domingo, 30 de diciembre de 2012

El problema metafísico de la Libertad, III. Precisando las precisiones preambulares


Pido disculpas, pero aún voy a dedicar una entrada más a precisar el problema, tal como me gustaría abordarlo.

Decido coger tal libro porque deseo informarme sobre lo que tal autor piensa acerca del libre albedrío. A continuación, voy a la estantería y lo cojo. Normalmente, no me extraña que suceda materialmente lo que he decidido en mi mente. Si alguien pregunta por qué cogí el libro, responderé diciendo que porque quería informarme sobre lo que piensa ese autor acerca del libre albedrío. Si utilizamos la palabra ‘causa’ (como creo que debemos utilizarla aquí) en el sentido amplio en que una causa C de un efecto E es algo que determina o co-determina que ocurra E, las razones del sujeto son causas de sus actos. Justamente así somos agentes (Donald Davidson ha insistido, correctamente, en este punto: las razones son causas).

Sin embargo, eso que llamamos nuestras acciones (coger el libro) puede describirse, a otro nivel de análisis material, como sucesos químicos o electromagnéticos o cuánticos, donde “coger el libro” o “decidir cogerlo” se convierten (por ejemplo) en sendos enormes bailes de partículas (“en el cerebro”, quizás), en que las nociones “coger”, “libro”, etc. no existen. Ahora, la causa de que se diera el evento microfísico correspondiente a lo que llamamos coger el libro es el estado en que se encontraba la naturaleza en el pasado, o, para decirlo más correctamente, eso más las leyes que rigen la conducta de la naturaleza. Que el cerebro se encuentre en el estado E no es efecto de que el sujeto decidiera nada, sino de que el mundo se encontrase antes en el estado C más las leyes que lo rigen. Si nosotros sabemos (suponiendo que lo sabemos) que una descripción (la microfísica) es “de lo mismo” que la otra (la mental-intencional), es solo porque conocemos ambos cursos de acciones-sucesos y los correlacionamos. Un ser que conociese solo el nivel microfísico de descripción de la naturaleza (si eso es posible) no podría por ello conocer lo que ocurre a nivel mental-intencional, ni un ser que (si eso es posible) solo conociese el mundo mental (no tuviese ni idea de qué es una partícula) no podría figurarse lo que pasa en el ámbito microfísico mientras él piensa o decide.

Tenemos, pues, dos descripciones o niveles de análisis de cosas íntimamente relacionadas, hasta el punto de que cabe la tentación de considerarlas “lo mismo” una que la otra. Pero cada una de las descripciones habita en un mundo de conceptos completamente heterogéneos a los del mundo de la otra, y lo que es relevante en uno de esos mundos, ni siquiera existe en el otro. Ni las intenciones o los razonamientos pintan nada en el nivel cuántico, ni los fenómenos cuánticos pintan nada en un razonamiento (por ejemplo, en mi deseo de coger el libro).

Cuando existen dos descripciones de “lo mismo”, necesariamente surgen las siguientes cuestiones: 
  • ¿Son compatibles ambas descripciones, o bien la una excluye a la otra?
  • ¿Son necesarias ambas, o se puede prescindir de una de ellas (o quizás sintetizarlas en una sola)?

 Por razones lógicas, es deseable no contar con dos descripciones incompatibles. Por razones de economía, es deseable no mantener dos explicaciones si una es prescindible.
Sin embargo, aunque cabría pensar que una respuesta negativa al primer brazo de la primera pregunta implica una respuesta también negativa al primer brazo de la segunda, no es así. Dos descripciones de “lo mismo” (es decir, de dos aspectos, modos, perspectivas… de lo mismo) pueden ser incompatibles y, a la vez, imprescindibles ambas. Un ejemplo es, quizás, la incompatibilidad de las dos grandes teorías físicas de los últimos cien años, la relatividad y la cuántica. Evidentemente, se trata de una situación indeseable: por pura lógica, suponemos que al menos una de las dos teorías es incorrecta, y trabajamos con la hipótesis de reducir esa dualidad.

¿Qué ocurre con la dualidad y la relación entre la descripción intencional de “desear informarse y, por tanto, ver la conveniencia de coger un libro que trata de ese asunto y decidir cogerlo” y la descripción microfísica de lo que pasa en el cerebro simultáneamente? ¿Son compatibles entre sí? Y (sea lo uno o lo otro) ¿son necesarias ambas?

Llamemos ficcionalismo a la tesis filosófica, concretamente ontológica, general según la cual un determinado tipo de conceptos, que quizás usamos habitualmente, en realidad, por razones lógicas o de economía, no deben ser tenidos como reales: son una ficción o ilusión. Un ficcionalismo fuerte argumentará que esas nociones son completamente prescindibles. Un ficcionalismo débil dirá que son nociones que, si bien son, al menos de momento y/o en determinados aspectos, imprescindibles, no son fundamentales, y hay que considerarlas más bien, epifenoménicas.

