martes, 31 de julio de 2012

Ética y estética (fragmentos de Diálogos de Filosofía)


Continuación del fragmento del cuarto de los Diálogos de Filosofía, De la vida buena, que empecé copiando aquí en la entrada anterior. Andrea, la adalid de la vida política (la “guardiana” en términos platónicos) empieza su defensa de las consideraciones éticas sobre las estéticas. En este pasaje figura mi interpretación, totalmente original (al menos en cuanto yo sé) de Los persas de Esquilo:


Andrea.–Pues yo conozco una explicación que me parece indudable. Tú has dicho que el arte es el lugar de la libertad, pero eso es dudoso. Yo diría más bien que el arte busca la auténtica libertad, y que nos produce verdadero y profundo placer cuando la descubre y nos la muestra. Pero la libertad muchas veces va unida precisamente al dolor. Somos capaces de sacrificar nuestro bienestar por la justicia y la dignidad. Eso es lo que expresa la tragedia. Pero entonces, cuando sufrimos por la libertad, sentimos un placer superior. Y es un placer que nace precisamente de nuestra responsabilidad. Por eso no es un placer como el de la comida o cualquier otro que nazca de la necesidad.
A.–Suena muy… grandioso.
Beatriz.–Y edificante…
Andrea.–Os pongo un ejemplo, para explicarme mejor. La primera tragedia, la más antigua que se conserva es, por lo visto, Los Persas, de Esquilo. Recordaréis, si la habéis leído, que cuenta cómo la casa real de Persia, representada por el coro de nobles ancianos y la reina madre, espera las noticias de la campaña militar de Jerjes contra los griegos. La noble madre está angustiada porque no sabe de su hijo, y los presagios de sus sueños no son nada buenos. Después, sus peores temores se confirman. Ha sido un desastre, los griegos han aniquilado a casi todo el ejército de varones persas, y a Jerjes lo traen moribundo. Entonces se desencadena el llanto y la reina llora como solo llora una madre. Por si fuera poco, ella sabe que su hijo ha muerto por su propia soberbia. La sombra de Darío, padre de Jerjes, se aparece para sancionar lo que ha pasado. Esta tragedia es excepcional. No trata de un tema mítico, sino real (el propio Esquilo, creo, participó en esa guerra contra los persas, unos cuantos años antes de escribirla). ¿Por qué escribió esta tragedia? ¿Quién es el héroe? Desde que la leí me pareció extraño que Esquilo pusiese a los espectadores atenienses ante esas circunstancias. ¿Qué puede sentir un griego viendo esto? Parece que una interpretación corriente es que se trata de una especie de celebración de la victoria ateniense, y un encomio de Atenas y su democracia. Pero a mí me parece muy feo e impropio de griegos celebrar una victoria recordando el dolor de los enemigos.
Beatriz.–No te hagas muchas ilusiones con los pueblos civilizados.
A.–¿Y qué otras interpretaciones hay?
Andrea.–Por lo que yo sé, algunos creen que Esquilo quiere avisar a sus compatriotas contra el gran pecado para un griego, la soberbia. Estaría diciendo: cuidado, aprendamos en su desgracia.
A.–Bueno, eso ya le da sentido.
Andrea.–Me sigue pareciendo poco elegante. Creo que esa obra tiene una intención diferente, mucho más elevada. ¿Queréis saber lo que pienso? Creo que Esquilo quiso poner a sus espectadores en un estado de lucha interior: a la vez que, como griegos, debían alegrarse por la victoria propia y, por tanto, indirectamente por el dolor del otro, a la vez, digo, tenían que dolerse, como personas, del sufrimiento de sus enemigos. ¿No os parece que es una situación incómoda? ¿Somos griegos, o personas? El que sufre ¿es un ser humano o un persa?
M.–Los historiadores te dirán que tu interpretación es imposible, que un griego no tenía esa idea de persona universal. Pero si tú no haces caso a eso, te felicito.
Andrea.–No sé mucho de historia, pero creo que de alguna manera los griegos tenían esa idea. Supongamos que sea así. Imaginaos a los espectadores americanos, tras la guerra, viendo en el cine cómo lloran las madres alemanas. La musa de Esquilo sería aquí más irónica de lo que han sido capaces de ver los más. Se puede decir que Esquilo traslada la tragedia desde el escenario hasta el espectador, que tiene que vencerse a sí mismo, al instintivo pero innoble placer de la venganza.
Beatriz.–Eso de que la tragedia se da en el espectador es siempre así.
Andrea.–Claro, pero esta vez lo es por partida doble, porque no solo sufrimos con el héroe, sino que quien tiene que ejercer de héroe es el espectador mismo. Él es su propio héroe. Lo que hace superiores a los griegos no es la victoria sobre los persas, sino esta batalla consigo mismos. De nada serviría vencer a los otros si no somos de otra forma. Un griego que no sintiese compasión por la madre de Jerjes y los ancianos persas, es decir, por sus propios enemigos pero a la vez sus iguales, no es un auténtico griego, ni siquiera un bárbaro, sino un auténtico bárbaro, digno de lástima incluso para un bárbaro.
Beatriz.–¿Lo ves?
Andrea.–¿Qué?
Beatriz.–Eso que dices es bello aunque no sea así, aunque ni siquiera lo supiese Esquilo. Casi diría que...
Andrea.–¿Que debería ser así?
Beatriz.–Sí.
Andrea.–¿Ves? Eso es lo que quería decir yo.
A.–¿Qué?
Andrea.–Ha dicho, y le ha salido del alma, que si eso es bello debería ser así, es decir, que es bueno ¿no?
Beatriz.–Seguramente.
Andrea.–Pero, ¿por qué te ha parecido bello, sino porque es bueno? Lo que admiras ahí es la grandeza moral y política de Esquilo y de los griegos. Sin esa grandeza no puede hacerse tragedias griegas. La armonía del arte ático, frente a la rigidez del persa, egipcio, o babilónico, es solo expresión de la armonía del alma griega. Y eso es la política, igualdad y armonía. Esquilo educó a los griegos, o, más bien, Esquilo expresaba lo mejor que había en los griegos, aunque quizá él, como artista, actuaba sin pensar, por inspiración.
A.–Se me ocurre una duda, Andrea. ¿Cómo puedes explicar que haya gente a la que le guste cierto arte que no tiene nada de heroico, como esas novelas que cuentan lo más bajo del hombre, sin esperanza ni nobleza alguna, todo ese arte que se recrea en el mal?
Andrea.–La verdad es que yo tampoco soy experta en estos asuntos, y no sé bien qué contestarte. Al menos te diré una cosa: no creo que alguien, salvo que esté enfermo, pueda hacer arte si cree sinceramente que todo es feo sin remedio.
M.–Como insinuó Antonio Machado, el que desespera, espera.
Andrea.–Entonces yo pienso que lo que buscamos (y aquí va mi receta para una vida, no sé si buena, pero por lo menos digna), lo que queremos de verdad, es la verdadera libertad, pero esta no es nada sin la justicia, ni es nada más que eso, justicia. No hay felicidad digna de respeto si va contra lo justo. Por eso, una obra de arte que no es buena moralmente, carece de valor, y se puede decir que es de mal gusto. Si además perjudica, es decir, solo crea injusticia y opresión, no se puede consentir. Y por eso entiendo que Platón, con todo el dolor de quien es muy sensible a la belleza, estuviese dispuesto a expulsar del Estado al artista mal educador. Los regímenes más tiránicos han utilizado el arte en su propaganda. Si no se puede distinguir por el gusto al arte justo del que no lo es, y lo perjudicial puede resultarle al paladar tan agradable como lo beneficioso, tendrá que ser otro quien decida qué es buen arte y qué no.
Beatriz.–Pero no bueno como arte, sino como moral…
Andrea.–Pero ¿cómo puede ser bonito lo injusto?
A.–La verdad es que esto siempre me deja pasmado. ¿Cómo puede la misma forma artística servir igual para un estado libre que para uno tiránico, tal como los músicos usaban a veces la misma melodía para una obra religiosa y para otra cómica? ¿Cómo pueden parecerse tanto los himnos enemigos?
M.–Quizá los que se parecen son los propios enemigos… Aunque Platón, desde luego, no cree que el criterio del arte sea el gusto. El arte, dice, imita las maneras de comportarse, las costumbres, y nos gusta ver imitadas las nuestras. Pero como no todos sabemos comportarnos correctamente, y tenemos el gusto corrompido, no puede dejarse en manos de los poetas la educación y la diversión. No cualquier placer es criterio, sino solo el placer que sienten los mejores. Por eso en la educación, dice, solo se admitirá al poeta que diga que no hay Hades malo. Es lo que dices tú ¿no, Andrea?
Andrea.– Sí, aunque no me refiero a ese tipo de consuelos. Volviendo a ti, Beatriz, no creo que puedas hablar de la libertad del arte sin darte cuenta de que la libertad es una idea moral y política. Si el arte es y debe ser libertad, lo malo e injusto debe ser feo. Nada hay más valioso que el respeto a las personas, empezando o terminando por uno mismo. Todas las demás labores del hombre deben estar al servicio de eso. Así entiendo yo, repito, qué es una vida buena, es decir, digna. Pero para eso no hace falta dedicarse a la política como profesión, basta con vivir justamente. Si no se consigue así la felicidad, al menos uno se la merece, como decía Kant. A diferencia de ti, yo sí desearía que todos lo practicasen, es más, creo que todos deben hacerlo. Y así se ha creído siempre en todas partes, porque mientras que a nadie se le obliga a dedicarse al arte ni a apreciarlo, a todos se les obliga a respetar
la ley.
M.–Ojala los que se dedican a la política lo hubiesen pensado la mitad de tiempo y sacado al menos la mitad de fruto que tú. Solo porque te conozco de hace tiempo no me sorprende lo meditadas y claras que tienes las cosas.
A.–Dile como le dijiste a Beatriz, que si alguna vez pierde la habilidad para lo que hace ahora, siempre le quedará la filosofía.
M.–Se lo digo.
Andrea.–La filosofía, y el conocimiento en general, es un auxiliar imprescindible para un buen político. Aunque también se ha dado a menudo el filósofo que, como hacía con la amistad el molinero aquel, habla entusiasmado de la justicia pero no tiene el valor de practicarla. Pero si entendemos por la mejor filosofía o sabiduría la filosofía práctica, eso es lo mismo que la política. Ahora bien, esta sabiduría no necesita ninguna cultura ni maestro, la tiene el más pobre chatarrero. Y esto es parte de su grandeza.
M.–Bueno, creo que nos ha quedado muy claro. Según tú lo más importante es la Justicia y la Ley... ¿o no son lo mismo?
Andrea.–Sí, en un sentido profundo, son lo mismo. Y ahora ya sé lo que me espera, porque esta conversación la hemos tenido otras veces. Pero me dejo despellejar, para que ellos, que nunca nos han oído discutirlo, puedan opinar.

