismo, y le parece una solución desesperada.

Turing, en cambio, dando por evidente que la mente no puede existir  independientemente del cerebro (lo que Gödel calificaba como “prejuicio de nuestra época”), pero aceptando, como Gödel, que la naturaleza y con ella toda ciencia natural es algorítmica, se veía abocado a sostener que el proceso por el que entendemos proposiciones matemáticas verdaderas no computables, tiene que ser un proceso él mismo computable (un proceso en el cerebro) que, por tanto, no es aquel mediante el que creemos que comprendemos la matemática, sino que es para nosotros inconsciente. Penrose considera esta opción más implausible si cabe que el misticismo, y hasta inconsistente. Dedica toda la primera parte del libro a argumentarlo.

Su propia posición es que la mente debe ser asequible a la ciencia y que, de hecho, está estrechamente relacionada con el cerebro, pero que este tiene que poder ser descrito mediante una teoría no-computacional, pues la consciencia no es reducible a algoritmo. Este asunto lo aborda en la parte constructiva y física del libro, la segunda. Aquí me fijaré en la primera, en la argumentación contra el carácter algorítmico de la inteligencia.

Recordémosla otra vez, antes de discutir el contraargumento principal. Penrose da por sentada la corrección de los teoremas tipo Gödel-Turing (que expone, por cierto, en una versión bastante comprensible). Esos teoremas demuestran que, así como los números reales (según probó Cantor mediante el método de diagonalización) tienen una cardinalidad mayor a la de los naturales (transfinita), así, y por un argumento análogo, resulta que las proposiciones matemáticas más simples y obvias para cualquier ser inteligente (como que hay números naturales, y en una cantidad infinita) no se pueden reducir a un proceso algorítmico o computable. Dado que las teorías científicas actuales, incluidas las (mal)llamadas teorías del caos, son todas computables (salvo en aquellos puntos en que son aleatorias), no es posible que la inteligencia sea algorítmica o computable. Esto debería desmontar las pretensiones de quienes piensan que la inteligencia puede ser descrita como una máquina (por ejemplo, estudiando el cerebro más exhaustivamente pero con las herramientas conceptuales –algorítmicas- que ya conocemos). También parece hacer imposible la pretensión de construir máquinas inteligentes, es decir, capaces de comprender realmente la matemática, ya que la manera de construir esas máquinas sería implementar en ellas algún algoritmo (“de arriba-abajo”) que las capacitase para comprender la matemática (incluidas las verdades no-computables) como podemos comprenderlas nosotros, y eso es una contradicción, pues tal algoritmo no existe.

Penrose se entrega durante unas páginas a contestar a posibles réplicas menores a este argumento, unas más interesantes que otras, y las soluciona correctamente, a mi parecer. Pero el principal contraargumento general de los defensores del carácter computacional de inteligencia, y al que Penrose dedica el mayor espacio de la primera parte del libro, es el siguiente (ya mencionado como la posición de Turing):

es posible que la forma en que nosotros comprendemos la matemática (incluidas las proposiciones matemáticas no computables) sea, de todos modos, mediante un algoritmo finito del que no somos conscientes, pero que es el algoritmo con el que funciona nuestro cerebro, y que podríamos quizás incluso descubrir empíricamente.

Según Penrose esto es altamente implausible, si no inconsistente. Suponiendo que fuera posible, tendríamos al menos lo siguiente:

Lo primero, y muy chocante o paradójico, es que resultaría que los matemáticos no creen lo que creen por lo que ellos creen que lo creen (por la cadena de axiomas, teoremas, etc., que se representan conscientemente) sino por un proceso inconsciente (¿freudianoide?). Es decir, literalmente no sabemos lo que estamos “haciendo” cuando hacemos matemáticas (o pensando en general). Lo que creemos hacer (al seguir cadenas de razonamientos, o aceptar axiomas intuitivamente, o, sencillamente, entender que todo número natural tiene un posterior) sería solo un epifenómeno de la verdadera “razón” (¿o “causa”?)  por la que creemos lo que creemos. Parece muy paradójico que la más pura e inteligente de las ciencias, se lleve a cabo mediante un procedimiento del que el matemático no es consciente (y que incluso es inconsistente con él). Los matemáticos no creen estar operando así, sino de una manera muy consciente. Resultaría que la propia consciencia es un epifenómeno (como quieren los filósofos de la sospecha). Pero, ¿podría ser cierto eso?

Ese algoritmo inconsciente “por medio del cual” el cerebro del matemático “comprendería” los teoremas que el matemático cree verdaderos, debería, si no quiere entrar en contradicción con el resultado de Gödel, ser un algoritmo, además, completamente incognoscible para siempre y por principio (si es que eso tiene sentido), al menos si era un algoritmo correcto, es decir, adecuado (lógico-matemáticamente) para concluir en la creencia en la que concluye. Porque si fuese un algoritmo cognoscible y correcto, entonces haría falsa la conclusión de Gödel de que no hay un procedimiento matemático finito para comprender los números naturales.

¿Podría, aquel algoritmo inconsciente “por el que” “comprendemos” la matemática, ser acaso un algoritmo incorrecto o inválido? En ese caso no estaría sujeto a la imposibilidad de Gödel (pues la prueba de Gödel solo dice que no existe un procedimiento computable correcto para la matemática) pero estaría sujeto a algo peor: si el procedimiento por el que el cerebro alcanza las verdades matemáticas no necesita ser correcto, entonces no puede, lógicamente (epistémicamente), discriminar la verdad del error. “Verdad” y “error” serían epifenómenos que, al nivel del algoritmo del cerebro carecerían de sentido. Pero ¿tiene sentido una concepción científica para la cual, correcto e incorrecto, verdadero y falso, son meros epifenómenos o ficciones a las que les subyace una “operación” no evaluable como correcta?

De ser posible, pues, el algoritmo “con el que” “alcanzamos” “verdades” matemáticas, debería ser o intrínsecamente incognoscible o no-correcto. A lo sumo, la conjetura de que existe un algoritmo válido por el que llegamos a “comprender” lo que prohíbe Gödel, sería una conjetura intrínsecamente indemostrable, si es que no es directamente inconsistente. ¿Es aceptable la conjetura de que existe un algoritmo intrínsecamente incognoscible, que nos conduce a “comprender” teoremas? Incluso si eso fuese admisible, la tesis computacional de la inteligencia perdería todo su atractivo: nunca podríamos encontrar el algoritmo por el que funciona. Y ya no sería posible nunca fabricar un robot inteligente instalándole el algoritmo de nuestra inteligencia.

¿Qué explicación proveería, entonces, la ciencia acerca de la inteligencia? ¿Cómo podría haberse originado esta? No de manera natural (de acuerdo, por ejemplo, con las teorías biológicas: evolucionismo, etc.) Toda la teoría evolutiva, como toda teoría biológica, química, o física, es computacional. Los reductos de aleatoriedad de la mecánica cuántica tampoco son una salida para explicar algo, salvo mandándolo a la oscuridad. No importa, tampoco, cuán complejo o cuán “caótico” (es decir, sensible a condiciones iniciales) nos imaginemos el entorno. Si la mente es explicable computacionalmente, tiene que serlo desde su origen. El origen de la mente, como un algoritmo incognoscible por la ciencia, sería algo así como un milagro, como el origen divino. Toda descripción computacional cognoscible violaría la conclusión de Gödel. Y si, para escapar a esto, estuviésemos dispuestos a aceptar algo no algorítmico en el entorno, ¿por qué no aceptarlo en el propio cerebro?

“Pero, se dirá, ¿es que no podemos, entonces, fabricar robots que simulen perfectamente nuestra conducta inteligente? Eso parece inaceptable, viendo que cada vez hay más máquinas que simulan perfectamente y hasta superan lo que consideramos habilidades propias de la inteligencia”. Aquí hay un malentendido fundamental (o uno de los aspectos del malentendido fundamental). Sí, podemos y podremos fabricar robots que simulen con cualquier grado de precisión las habilidades inteligentes, pero eso es porque nosotros sabemos ya, ¡y no computacionalmente, según el teorema de Gödel!, qué proposiciones matemáticas son verdaderas o no y qué operaciones son correctas o no: es decir, somos nosotros quienes determinamos, de manera intuitiva, propiamente matemática, que esas proposiciones y operaciones son verdaderas o correctas. El robot no puede hacerlo: simplemente nos repite o simula, como un loro. Nosotros se las hemos transferido. Si hubiésemos fabricado un robot que “descubre” y “demuestra” teoremas matemáticos falsos, el algoritmo con el que lo fabricaríamos sería del mismo tipo que el algoritmo con el que fabricamos robots que encuentran la verdad. Sencillamente, ese algoritmo lo que hace es reproducir lo que nosotros sabemos, independientemente, que es verdadero.

Supongamos que fabricamos, con un algoritmo como el que podría describir el funcionamiento de nuestro cerebro, un robot capaz de ir incluso más allá de nosotros y comprender no solo esos teoremas que ya conocemos, sino otros prácticamente inasequibles para nosotros. Ese robot comprendería la prueba de Gödel de que no hay un algoritmo para llegar a verdades matemáticas tan simples como que hay infinitos números naturales. Por tanto, debería deducir que él no comprende mediante un algoritmo así. Sin embargo, la forma en que le hemos fabricado es mediante un algoritmo. Si él pudiera llegar a conocer el algoritmo con el que le hemos construido, haría falsa la prueba de Gödel, a no ser que ese algoritmo con el que le hemos fabricado no fuese “correcto”, es decir, que no fuese una justificación lógica de las conclusiones a las que llega el robots como creencias. Así pues, o bien el robot no comprende mediante el algoritmo con que le hemos fabricado (es decir, que no hemos fabricado su inteligencia, pues ni nosotros sabríamos computarla), o bien no comprende en absoluto.