El ficcionalismo débil es, a mi parecer, mucho menos interesante que el fuerte, y quizás es una teoría inconsistente (aunque quizás, también, “imprescindible” en cierto modo, en filosofía). En principio, no está claro cuál es su criterio ontológico. El ficcionalismo fuerte es claro: si un concepto es inconsistente (consigo mismo o con lo mejor asentado) o innecesario, tenemos que prescindir de él. En caso contrario, tenemos que aceptar que es parte de la realidad y no una ficción: imprescindibilidad teórica implica realidad (es su criterio). Si podemos prescindir de Eolo para explicar lo que pretendía explicar, Eolo no existe; si, en cambio, no podemos prescindir del concepto de energía (o números) la energía (los números) existen. El ficcionalismo débil no es tan claro, es un “sí pero no”: no podemos prescindir de los números, o de los géneros, pero los números, o los géneros, no existen. ¿Por qué? ¿Cuál puede ser la motivación de esta segunda actitud filosófica? Es lógico pensar que o bien el deseo de eliminar incompatibilidades o bien el deseo de simplificación y economía. Pero, empezando por lo primero, ¿cómo pueden considerarse irreales cosas que, pese a ser incompatibles, son necesarias para la comprensión de la realidad? El ficcionalista débil debería presentar un argumento a priori (como a priori es su tesis) que muestre que es esperable reducir esa dualidad (que, por ejemplo, los números serán prescindibles si tal o cual). Mientras tanto, es poco más que un acto de fe. 
Pasando al segundo posible criterio, la simplicidad, es obvio que al ficcionalista le mueve la pulsión minimalista y, en último extremo, monista: debemos postular que el mundo es lo más simple posible, uno solo o de un solo tipo de entidad, a ser posible. No parece deseable que haya tipos heterogéneos e irreducibles de entidad. Esa pulsión monista está en la filosofía desde los primeros filósofos, que todo lo reducían al Agua o a lo Infinito. Y me parece correcta. Pero, además de que necesita argumentos a priori que expliquen por qué uno se decanta por esta o aquella simplificación ontológica, es dudoso que considerar real solo a uno de los diversos ámbitos que no podemos eliminar de nuestra descripción del mundo (calificando a los demás de epifenoménicos) simplifique la ontología. ¿Es que los epifenómenos no necesitan un estatus ontológico, aunque sea fantasmal? Por tanto, el ficcionalismo débil es una teoría insatisfactoria, al menos mientras no presente claramente qué criterios ontológicos hemos de manejar para aceptar que algo es real o no.

El ficcionalismo débil puede querer recurrir a una noción últimamente muy explotada: la noción de superveniencia. Consiste en la idea de que, dadas ciertas características de un determinado nivel, necesariamente se dan en otro nivel otras características, o incluso surge necesariamente ese otro nivel. Por ejemplo, dadas determinadas características del mundo químico, surgen necesariamente las características biológicas y el propio nivel biológico, o las propiedades mentales, etc. El atractivo de la idea, para muchos de sus usuarios (de tendencia naturalista o fisicalista), es que parece dar aliento a la esperanza de explicar de alguna manera causal (causación inter-niveles, es decir, causación ontológica) lo que se produce en un ámbito y hasta la propia existencia del ámbito (por ejemplo, lo mental) a partir de otro, considerado más básico y “respetable”. Esa causación interniveles es, piensan, lo más parecido a una reducción ontológica a que se puede aspirar.

Sin embargo, hay que hacer algunas observaciones al respecto:

En primer lugar, la noción de superveniencia es ontológicamente neutral, es decir, no favorece más a una teoría ontológica que a otras. Un idealista puede ser superveniente en el sentido inverso al naturalista: una vez dadas las características del mundo mental, necesariamente supervendrá (o sub-vendrá, quizás) un determinado mundo material. Y un dualista no tiene por qué pensar que la superveniencia amenaza sus tesis.

Segundo: la superveniencia no es (no parece) una relación necesaria. Para demostrar que la superveniencia no es contingente es preciso mostrar, concretamente, cómo un ámbito surge de otro. La noción de superveniencia no ahorra el problema de cómo opera (cómo es posible, cómo es necesario que sean las cosas para que ocurra, en qué modos es posible) la superveniencia.

Volvamos ahora a nuestro asunto, el de la Libertad. Cuando nos referimos al problema de las decisiones de una persona, de un agente racional, usamos nociones como “libertad”, “responsabilidad”, “motivo”, razones”, “deseos”, “sentimientos de arrepentimiento”, etc. El lenguaje moral parece imposible sin todas o la mayoría de estas nociones, y en especial el de Libertad. Pero se plantean las cuestiones, metafísicas, de si tales conceptos son compatibles con lo que sabemos con firmeza en otros ámbitos, y si son prescindibles.

El ficcionalismo librearbitrista será, en general, la tesis de que la noción de Libertad es o Incompatible con lo que sabemos de la realidad, o prescindible, o ambas cosas. El ficcionalismo librearbitrista fuerte, y consecuente a mi juicio, dirá que la idea de Libertad es una ficción, y, si es optimista y naturalista, creerá que podemos o podremos mañana (de momento es un “programa”) prescindir completamente de esa y de todas las explicaciones mentalistas, y nos bastará con explicaciones microfísicas.