domingo, 29 de julio de 2012

Vida de artista (fragmentos de Diálogos de Filosofía)


Copio aquí otro fragmento de mi libro Diálogos de Filosofía. En el cuarto y último diálogo del a obra, titulado "De la vida buena", El exmaestro y el exalumno, junto con dos amigas, Beatriz (que es artista) y Andrea (que es abogada y política) charlan acerca de algunos diferentes modos de vivir la vida. Empiezan discutiendo la “vida estética”, que se encarga de “defender” Beatriz. (Personajes: M = maestro; A = antiguo alumno; Beatriz y Andrea):


(Ilustración de Marien Sauceda Polo)

M.- Hace unos días, cuando nos encontramos, este muchacho me contó que estaba dándole vueltas a la idea de dedicarse a la literatura, y dijo que tú, Beatriz, tenías bastante culpa en ello (aunque, después de su grave error con lo del escenario, no sé si vas a desahuciarle) ¿Por qué no nos dices con qué argumentos le convences, o convencerías a alguien, de que se dedique al arte, como haces tú?
Beatriz.–La verdad es que él necesita pocos argumentos, y yo tampoco sabría dárselos. Como mucho, de mí puede sacar un ejemplo, porque me entrego en cuerpo y alma, como se suele decir, a mi creación.
M.–Pues ahora, además de dar tu ejemplo, haz el esfuerzo de explicarnos qué tiene de bueno, o si prefieres de bello, dedicar la vida en alma y cuerpo a la creación, como se dice.
Beatriz.–Está bien, haré el intento. Antes de nada tengo que decir que en este asunto estoy en desventaja, porque lo mío no es precisamente pensar lo que hago ni defenderlo. Ni me agrada andar intentando entenderlo ni sería bueno. Como dice el poeta, “La rosa es sin porqué”. A algunos les ha pasado lo que al ciempiés, que, cuando quiso contestar a la pregunta de cómo era capaz de mover tantas patas sin tropezar, perdió su habilidad de andar.
M.–Creo que Platón te daría la razón. El artista obra por una especie de entusiasmo, que se trasmite al oyente como la corriente magnética.
Beatriz.–Así que espero que conversaciones como la de hoy no arruinen mi poca intuición. Y no por otra cosa sino porque no imagino otra forma de vida que me resultase soportable. Pues bien, mi propuesta de vida (pero no se me ocurre ni insinuar que valga a los demás) es, aunque suene vulgar, disfrutar.
A.–Seguro que el filósofo sabe darle un nombre biensonante.
Beatriz.–Creo que lo principal que puedes encontrar en el arte, y tal vez lo único, es placer, el placer estético. Todos buscamos la felicidad, ¿no? ¿Y qué felicidad mayor y más inofensiva que la que no sirve para nada, salvo para sí misma? Así es el arte, al menos tal como yo lo vivo. Hay artistas que creen que su labor tiene algún valor más sublime, como ser una vía diferente y hasta superior de conocimiento; o como una manera de hacerse mejor persona. Pero si yo quisiera convencer a alguien del valor del arte para la vida, no me andaría con charlas morales ni con filosofías, le diría que viva el arte y que, mientras haga arte, deje de pensar. Porque hacer arte pensando en lo bueno o lo sabio que te vas a hacer o vas a hacer a los demás, es tan imposible como estar soñando y pensar a la vez que estás soñando.
A.–Ten cuidado con los ejemplos que usas delante de un filósofo.
Beatriz.–Me da igual, no voy a entrar en el juego del filósofo. No rechazo que se me diga que el arte es un sueño. ¿Qué tiene de malo el sueño?
Andrea.–¿De malo?
Beatriz.–Quiero decir, de falso, de feo... Y es más, pienso (no te ofendas) que el filósofo invade a menudo el terreno que corresponde al artista. La filosofía, según la veo yo, es una especie de híbrido, que por una parte aparenta ser conocimiento y tratar de la verdad, pero, por otra, intenta hablar de cosas que no tienen nada de científicas y que incluso cuando se expresan como conocimientos resultan casi absurdas, aunque suenan a veces bellas. Se diría que un filósofo es un pobre poeta con aires de sabio, o un pobre intelectual jugando a la poesía. Perdóname por decir esto, y ten en cuenta que yo no tengo ni idea de lo que digo. También a mí me ha parecido siempre muy atractiva la filosofía, pero creo que es por eso, porque se me aparecía siempre con las ropas del arte. Y a veces creí que va más allá, pero, sinceramente, ahora creo que se queda más acá. El arte, en cambio, es el reino de la libertad. Sabe que no trata de la cruda e indigesta realidad, pero no le importa, como parece importarle al filósofo y como debe importarle al científico. Y los artistas que han querido ser maestros, pensando que eso era más importante que dar placer, han fracasado siempre. En lugar de crear metáforas han caído en alegorías y simbolismos que, para cualquier persona con gusto, son algo muy desagradable, precisamente porque se les ve al servicio de unas ideas. El artista tampoco es un santo edificante o un servidor del político. Algo así no es arte sino propaganda, la moraleja no es parte del cuento. Las imágenes del arte no tienen más significado que ser bellas, ni más fin que gustar.
M.–No te disculpes por decir lo que piensas. Además, no son pocos los filósofos que te darían la razón en todo lo que has dicho. Yo mismo, al escucharte, me estaba lamentando de no haber dedicado más tiempo a la poesía y la música, que no se me dan mal. Me ha quedado alguna duda: ¿crees que todo gusto es, o puede ser, gusto estético? Quiero decir, ¿crees que el placer de comer o del rascar, por ejemplo, son similares al placer que da la pintura, y la diferencia es, tal vez, de grado o según cada persona?
Beatriz.–¿Quieres decir que si creo que hay un arte de la cocina, hoy tan de moda, o incluso un arte del rascado, como hay un arte del masaje? Sí, yo creo que puede hacerse arte con cualquier cosa, con cualquier lenguaje. Desde luego, ciertos materiales son más tratables y ciertos sentidos más finos, y dudo que el arte del perfume alcance alguna vez el nivel de la música o la escultura, pero será arte. Lo que nos gusta no es el color o el olor, sino lo que la imaginación y el sentimiento nos dicen de esos colores y olores.
M.–Muy bien, tu explicación es muy clara. Espero que no se atrofie tu intuición artística por tener esta conversación, pero, en caso de que ocurra esa desgracia, te aseguro que podrías dedicarte a la filosofía, lo cual, aunque ahora te parezca pésimo, podría procurarte algún placer también, a falta de otra cosa. Pero yo no me refería exactamente a eso, al arte de la comida y el placer que produce, sino al gusto que sentimos cuando comemos o nos rascamos simplemente por necesidad. ¿Es como el del arte? ¿Es todo gusto una satisfacción de una necesidad o dolor anterior? No sé si me he explicado.