Penrose se hace cargo de la sospecha que puede quedarnos acerca de si no estaremos abusando de la autorreferencia en esta argumentación. Porque el argumento de Penrose se parece al de la paradoja de Richard: “el número que no se puede definir con menos de veinticuatro sílabas” se puede definir con las veintitrés sílabas de la frase anterior. Obviamente, se trata de falta de rigor en la definición. Como dice Penrose, su argumento no implica más autorreferencia que la que implica el teorema de Gödel, al que se considera libre de un uso incorrecto de ella.

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Creo que la argumentación de Penrose prueba con gran claridad que la inteligencia no es mecánica, al menos si: a) definimos máquina mediante los conceptos de computabilidad y similares, b) aceptamos la corrección del teorema de Gödel y c) aceptamos que existen en matemáticas comprensiones como la de que los números naturales tienen una cardinalidad infinita. Penrose “solo” pretende y consigue demostrar que, si se quiere explicar de alguna manera desde la ciencia natural el fenómeno de la mente y la comprensión de las matemáticas, entonces la ciencia como la conocemos es radicalmente insuficiente. La glándula pineal tiene que ser no-mecánica, no-algorítmica… No creo en las glándulas pineales, por muy cuánticas que sean, pero cada vez me doy más cuenta (o eso creo) de que reírse de la glándula pineal es no haber entendido bien ni el problema al que pretende ofrecer una solución ni el carácter de la solución. Aunque también creo que confiar en que alguna glándula pineal salvará la distancia entre consciencia y naturaleza es no ser plenamente consciente de la radical heterogeneidad de ambos “mundos”.

Ninguna ciencia físico-química “explicará” ni reducirá nunca el carácter sobrenatural de la consciencia. La matemática solo se explica desde la matemática, y la ética desde la ética. Y me extraña que el propio Penrose no vea en su propia argumentación la razón: ningún cúmulo de fenómenos podrá suplir la normatividad. Porque, más allá de lo que Penrose pretenda, su argumento delata una vez más la falacia propia de todo reduccionismo “hacia abajo” (naturalista, mecanicista…), de sustituir un ámbito intencional-normativo que tiene sus criterios intrínsecos e irreducibles de validez, por una descripción fáctica de lo que ocurre simultáneamente en el soporte material de la consciencia que comprende. 

Penrose se extraña, con toda la razón, de que se pueda llamar comprensión y conocimiento a algo semejante a lo que “hace” (más bien, le pasa) al algoritmo con que pondríamos, conjeturalmente, describir el funcionamiento del cerebro. Aquí se está jugando con términos como “creer”, “comprender”, “demostrar”, “concluir”… Se está sustituyendo su verdadera naturaleza epistémica (que es el único ámbito donde tienen sentido porque es un ámbito de normatividad o validez, que permite discriminar entre correcto e incorrecto), por el correlato fáctico de lo que ocurre en la naturaleza. No es verdad que estemos “comprendiendo” “verdades” “mediante” el algoritmo con el que se describe el cerebro. El cerebro no comprende, ni intuye, ni deduce, ni prueba nada. Todo eso lo hace la consciencia, y esos conceptos sólo tienen sentido en ella. En lo fáctico no hay más que una materialización o correlato material de la conciencia, y esto solo somos capaces de apreciarlo porque conocemos autónomamente lo normativo.

Penrose dice que podemos y seguramente debemos estirar un poco la ciencia, para que quepa en ella el problema de la mente. Pero si queremos seguir entendiendo por ciencia algo que, de alguna manera tiene que poderse contrastar empíricamente, entonces toda tesis científica tiene que ser de alguna manera conmensurable con entidades espacio-temporales. Ahora bien, ningún hecho espacio-temporal ni cúmulo de ellos puede soportar algo tan simple como el infinito de los números naturales. Por tanto, la consciencia es intrínsecamente inasequible a la ciencia, si entendemos por esta algo contrastable empírico-naturalmente.

Preguntémonos: ¿es contrastable empíricamente lo que dicen tanto la teoría de la Inteligencia Artificial fuerte como Penrose? No lo es, en ninguna de las dos teorías. Ni la teoría de que se puede fabricar inteligencia artificial ni la que dice lo contrario, son contrastables, sencillamente porque la consciencia no es empíricamente contrastable. La fabricación de una máquina que imitase perfectamente todos nuestros actos no probaría lo más mínimo que entiende, sino simplemente, como decía, que copia aquellos actos que nosotros sabemos independientemente que son correctos y le hemos trasmitido. Paralelamente, aunque el día de mañana se desarrollase una teoría física no-computacional, como sueña Penrose, esto no resolvería el problema de la consciencia en ningún sentido. Simplemente haría más inteligiblemente compatible la consciencia con el cerebro, pues ambos podrían ser considerados ámbitos no-algorítmicos, pero las microentidades físicas que aquella ciencia física futura postulase, no podrían explicar ni soportar el “hecho” de la normatividad.

Se ha dicho siempre que en lo natural no hay valores. Eso es cierto: no están allí más que en forma de copia ya no axiológica. Pero “correcto” e “incorrecto” en su sentido y uso teórico son también valores, son axiología, la axiología del conocimiento: tienen un papel normativo y trascendental (si no trascendente) y no pueden encontrarse en lo fáctico, al que sin embargo hacen posible e inteligible. Otra manera de expresar esto es diciendo, con Platón (y con Gödel), que si comprendemos lo infinito (pero “comprender lo infinito” es un pleonasmo), si comprendemos lo infinito, entonces no somos naturales. 

domingo, 13 de enero de 2013

El problema metafísico de la Libertad, VII. Superveniencia y Subveniencia. Una solución "aristotélica"

Decido levantarme del sofá porque deseo escuchar un CD con la música de la Quinta Sinfonía de Beethoven porque creo que acabo de entender de otra manera cierto pasaje de esa obra. A continuación, mi cuerpo se levanta del sofá. ¿Cómo puede entenderse esto: cómo una serie de creencias, razonamientos y deseos conectados entre sí, pueden causar que se levante mi cuerpo del sofá? El problema no es que mi cuerpo esté determinista o indeterministamente en relación de causa-efecto con otros hechos corpóreos. El problema es que parece ininteligible que cosas como creencias y deseos operen sobre trozos de espacio-tiempo. Es el problema de la “comunicación de las sustancias”. La solución no creo que sea alguna glándula pineal, aunque sea cuántica.

Pero… ¿por qué nos extraña que una representación cause un movimiento o un movimiento cause una representación? Si una relación causal no fuese nada más que una concatenación habitual entre dos fenómenos, pocas cosas podrían extrañarnos menos que el hecho constante de que mis decisiones preceden a mis movimientos o que lo que le pasa a mi cuerpo influye en mis representaciones. Como creo que tenemos razón en extrañarnos, lo que falla es considerar a la relación causal de esa manera tan pobre. En realidad, exigimos con toda razón a una causa que tenga “algo” que ver estructuralmente con el efecto. Uno no puede dar aquello que no tiene.

 En esta entrada voy a proponer, mediante una analogía (muy inadecuada en muchos aspectos -téngase en cuenta- pero no, espero, en un aspecto básico), que podemos entender la relación entre intencionalidad y naturaleza como una especie de correspondencia estructural entre ámbitos irreducibles entre sí. Una comprensión semejante, “aristotélica” podríamos llamarla, me parece un acercamiento, al problema, superior a cualquier naturalismo o reduccionismo en general, y también es algo más que una mera armonía preestablecida, como la de Leibniz o la de Spinoza (o la de Kant), pero no creo que sea el último estadio concebible, para lo cual habría que adentrarse en la visión platónica.

 Pensemos en una pieza musical grabada en un CD. No me refiero ni a la pieza musical en sí (la Quinta Sinfonía de Beethoven) ni a la interpretación concreta de la cual ese CD es una grabación (aunque este hubiera podido ser otro ejemplo para lo que quiero), ni, tampoco, al objeto físico que es el CD (un trozo de plástico y mercurio), sino concretamente a este caso de una versión de von Karajan grabada en este CD. Hay quizás muchos otros CDs de (o “con”) esa misma versión de la Quinta, aunque también este CD podría haber sido copia única (esto no es relevante). El disco podría, también, haber sido de otro material (chocolate, por ejemplo –según vi una vez haciendo el papel del vinilo-), pero es esta versión concreta en este material concreto. Este CD con la interpretación de la Quinta, es una entidad bastante individual, tan individual como lo son las que llamamos habitualmente sustancias individuales (Pedro o Sócrates).

 Esta entidad bastante individual tiene diferentes niveles de “naturaleza”, entidad o sentido. Al menos, dos: es un trozo de plástico, y es una interpretación de la Quinta. Podemos estudiarla físico-químicamente o musicalmente. El físico puede indagar sus cualidades físicas y el orden de causación propio de ese nivel. El musicólogo puede analizar sus cualidades musicales y las causas (intra-musicales, estéticas) por las que la obra está estructurada y “evoluciona” musicalmente como lo está y lo hace. Uno y otro ámbito o nivel de sentido o realidad son diferentes e irreducibles. Pero a la vez son dos ámbitos o niveles compatibles y, en cierto modo al menos, de una “misma” cosa (una identidad relativa). ¿Cómo se afectan, cómo interactúan ambos niveles de realidad o sentido?

 Empecemos por la dirección de afección que parece más fácil de entender (para la mentalidad ruda que ha ido forjando el materialismo moderno), o sea, la dirección causal que va desde el plástico hacia la música. Aunque en general, a lo largo de la vida útil de un CD, las características e historia físico-químicas del trozo de plástico “viajan en paralelo”, digamos, con las características musicales de las que son soporte, puede en algún momento ocurrir que interfieran en o con la naturaleza musical de esa entidad, y causen cambios en ella. El entorno físico (radiaciones, humedad, calor…) afecta al trozo de plástico que es el CD, y, “mediante” él, a la música (al objeto musical) que es este ejemplar de la Quinta. Si el plástico se daña o raya, la música grabada en él puede oírse mal o incluso volverse inaudible. También se puede reparar el plástico para que siga teniendo o soportando la misma música. La música es “inmanente” al soporte. Lo que afecte al soporte, le afecta indirectamente a ella. Y, como entidad bastante individual que es, la historia de este ejemplar es única.