Una manera en que habitualmente se ha argumentado la incompatibilidad de la Libertad con lo que sabemos del mundo es señalando que, mientras las mejores teorías que tenemos sobre la naturaleza física abonan la hipótesis determinista, la noción de Libertad, en cambio, implica indeterminación, ya que un ser libre es aquel que puede escoger entre diferentes caminos de acción. La indeterminación de la voluntad sería incompatible con el determinismo natural. Así se argumentaba generalmente hasta el siglo XX, aunque muchos siguen haciéndolo en el siglo XXI. Pero llegó la física cuántica y trajo como consecuencia que la naturaleza no es totalmente determinista, sino que es parcialmente indeterminista: es probabilista. Pese a que Einstein se negase a aceptar que Dios juegue a los dados, la indeterminación cuántica es, en la Ciencia física actual, un elemento firme (aunque nadie sabe qué puede pasar mañana). Sin embargo, y aunque algunos creyeron y creen que la relativa indeterminación cuántica traía una tabla de salvación a la noción de Libertad, porque quizás por esa grieta del mecanismo-determinista podría operar la libre voluntad (como si se tratase de una nueva “glándula pineal” –así por ejemplo, la hipótesis de Penrose de que la libertad será explicable en términos cuánticos-), lo cierto es que la indeterminación cuántica es tan poco útil para la noción de libertad como el determinismo le era amenazante. Simplemente se trata, a mi juicio, de un planteamiento completamente desorientado y “vulgar”, que no ha reparado en la completa heterogeneidad entre lo mental-intencional y lo físico, y en la consecuente dificultad de explicar su “comunicación” o interacción. Tanto si la Libertad implica indeterminación como si no (cosa que hay que discutir), y tanto si la naturaleza física es determinista o no, el problema, si hay problema, es el mismo.

En primer lugar, es dudoso que la Libertad implique la noción de indeterminación. Por supuesto, la Libertad implica la noción de que es lógicamente y mentalmente posible, para un agente, elegir otro curso de acción; pero también implica que el curso de acción que elegimos está completamente determinado si tenemos en cuenta la suma de todos los motivos y razones (todos ellos mentales o intencionales) que determinaron nuestra voluntad. Si alguien hace algo y, ante nuestra pregunta de por qué lo ha hecho, toda la respuesta que puede ofrecer es que no lo ha hecho por nada, es decir, sin que ningún motivo o complejo motivacional le determinase a ello, no hablaremos de una persona que ha actuado libremente, que ha elegido lo que ha hecho, sino de un ser al que le ha sucedido algo al azar, de un ser no dueño de sí mismo. Así que la Libertad implica tanto la contingencia general de lo elegible como la necesidad particular de lo elegido. 

Completamente análoga es la situación en el ámbito material: aunque el mundo material (que sepamos) es tal que podría ser, en general, de otra manera (es decir, es contingente), sin embargo lo que sucede, sucede de una manera determinista o cuasideterminista (la probabilidad es un determinismo relativo: determina exactamente qué ámbito de sucesos pueden ocurrir).

Por tanto, el problema de la libertad no es el problema de la indeterminación de la voluntad frente al determinismo material. La cuestión es, primero, si son compatibles los órdenes intencional y material en que ocurren cursos de acciones y sucesos que consideramos “lo mismo” o aspectos de lo mismo, y cómo se relacionan esos ámbitos; y, segundo, si la noción de libertad es prescindible y en qué sentido.

En este sentido, el problema es análogo al de la teleología: ¿es compatible, y en qué sentido, una descripción teleológica de los fenómenos vitales, sociales, etc., con la naturaleza no-teleológica (suponiendo que sea no-teleológica) de la microfísica? Y ¿es imprescindible la teleología?

Argumentaré en la próxima entrada que la noción de Libertad (correctamente entendida):

-         es compatible con cualquier tesis, determinista o indeterminista, del mundo físico, siempre que se den ciertas características de este.
-         que la noción de Libertad es imprescindible para nuestra completa y adecuada intelección del mundo, incluida la actividad científica y filosófica que pretende sustentar al ficcionalismo librearbitrista (o sea, que el ficcionalismo incurre en auto-inconsistencia).
-         Que la relación entre Libertad y Naturaleza (o, más en general, entre lo Intencional y lo Natural) es la de superveniencia no-naturalista de analogía estructural, donde es lo mental-intencional el "analogado primero" respecto de lo físico.

viernes, 28 de diciembre de 2012

El problema metafísico de la Libertad, II: precisiones del planteamiento


Siguiendo con “el problema metafísico de la Libertad, y antes de argumentar por qué creo que hay que rechazar el ficcionalismo o irrealismo también en ese terreno, el debate habido en los comentarios de la entrada anterior me han sugerido la pertinencia de precisar la manera en que me gustaría afrontar la cuestión y los conceptos implicados, para intentar descartar planteamientos habituales que creo que no ayudan a iluminarla.

Habitualmente el problema se plantea de la siguiente manera (o algo parecido):

¿Es compatible o no el fenómeno intencional de la indeterminación de la libre voluntad (es decir, que sea un elemento necesario del concepto de libertad que se pueda elegir entre al menos dos posibles opciones) con el hecho (o, más bien, hipótesis) de que la naturaleza es determinista o cuasideterminista?