Beatriz.–Bueno, seguramente os parecerá una tontería, pero yo creo que nunca comemos por necesidad.
M.–Estoy de acuerdo contigo. Igual que ninguna de las llamadas artes útiles, como el mobiliario o el pintado de paredes, carece nunca de su aspecto estético (excepto, tal vez, en los colegios y las cárceles). Pero ¿no crees que en la medida en que se mezcla la necesidad en la valoración de algo, es menos estético? Por ejemplo, cuando se ve un retrato como parte de los protocolos políticos... Creo que has dado a entender algo así.
Beatriz.–Sí, el arte debe ser inútil. Aunque nunca se pueda separar lo útil de lo bello, lo bello es lo bello, y se basa en un gusto no utilitario.
M.–Entonces aceptarías la clasificación que de los placeres hace Platón, entre los que surgen de una necesidad y por eso se dan siempre con mezcla de dolor, y los que no surgen de necesidad y no tienen mezcla de dolor. Y solo en estos últimos habría que colocar los placeres del arte.
Beatriz.–Sí, el arte busca un placer puro, y por eso es el único momento en que uno es realmente libre, porque en las demás actividades se busca siempre una utilidad, o por lo menos una verdad. El artista prescinde de todo eso. Ni lo útil ni lo verdadero le ponen límites. Creo que esto está tremendamente expresado en la tragedia Las Bacantes, de Eurípides. Penteo, el rey, se enfrenta a Dionisos, el dios del frenesí inconsciente y del arte trágico, y lleva su intransigencia hasta el intento de prohibir la fiesta, o sea, el momento en que la locura artística se libera de las frías leyes del Estado. Pero Dionisos se burla de Penteo, le hace creer que le está encadenando a él, al dios, cuando está encadenando solo a un toro. Y al final su propia madre y las otras bacantes destrozan al rey. ¿Qué significa todo eso? Que el personaje racional, que solo piensa en la utilidad, no puede someter al deseo libre, al arte, porque nadie puede medir con su pobre razón el misterio. Intentamos someter a leyes la naturaleza, al toro, pero es solo una ilusión. Es nuestra misma madre, nuestra madre tierra, la que pertenece a Dionisos, el dios de la locura artística. Si todos buscásemos más el placer y la belleza, en nosotros y en las cosas, y dejásemos de perseguir nuestros intereses y la verdad, si fuésemos capaces de hacer como dice el poeta, mirar sin pensar, seríamos más felices y menos dañinos, con nosotros y con los demás. Lo que nos falta es una forma estética de vivir, hacer de nuestra vida arte. Por eso somos animales tan feos. En fin, voy a parar, porque estoy soltando un discurso, y me repito y me contradigo.
A.–De un momento a otro creía que te ibas a convertir en filósofa. Una cosa me ha chocado, Beatriz: dices que el arte no tiene nada que ver con el simbolismo, pero luego has cogido al pobre Eurípides y lo has nombrado escudero de tus ideas.
Beatriz.–Tienes razón. Pero lo que hace de Eurípides un genio no es darnos esa enseñanza, de la que no tenía ni por qué ser consciente, sino escribir como escribe. Yo, al utilizarlo así, lo he traído a donde no es su lugar. Su lugar está en el escenario, siendo bello y dando placer en ese momento al que lo ve.
M.–Y dime qué piensas de esto: ¿hay alguien que sepa más que alguien en las normas del gusto?
Beatriz.–¿Preguntas quién establece qué es buen y mal arte?
M.–Más o menos. A mi amiga la Maga, que es artista, esto no le dejaba dormir.
Beatriz.–Sobre ese punto no todos los artistas piensan igual. Yo creo que la única norma es el gusto mismo. Es verdad que los que nos dedicamos a algún arte solemos tener ciertos criterios parecidos, seguramente porque todos los humanos, y animales, nos parecemos en algo o en mucho. Pero el artista debe guiarse solo por su gusto y su intuición. Los grandes creadores, los genios, han sido siempre impredecibles.
Si se hubiesen limitado a hacer lo ya sabido, no habrían gustado más que cualquier imitador. Hasta diría, tal como lo veo ahora, que norma y gusto son cosas contrarias. El artista no se somete, como una máquina, a una ley, y ningún filósofo le va a decir lo que debe hacer.
M.–Entonces en una sociedad donde llevásemos a la práctica una vida estética, tendríamos una bonita anarquía, ¿no?
Beatriz.–Como la que hay en el mundo de los artistas. ¿Y qué?
Andrea.–Todo eso está muy bien, o (para que no creas que intento llevarte a mi terreno) suena muy bonito. Pero creo que ni tú aceptarías que el artista llevase su arte hasta permitirse ser un irresponsable. Ya sé que me vas a decir que son ejemplos extravagantes, pero también son artistas los que asesinan cuidando todo detalle y por el simple placer de su obra.
Beatriz.–Sí, son ejemplos extraños, pero no me parece mal que pongas casos límite. Hay quienes llegarían a defenderlo, y dicen que saben separar lo estético de lo político o lo moral, pero yo creo que eso ya no es arte. ¿Por qué lo creo? Porque pienso que el arte no justifica el dolor, sino que precisamente el arte tiene como fin el placer, el placer libre y puro, como decía.
A.–¿¡Cómo!? Muchos artistas no dirían que el fin del arte sea el placer o que el dolor no esté justificado. Hay arte, y no del peor (como la tragedia, ya que tú misma mencionas a Eurípides), que no parece que busque exactamente el placer. Incluso hay quienes piensan que el fin del arte es, justo, hacernos más tristes, porque ser más triste es ser más interesante.
Beatriz.–Yo coincido en todo eso.
A.–Es verdad, otras veces te lo he oído. ¿Entonces…?
Beatriz.–La tragedia busca el dolor, el arte puede buscar la tristeza, pero solo porque sufrir y estar tristes nos produce placer.
A.–¿Quieres decir que el dolor es ahí solo un medio para el placer? Eso está bien. Pero ¿por qué nos gusta estar tristes? ¿Cómo puede ser que nos alegre sufrir? ¿La misma cosa nos alegra y entristece?
M.–Como dice Sócrates, imitando a Esopo, placer y dolor son los dos lados de las alforjas, van siempre juntos. ¿Esa es la razón?
Beatriz.–No, yo no quiero decir eso, ni mucho menos, porque en ese caso no se trataría de que queremos ser tristes y alegres, sino de que no podríamos evitarlo. Si nos ponemos en esas, yo creo que el arte solo quiere placer, no dolor. Lo que quiero decir es que sentir algunas tristezas nos hace felices.
M.–Muy bien. Pero, seguimos con la misma pregunta: ¿por qué?
Beatriz.–No tengo una idea clara.