 Mientras dura la “vida útil” del trozo de plástico que es el lado físico-químico del CD, lo que hay, decía, es un “viajar en paralelo”, una suerte de armonía preestablecida (por el creador-fabricante del CD, en buena medida). ¿Cómo soporta el trozo de plástico a la música? Se puede decir que la música superviene al CD. Pero esto sigue siendo poco decir. Dadas las características físico-químicas del CD, se entiende, necesariamente soporta o contiene la música que contiene, y no otra. Y si el plástico no tuviese las características que tiene, no sonaría a la Quinta. Podemos inferir qué va a sonar a partir de lo que es químicamente el CD. Por tanto, las características físico-químicas del CD son causa de que sea la Quinta. La superveniencia es esa cierta relación causal basada en las propiedades estructurales: la estructura de nivel “inferior” soporta una estructura de nivel “superior”.

 Cabe la tentación de decir que la música es un epifenómeno, incluso una ilusión, cuya “auténtica realidad” es el conjunto de sucesos físico-químicos con los que se corresponde, sea en el CD o en el cerebro. Sin embargo, si uno no conociese independientemente lo que es la música, ni siquiera podría inferirla a partir de lo observable en el nivel físico-químico. Si viajásemos al micromundo de los sucesos cuánticos, no habría ninguna razón para discriminar, entre el baile de partículas diminutas, ese super-macro-evento que sería la Quinta. La música habría desaparecido allí, no solo porque sería inaudible, sino también y sobre todo porque no habría criterios individuantes para objetos musicales. La ontología de ese nivel no sugeriría la ontología macroscópica, aunque si, conociendo esta última, la buscásemos en lo pequeño, podríamos en principio identificar qué cúmulos de eventos, de los entre allí observables, se corresponden con ella. Dado que el nivel óntico de lo musical, pese a ser distinto, no es incompatible con el nivel físico-químico, y dado que la música es un aspecto importante de nuestra realidad, debemos evitar la falacia de que la música en verdad es una ilusión. Pero ¿no es al menos verdad que es una especie de epifenómeno, o sea, que todo lo que pueda ser la música de la Quinta lo será en virtud de las características físico-químicas subyacentes? La verdad es que no:

 Vayamos a la relación causal inversa a la que va desde el plástico a la música: la que va desde la música hacia el trozo de plástico. ¿Hay alguna forma en que el aspecto musical del CD afecta o determina a su lado físico-químico? ¿Qué hace o causa la música sobre la química del CD? La música, hemos dicho antes, superviene al plástico. Pero ahora hay que hablar ya de la relación (cuasi-)recíproca a la superveniencia: la subveniencia. Diré que el plástico de este CD subviene a la música. Con esto quiero decir que este plástico es (además de un mero trozo de plástico) el objeto musical que es porque (a causa de que) es capaz de servir de soporte o materialización a la música. Es decir, que dadas las características del objeto puramente musical “La Quinta”, vienen determinados qué objetos físico-químicos son materializaciones o “cuerpos” de la Quinta y qué objetos no lo son ni pueden serlo.

Subveniencia es la relación metafísica que consiste en que las características formales de un objeto ideal determinan necesariamente qué objetos y eventos materiales (o mentales), de cualquier mundo físico (o mental) posible, pueden servir de soporte material (o mental) al objeto ideal. 
 (Las ‘o’ disyuntivas de esta definición son, desde luego, no excluyentes). 

 Este CD es un ejemplar de la Quinta. ¿Cómo puede ser eso? La razón por la que este CD concreto tiene esa música, es análoga a la razón por la que la interpretación de von Karajan es una interpretación de la Quinta (y no de la Pastoral). Todas las versiones de la Quinta comparten una misma estructura o “forma” esencial: la Quinta Sinfonía misma. Cualquier cosa que aspire a ser una interpretación de la Quinta, tiene que ser un objeto (sea ideal, sea mental o como sea) suficientemente isomorfo a la Quinta sinfonía. (Qué sea “suficiente” -y “relevante”- podría ser cuestión de grados o de cierto todo o nada, eso ahora no importa; tampoco es preciso en este momento definir con precisión qué se entiende por isomorfismo: basta una idea muy general, que se da por evidente). Y, de manera semejante, todas las grabaciones de esa versión concreta de la Quinta, son suficientemente isomorfas con la versión de la Quinta (y, por tanto, entre sí). Esto permite discriminar entre qué es una copia de la Quinta de von Karajan y qué no lo es, y entre qué es una buena o una mala copia, una copia correcta y una defectuosa (como dicen los programas de regrabación). No es preciso conocer el origen natural-causal de la grabación para determinar, por puras razones formales o estructurales, si dos CDs son ejemplares de la misma concreta interpretación de la Quinta.

 ¿Qué distingue, entonces, a una interpretación de otra, y a un ejemplar de CD, de otro de la misma interpretación, si lo que los asemeja es ser isomorfos? Entre la Quinta Sinfonía en-sí (es decir, en cuanto entidad ideal) y una interpretación de ella, hay lo que podríamos llamar relativo anisomorfismo asimétrico. La Quinta Sinfonía-en-sí es la estructura pura. Las diferentes versiones son más o menos fieles en la medida en que respetan más esa estructura, especialmente en sus puntos más estructurales, mientras divergen en aquello que la estructura de la Quinta no precisa (las duraciones exactas, las intensidades exactas…). De manera análoga, entre la música y el plástico hay un isomorfismo fundamental: tanto como sea necesario para que el trozo de plástico sea un ejemplar de la música. El resto puede diferir. Puesto que el trozo de plástico tiene su propia historia físico-química, distinta de la historia o “lógica” interna de la música soportada en él, ambas “historias” (la ideal de la música y la material del plástico) pueden desincronizarse estructuralmente, y el CD “estropearse”, es decir, transformarse en un objeto físico no lo suficientemente isomórfico con la música. Mientras está “sano”, y visto desde la música, la causa formal por la que el CD es un CD (no un mero cacho de plástico) y tiene tal o cual surco aquí y allí, o tantos o cuántos surcos, es la música. Si preguntamos al fabricante por qué el CD tiene tantos círculos, no contestará con una descripción de la historia físico-química, sino con algo como: “porque son los círculos necesarios para que el plástico contenga la música”.

 La música es causa formal de cómo es este CD (no de cómo es este conjunto de infinidad de partículas cuánticas, lo cual es otra entidad –si es siquiera “una” entidad- subyacente). El fabricante es otra causa del CD, la causa “eficiente”. Pero no es necesario en principio suponer que todo objeto tiene, además de forma o causa formal, una causa eficiente, y menos aún una causa eficiente inteligente (y también el eficiente –el fabricante- tiene que tener una relación formal, no aleatoria ni simplemente de “pasar por allí” con lo fabricado). He puesto un ejemplo, como el de la música, que parece implicar necesariamente que haya una causa inteligente que fabrique el CD para que sea un ejemplar que contenga esa música, pero podemos figurarnos el mismo CD que se ha hecho “por casualidad”, y sería igual de analizable musicalmente. Esto sirve para cualquier tipo de estructuras o formas.

La estructura o forma causa que las cosas sean así. La estructura matemática que rija para este universo determina que en este universo puedan darse estos o aquellos eventos (aunque esa estructura solo la vemos desplegarse mediante los eventos, y puede erróneamente creerse que la estructura es algo así como un epifenómeno emergente de los eventos). Desde el punto de vista inferior, las leyes supervienen al universo, pero visto “desde arriba” este mundo subviene a ciertas leyes formales (entre las otras posibles), y la causa por la que ocurre lo que ocurre, es la estructura que lo rige.

 El mundo podría haber sido físico-químicamente de otra manera, es decir, podría haber subvenido a otras estructuras. En ese caso no habría habido estos seres que contiene ahora. La evolución podría haber sido de otra forma. En ese caso no habría habido estos seres inteligentes en el universo, es decir, no se habrían dado. Pero si este universo tenía que o podía contener vida e inteligencia y música, necesariamente tenía que tener ciertas estructuras materiales: tales que replicasen las estructuras Vida, Inteligencia, Quinta Sinfonía, etc.

 Hay una cosa fundamental que implica la relación de subveniencia, y en la que quiero insistir. La forma que es la Quinta podría haberse dado en muchas materias, y esa interpretación concreta podría haberse dado en muchos soportes: tantas y tantos como sean capaces de implementar una estructura isomorfa a ellas. En este sentido, la forma o estructura es irreduciblemente autónoma respecto de cualquier implementación suya. Incluso aunque nos mantengamos en una metafísica (“aristotélica”) para la cual las formas son siempre inmanentes a alguna materia, será también verdad que las formas son irreducibles a la(s) materia(s), y que las formas explican causalmente cómo es que es la naturaleza de las cosas. No obstante, hay razones para no estar satisfecho con una versión meramente inmanente o “aristotélica” de las formas o estructuras, sino para sostener, más bien, la completa autonomía de los objetos ideales, tales como la Quinta. Pero no entraré en esta cuestión en este momento.

 Por otra parte, sería una ilusión filosófica creer que ese dualismo metafísico inmanente se anula cuando llegamos al nivel ínfimo de análisis de la naturaleza (lo que podría alentar la esperanza de un monismo materialista): la misma relación que hay entre la música y la partitura o el CD, es la que hay entre la estructura Electrón (que es una estructura o forma) y lo que quiera que sea que subyazga amorfamente a esa estructura. Incluso puede defenderse (pitagórico-¿platónica?-escotista-leibnizianamente) que nada subyace a las formas, más que otras formas, y nada subyace a las formas más ínfimas. Lo más con que se podría haber soñado en el camino reduccionista es con no necesitar estructuras de segundo o enésimo orden (superestructuras), sino conformarnos con estructuras de un solo nivel. Pero, por lo que dije en anteriores entrada, no es posible.