En How to Think about the Problem of Free Will”, Peter van Inwagen enumera y define así las posibles respuestas a las diversas cuestiones involucradas en esa pregunta:

  • Tesis de la libre voluntad (llamémoslo “librearbitrismo” –aunque van Inwagen no le da ese nombre-): a menudo podemos elegir seguir un curso de acción u otro.
  • Determinismo: el pasado más las leyes naturales determinan, en todo momento, un único futuro.
  • Indeterminismo: negación del determinismo.
  • Compatibilismo: el determinismo y el librearbitrismo pueden ser ciertos a la vez.
  • Incompatibilismo: negación del compatibilismo.
  • Libertarismo: conjunción del librearbitrismo y el determinismo (implica el indeterminismo)
  • Determinismo fuerte: conjunción del determinismo y del incompatibilismo (implica, pues, la negación del librearbitrismo).
  • Determinismo débil: conjunción del determinismo y del librearbitrismo (implica, por tanto, el compatibilismo)

Como se ve, la cuestión y sus respuestas giran en torno a dos ejes: el eje determinismo / indeterminismo, y el eje compatibilismo / incompatibilismo.

Pues bien, pese a lo que se piensa normalmente y lo que piensa el propio van Inwagen, creo que el primer eje es mucho menos importante que el segundo, e incluso prescindible, en la discusión del problema de la Libertad, y que si se le relativiza como se debe, y se mira a lo fundamental, el problema se inclina hacia el lado del eje Compatibilismo / incompatibilismo, que, claro, también habría que precisar, empezando por ver que se trata de la compatibilidad o no de dos ámbitos de presunta realidad, el de lo mental-intencional por un lado (en el que figuran las nociones de razón práctica como “responsabilidad”, “motivo”, “fines”, y “libertad” en su sentido original o fundamental) y el de lo natural o físico por otro (donde habitan los eventos materiales a los que consideramos actos voluntarios de un agente intencional).

Pienso que ni por el lado de lo mental-intencional ni por el lado de lo natural, el determinismo o su contrario son esenciales ni, por tanto, juegan un papel decisivo en el problema de la relación entre Libertad y actos materiales:

Empezando por el lado de lo intencional, que es el lado principal en este problema, ni mucho menos es evidente que la noción de Libertad implique la de indeterminismo. Muy pocos filósofos, de hecho, han defendido hasta las últimas consecuencias lo que se llamaba tradicionalmente la “libertad de indiferencia”, es decir, que la voluntad se inclina por uno u otro curso de acción de forma realmente indeterminada. Todos conocemos al famoso asno de Buridán, que si no quería morirse de hambre ante dos montones de pienso igual de suculentos, tenía como mínimo que jugárselo a cara o cruz, para tener un motivo que inclinase y determinase su elección. La mayoría de los filósofos han sostenido que la voluntad no es indiferente ni, por tanto, totalmente indeterminada, sino que se “autodetermina” por motivos y razones, ya sean emotivos (como en el humeano esclavismo de las pasiones) ya sea racionales (como en el intelectualismo socrático-platónico). Lo que la libertad implicaría, entonces, no es un indeterminismo radical, sino un curso de (auto)determinación autónomo respecto de cualquier factor no-intencional. En cualquier caso es una cuestión abierta, propia del puro ámbito de la intencionalidad, si la Libertad debe entenderse como implicando el indeterminismo o no. Por tanto, no puede ser un elemento esencial en el problema inter-ámbitos libertad / eventos naturales.

En lo que se refiere al ámbito de lo natural es preciso recordar que ni el determinismo ni el cuasideterminismo son, en principio, un elemento esencial de la naturaleza (como sí lo sería, por ejemplo, consistir en sucesos espaciales y temporales, observables empíricamente, etc.). El determinismo es una hipótesis meta-científico-natural. De todas maneras, esto tiene menos importancia en la cuestión de la libertad de la voluntad. Al defensor de la existencia de la libertad le basta con que la libertad sea compatible con todo lo que se cree firme acerca de la realidad en general, y con que sus conceptos sean imprescindibles para explicar todo un ámbito de la realidad humana.

Por tanto, el eje determinismo / indeterminismo no juega un papel importante en el asunto de la compatibilidad o no de la libertad con los hechos, puesto que ni la propia noción de Libertad implica el indeterminismo, ni la noción de naturaleza implica un determinismo absoluto. Para aclarar eso voy a introducir aquí una distinción-definición entre:
  • Determinismo absoluto (en un determinado campo): la secuencia de eventos no podría ser o haber sido de otra forma sino que es de absoluta necesidad como es.
  • Determinismo relativo (en un determinado campo): la secuencia de eventos podría haber sido de otra manera, aunque la manera en que suceden sigue una ley determinista.
Según el determinismo relativo, aunque en el ámbito (por ejemplo) de la naturaleza, las cosas ocurran de acuerdo a leyes deterministas o cuasideterministas, esas leyes podrían haber sido otras, de manera que el mundo es contingente (no son necesarias sus leyes). En el ámbito intencional, paralelamente, el determinismo relativo entraña que, aunque un sujeto elige necesariamente lo que elige según las leyes de su intencionalidad propia (no existe la libertad de indiferencia), ese sujeto podría haber sido de otra forma, es decir, podría haber tenido otra vida nomo-intencional, y entonces habría elegido otra cosa.

Creo que

a)      la hipótesis metafísico-natural del Determinismo no puede aspirar a más que un determinismo relativo de lo natural (si no, tendría que demostrar que este es el único mundo posible),
b)      que a la hipótesis metafísico-intencional del Librearbitrismo le basta y le sobra también con el determinismo relativo de lo intencional y
c)      los determinismo relativos de lo natural y lo intencional son lógicamente compatibles.