jueves, 19 de julio de 2012

El camino a la realidad platónica, de Penrose


He empezado a leer El camino de la realidad, de Penrose, y me encuentro al principio con una de sus sabrosas confesiones de platonismo, lo que seguramente me ayudará a adentrarme en su más de mil cuatrocientas páginas (cuanto más que, por las doscientas que llevo, veo que su platonismo no aparece solo en el preámbulo, como las buenas intenciones en las leyes):


Los científicos propondrán modelos del mundo –o, mejor, de ciertos aspectos del mundo- y estos modelos pueden ser puestos a prueba frente a observaciones previas y frente a los resultados de experimentos cuidadosamente diseñados. Los modelos se juzgan apropiados si sobreviven a este examen riguroso y si, además, son estructuras con consistencia interna. Para nuestra discusión actual, el punto importante en estos modelos es que son básicamente modelos matemáticos puramente abstractos. En particular, la cuestión misma de la consistencia interna de un modelo científico requiere que el modelo esté especificado de forma precisa. (…)
Si hay que atribuir algún tipo de “existencia” al propio modelo, entonces dicha existencia está localizada dentro del mundo platónico de las formas matemáticas. Por supuesto, se podría adoptar un punto de vista opuesto: que el modelo va a tener existencia solo dentro de nuestras diversas mentes, antes de aceptar que el mundo de Platón sea en algún sentido absoluto y “real”. Pese a todo, se gana algo importante al considerar que las estructuras matemáticas poseen una realidad por sí mismas. En efecto, nuestras mentes individuales son notoriamente imprecisas, poco fiables, e inconsistentes en sus juicios. La precisión, fiabilidad y consistencia que requieren nuestras teorías científicas exige algo más allá de cualquiera de nuestras mentes individuales (poco dignas de confianza). En la matemática encontramos una solidez mucho mayor que al que puede localizarse en cualquier mente concreta. ¿No apunta esto a algo exterior a nosotros mismos, con una realidad que está más allá de lo que cada individuo puede alcanzar?
De todas formas aún se podría adoptar el punto de vista alternativo según el cual el mundo matemático no tiene existencia independiente y consiste meramente en algunas ideas que han sido destiladas de nuestras diversas mentes, que se han mostrado totalmente dignas de confianza y en las que todos coinciden. Pero incluso este punto de vista parece dejarnos muy lejos de la que se necesita. ¿Queremos decir “en las que todos coinciden”, por ejemplo, o “en las que coinciden quienes están en su sano juicio”, o “en las que coinciden todos aquellos que tienen un doctorado en matemáticas (poco frecuente en la época de Platón) y que tienen derecho a aventurar una opinión autorizada”? Parece que aquí hay un peligro de circularidad; pues juzgar si alguien está o no “en su sano juicio” requiere algún patrón externo. Lo mismo sucede con el significado de “autorizada”, al menos que se adoptara algún canon de naturaleza acientífica tal como “la opinión de la mayoría (y debería quedar claro que la opinión de la mayoría, por importante que pueda ser para un gobierno democrático, no debería ser utilizada en modo alguno como criterio de aceptabilidad científica). Las propias matemáticas parecen tener realmente una solidez que va mucho más allá de lo que cualquier matemático individual es capaz de percibir. Aquellos que trabajan en esta disciplina, ya estén implicados activamente en la investigación matemática o bien utilicen resultados que han sido obtenidos por otros, sienten normalmente que son meros exploradores de un mundo que esté mucho más allá de ellos mismo, un mundo que posee una objetividad que trasciende la mera opinión, ya sea dicha opinión la suya propia o la propuesta de otros, con independencia de cuán expertos pudieran ser esos otros. (…)
Soy consciente de que habrá aún muchos lectores que encuentren difícil atribuir cualquier tipo de existencia real a las estructuras matemáticas. Rogaría a tales lectores que amplíen su idea de lo que la palabra “existencia” puede significar para ellos. Las formas matemáticas del mundo de Platón no tienen evidentemente el mismo tipo de existencia que los objetos físicos ordinarios tales como las mesas y las sillas. No tienen localización espacial; no existen en el tiempo. Hay que pensar en las nociones matemáticas objetivas como entidades intemporales, y no debe considerarse que nacieron en el instante en que fueron humanamente percibidas por primera vez.(…)
He tomado la noción de Platón de un “mundo de formas ideales” solo en el sentido limitado de las formas matemáticas. Las matemáticas se interesan crucialmente en el ideal concreto de verdad. El propio Platón habría insistido en que hay otros dos ideales fundamentales y absolutos, a saber, los de lo bello y lo bueno. No me niego ni mucho menos a admitir la existencia de tales ideales y a permitir que se amplíe el mundo platónico para contener absolutos de esta naturaleza.
(Roger Penrose, El camino de la realidad Debate, 2006  (53 y ss) 
Hay un libro de introducción a la filosofía de la matemática, de J. R. Brown, donde se defiende, con gran claridad, lo mismo.
No obstante, hay que decir que este “platonismo matemático” no es la teoría de Platón acerca de las matemáticas. El objeto de los matemáticos, según Platón, no es lo racional e intelectualmente puro (objeto de la dialéctica), sino lo racional dependiente de “imágenes” extraídas del mundo de los sentidos y la opinión, y dependiente de supuestos (hipótesis) que el propio matemático no puede justificar, porque “se encamina hacia abajo” desde ellos. Ni el propio matemático sabe lo que es el Dos o el Círculo.
De todas formas, el platonismo tipo Penrose es mucho mejor que todos los ficcionalismo y nominalismos.