 Pues bien, una manera de entender la relación entre lo mental-intencional (por ejemplo, las decisiones racionales) y lo físico-natural es por analogía con ese ejemplo del CD. Por supuesto, hay múltiples aspectos importantes en los que una persona no es análoga a un CD, ni su alma análoga a un objeto musical. La estructura o forma que define que soy lo que soy es una estructura cualitativamente mucho más compleja: mientras que la Quinta Sinfonía es una estructura inerte e inconsciente, yo soy un vivo consciente. Un ser vivo, a diferencia de un CD, es “autopoiético”. Un CD no se auto-arregla. Un ser vivo tiene una estructura dinámica, mientras que un CD solo la tiene estática (lo más que “hace” es degradarse, o sea, no hace sino que padece). Por eso, un plástico como el del CD no puede ser un soporte adecuado para un ser vivo, y menos aún para un ser consciente (aunque quizás sí para conservar la información suficiente como para fabricar a un vivo).

 Según esta versión, “aristotélica”, soy una entidad psicofísica. La mente superviene al cuerpo, y el cuerpo subviene a la mente. Ambas realidades, mente y cuerpo, tienen sus sendas lógicas internas, con sus órdenes causales propios: las explicaciones intencionales explican primeramente por qué creemos o queremos lo que creemos y queremos; las explicaciones físico-químicas explican primeramente por qué se encuentra el cuerpo en el estado que se encuentra; ambos mundos son irreducibles al otro (concedo esto, aunque lo único que he argumentado es la irreducibilidad de lo mental-intencional, no la inversa); pero, a la vez, hay una relación entre ambos mundos, como inmanentes que son el uno al otro. Una mente es la mente del cuerpo del que es mente, y un cuerpo es el cuerpo de la mente de la que lo es, en la medida en que hay una correspondencia entre ellas, correspondencia que, vista desde uno y otro ámbito, se entiende como la relación, causal-formal, de superveniencia o de subveniencia.

 ¿Cómo es, entonces, que mi voluntad mueve a mi brazo? En el ámbito mental, digo, se suceden una serie de deliberaciones y deseos que conducen a una decisión última concreta (mover el brazo), de manera análoga a como en el nivel musical las variaciones siguen a la exposición del tema. La experiencia representacional o fenomenológica que sigue a una toma de decisión es (suele ser) la constatación de que nuestro cuerpo se ha movido coherentemente con esa decisión (mi brazo se ha movido). Esto solo significa que nuestro cuerpo es el cuerpo sano o adecuado de nuestra mente. Si un CD, como entidad músico-material, tuviese capacidad de pensar, constataría que su lado material sigue el curso esperado para implementar la música que es.

 ¿Qué pasaría si no ocurriese eso, si mi brazo no se levantase? En tal caso, nuestro cuerpo no habría respondido a nuestra voluntad, se habría “desacoplado”. Como esto es, en principio, en ciertos grados y aspectos, posible siempre, algunos filósofos y personas en general creen que nuestros movimientos corporales no permiten juzgar nuestra verdadera voluntad: solo mi consciencia puede valorar la corrección de mi actividad intencional. Análogamente (para lo que se refiere a toda actividad consciente), siempre puede suceder que estemos hablando con un zombi, que no entiende ni jota de lo que dice. Pero, aunque eso es lógicamente posible, no es lo más sensato pensar así, en ninguno de los dos casos. En base a esa posible desconexión puede distinguirse (como hace, por ejemplo, Kant) entre lo ético (“interno”) y lo jurídico (“externo”). Si, en cambio, se produce una descoordinación en el propio proceso (intencional o intramental) de deliberación-decisión, entonces se trata de un fallo mucho más esencial, intrínseco. Puede ser que el sujeto esté falto de suficiente capacidad deliberativa, o quizás tenga una “mala” voluntad, etc. La libertad tiene lugar primordialmente en ese ámbito, el de la deliberación consciente, intencional, intramental. Solo secundariamente se puede decir que un cuerpo es libre, si implementa libertad, es decir, si tiene conductas suficientemente isomorfas con el proceso de deliberación-decisión. El cuerpo es un signo, el mejor signo, del alma.

Decir que somos libres (o sea, que decidimos nuestros deseos de acuerdo a razones y motivos) es, pues, primordialmente, análogo a decir que el movimiento de una sinfonía empieza con la exposición de un motivo y sigue con desarrollo de variaciones, etc.: es la lógica interna a ese tipo de entidad. Lo mismo que la razón o causa por la que el movimiento concluye con tal cadencia es el desarrollo musical anterior, de la misma manera la causa por la que el sujeto decide lo que decide es el proceso deliberativo que le precede, dadas las características de ese sujeto. Igual que hay piezas más interesantes o menos, y desarrollos más lúcidos, profundos, etc., hay sujetos capaces de deliberaciones más lúcidas, profundas, etc.

 Hay que advertir que todo lo que acabo de decir es neutral con respecto a la discusión entre internalismo y externalismo. Putnam y otros han sostenido que los significados (y la vida intencional, en general) “no están en la cabeza”, es decir, en el individuo privado, sino que es algo social. Análogamente podría decirse, en nuestra comparación con la música, que una obra musical lo es en virtud del completo de interpretaciones sociales. Esto solo hace que lo intencional sea más holístico, es decir, que no sea tan fácil decir dónde acaba, y que su correspondencia con el cuerpo sea mucho más difusa: dos cerebros podrían estar en el mismo estado pero corresponderles mundos intencionales completamente diferentes. No voy a discutir esto, aunque no creo que esté en lo cierto.

viernes, 11 de enero de 2013

El problema metafísico de la Libertad, VI. La relación entre libertad y naturaleza como una relación causal. I

Si mis razonamientos de entradas anteriores no están fundamentalmente equivocados y la noción de libertad (junto con las otras nociones intencionales o mentales –identificaré ambas cosas sin discutir ahora si deben ser identificadas: no importa para la argumentación-) no solo no es incompatible con la naturaleza física, sino que es irreducible a ella y también necesaria para explicar inteligiblemente lo real, entonces ¿qué relación hay que pensar que existe entre lo uno y lo otro, entre mi libertad y mi cuerpo? Hasta ahora me he dedicado a la parte “negativa” de rechazar el rechazo de la noción de libertad (y anejas). Aquí abordo la cuestión de manera positiva.

Para empezar, creo que la relación (o relaciones, más bien) entre mental y físico, y entre físico y mental, son relaciones causales de pleno derecho. Aunque también creo que eso no es mucho decir, porque las preguntas del tipo “por qué” (que son las que preguntan por causas) forman una clase muy abarcadora.

El lenguaje corriente (incluyendo el lenguaje en que se expresan las personas más cultas y sabias) implica claramente que se trata de una relación causal. “Me va como me va por mi manera de ver las cosas”, “la tila me serenó”, “el miedo y el estrés me provocaron sudores fríos” etc. Yo distinguiría al menos cuatro tipos de causación, en relación con nuestro asunto:

  • Causación intramental.- Unos estados mentales (pensamientos, deseos, etc.) causan otros. Así, la causa de que crea en la conclusión de una deducción (cree que q) es que creo en la verdad de las premisas (creo que p) y la corrección del procedimiento (creo que “si p, entonces q”). La causa de que decida levantarme es que creo que debería hacer cierta cosa y deseo hacerla. Esto es lo que también se llama “razones”, pero las razones son causas.
  • Causación intranatural.- Unos sucesos físicos causan otros sucesos físicos. La causa de que la piedra esté caliente es que le llega radiación solar. (¿La causa del colapso de onda es la interacción del sistema de observación?). La causa de que mi músculo se contraiga es que mi cerebro emite una orden química.
  • Causación mente-física.- Unos estados mentales causan unos sucesos físicos. La causa de que me levantase del sofá fue mi deseo de poner música en el lector de CDs.
  • Causación física-mente.- Unos sucesos físicos causan estados mentales: Tomo un café y mi mente se despierta; una barrena destroza parte de mi cerebro y esto causa que yo pierda la capacidad de emocionarme.
El lenguaje convencional, digo, implica claramente que en todos estos casos se trata de relaciones causales. ¿Claramente? Bueno, nadie tiene muy claro, quizás, qué es una relación causal, o una causa. En los últimos tiempos, las discusiones filosóficas al respecto abarcan casi todo el espectro imaginable de qué son las causas e incluso si son: ¿cómo definir la relación causal?, ¿son las causas inmanentes (a las distribuciones de materia) o trascendentes, las hay mentales o no, son eventos o son cosas, son concretas o abstractas, son necesariamente anteriores en el tiempo o no…; son o no son? Pero las discusiones en torno a la naturaleza de algo no prueban, por lo general, que no haya tal algo, sino más bien todo lo contrario. Creo que el concepto de causa es todo lo esencial y todo lo claro que pueda desearse, y tampoco veo por qué habría que restringirlo, como se hace convencionalmente en casi toda la filosofía de los últimos siglos. La noción más general de causa parece consistir en el siguiente mínimo:

C es causa de E si y solo si: 
siempre que se da o sucede C, necesariamente se da o sucede  E, y si, en caso de que C no existiera o sucediera, entonces no sucedería E; 
C es anterior a E en el orden ontológico (sea cronológico o de otro tipo).

Se trata, pues, de una relación de necesidad, y asimétrica, entre cosas o eventos (suponiendo que esta dualidad sea irreducible).

Se dice que ya los primeros filósofos buscaron las primeras causas de todo. Aunque “enseguida” (al menos ya con Aristóteles) empezó a distinguirse entre Causa propiamente dicha (aitia), principio (arkhé), elemento (stoikheon), etc. Y después, se habló también de “razón”, “fundamento”, etc. La motivación aristotélica y universal para ese analogismo del concepto de Causa era, como en todo su sistema, distinguir sin enajenar lo ontológico de lo lógico. Los partidarios de una metafísica reduccionista “hacia abajo” han intentado con la noción de causa lo que con todas las que no encajan en su pobre rasero: recortarla o incluso eliminarla por decreto. Como no tenían más remedio que aceptar una relación análoga en otros ámbitos, han preferido el recurso de la equivocidad, con el que “fácilmente” puede uno demostrar que no existe problema alguno en ningún sitio. También los racionalistas platónicos queremos acercar el concepto a nuestro sistema metafísico, y nos negamos a distinguir tipos de causas antes de considerarlas en su unidad o esencia. Creo que debemos rescatar la vieja noción de causa, y creo que es un error metodológico (cuando no otra cosa peor) introducir distingos para disolver problemas reales. El equivocismo es un recurso fácil que se paga con la pérdida de visión.