Basta, pues, con esas contingencias moderadas, según las cuales, por un lado el sujeto elije de una manera determinista (motivada) lo que elije, aunque el sujeto podría haber sido de otra manera; y, por otro, la naturaleza sigue el curso que sigue según leyes (cuasi)deterministas aunque podría haber seguido otras leyes, para que pueda escaparse al deteminismo absoluto de la libertad. Pienso, incluso, que el determinismo absoluto de lo físico no implica el incompatibilismo de la libertad, pero como quizás no es necesario combatir una tesis tan fuerte, me conformaré con lo anterior.

Sin embargo, lo importante es comprender que eso no soluciona en lo más mínimo el problema, porque no se trata de si son posibles dos pseudonecesidades o dos pseudocontingencias, sino de cómo pueden coordinarse y hacerse “compatibles” (inteligiblemente compatibles, no como si fuesen una casualidad) la una con la otra.

Que la cuestión Determinismo / indeterminismo no esencial en el asunto de la libertad, puede mostrarse también haciendo ver que, con cualquiera de las combinaciones posibles entre el par determinismo / determinismo y el par libertad/naturaleza subsistiría análogo problema, a saber, el de la relación entre lo intencional y lo natural:

Supongamos indeterminismo natural e indeterminismo intencional. En esta hipótesis (que, aunque no es la hipótesis metacientífica actualmente más aceptada, es una posible hipótesis para un mundo posible) los eventos naturales ocurrirían sin que fuera posible (o sin que de hecho se hubiese logrado) encontrar en ellos regularidad alguna. La naturaleza sería un caos de espontaneidad, quizás del gusto de los nietzscheanos. Por su parte, también la vida intencional sería completamente “espontánea”, si es que no hay que llamarla completamente aleatoria. ¿Facilitaría eso la solución al problema de la Libertad? Creo que es evidente que no, porque no basta con que los sucesos de uno y otro ámbito sean indeterminados, sino que es necesario que estén correlacionados entre sí.

Lo mismo puede decirse de las otras combinaciones. Incluso en la hipótesis de dos determinismo, intencional y natural, correlativos (como dos relojes sincronizados o como la armonía preestablecida de Leibniz) subsiste la cuestión de la relación entre un ámbito y otro.

Por tanto, creo que el problema de la libertad es el problema (“de compatibilidad”) de cómo un curso de acción intencional, donde todo lo que figuran son seres intencionales como motivos, fines, razonamientos, deseos…, se relaciona con un curso de acción material, donde ninguno de esos seres tiene cabida más que si ya hemos hecho la correlación entre ellos y los eventos propiamente físicos que correlacionamos con ellos. Y este problema, como decía, es análogo al de cualquier otro tipo de actividad intencional, como por ejemplo y sobre todo, el conocimiento. Cuando abro la boca y emito una frase, p, desde el punto de vista material todo eso está “determinado” por las leyes que rigen a las partículas últimas o primeras de la naturaleza, y por tanto, si “digo” p, eso tiene una explicación natural-causal que nada tiene que ver con unas premisas. Sin embargo, a nivel intencional (que es donde tiene su lugar original un acto cognitivo) la aserción final es la consecuencia lógica de las premisas. Y ninguna explicación natural-causal puede suplir a la explicación lógica de por qué debo afirmar esa proposición final. Parece que debe de haber alguna coordinación entre eventos intencionales y eventos materiales. Y de eso trata este problema metafísico: de la “comunicación de las sustancias”, o de la eliminabilidad de alguna de ellas.

miércoles, 26 de diciembre de 2012

El problema metafísico de la Libertad, otra vez, I. Planteamiento de la cuestión


El problema metafísico de la libertad es el siguiente: ¿cómo es posible la causación mental o intencional, o elección, de nuestros actos, si estos, como todos los acontecimientos físicos o naturales, ocurren según leyes físicas o naturales, sean deterministas, probabilistas o aleatorias, pero en las que, en todo caso, la idea de intencionalidad no tiene cabida?

Normalmente este asunto se expone en términos de la incompatibilidad de las explicaciones mentalista-intencionales, por un lado, y las explicaciones neurológicas o fisiológicas o físicas en general, por otro. Pero es clarificador ver que el problema afecta a cualquier relación entre lo intencional y lo natural (científico-natural). Por ejemplo, afecta a la metafísica de las ciencias humanas. Las ciencias humanas estudian, cada una a un nivel, el comportamiento humano. La sociología, por ejemplo, encuentra leyes probabilistas de correlaciones de conductas sociales, y es capaz de predecir, cada vez con mayor precisión, qué ocurrirá en tal o cual grupo social. La ciencia política, por ejemplo, estudia los comportamientos políticos, y consigue “explicar”, es decir, reducir a leyes estadísticas, las conductas políticas de la gente. La psicología estudia, de manera semejante, la conducta “psíquica” de las personas.

Más “abajo”, dejando ya quizás las ciencias humanas, la neurociencia estudia lo que sucede en el cerebro, y es capaz de predecir con gran precisión lo que ocurrirá en él según lo que haya ocurrido antes. Además, ha ido estableciendo una correlación cada vez más exhaustiva entre lo que ocurre en el cerebro y lo que el sujeto dice pensar, sentir, desear…, es decir, entre fenómenos cerebrales y “fenómenos” subjetivos o mentales (“representaciones”), y eso le permite, a partir de las relaciones puramente fisiológicas, inferir también qué pensará, sentirá, deseará y se representará en general, el sujeto si tal o cual área del cerebro es activada.  