sábado, 14 de julio de 2012

En defensa de las sillas (y las personas)




Estoy de acuerdo con Sider en que la realidad, a un nivel “subyacente” o fundamental (objeto de la metafísica) está formada de simples. Por tanto, podría decirse, disiento con él en todo lo demás.
Algunas de mis disensiones (respecto, por ejemplo, a su “quineanismo”, para el cual el compromiso existencial lo contrae una teoría mediante la cuantificación, o que incluso la cuantificación sea una parte categorialmente privilegiada del Lenguaje), las dejaré ahora a un lado, para acercar lo más posible los lenguajes filosóficos y no discutirlo todo a la vez. Me centraré en cuestiones más de “contenido”.

Según el nihilismo mereológico radical de Sider, a un nivel subyacente o fundamental, en realidad no existen sillas, plantas ni personas, sino solo partículas materiales últimas, naturalmente indivisibles, e identificadas con lugares en el espacio-tiempo o en un espacio de orden superior. Un platónico rechazará este reduccionismo: las formas o ideas son irreducibles a extensión o cantidad de “puntos” de mero espacio.
Hay una manera fácil y directa de acercar las posiciones de Sider y un platónico. Un platónico diría que ese meta-espacio en que se sitúan los simples es, efectivamente, el “mundo eidético” (la platonia de la que hablan Barbour o Penrose). Incluso quizás haya razones para figurarse a esas “partículas” o puntos meta-espaciales, más como mónadas espirituales que como algo masiforme (ya Quine aceptó que la física cuántica iba tomando cada vez más una deriva mentalista). Pero esto, sin mayor explicación, parecería una trampa. Así que vamos a desenvolverlo de manera más derecha, criticando, no tanto el rechazo de las entidades compuestas como el “materialismo” o “extensivismo”, que identifica los simples con partículas físicas o sus localizaciones en un espacio o meta-espacio del menor orden formal posible.

¿Es el nihilismo mereológico “materialista” (definido esto como acabo de hacerlo) la mejor explicación metafísica del (de nuestro, de este) mundo? La respuesta, a mi juicio, es no. El reduccionismo cuantitativista no solo no es la mejor explicación sino que es una “entelequia” imposible.
Empezaré mi objeción por el aspecto menos grave, e iré de menos a más:

Imaginemos un Supersabio, que tiene un conocimiento adecuado del (de este) mundo a nivel “subyacente” o fundamental: tiene la teoría completa más simple, en términos, por tanto, de los elementos básicos de la realidad. Según Sider, Supersabio sabe que la realidad, en el fondo, no es más que un montón de átomos en un espacio (quizás abstracto). La palabra “existe”, usada en el sentido más riguroso, referido a ese nivel último (o primero) de la realidad, solo se aplica a puntos en un espacio. Como dijera Demócrito:
“Las cualidades son por convención;  por naturaleza sólo hay átomos y vacío”
¿Qué debería contestar Supersabio si le preguntamos si en este mundo hay sillas, plantas, animales, personas, crisis, contrapuntos y fugas, teorías ontológicas…?

Supongamos, como parece razonable según esa concepción, que debiese contestar que no: “en realidad, no existe nada así”. Aunque quizás Supersabio, “sabiendo” (aunque ¿cómo?) de nuestros intereses vitales a niveles no últimos, añadiese: “existen, sí, en un nivel no fundamental o básico, sino epifenoménico, varias de esas cosas por las que os preocupáis, como las sillas, las personas, las crisis, las pasiones humanas… Pero no son más que montones de partículas asociadas u organizadas mesiforme, personiforme, critiforme, patoformemente”.

Ahora bien, si pudiese sencillamente decir todo esto, perdería algo de interés la tesis de que Supersabio conoce la realidad a nivel fundamental conociendo solo partículas. Hagámosle más interesante. Supongamos que Supersabio no sabía, de antes, que en el nivel no fundamental, solemos creer que existen sillas y personas (viene, quizás, de otro mundo, o acaba de nacer, con las facultades idóneas para ver de frente el nivel subyacente de la realidad). Si le pedimos, pues, (en el meta-mundo de los diálogos ontológicos) que nos diga qué existe en este mundo, lo lógico es esperar que solo enumere puntos en el espacio, pero no diga nada de sillas, fugas a cinco voces ni personas. Para conocerlo todo, le basta con conocer partículas. Conociendo las partículas y sus localizaciones, lo conoce TODO. No necesita conocer epifenómenos o arreglos “a-guisa-de” lo que sea. Pues, si no, ¿cómo se podría decir que tiene un conocimiento completo de la realidad de este mundo?

Pues bien: si es esto todo lo que Supersabio debería poder decir sobre lo que existe en este mundo, creo que no tenemos ninguna razón para decir que ese Supersabio tiene un conocimiento completo acerca de este mundo. Supersabio no sabe que existen plantas que crecen y resultan bellas al olfato, no sabe que existen crisis, pasiones, fugas, discusiones ontológicas… No sabe nada, en una palabra. Decir que ha pasado por este mundo es muchísimo decir. Sería como decir que alguien ha estado en Venecia si recorrió, miopemente, todos y cada uno de los adoquines de la ciudad pero en ningún momento vio San Marcos. 
Decir que Supersabio conoce este mundo a un nivel auténticamente fundamental o último (que tiene un conocimiento completo de él, y está libre de toda ilusión), es totalmente inaceptable. Este mundo tiene personas, crisis, pasiones, sillas. ¿Por qué estas cosas habrían de ser menos reales o existentes, menos fundamentales ontológicamente? Solo podemos aceptar como epifenoménico o ilusorio, como no fundamentalmente real, aquello de lo que, en verdad, podemos prescindir sin perder nada. Pero no podemos (lógicamente) prescindir de las sillas y las personas. (Por cierto, no creo que haya mucho científico tan fanáticamente acientífico  –aunque sí mucho ideólogo materialista aficionado a la divulgación científica- que crea que la meta de la ciencia es sustituir una silla o una fuga por un montón de partículas: eso no es lo que significa explicar).

¿No se estará confundiendo aquí lo ontológicamente “fundamental” con lo “subyacente” material o extensionalmente? ¿Qué significa decir que Supersabio conoce la realidad a un nivel “subyacente o fundamental”? Nada interesante. Significa, en la más caritativa de las interpretaciones, que conoce una descripción de todas las partículas del mundo, de las que el resto de cosas están “compuestas”, o sea lo que encierran o contienen a un nivel material “inferior”. No significa que conoce el mundo. Ni siquiera conoce que no lo conoce; ni cree que lo conoce. Solo conoce (si acaso) partículas.