Así que diremos que la tila causó mi tranquilidad (y no solo, aunque también, efectos químicos en mi cerebro –si fue la “tila”-), y que mi deseo de hacer algo causó que me levantase del sofá. Como Davidson, aunque en otro sentido y con otras motivaciones, creo que las intenciones son causas. Y no solo las intenciones: como bien señala Davidson, también nuestras creencias producen efectos en nuestros actos.

Pero para salvar plenamente la unidad de la noción de causa (o cualquier otra) no basta con encontrar una definición muy general, sino que hay que definirla lo más intensamente posible. ¿Está suficientemente definida la noción de causa tal como se ha hecho más arriba, es decir, como una relación de necesitación asimétrica? Me parece que no.

Podría parecer que al menos la relación causal intranatural es suficientemente clara, y mucho más inteligible que aquellas en que se relacionan diversos niveles (las cuales serían analogías o metáforas a partir de esta). Pero eso es completamente engañoso. Si queremos pensar la relación de causalidad como algo más que un milagro, hace falta pensar qué tiene que haber entre esas cosas o eventos para que esa relación sea necesaria. Lo mismo que algunos filósofos se sienten insatisfechos con la mera implicación material y piden que haya una implicación “estricta” en las deducciones (entendiendo por eso que haya razones estructurales que hagan que una proposición implique a otra), deberíamos buscar qué hace, “lógicamente”, que ciertas cosas sean causas de otras.

¿Cuál fue la causa de que la bola A se desplazase en esa dirección y velocidad? Que otra bola, B, chocó contra ella con tal dirección y fuerza, etc. (donde pone “bola” y “chocar” puede ponerse, en principio, cualquier partícula y fuerza últimas, que conserven el mismo esquema básico). ¿Basta con eso? Obviamente, no. Cabe perfectamente la pregunta: ¿pero por qué ese choque tenía que provocar ese efecto? En otro mundo en que no rigiesen las mismas leyes mecánicas que en este, no se habría producido así. Así que hay que completar la descripción: la bola se desplazó porque otra bola chocó con ella y la estructura de la realidad de este mundo es tal que tenía que seguirse ese efecto. De la misma manera, el universo está en el estado en que está aquí y ahora (en nuestro aquí y ahora) en virtud de las leyes que lo gobiernan.

Eso nos empuja a buscar las razones o causas estructurales por las que la causa de nivel uno, causa al efecto. Y no bastará siquiera (aunque es una condición necesaria) con que la estructura de la causa sea, de alguna manera, afín a la del efecto (por ejemplo, si la causa es 2 parece que debe seguirle el 3): será preciso que tanto la causa como el efecto formen parte de un orden, una estructura, una forma, que a su vez esté inscrita en un orden… universal a ser posible. La mejor explicación de la realidad es la que mejor estructura los hechos y las cosas. Es más, los propios hechos y cosas lo son si y en la medida en que derivan de la estructura en que se inscriben.

Por tanto, hacen bien quienes dicen que el concepto de causa, empobrecido como lo está en el lenguaje reduccionista, tiene poco que aportar. Pero quizás dirán otra cosa si saben que podemos llamar causa a las leyes estructurales de la naturaleza. Entonces podrían aceptar que siguen embarcados en el viejo proyecto de buscar las causas de la naturaleza. Artistóteles decía que la forma o estructura (morphé) es causa. Hay el tópico de que la nueva ciencia acabó con las formas aristotélicas. Pero esto es un gran desconocimiento de las cosas: lo que hizo la ciencia es prescindir (cuanto puede) de las formas cualitativas para limitarse a las formas puramente matemáticas. Si no se hubiese cometido el error de dejar de llamar "causa" a esto, sería más inteligible en qué medida la ciencia moderna es continuidad y en qué medida no lo es, de la ciencia antigua.

Yendo a nuestro asunto, ¿cómo son las causalidades mental-física y física-mental? Es decir, ¿qué relación concreta (o lo más concreta o definida posible) debe haber entre lo uno y lo otro, y entre lo otro y lo uno? Desarrollaré esto en la siguiente entrada.

sábado, 5 de enero de 2013

El problema metafísico de la Libertad, V: ¿Podría un supercientífico encerrarse en la caverna del encefalograma?


En entradas anteriores he intentado hacer ver en qué consiste, a mi juicio, el problema metafísico de la libertad: ¿somos libres, o eso es tan solo una ilusión, porque el concepto de libertad es o bien incompatible con, o bien prescindible a partir de, lo que sabemos del mundo físico? En la última entrada acababa señalando que no hay razones para creer que una descripción intencional es incompatible con la natural o física, lo que no quiere decir que no haya un problema metafísico muy importante en cómo se relacionan lo intencional y lo natural. En otro momento desarrollaré, en positivo, ese asunto. Ahora me centraré en la otra motivación, a mi juicio más interesante que la de la NO-COMPATIBILIDAD, para creer que la libertad es una ilusión: su posible NO-NECESIDAD. Quizás todo lo que nos dice el concepto de la libertad y toda su función, nos lo diga y la cumpla otro grupo de conceptos pertenecientes a un ámbito “inferior” o más básico (físico o material, en general).

Si esa tesis deflacionaria de la noción de Libertad es correcta, debe seguirse lógicamente que hay, en principio, una traducción posible completa de todo lo que hace el concepto de libertad (y anejos), en términos naturalistas. Si no es posible hacer tal reducción, el concepto de libertad es ineliminable, imprescindible, y, por tanto, no es aceptable decir que la libertad es una ilusión o una ficción. Como decía en la anterior entrada, considerar a la Libertad (o a lo que quiera que sea) una “ilusión inevitable” es un mero juego de palabras, porque precisamente el criterio ontológico más neutral (salvo que se pruebe lo contrario), y generalizado, consiste en que lo que no podemos evitar postular para explicar la realidad, es real. Si no fuese así, bien podríamos decir que en verdad nada existe (o al menos ninguna de las cosas en concreto que postulamos como reales), sino que se trata de una(s) ficcion(es) inevitable(s).

Pues bien, argumentaré aquí que los conceptos de Libertad y anejos son completamente imprescindibles para explicar la realidad, incluido ese aspecto de la realidad que consiste en la actividad científica, y también (y esto es lo más fuerte) en la actividad filosófica de quien pretende sostener la tesis de que la Libertad es una ilusión. De modo que no solo es que la Libertad sea una noción relevante para ciertos aspectos de la vida de uno (cosa que podría ser relativa a intereses) sino que es relevante para la propia tesis que pretende negarla, con lo que la tesis resulta inconsistente.

La idea general del argumento es que 
ninguna descripción natural salva el elemento intencional-normativo propio de todo razonamiento, tanto “práctico” (ético) como teórico, es decir, los criterios y aplicación de estos, por los que algo es una deliberación o una reflexión, práctica o teórica. Sin el elemento normativo propio de esos ámbitos, pues, no es solo que carezca de sentido toda deliberación moral, sino que la propia tesis de la ficción de la libertad se convierte en un simple factum neurológico, y pierde la cualidad por la que es considerada “correcta”, “verdadera”, no-ilusioria, etc.

Expondré el argumento en forma de un experimento mental que espero que resulte iluminador.

Imaginemos el siguiente escenario: Estamos en el futuro, y el desarrollo de la ciencia neurológica ha llegado a tal punto que es posible predecir con gran exactitud (prácticamente con seguridad) el estado en que se encontrará un cerebro en un momento dado, teniendo en cuenta sus estados anteriores más los valores de las variables contextuales relevantes, y en qué estado (o clase concreta de estados) se encuentra un cerebro cuando “realiza” cada función psíquica (razonar, desear, imaginar…). Tenemos en ese futuro leyes físicas y leyes de correlación físico-mentales muy seguras. (Supongo, en pro de la discusión –pero quizás sea demasiado suponer-, que efectivamente hay un estado o clase de estados determinables en que tiene que estar un cerebro para que se dé tal o cual estado mental. Evidentemente, si ni siquiera esta condición puede cumplirse, es puro malabarismo filosófico sostener que los hechos neurológicos reducen o explican lo intencional. Por supuesto, la Libertad no tendría nada que ver con el flogisto).

Ahora figurémonos a Supercientífico (Sc, para abreviar). Sc sabe cuanto se sabe en aquella idílica época y, por tanto, puede saber, si lo desea, en qué estado está su cerebro en este momento (lo observa en un encefalograma completo). Una y otra vez puede comprobar que su estado cerebral coincide con lo que, según las leyes de correlación bien establecidas, era de esperar, de acuerdo con lo que está pensando. Concretamente, si mira el encefalograma del instante presente, constata que el cerebro está en el estado correspondiente al estado mental “estoy comprobando en el encefalograma que estoy comprobando en el encefalograma que… mi cerebro está en el estado correspondiente a mi mente cuando comprueba en el encefalograma que comprueba en el encefalograma… en este momento concreto”. También puede comprobar (mirando una fracción del encefalograma referente a un instante anterior) que lo que estaba pensando antes (por ejemplo, “quiero poner a prueba otra vez las leyes de correlación psicofísicas establecidas”) se corresponde en el cerebro con el estado que era previsible. Además de todo esto, y como se hace con toda tecnología, Sc puede, si quiere, provocar que pase en su cerebro lo que él desee: puede suministrarse tal sustancia química para provocarse tal pensamiento (“creer que la libertad es una ficción”, o su contraria, por ejemplo). Todo esto nos permite esa ciencia del futuro.