Toda la conducta se reduce, en las ciencias, a leyes o correlaciones fácticas más o menos deterministas o probabilistas (y, en el peor de los casos, indeterministas). Sin embargo, las personas que discuten (aunque sea consigo mismas) de política, y valoran y sopesan cada argumento a favor de esta o aquella ideología, y deciden apoyar esta o aquella opción, creen (o al menos parece que creen) estar actuando libremente, como si lo que al final vayan a decidir que suceda no esté predeterminado ni se pueda predecir. ¿Cómo es posible ambas cosas, si es que lo es? ¿Cómo es posible la libertad, si la descripción científico-natural en general (incluyendo a las “ciencias humanas” es correcta? ¿No será la libertad solo una ilusión, una “representación”, generada por el cerebro, pero sin verdadera realidad?

Me parece muy importante señalar (aunque, cuando se trata de la libertad, usualmente no se hace esta observación, o precisamente por eso) que un problema completamente similar se plantea con cualquier otra actividad consciente o intencional, por ejemplo, con la actividad de razonar. ¿Cómo hacer compatible la descripción neurológica con la descripción intencional o mental de un razonamiento? Cuando razono, según una posible descripción en términos mentalistas o intencionales, “observo” y valoro primero unas premisas y, “a partir” de ellas, concluyo, lógicamente, la conclusión. Mi afirmación de la conclusión ha sido “causada”, entendemos, por la consideración de las premisas más la observancia de la lógica (de las leyes del pensamiento correcto). Pero la descripción o, más bien, descripciones, científico-naturales (fisiológica, sociológica, etc.) del “mismo” suceso son muy diferentes: el estado físico en que se encuentra mi cerebro cuando “piensa” que el teorema de Pitágoras es correcto, tiene una relación químico-causal con los estados en que el cerebro se encontraba antes más las leyes físicas que gobiernan la “conducta” de las neuronas (si nos atenemos a la explicación neurológica); o el hecho sociológico de que yo crea en el teorema de Pitágoras tiene una explicación en términos sociológico-causales (si nos atenemos a la explicación de las “ciencias humanas”); etc. 

En cualquiera de estas “explicaciones” científicas, la causación lógico-intencional (creo en el teorema de Pitágoras porque encuentro correctas sus premisas y la deducción) es sustituida por otra causación (neurológica, sociológica, etc.) en la que lo lógico-intencional no juega ningún papel directo. En ciencias como la neurología ni siquiera juegan papel alguno (una neurona no elije, ni razona); en las ciencias humanas, aparecen conceptos como libertad o razonamiento, pero aparecen como hechos, o aparecen más bien los correlatos fácticos de esos conceptos, no como la libertad juega un papel esencial en el razonamiento moral o las premisas juegan un papel esencial en la matemática, por ejemplo. El razonamiento moral o lógico ha sido descrito en términos químicos o sociológicos, y ahí la validez interna a un razonamiento moral o lógico ya no juega ningún papel. Es muy fácil, entonces, pasar a pensar que realmente yo no creo en el teorema de Pitágoras por razones lógico-matemáticas sino por causas químicas, o sociales, etc. Sería, pues, una “ilusión” que la persona afirma la conclusión porque considera las cosas conscientemente y elige voluntariamente.

En verdad, no solo la libertad o la racionalidad, sino todos los conceptos mentalistas y personalistas (la identidad personal, el yo…) pasan a ser una ilusión o ficción, o, al menos, un epifenómeno, si aceptamos que la descripción científico-natural (incluyendo a las ciencias humanas) puede agotar en lo esencial los conceptos intencionales. Este es el problema metafísico de la libertad y de la intencionalidad en general. Como se ve, es el problema, también, de lo mental.

Antes de abordarlo preguntémonos: ¿por qué es importante este asunto metafísico? No es, en verdad, un asunto que preocupe al científico en cuanto tal, aunque pueda ocuparle en cuanto animal filosófico que es toda persona. Cuando él estudia el cerebro, para ver qué ocurre allí mientras razonamos o tomamos una decisión, no está pensando en que debamos prescindir de los conceptos mentales e intencionales, o en si el concepto normativo de verdad queda a salvo o no con esa reducción. El ficcionalismo de lo intencional es una posición filosófica, concretamente metafísica, acerca de los componentes sustanciales últimos de la realidad. Como problema metafísico, no puede esperar el menor aporte de las ciencias positivas, tanto porque metodológicamente no es ciencia positiva (y la discusión metodológica no es científica, sino metacientífica, es decir, metafísica) como porque su objeto (la relación entre los ámbitos mental y material) es extra-natural. La ciencia natural avanzará de manera relativamente autónoma pese a esa discusión, de la que muchos científicos no saben nada. También la ética y la política seguirán su camino, usando o presuponiendo el concepto de libertad y sus compañeros (mérito, responsabilidad…), diga lo que diga el ficcionalismo. El problema metafísico de la libertad y la intencionalidad “deja las cosas como están”, y tiene toda la “inutilidad” propia de la Filosofía.