Pero tal vez Supersabio, incluso recién nacido o venido de otro mundo, no diría “solo” eso acerca de este mundo. Podría pensarse que Supersabio cuenta, desde ya, con todos los recursos para “deducir” la existencia (secundaria, eso sí, epifenoménica) de sillas y personas, fugas y auto-consciencias. Entonces, Supersabio no acabaría su enumeración cuando contase todos los átomos, sino que luego añadiría, de buenas a primeras: “y, como consecuencia de ello, se han formado, se están formando y se formarán tales y cuales combinaciones a-guisa-de… (con “forma” de…) mesas, fugas, personas…”

¿Qué combinaciones añadiría Supersabio en su lista de no-fundamentales? Tantas… que ya no podría acabar. Porque, dado que para ser una combinación no hace falta más que tener dos o más elementos, y dado que el conjunto potencia de un conjunto A, es mayor que A, nunca podría parar Supersabio de enumerar entidades. Nosotros distinguimos, por ejemplo, entre el árbol y el aire del entorno. Pero para Supersabio, cuyas únicas restricciones son cuantitativas, sería también una entidad la “formada” o compuesta por el árbol más un electrón, y otra entidad la formada por el árbol más dos, tres, cien mil electrones… Este otro mundo es algo más interesante que el de solo partículas y nada más, pero tampoco parece el mundo interesante que tenemos que explicarnos. De todas maneras, ignoraré este problema.

Supongamos que sea cierto que Supersabio añadiría, lógicamente, todo eso (un infinito inacabable de compuestos). En ese caso, que “Supersabio conoce el nivel subyacente de la realidad” no significa más que “conoce el nivel más diminuto de constitución de las (demás) cosas”. No significa que conozca todas las cosas conociendo solo ese nivel, ni que las conozca “fundamentalmente”, pues no puede prescindir de ellas para describir todo el mundo.

¿No conoce, al menos, las cosas que “causan” o “producen” al (son el “fundamento” del) resto de cosas? Ni siquiera eso es cierto. Porque la simple combinación de átomos o cualquier tipo de puntos en un espacio cuantitativo (o, al menos, de nivel cualitativamente inferior), no es suficiente (menos aún, necesaria) para producir el concepto de otras entidades o “guisas” o formas cualitativamente superiores. Ni es necesario saber de qué partes cuánticas está compuesta una planta, una fuga o un razonamiento, para saber lo que son, ni es posible siquiera deducirlo de su “composición”:

No es posible deducirlo: lo único que puede producir una suma es un montón o cúmulo (una extensión), no una forma, una “guisa”, un “arreglo”, un orden, una estructura (una intensión). Supersabio no podría decir que hay tales o cuales combinaciones mesiformes y personiformes, fuguiformes o conscienciformes, salvo si posee independientemente (a priori) las nociones de mesa, persona, fuga o conciencia.

Además, no hay, siquiera, una única manera de “construir” (es decir, de implementar materialmente) sillas o personas a partir de átomos. Toda forma cualitativamente superior es independiente de la materia en que se implemente: relativamente independiente si esa materia es solo relativamente “material” (homogénea, dúctil) y absolutamente independiente si hablamos de la materia “prima”.

Por tanto, no es posible que Supersabio sepa que los átomos forman sillas o personas, si no sabe a priori qué es Silla y qué es Persona. Y, en este sentido, Silla, o Persona, es irreducible, y fundamental ontológicamente hablando.

Tampoco, pues, es necesario saber de qué está compuesta una entidad (y, en cierto sentido, es irrelevante). Las ideas tienen su ámbito conceptual, en el que se definen de manera propia, y no es esperable definirlas a partir de, ni reducirlas a, un nivel inferior, cualitativa o intensionalmente inferior.
¿Conocía Bach de manera musicalmente menos profunda el arte de la fuga, o Gödel el arte del razonamiento matemático, porque no supiese nada de los fenómenos cuánticos subyacentes? ¿Puede esperarse iluminación musical o lógica alguna a partir de la física cuántica? No: solo puede esperarse, a lo sumo, una información de qué fenómenos cuánticos “subyacen” en este mundo a la invención (o descubrimiento, más bien) de una fuga o de una prueba, o a una silla.

No se puede decir, pues, más que ambiguamente, que Supersabio sabe cómo se “forman” las mesas. La mesa no se “forma”, porque la mesa es una forma. Se implementan materialmente conjuntos mesiformes de partículas, pero no se constituye la mesa. Mesa es fundamental (los objetos fabricados o técnicos, no necesitan menos las ideas, no se crean, se descubren):

“-Valga de ejemplo si te parece: hay una multitud de camas y una multitud de mesas.
-¿Cómo no?
-Pero las ideas relativas a esos muebles son dos, una idea de cama y otra idea de mesa.
-Sí.
-¿Y no solíamos decir que los artesanos de cada uno de esos muebles, al fabricar el uno las camas y el otros las mesas de que nosotros nos servimos, e igualmente las otras cosas, los hacen mirando a su idea? Por lo tanto, no hay ninguno entre los artesanos que fabrique la idea mis ma, porque ¿cómo habría de fabricarla? (Platón, La república 595a)

De todas las reducciones materialistas, la más imposible, lógicamente hablando, es la de la consciencia: ¿sabría supersabio que existen sujetos, razonamientos, demostraciones…, si conociese solo partículas en el espacio? No, como no sabría que hay plantas. ¿Sabría al menos cómo se “forman” o nacen los razonamientos, a partir de las partículas? Tampoco. No hay ninguna manera lógicamente concebible (no digo físicamente concebible) de sustituir la validez de un argumento por un cúmulo de hechos cuánticos. Al  contrario, es el conocimiento independiente y a priori de la normatividad o esencia de lo lógico, lo que permite después identificar tales o cuales hechos como (implementaciones de) razonamientos.

Pero en este caso, el de la consciencia, no es solo que se trate de otro nivel de entidades, sino que es un nivel ineliminable incluso de lo que sería una mínima teoría completa del mundo subatómico. Porque, si Supersabio necesita justificación lógica de lo que cree y sabe lo que ve, necesita proposiciones normativas, que nunca pueden ser sustituidas por descripciones de hechos subyacentes. Alguien podría preguntarle a Supersabio (él mismo podría preguntárselo) por qué cree lo que cree, cómo lo sabe, cómo justifica lo que ve… Y esta cuestión es irreducible a una descripción en términos de aquello en que cree o que percibe:
“La razón por la cual en la imagen científica del mundo no entra en parte alguna el propio ego sintiente, percipiente y pensante puede explicarse fácilmente en pocas palabras: porque él mismo es esa imagen del mundo. El ego es idéntico al todo, y por eso no puede contenerse en él como parte de él.  (Schrödinger, en Heisenberg, Schrödinger, Einstein, Jeans, Planck, Pauli, Eddington, Cuestiones cuánticas,pg 132)

Antes bien, podría plantearse si todo lo que Supersabio conoce no son más que fenómenos mentales.