Esta situación imaginaria tiene que ser posible en principio, si la tesis reduccionista de la mente es correcta. Veamos ahora qué papel cumpliría todo ese conocimiento natural de Sc acerca de su actividad racional práctica y teórica: ¿podría suplirlas, haciéndolas superfluas, salvo quizás por la costumbre o como un modo de abreviar? ¿Está obligado Sc a compartir la tesis metafísica de que la libertad es una ficción, o más bien todo lo contrario (o ninguna de las dos cosas)? Si Sc, en su privilegiada o inmejorable situación, no está obligado a compartir el ficcionalismo de la libertad, el defensor de la realidad de la Libertad no tiene, a mi juicio, que inmutarse lo más mínimo. Si la Libertad es una ficción, Sc tiene que poder cambiar su vida de (ilusorias) deliberaciones y decisiones, por una meramente natural-descriptiva, que tenga secuencias del tipo: “ahora mi cerebro está en el estado X, después estará en el estado Y…” Quizás alguien diga que, aunque pudiera, no debería preferirlo… aunque tampoco este “debería” sería más que una ficción.

Pero lo cierto es que ni siquiera es posible esta vida descriptiva.

Lo primero que hay que ver es que, aunque todo ese conocimiento natural fuese posible (y no veo por qué no podrá serlo, en principio) Sc no tendría ninguna razón para (si es que podía siquiera hacerlo) abandonar su mundo intencional de reflexiones y razonamientos y sustituirlo por un mundo descriptivo neurológico. En caso de que pudiera y decidiera hacer tal cosa estaría empobreciendo enormemente su vida, de manera análoga a quien decidiese considerar en adelante la música estudiando las propiedades químicas de los CDs. Simplemente dejaría de tener contacto con la música.

Pero no es solo que no salve algo que es muy importante, sino que tampoco lo elimina, aunque crea poder hacerlo.

Supongamos que Sc sintiera la tentación siguiente: “puesto que tengo dos descripciones paralelas de lo mismo, de mis pensamientos, voy a quedarme con la más fiable, la que me dice lo que no tiene más remedio que pasar, la neurológica, y considerar una ficción prescindible la explicación mediante conceptos añejos y espiritualistas como Libertad. Me limitaré a contemplar mi encefalograma. Así sabré en todo momento qué estoy pensando y queriendo, y qué pensaré y desearé en cualquier momento posterior, lo que quizás pueda evitarme, de paso, quebraderos de cabeza y ansiedad. Así, además, puedo poner los medios técnicos para satisfacer mis conocidos deseos”.

Pues bien, ese pensamiento de Sc no solo no salva algo que muchos consideramos esencial para lo que es una vida consciente e inteligente, sino que es realmente absurdo e incurre en al menos dos falacias, aunque si Sc llegase a entregarse a él y se encerrase en la caverna del encefalograma, ni él mismo podría entender por qué son falacias.

Repárese, en primer lugar, en que, si Sc cree en la prescindibilidad e ilusoriedad del concepto de libertad, entonces Sc no puede creer que realmente él toma la decisión de encerrarse en la caverna del encefalograma: tiene que creer que ocurre solo lo que no tenía más remedio que ocurrir, y no en virtud de una deliberación racional y una decisión, sino en virtud de las leyes de la física. ¿Por qué no se limita a mirar en su encefalograma qué “decisión” va a ocurrir que toma, en lugar de tomar la decisión? Sc está deliberando acerca de “si debería olvidarme de una vez por todas de la descripción intencional, en términos de libertad, y limitarme a la descripción neurológica de mis pensamientos”. Si mira su encefalograma en ese momento (o un instante después), constata que está(ba) en el estado mental “duda acerca de si olvidarme de pensar en términos mentalistas”. Y, aplicando su superciencia, puede predecir lo que “decidirá”, es decir, en qué estado se encontrará su cerebro al final de la deliberación. Curiosamente, ya no necesita hacer la deliberación…

Aunque tampoco puede evitarla. Lo cierto es que Sc está tomando la decisión de atenerse al encefalograma. Y lo hace de acuerdo con razones y tras una deliberación, eso sí, una deliberación incorrecta (aunque cerebralmente tan real como una correcta). Sc no puede “decidir” dejar de decidir esto, y pasar a simplemente describir que describe. Si Sc decide dedicar el resto de su vida a describir en términos puramente fácticos sus estados mentales, eso será una decisión, y en todo momento seguiría siendo una decisión (renovada), salvo que el individuo se idiotizase hasta el punto (si es posible) de acostumbrarse a vivir sin deliberar y convertirse en el mero observador de un encefalograma “suyo”, si esto es realmente posible. Por supuesto, también correspondiendo a esa decisión de olvidarse de tomar decisiones le corresponde un hecho fáctico, pero nuevamente, ese hecho no salva el razonamiento moral.

De hecho, Sc no está deliberativamente obligado a tomar la decisión de vivir en la caverna del encefalograma. Ni siquiera está obligado a desear lo que sabe que ocurrirá (y deseará). Incluso aunque sepa con toda exactitud lo que necesariamente ocurrirá que acabe deseando y decidiendo, eso no suple su deliberación práctica y su decisión propiamente libre. Hasta aquí, lo que podríamos llamar la “falacia descriptiva”: no elimina ni hace prescindible aquello que pretende reducir explicativamente. Sigue siendo tan necesario como siempre deliberar libremente, es decir, atendiendo a razones y motivos, y no a lo que aparece en un encefalograma. El que lo intencional y lo físico sean compatibles no implica que uno de ellos sea prescindible. Es más, ni siquiera aunque fuesen incompatibles lógicamente, Sc podría prescindir de su mundo intencional en el que la libertad ocupa un lugar central.

Supongamos ahora (para ver la segunda y más conocida falacia) que Sc razona: 
(estoicismo-efectivo) Puesto que sé cómo van a suceder las cosas y qué voy a desear esta tarde, mejor será que lo desee ya ahora y no me intente oponer al curso de la naturaleza.
A veces Spinoza, ese extraño panteísta-mecanicista y, por tanto, gran deflacionista de la libertad, parece llegar a esa conclusión: el sabio conoce el curso de los hechos, y entonces quiere lo que es necesario que ocurra (y ¿no cae a ratos Nietzsche en ese amor fati?). Sin embargo, en otros momentos, se empeña(n) en darnos consejos morales, y nos recomiendan que nos esforcemos en un sentido y no en otro, como si tuviera sentido deliberar y elegir. Esta inconsistencia spinozista está plenamente en todos los reduccionistas modernos de la libertad. Sencillamente no son capaces de separar los niveles intencional-normativo y natural-descriptivo.

Lo cierto es que, si Sc llega a hacer ese razonamiento, está incurriendo en una completa falacia. De “eso va a ocurrir así” o “desearé tal cosa” no se sigue de ninguna manera “debo desearlo”, salvo mediante el principio, ético-normativo (y seguramente falso, pero en todo caso no una proposición descriptiva) de que “debo desear lo que no tiene más remedio que ocurrir”.

Una paradoja semejante se presenta si imaginamos que Sc se plantee la posibilidad de usar sus conocimientos como instrumentos para provocar lo que él desea. De hecho, curiosamente, para un descriptivismo naturalista la tecnología ya no tendría ningún valor, pues no podrá cambiarse lo que de todas maneras no tiene más remedio que ocurrir. Una reflexión tecnológica implica una reflexión moral, que implica a su vez que las cosas se eligen, y se ponen los medios. Si pasásemos a considerar la realidad como una sucesión de eventos que no está en  nuestras manos cambiar, la vieja motivación que algunos le atribuyen a la ciencia, dominar y modificar la naturaleza, carecería de sentido.

Por tanto, la tesis de Sc de que la Libertad es una ficción ni salva ni elimina la deliberación moral, y, en cuanto intenta incorporar lo descriptivo en la propia deliberación moral, como premisa propiamente moral, incurre en una falacia. No hay, pues, ninguna razón para creer que la Libertad es una ilusión, sino todo lo contrario, para creer que es un hecho completamente ineliminable.

Ahora veamos qué implica la visión naturalista en lo que se refiere a ese otro campo de intencionalidad que es la reflexión teórica.

Por las mismas razones que antes, Sc no puede reducir la deliberación teórica a una descripción naturalista o de encefalograma: no podría, por ejemplo, sustituir un razonamiento lógico por la descripción neurológica correlativa y salvar de todas maneras lo esencial. El curso de la reflexión teórica es completamente autónoma:

Supongamos que Sc esté dedicándose a las matemáticas, intentado demostrar un teorema. Sc puede constatar en el encefalograma qué ocurre en su cerebro cuando piensa en el planteamiento del problema o en las premisas de la solución, y puede predecir con exactitud qué pensará dentro de un rato, cuando haya acabado su reflexión acerca de cómo demostrar el teorema y se encuentre pensando la conclusión. Parece, pues, que no necesita para nada la ardua reflexión matemática. Pero ¿sabe, en el caso de que siga toda y sola la descripción de la serie de eventos neurológicos de su cerebro, si lo que estará pensando en el momento en que llegue a la conclusión, será lo correcto, es decir, si la demostración será válida? No: puede predecir si él la creerá y la llamará correcta, pero no si debería creerla correcta, porque el nexo entre los eventos neurológicos no es el nexo lógico que sirve a la demostración. De nada le sirve tampoco constatar lo que pasa en otros cerebros (quizás el de genios matemáticos), pues no podrá decir quién está equivocado. Nuevamente, el aspecto normativo propio de lo intencional queda completamente sin salvar en la descripción naturalista de lo que pasa en el cerebro. No cabe esperar que en el idílico futuro en que vive Sc la gente deje de entregarse a la reflexión puramente teórica, sustituyéndola por descripción neurológica o física en general.