Sin embargo, es una cuestión que nos interesa si estamos interesados en una descripción racional del conjunto de lo que hacemos, es decir, filosóficamente. Por ejemplo, y empezando con el asunto de la libertad y su implicación moral, es incoherente pensar a la vez que nuestros actos no son libres, y sin embargo considerar digno de alabanza o de censura lo que hacemos. Los conceptos de mérito, reconocimiento, castigo, etc., se quedan sin sentido, o deben ser completamente redefinidos, de una manera completamente deflacionaria, si tenemos que aceptar el ficcionalismo o reduccionismo de lo intencional. Lo mismo puede decirse con nuestra actividad puramente teórica: ¿es consistente pensar que mis creencias están causadas por hechos químicos, o sociales, etc., y que a la vez afirmo lo que encuentro teoréticamente correcto? No lo es. Si no tengo más remedio que creer lo que creo, el concepto de verdad y su familia se convierten en una ilusión. Solo un espíritu estrecho no advierte o prefiere ignorar este problema de completitud de la racionalidad.

¿Qué puede decirse, entonces, del problema metafísico de la Libertad? Este asunto ha ocupado a los filósofos desde la antigüedad hasta nuestros días. Hoy, sobre todo en el ámbito de la Filosofía analítica (que es donde, a mi parecer, se discuten hoy con más honestidad y claridad los viejos problemas metafísicos, ya que la mayoría de los hermenéutas creen estar de vuelta de todos esos rancios asuntos), sigue debatiéndose entre las posturas deterministas, libertaristas y compatibilistas, con argumentos similares a los de Agustín o Kant, pero con terminología más actual y quizás precisa (aunque no necesariamente con mayor profundidad). Propondré mi línea de respuesta en la próxima entrada. Entretanto, quizás el lector quiera aportar la suya aquí mismo. O siquiera denunciar la legitimidad de la propia cuestión.

miércoles, 19 de diciembre de 2012

Diálogos de Educación


En unos días, y dando muestras de mi irresponsabilidad, publicaré un segundo libro, titulado Diálogos de Educación, también en la Editorial Manuscritos. No es un libro de Pedagogía, sino de Filosofía de la Educación. Eso quiere decir, tal como yo lo entiendo, que intenta hacerse preguntas como las siguientes (según dice la contraportada):

¿Qué es aprender, y enseñar? ¿En qué queremos o deberíamos querer convertirnos cuando nos enseñamos y aprendemos? Y ¿cómo habría que hacerlo?, ¿de qué manera una buena enseñanza llega para quedarse en la mente y el cuerpo de uno? ¿No necesitamos saber, para todo eso, qué somos y qué nos conviene, por tanto, “hacer y padecer”, según decía Sócrates? ¿Empieza la educación por el conócete a ti mismo?, ¿o quizás acaba ahí?, ¿o ambas cosas? Pero ¿hay, en realidad, algo así, algo que por “esencia” somos ya pero a la vez no somos todavía, y que queremos, aunque a la vez no creamos querer, llegar a ser del todo? ¿No es, más bien, que la educación nos inventa, y no que nos descubre? Y, si es que somos ya algo antes de llegar a serlo, ¿qué es eso?: ¿un nudo de deseos dotados de una diestra pero peligrosa sierva, la razón; una soberana voluntad que elige entre los motivos que sus consejeros le presentan; o una inteligencia que busca el conocimiento de lo mejor, y solo hace daño y se hace daño por ignorancia? A lo largo del diálogo, dos amigos filósofos, antiguo maestro y antiguo alumno, encuentran y discuten varias de las respuestas que al pensamiento se le ocurren ante esas preguntas. De todas quieren quedarse con lo mejor, y no con todo.

El libro recorre cuatro posibles filosofías de la educación, cada una con sus virtudes y sus aporías (siguiendo el esquema tetrádico que encontré en el Parménides y otros textos de Platón, y en el que me empeño en sistematizar mis ideas). Cada una de esas filosofías supone una concepción de lo que somos (una “antropología filosófica”) y de lo que deberíamos, por tanto, querer llegar a ser, de acuerdo con aquel mandato que trasmite Píndaro: “llega a ser quien eres”.

La primera de esas concepciones es la que dice que no somos nada, que no tenemos esencia. Desde este punto de vista, la educación no puede ser más que “manipulación”: un dar forma (“formar”) desde fuera y, por tanto, siempre por la fuerza, a algo que en sí no la tiene ni debería tenerla, sino que más le valdría ser… o, más que ser, haberlo, darse… como algo siempre abierto, imprevisible, libre, dedicado al juego sin reglas de vivir el instante. Toda escuela es y será siempre triste, aburrida, angustiosa, porque es un querer ponerle puertas al campo, un brutal intento de domesticar al vacío activo que “somos”, de acuerdo con unas ideas que segrega nuestro miedo. Nada vivo ha nacido en los pupitres más que por casualidad, pero mucho aleteo ha muerto por necesidad en ellos casi nada más nacer.

La aporía de este pensamiento, que parece tan liberador, es que, queriendo huir de todo ideal y toda teoría, él mismo es, como no había más remedio, teoría e ideal. Si no tenemos esencia, si no somos nada antes de la manipulación de la escuela, ¿qué más da lo que se haga con “nosotros”? ¿Por qué había de sufrir una nada? ¿Por qué habría que luchar por liberarla de la tiranía de la forma? ¿Cómo sería la anti-escuela que este pensamiento “nihilista” o anarquista nos propondría? ¿De verdad puede creerse que cualquier ley (la de las letras, por ejemplo, con las que se dice incluso lo que dice este pensamiento del no-pensar) es contraria a la libertad? ¿Qué libertad es la de un algo que es nada, y que nunca sabe, ni siquiera él, qué va a “hacer”, o, mejor dicho, qué le va a ocurrir? Quizás necesitamos reconocer que tenemos una naturaleza propia, que puede ser propiciada y estorbada, y que hay, pues, lugar para una buena y a una mala educación.