Hay, en verdad, una trampa en usar “-wise”,  a guisa de…, en forma de… (mesa, persona), como si fuera un mero accidente, independientemente del cual serían inteligibles las partículas o los puntos espaciales. Y aquí aparece un gran problema (u otra forma del mismo problema) en la teoría de Sider. Sider dice, con razón, que debemos buscar la simplicidad teórica (la “parsimonia ideológica” en sus quineanos términos). Pero esto no puede hacerse de cualquier manera, como si las nociones no definidas pudieran ser cualesquiera y caer del cielo. Si fuese así, bastaría con postular una supernaturaleza, no definida, que sirva para todo: ¿qué mayor simplicidad podría pedirse? Un indefinido no significa un ininteligible, sino un inteligible imposible de hacer más inteligible a partir de otra cosa. La noción de átomo o punto físico, de hecho, tiene una natural aspiración a ser un caso de esos. Pero no lo consigue, sino que camina en sentido inverso.

Por eso, y esto es lo más grave, Supersabio ni siquiera conoce el nivel atómico, de la forma en que cree Sider. El supuesto conocimiento fundamental de Supersabio, tal como lo hemos descrito, es imposible: la idea de un espacio abstracto, con puntos diferentes, es, eso, una abstracción, realmente ininteligible.

Imaginemos lo que Supersabio ve y sabe: partículas (supongamos que más de una) identificadas con puntos en un espacio. Pero ¿qué son puntos en un espacio? ¿Cómo puede distinguirse a uno de otro, como pueden ser identificados? Sí, por su posición. Pero en un espacio no marcado cualitativamente (es decir, sin formas no cuantitativas previas, más que la de “pertenencia”) no hay manera de distinguir posiciones (menos aún otras entidades), porque todo el espacio es homogéneo: los puntos son todos exactamente iguales, y el espacio no está orientado de ninguna manera. Ni siquiera se puede distinguir pluralidad de partes. Un espacio puro es una pura contradicción (como señaló Leibniz), una idea “bastarda” (dice Timeo).

Por tanto, es lógicamente imprescindible contar con formas, no reducibles a extensión (ni a meros “puntos”), para dar contenido y hacer inteligible el más simple “espacio” de las cosas. El concepto de espacio puro es la noción cuasi-vacía (no es del todo vacía en la medida en que salvamos o intentamos salvar alguna relación-cualidad, como la “pertenencia”) a la que llegamos cuando descontamos las cualidades que la hacen realmente posible. Ese “descuento” no nos conduce hacia un nivel más fundamental (este es el error del materialismo y extensionalismo en general) sino hacia un nivel más vacío, ontológica y lógicamente dependiente de las formas de las que se ha hecho abstracción. Como decía Aristóteles, lo matemático solo es separable por medio del intelecto, y no puede prescindirse de la forma, porque no hay manera de sacarla del agua primigenia.
En verdad, no se ha hecho nada por, no ya definir, sino simplemente hacer inteligible la noción de Pertenencia. ¿Qué tiene que tener una cosa para pertenecer a otra? ¿Qué relación es esa? Tras una aparente parsimonia ideológica, lo que hay es oscuridad, a veces oscurantismo.

Incluso para el nivel material, es imposible reducir la forma. Heisenberg, comparando el atomismo (“materialista” –en el sentido dicho-) con el idealismo de Platón (incluso referido al nivel de lo físico), escribe: 
“La estructura subyacente a los fenómenos no se compone de objetos materiales, como son los átomos de Demócrito, sino que viene dada por la forma configuradora de tales objetos materiales. Las Ideas son más fundamentales que los objetos” (W. Heisenberg, en Heisenberg, Schrödinger, Einstein, Jeans, Planck, Pauli, Eddington, Cuestiones cuánticas, pg. 62)

Habrá que distinguir, entonces, Fundamental y Subyacente. Fundamental es todo aquello que no puede eliminarse ni reducirse conceptualmente a otra cosa (y así son las formas); subyacente es aquello que puede encontrase en un nivel más pequeño de división material en la extensión o “cuerpo” de una entidad x-forme.

Un platónico coincidirá, en cierto modo, con el “materialismo” y extensionalismo, en que la realidad última está constituida de simples, pero entenderá de otra manera qué es simple. Simple es lo indivisible. E indivisible es aquello que no puede ser seccionado, o, mejor dicho, aquello que, al ser seccionado, se destruye o desaparece. Lo único propiamente divisible sería aquello que, seccionado, daría lugar a partes homogéneas entre sí y con lo dividido. Por ejemplo, a un nivel aparente, una cantidad de agua es divisible. Realmente ni siquiera es así. Lo único intrínsecamente divisible es el espacio. Pero el espacio no existe, precisamente por eso. O, digamos (enlazar), en honor a nuestro espíritu analogista, que existe mínima, evanescente o infinitesimalmente. Una silla es indivisible: no obtienes dos sillas si la partes. Lo mismo pasa con una persona, una fuga o un razonamiento.

¿Qué podría aprender, por ejemplo, un sillero (un fabricante de sillas) a partir de la física elemental? No qué es una silla, sino cómo usar la materia para fabricar las sillas de la manera más parecida a lo ideal. Lo mismo puede decirse de las personas, de las fugas y de las discusiones ontológicas.

Pero ¿no nos lleva esto a las formas sustanciales? Sí. Y ¿eso no es pre-científico? No, si es que Leibniz conocía la ciencia, pues vio imprescindible volver a las formas para dar una explicación a nivel fundamental. La ciencia esto lo hace inconscientemente: no elimina las formas. En el mejor de los casos, establece correlaciones. Pero a veces el cuantitativismo se convierte en una fe, seguida fanáticamente, y se sueña (aunque no sé si habrá alguien con este sueño) en reducir una fuga de Bach a un baile de partículas. Esto es completamente acientífico, es una burda ideología.
Sin embargo, esta ideología nos ha llevado a decir que las personas no son más que partículas. Ha deteriorado el valor de todo. Ahora bien, si hay que reivindicar la existencia, a un nivel fundamental, de las personas y las fugas y las plantas y las sillas, no es por romanticismo: es porque la propuesta materialista es inconsistente y completamente inadecuada.

miércoles, 11 de julio de 2012

¿Existen las sillas (y alguien que pueda sentarse en ellas)? El nihilismo de Ted Sider


Casualmente, veo que Ted Sider (uno de los filósofos más activos) está trabajando ahora en una obra (a disposición de los lectores en su página) en la que defiende un “reduccionismo cuantitativista”, lo llamaría yo (no él, seguramente). Voy a hacerme eco de su tesis y sus argumentos, para discutirlos después.


¿Existen las mesas, las sillas, los árboles, las personas…?, es decir, para precisar la pregunta, ¿existen las cosas que están o parecen estar compuestas (a partir) de otras, o bien existen solo cosas simples (partículas subatómicas elementales, quizás), de las que las otras (aparentes) entidades están compuestas? El “nihilismo-acerca-de-la-composición” es la tesis (metafísica) que dice que, en verdad, a un nivel fundamental, no existe ningún compuesto o ente que conste de partes propias (o sea, excluida ella misma). Las mesas, sillas, personas… son solo conjuntos de cosas simples organizadas a “a guisa de mesa”, a guisa de persona (o mesiformemente, personiformemente).  En la metafísica analítica reciente la renovación por el interés de este asunto se le debe a Peter van Inwagen, filósofos materialista cristiano, quien cree, efectivamente, que cosas como sillas y mesas no existen realmente, son solo apaños o montajes “a guisa de mesa” (“arranged table-wise”) o “mesiformes”, aunque excluye de este nihilismo a los seres conscientes. Sider no los excluye.