Pero esto, claro está, no afecta solo a un pensamiento acerca de las matemáticas. Afecta también a un pensamiento (metafísico) acerca de la omnipotencia o no de la neurología. Sc no podría justificar su creencia en que la Libertad es una ilusión y todo se describe correctamente con la simple neurología: no puede saber si sus criterios metafísicos y científicos son correctos. Dado que el estado en que se encontrará su cerebro dentro de un rato está completamente determinado por las leyes naturales, no es ni correcto ni incorrecto, es simplemente el que tiene que suceder y no cabe imaginar otro. Todo el razonamiento científico (con su metodología, etc.) es un puro epifenómeno prescindible: el sujeto no se ha dejado realmente convencer por razones, sino que no hay hecho más que pensar lo que no tenía más remedio que pensar. Es obvio que esto no salva, ni elimina, la actividad científica. Y cae, también, en la falacia es-debe, pues de que el cerebro esté en tal estado de creencia no se sigue que yo deba creerlo. Si en algún lugar del mundo hay un sitio donde se puede creer en normatividades teóricas, no es en el contenido de la neurología. Como dijo Husserl, el naturalismo es escepticismo.

En todo lo anterior, he dejado a un lado (aunque merecería la pena abordarlo) el aspecto ético o deontológico que hay en toda actividad teórica de un agente racional. La verdad tiene su propia deontología, propiamente teórica, pero la veracidad implica también la aceptación de criterios éticos.

Podría decirse que no merecía la pena todo este ejercicio de imaginación, porque es impensable que los seres humanos, o algún otro ser inteligente, pueda prescindir de la fenomenología. Al fin y al cabo, incluso cuando Sc se encierre en la caverna del encefalograma y se olvida del lenguaje mentalés (suponiendo que eso pueda hacerse), su vida mental seguirá funcionando: lo que pasa es que ahora su fenomenología contendrá pensamientos acerca de neuronas, en vez de pensamientos acerca de pensamientos. Siempre podrá y tendrá que plantearse si lo que él se representa, en su interior de primera persona, es el cómo son las cosas en sí mismas. Siempre podrá y tendrá que entregarse a la enojé fenomenológica… Por tanto, no necesitamos recurrir específicamente a representaciones normativas: el simple ámbito intencional descriptivo habría bastado.

Eso es, en cierto sentido, cierto, a mi parecer. No obstante, pienso que es preferible plantearlo como lo he planteado, además de porque es un planteamiento más comprometido (de manera que, mostrar que resulta convincente, es más interesante), porque creo que toda la vida mental es, incluso cuando no lo parece, normativa. Es más, creo que todo lenguaje también naturalista, es intrínsecamente normativo. Por tanto, la cuestión estaría mejor descrita diciendo que el lenguaje natural con su normatividad propia, no reduce la normatividad de lo intencional (además de que no es incompatible con ella).

jueves, 3 de enero de 2013

El problema metafísico de la Libertad, IV. Últimos preámbulos y el problema de la Compatibilidad de Libertad y Naturaleza


¿Es la Libertad una ilusión? Aunque doy por presupuesto lo dicho en las entradas anteriores dedicadas a este asunto, volveré a exponer (prometo que por última vez) los principales aspectos del problema, tal como yo prefiero verlo. Así, al menos yo me aclaro un poco:

Decimos que un agente es libre (si es que se puede hablar de “agentes no-libres”) cuando tiene la capacidad de autodeterminar su conducta de acuerdo con una deliberación racional acerca de motivos. Pues bien, ¿no será que todo lo que creemos hacer, cuando deliberamos, sopesamos motivos y razones usando criterios morales, etc., es una ficción, o a lo sumo un epifenómeno, cuya “verdadera” explicación es completamente diferente (una explicación natural-“mecanicista” por ejemplo), donde todas esas nociones práctico-intencionales, incluida la de Libertad, no tienen ninguna función que realizar?

¿Por qué cabe esta sospecha? Porque el concepto de acción libre (o simplemente el de acción) involucra al menos a dos “niveles” o ámbitos de realidad, quizás incompatibles o redundantes, e incluso una relación de causación entre uno y otro ámbito que puede resultar difícil o imposible de comprender y aceptar.

En un nivel intencional de descripción, M (de “mental” –porque es en el ámbito de las nociones mentales donde lo intencional tiene su lugar originario-), donde el concepto de Libertad tiene también su lugar primero, el agente evalúa la realidad de acuerdo con criterios y motivos emocionales y racionales, y elabora un razonamiento práctico, cuya conclusión final es un curso de acción deseado. Hasta aquí todo sucede en el ámbito intencional-mental, pero al final, en los casos normales, la decisión tomada se lleva a ejecución, y entonces ocurre en el ámbito físico un suceso (un movimiento del cuerpo del agente) que se considera “efecto” de la decisión tomada (su causa, pues) y que consideramos, por tanto como acto o acción nuestro. En otro nivel de descripción, F, considerando al cuerpo del agente como objeto físico (un complejo quizás de partículas u otras entidades que la ciencia física postule como últimas), el suceso que identificamos con la acción llevada físicamente a cabo, es describible como un evento (complejo) regido por las leyes que la ciencia física maneja como hipótesis mejor confirmada. Aquí, la relación causa-efecto se da entre sucesos físicos, y las nociones y relaciones intencionales no juegan papel alguno. Además, la acción deliberativa (intencional, de nivel M), es correlacionable, según leyes que relacionan los ámbitos mental y material (y por tanto no pertenecen a solo uno de ellos), con sucesos cerebrales o fisiológicos en general, y, por tanto, con sucesos microfísicos.

Dejando a un lado de momento (lo abordaré en otra entrada) el asunto de si se trata de una causación entre niveles, o no, las principales razones para sostener la tesis metafísica de que la Libertad es una ilusión son dos. Una de ellas, quizás la más radical apela a que:

(NO-COMPATIBILIDAD) el nivel intencional de descripción, en que el concepto de Libertad tiene su sentido primario y fundamental, es incompatible con el nivel F, estando F en mejores condiciones epistemológicas para no ser sacrificado.

El otro argumento sería que:

(NO-NECESIDAD) para contar con una explicación completa de la realidad no es necesario postular la realidad del nivel M, basta con una explicación F.

M sería, a lo sumo, epifenoménico. Para dar cuenta de esta epifenomenicidad se recurre a:

(SUPERVENIENCIA) todo cuanto puede decirse en el nivel M puede explicarse como una suerte de epifenómeno del nivel F, de acuerdo con la noción de superveniencia: una vez dados los hechos del nivel F, necesariamente están determinados los hechos del nivel M.

No obstante, para que esta idea tenga toda su fuerza reduccionista (a favor, por ejemplo, de la reducción naturalista) es preciso añadir algo más:

(ASIMETRÍA) Si no se dan los hechos del nivel F, no se dan los hechos de nivel M
La epifenomenicidad de la Libertad se explicaría como un concepto superveniente asimétrico o menos fundamental que la descripción de nivel “inferior” o más básico (por ejemplo, naturalista microfísica). (Por supuesto, es posible la tesis inversa, una superveniencia asimétrica a favor de lo mental, pero dejaré esto ahora).

Si NO-COMPATIBILIDAD o al menos NO-NECESIDAD son verdaderos, deberíamos razonablemente esperar que

(ELIMINACIÓN) algún día podremos prescindir de los términos intencionales, incluido Libertad, mediante una traducción reductora a términos naturalistas (y microfísicos)

O, como mínimo

(SUPERFLUIDAD) los conceptos ilusorios, como Libertad, serán superfluos a la hora de dar una explicación completa de toda la realidad, pero se conservarían por alguna razón secundaria, como la comodidad o la costumbre.

Mucho menos interesante es la tesis de que,

(ILUSIÓN INEVITABLE) aunque nunca podremos prescindir de esa ficción ni dejar de usar términos intencionales como Libertad para dar cuenta de todo cuanto consideramos relevante, no obstante hemos de considerarla una ficción.

Esta tesis es, a mi juicio, completamente vacua. ¿Qué nos dice acerca de nuestros compromisos ontológicos? ¿Nos permite discriminar lo ficticio de lo que no lo es? ¿No podríamos decir lo mismo (que son ilusiones inevitables) de todos y cada uno de los conceptos que necesitamos para explicar la realidad? ¿No serán simples ficciones necesarias los conceptos de Átomo, Campo, Espacio, e incluso Realidad? Pero, entonces, ¿qué no es una ficción? Esta tesis explica demasiado, por tanto no explica nada. Es la tesis metafísica de que todo es una Ficción.

Vamos, pues, a dejar de lado esta tesis, y centrarnos en combatir la más contrastante y comprometida: la que dice que, puesto que la Libertad es un concepto ilusorio, es prescindible. Así, la Libertad seguirá algún día el camino del flogisto, de Eolo, etc.

Por supuesto, este objetivo solo se cumple si la nueva reducción

(SALVAR LO RELEVANTE) nos permite explicar de manera suficiente todo lo que nos es dado y nos resulta relevante en la realidad.

Hay aquí que hacer una observación muy importante: qué sea relevante y deba ser salvado es, en cierto aspecto, algo relativo a los intereses del sujeto (lo que no quiere decir que sea “subjetivo”: es relevante para un conejo saber cosas distintas que para una persona, pero no es subjetivo que esas cosas sean así o asá –pues en ese caso, no podrían ser relevantes- ni que sea objetivamente relevante para el conejo saberlas). Toda explicación reductora, sea eliminativista o sea meramente deflacionaria, implica una axiología de lo que consideramos relevante. Uno puede pensar que, condenar a los dioses olímpicos al saco de lo imaginario no salva un aspecto muy importante en sus vidas (poético, o religioso). Con el tema de la libertad, por ejemplo, alguien podría creer que todo está salvado si se nos proporciona una descripción presuntamente equivalente pero donde conceptos morales como responsabilidad, acto, etc., han desaparecido y nada hace su papel. Sin embargo, otra persona, más razonablemente, exigirá que la teoría que pretenda explicarlo todo, salve algo tan relevante como el juicio moral. Para demostrar que esta pretensión es imposible de satisfacer y que el juicio moral es una ilusión de la que hay que deshacerse, hace falta mucho más que tener una descripción a otro nivel de presuntamente “lo mismo”. Porque precisamente ya no será relevantemente lo mismo. Así, por ejemplo, una descripción química de una partitura no parece que pueda salvar el contenido estético-musical de la obra. ¿Por qué habría que considerar una mera ilusión este otro nivel, tan relevante y significativo para un sujeto humano? Hace falta demostrar, insisto, que o bien es inconsistente con otras cosas que sabemos más firmemente, o bien es redundante (y, por supuesto, que la propia tesis reductora es consistente y necesaria).