La segunda concepción que analiza el libro es la que podríamos llamar Sentimentalismo: la esencia del ser humano es el deseo de satisfacción, placer, felicidad…, con la poderosa esclava llamada Razón. Una versión pedagógica, benigna, de esta filosofía, nos enseña que educar es el bello arte de criar al animal complicado que somos, de manera que consiga con su ayuda vivir una vida feliz. Para ello habríamos de usar inteligente y amorosamente esos dos grandes maestros que la Naturaleza le ha dado a todo bicho viviente, la alegría y la tristeza, el agrado y el dolor, con la confianza puesta en que nuestra sabia madre nos ha diseñado de tal forma que nuestros gustos son el mejor indicio de lo que nos conviene. La escuela aburrida es la que crean los adultos cuando, creyéndose más sabios que la propia Naturaleza, imponen su despótica voluntad, su sedentaria senectud, sus disciplinas de hierro y sus heladas abstracciones a quien es todavía libre y joven, carne y fantasía. Hay una escuela posible en la que se aprende jugando, jugando a las palabras sin la lápida gramatical, jugando a los sonidos sin las rejas del pentagrama, jugando entre iguales sin la ley de los adultos. Y esto vale para todo el que quiere aprender, aunque no sea ya un “niño”.

Todo esto suena muy bien, pero ¿tiene en cuenta lo que verdaderamente somos? ¿Son la alegría y la tristeza el tribunal último de lo que nos conviene hacer y padecer, o no son más que, a lo sumo, síntomas? ¿Es nuestra razón solo una sirvienta de nuestros gustos? ¿Saben los gustos qué es lo bueno, qué tiene valor y qué debería gustarnos y hacernos felices? ¿Saben siquiera algo? Quizás haya que reconocer en nosotros otra forma, más libre, de interés y libertad.

La tercera concepción que se discute, más o menos “kantiana”, sitúa nuestro centro, no en los sentimientos, sino en la voluntad. Educar, según cierto pensamiento para élites oído en el discurso fundacional de un gran colegio, consiste en ir desbastando disciplinadamente nuestras oscuras tendencias, para que acabe aflorando nuestra responsabilidad, nuestra auténtica libertad, nuestro dominio sobre nosotros mismos, que es lo que nos haría seres tan especiales y dignos.

Sin embargo, el antiguo maestro del antiguo alumno no termina de entender la libertad en la que piensa ese gran discurso. ¿Cómo es que tendríamos esa tendencia al mal? ¿Por qué se necesita esfuerzo para seguir lo que es bueno, y cómo es que además somos responsables, dueños, creadores, de ese desvío de lo que nos interesa? ¿Para qué necesita varas quien tiene verdadera autoridad, y cómo puede una vara hacer más digno de respeto a quien la blande, aunque sea uno mismo para consigo? ¿Es la libertad un inescrutable poder de elegir lo que sabemos malo? ¿No es eso un absurdo pesimista? ¿Qué puede ser la libertad, aparte de conocer lo bueno?

Cuando ya pensaban irse cada mochuelo a su olivo, el antiguo alumno y el antiguo maestro buscan sin saberlo y acaban encontrando a sabiendas a unos cuantos adolescentes que charlan en una pequeña plaza y que dentro de unos días volverán a las clases del instituto, precisamente con este maestro. Estos amigos, como pequeño recuerdo del espíritu socrático y platónico, quieren creer (cuarta y última concepción discutida en el libro) que educarse es hacerse más sabios, más buenos y más bellos; o sea, buscar y quizás encontrar lo que realmente ya somos: ejemplares relativos de lo perfecto. El camino solo puede hacerse mediante el amor a las razones y las razones del amor. Solo el amor puede resolver las contradicciones del ser: la contradicción, por ejemplo, de que seamos, todos, uno y lo mismo, y varios y diferentes a la vez. La mayor ignorancia, entonces, es la ignorancia de la ignorancia: creer que nuestra razón no tiene nada que decir sobre lo que es bueno, que es una esclava, un “mero medio” al servicio de azarosos deseos que serían nuestro auténtico magma interior, o, a lo más, una consejera de la despótica voluntad de voluntad. Hijo de esta ignorancia primordial es ese pobre engendro llamado Culpa, según el cual uno es dueño de sí y de sus actos también cuando hace mal. Pero ¿quién querría hacerse peor? Solo quien crea que hacer el mal no es hacerse mal a uno mismo, y que uno puede salir “beneficiado” perjudicando, puede encontrarle sentido a la idea de Culpa. Justo esta triste y dañina idea, que es la raíz de toda ignorancia, es la que el amor puede y debe curar. 

Pero también este pensamiento, que “todo lo perdona porque todo lo comprende”, es quizás imposible: ¿no nos confunde con lo que no somos, no suplanta la realidad con una ilusión? ¿No ha estado siempre y siempre estará en ningún-sitio una escuela del conocimiento y la amistad?

En próximas entradas copiaré aquí pasajes de diversas partes del libro.