Pues bien, lo que quiero dialécticamente defender en lo que sigue es que

La noción de Libertad, en su sentido habitual y tradicional, es una noción completamente válida y respetable, además de imprescindible para una descripción satisfactoria de todo lo que es relevantemente real para un ser humano.

Creo que se puede argumentar que:

-         la NO-COMPATIBILIDAD de la libertad con la naturaleza, es falsa.
-         la NO-NECESIDAD del concepto de libertad (y anejos) es falsa: el concepto de Libertad es IMPRESCINDIBLE para una completa cosmovisión racional: ninguna otra explicación salva el hecho moral.
-         SUPERVENIENCIA es válida entendida en cierta interpretación, pero
-         ASIMETRÍA es falsa si se interpreta naturalistamente.

Esta tesis de la existencia de la Libertad, igual que su contraria, podría recurrir a cierto argumento empírico: consistiría en la predicción de que nunca se dejará de usar el concepto de Libertad ni será sustituible exhaustivamente por una descripción naturalista. El defensor de la ilusoriedad del concepto de Libertad estaría, por su parte, obligado a hacer la predicción de que algún día el término libertad será sustituido por otros no pertenecientes a la psicología “folk”, o se conservará con clara conciencia de su superfluidad, por motivos como la comodidad o la costumbre. Sería de esperar, por ejemplo, que, ya a estas alturas, los neurólogos hiciesen menos juicios morales y más juicios fácticos sobre su estado cerebral. Lo mismo podría decirse de los físicos cuánticos. Sin haber hecho un estudio al respecto, sospecho que eso no es un ápice así. Por supuesto, esto es una ironía, porque sencillamente no se puede comparar una cosa con la otra. Lo cierto es que, como discusión metafísica que es esta, los argumentos empíricos carecen de valor. Es una cuestión puramente a priori si las nociones de Libertad y naturaleza son compatibles. Porque tanto la noción de Libertad como la de Naturaleza son nociones a priori. Una prueba a posteriori de esta aprioricidad, es que la cuestión se viene discutiendo desde que existe la reflexión humana (pero, por supuesto, esta prueba a posteriori es completamente insuficiente e innecesaria). En cualquier caso, si hay argumentos que a priori hacen inconsistente alguna de las posiciones en discusión, sobran ya los argumentos empíricos.

                                             ****

Empezaré por discutir el problema de la NO-COMPATIBILIDAD. ¿Por qué podría la noción de Libertad entrar en colisión con una teoría acerca de la naturaleza física?

La versión de la incompatibilidad preferida por la tradición es, como he recordado en entradas anteriores, la del Determinismo. Argumenta que, mientras el concepto intencional de Libertad implica el concepto de indeterminación de la realidad (para ser libre, debo poder elegir entre diversos cursos de acción), la hipótesis metafísico-natural más compartida es que la naturaleza sigue comportamientos deterministas o cuasi-deterministas. (Si se piensa un poco, se ve que esto no es un hipótesis científica, es decir, algo que se pueda comprobar de ninguna manera, sino que es un postulado puramente metafísico –¿qué grado de necesidad o probabilidad hay para que las leyes mecánicas postuladas por la física se sigan cumpliendo dentro de un segundo?: completamente indeterminable-. Sin embargo, supongamos que sea una verdadera hipótesis).

Otra versión del determinismo, hoy menos de moda, es el teológico: ¿cómo es compatible la indeterminación implicada por el libre albedrío, con el determinismo de la providencia y omnipotencia divina? Ya los teólogos se esmeraron en demostrar que no hay tal incompatibilidad, pues aunque Dios, en su nivel absoluto y atemporal de poder y conocimiento, sepa lo que voy a hacer, en mi conciencia yo elijo libremente, y eso es todo lo que hace falta para mi libertad. Aunque en el caso del determinismo teológico existe el problema añadido de que Dios es causa completamente necesaria de todo lo que ocurre. No obstante, este debate, creo yo (que me perdone toda la tradición) está desencaminado. Supongamos que Dios no actuase deterministamente, sino estocásticamente, digamos (un dios postmoderno, quizás, o nietzscheano). ¿Afectaría eso menos al problema de la libertad, es decir, a la de la autodeterminación de los agentes finitos? De ninguna manera: sería igual de misterioso cómo es que mis decisiones meditadas y motivadas intencionalmente, consiguen causar un suceso físico, por imprevisible que este fuese. Entraría en colisión, igualmente, la voluntad divina (en este caso, el “buen tuntún”) con la voluntad humana. Uno de los dos órdenes de causación parece anular el otro.

La otra cara de esta mala comprensión, es considerar que la libertad es indeterminación. Ya mencioné a Buridán y su asno: es algo ininteligible, y desde luego lo más ajeno al concepto de libertad, que el sujeto “actúe” de manera indeterminada. Como dijo Hegel, la máxima libertad es la máxima necesidad. El ser más libre es aquel que elije necesariamente lo que ve más razonable, cuando ha contado con la mayor información posible.

Como he intentado explicar en entradas anteriores, tampoco en el problema de la presunta incompatibilidad entre la Libertad y la Naturaleza el asunto es el del determinismo. Ni la Libertad implica un verdadero indeteminismo ni el determinismo científico-natural implica un necesitarismo fuerte (sino que la realidad material es, aunque determinista, intrínsecamente contingente –mientras no se argumente lo contrario-). Aunque el mundo material fuese completamente indeterminista (como el dios postmoderno o nietzscheano), la libertad sería el mismo misterio que es, en su relación con la naturaleza. Es más, se puede decir que los conceptos de determinismo, indeterminismo, probabilidad…, tienen un sentido o lugar muy diferente en el ámbito moral, si es que tienen alguno. ¿Qué significa decir que hay una probabilidad P de que el agente A tome la decisión d? Esta es una información extramoral (como sería extralógico decir que un estudiante de lógica de primer curso tiene una probabilidad P de dar la respuesta correcta a un problema). En el razonamiento práctico o moral, intrínsecamente, todo eso carece de sentido. Sencillamente, los criterios, motivos y razones de un agente implican (necesariamente) la decisión.

Ahora bien, el hecho de que la cuestión del determinismo no sea el verdadero (o la mejor perspectiva del verdadero) problema metafísico de la Libertad, ¿implica que no hay tal problema? No. Sí lo hay. El problema general es si son compatibles diversos órdenes de explicación de “lo mismo”. Si el evento físico consistente en que se mueva mi brazo tiene dos cursos de explicación, uno intencional (basado en criterios morales, razones y motivos) y otro mecánico-natural, ¿son compatibles? Por tanto, el verdadero problema de la Libertad es un caso más del problema general de la compatibilidad o incompatibilidad del nivel Intencional y el Natural.

Dejo para otra entrada cuál es, a mi parecer, la relación que hay que atribuir a los niveles intencional y natural de libertad (un tipo de superveniencia y un tipo de causalidad). Hasta entonces la defensa de la compatibilidad no estará completa, pero de momento intento hacer la parte negativa, es decir, rechazar NO-COMPATIBILIDAD.

Creo que resulta evidente, si se reflexiona un poco, que el problema de la compatibilidad tiene mucha menos entidad de la que se la ha dado. Que dos cosas sean incompatibles exige algo muy fuerte:

Son incompatibles dos cosas, hechos, cursos de sucesos, etc., cuando a la vez tienen propiedades diferentes pero pretenden ocupar exactamente el mismo “lugar” y en el mismo aspecto.

Sería inconsistente que hubiera, efectivamente, dos cursos de sucesos para explicar exactamente el mismo hecho en exactamente el mismo sentido. Es incompatible que uno mismo esté dormido y despierto (salvo si uno de los sentidos es metafórico, o hablamos de grados), que algo ocupe espacio y sea inextenso a la vez, que un ser carezca de inteligencia y tome decisiones, que existan (dado lo que sabemos de física) las brujas, la generación espontánea… y muchas otras cosas.

Pero no es incompatible que podamos dar descripciones válidas de diferentes aspectos de lo mismo (si es que es lo mismo). No es inconsistente, por ejemplo, un análisis musicológico y uno químico de la misma partitura, aunque los conceptos del uno no podrían figurar en el otro. No tiene nada de inconsistente, pues, que existan dos cursos de explicación si cada uno explica cosas diferentes o aspectos diferentes de lo mismo.

En cuanto al problema de la libertad, la relación entre el aspecto y la explicación intencional, por un lado, y el aspecto y explicación físico, por otro, es análoga a la que hay entre los análisis musicológico y químico de una partitura. No tienen nada de incompatibles, puesto que tratan de aspectos diferentes de lo mismo (hay aún que determinar –lo haré en otra entrada- en qué grado y aspecto son lo mismo). Lo intencional describe nuestras acciones, lo natural describe los sucesos correspondientes.

De hecho, NO-COMPATIBILIDAD es inconsistente (no-compatible) con SUPERVENIENCIA. Si unos fenómenos supervienen a otros, tienen que ser compatibles. Por tanto, quien sostenga que dos cursos de explicación son incompatibles, está obligado a prescindir por completo de uno.

Si se tiene en cuenta esto, se ve que la verdadera motivación del ficcionalismo de la Libertad no es NO-COMPATIBILIDAD, sino NO-NECESIDAD:  El corazón del ficcionalismo es el reduccionismo, llevado por la pulsión de economía. La economía está muy bien, siempre que no se tire el niño con el agua de la bañera. En próximas entradas argumentaré que NO-NECESIDAD, referido a la noción de libertad es insostenible.