Supongamos un universo, U-3, con tres partículas elementales, a, b y c. ¿Cuántas cosas existen en ese universo? Según el Nihilismo-acerca-de-la-composición (en adelante, simplemente “nihilismo”), que Sider defiende en la versión más radical, en U-3 solo existen tres cosas, las tres partículas a, b y c. El Composicionalismo sostiene, en cambio, que existen (o pueden existir) otras cosas, compuestas, en ese (o cualquier otro) universo, por ejemplo la entidad T, que es el compuesto de a, b y c. En general, las (o ciertas) cosas compuestas a partir de simples, existen también en sentido pleno: existen las mesas, las montañas y las personas, además de las partículas que las constituyen o de las que están compuestas.
¿Por qué no decir, incluso, que, en el universo U-3, existen las entidades, d (=ab), e (=bc), (también, quizás, otras distintas formadas de manera ba, cb), f (=abc), g (=ad),… h (=ga)…? De esa manera, con solo que haya, en un universo, dos entidades (y quizás una, si, como dijo Nietzsche, uno es compañía y dos son multitud) habrá infinitas.

El principal argumento positivo de Ted Sider a favor del nihilismo acerca de la composición es que el nihilismo es la teoría metafísica u ontológica más sencilla o de mayor “parsimonia ideológica”, y todos creemos que hay algo así como un principio epistemológico que dice que lo conceptualmente más sencillo es más verosímil.

Ted Sider (un “buen quineano”, según él mismo) asume los siguientes quineanismos:

     - la cuestión propia de la ontología es “qué existe” a nivel fundamental o subyacente, lo que equivale a  preguntarse “qué hay” a ese nivel, es decir, en términos técnicos, sobre qué términos no tenemos más remedio que cuantificar (en la mejor explicación global acerca de la realidad, con la que contemos), que es el modo en que el lenguaje se compromete ontológicamente.

     - hay que distinguir entre ontología e “ideología”. La ideología, en el sentido estricto que le da Quine, es el conjunto de términos no-definidos de una teoría.

Sider piensa que la parsimonia ontológica (postular pocas cosas más bien que muchas) es menos interesante que la parsimonia ideológica. Es decir, es mejor que reduzcamos al mínimo nuestras nociones indefinidas, aunque tengamos que contar con muchas realidades o tipos de realidades en nuestro universo teórico, siempre que estén bien definidas.
 Por parsimonia o sencillez, pues, tenemos que preferir, en principio, el nihilismo, y sostener que, en un nivel fundamental, la realidad no consta de partículas subatómicas (como los bosones) más sillas, mesas o personas, sino solo de partículas.

No obstante, este principio de parsimonia, dice Sider, tiene que ser limitado a las ramas teóricas que más tratan de la naturaleza fundamental del mundo (o sea, según él, la física, la matemática y la metafísica fundamental), y su aplicación es menos clara en ciencias como la biología, la economía, la psicología, etc. El nihilista puede, pues, usar perfectamente conceptos como “a guisa de planta” o  plantiforme, o, simplemente, planta, etc. Solo cuando se está hablando del nivel fundamental o subyacente de la realidad, el nihilista rechaza que existan plantas o personas.

Pero ¿es que no hay más criterios teoréticos que la sencillez o parsimonia? Sí los hay: tales como salvar los fenómenos, tener poder predictivo… La sencillez se tiene en cuenta cuando esas otras virtudes han sido salvadas. Entre dos teorías igualmente predictivas y explicativas de los fenómenos, escogeremos la más simple. Ahora bien, cree Sider, cuanto es posible explicar con el Composicionalismo, es posible explicarlo con el nihilismo, que, sin embargo, es más simple. Por tanto, el nihilismo es preferible.
El nihilismo se ahorra las ideas, “cuasi-lógicas” de Compuesto y Parte. Con ello, no perdemos nada (y ganamos vacío y austeridad, que es, al parecer, algo interesante –como en el budismo y en la política económica centro-europea actual-).

Después de exponer su argumento positivo, Sider se entrega a rechazar los argumentos anti-nihilistas.

Según uno de ellos, el nihilismo va contra el sentido común, y debemos preferir teorías que encajen con el sentido común. Es preferible (cree el defensor del sentido-común) decir que existen sillas y personas, además de partículas. Sider, que califica de “mooreanismo” la corriente reciente en defensa del sentido común (Krikpe, por ejemplo), responde que, además de que el sentido común no puede ser un criterio epistemológico, en verdad el nihilismo no entra realmente en conflicto con el sentido común (más de lo que podría hacerlo, por ejemplo, la famosa reflexión de Eddington de que, según la física cuántica, la mesa no es sólida aunque lo parezca), porque hay que distinguir el nivel corriente y el nivel profundo del lenguaje. Seguramente nadie creerá que va contra el sentido común decir que, “a un nivel subyacente, las mesas no son sólidas, y las cosas compuestas no existen”. ¿Cree, acaso, el sentido común que las mesas son entidades fundamentales?

Algo semejante hay que decir, según Sider, de la objeción de que el nihilismo no salva lo que percibimos. Si distinguimos entre el nivel ordinario y el subyacente, el nihilismo salva lo que vemos. El objetor podría comparar el nihilismo con el escepticismo, que piensa que acaso somos cerebros en una probeta. Si a tal escepticismo podemos contestarle (según hacen algunos) que tal tesis socava injustificadamente la validez de nuestra percepción, lo mismo podríamos hacer con el nihilismo. Sin embargo, Sider observa que, a diferencia del nihilismo (que es una mera “posibilidad” sin argumentos a favor) el nihilismo es una teoría con argumentos positivos a su favor y relevancia teórica.

Y la misma estrategia defensiva hay que adoptar contra la objeción de T. Williamson, según la cual es un error psicologizar la creencia y, con ella, la epistemología, lo que lleva de cabeza al escepticismo. El nihilismo no hace tal cosa, y es totalmente compatible con una concepción “externalista” (los pensamientos no están –solo- en la “cabeza”). Solo desestima el carácter presuntamente último de las creencias de nivel ordinario, cuando se trata del nivel subyacente de la realidad.

Algunos (por ejemplo, el propio van Inwagen) dirigen contra el nihilismo una objeción “cartesiana”: la consciencia tendría algo de irreducible, de unitario, que la salvaría de ser un compuesto o arreglo de partículas. Pero Sider no ve esto convincente. No basta, (aquí como en ningún asunto), dice, con la “certeza” fenomenológica: nuestra “percepción” directa de la mente. Una teoría puede intentar explicar la composición subyacente que hace posible ese fenómeno. Tampoco le basta al cartesianismo, según Sider, con rechazar el materialismo, porque incluso aunque la consciencia fuese irreducible y no superveniente, podría ser que la mente esté correlacionada con una multiplicidad de partículas, y no con una unidad material. No hay razones para rechazar que la unicidad de la conciencia podría deberse a una pluralidad de partículas.

A continuación Sider rechaza la objeción deflacionista (que ya ha tratado en otros lugares, como recordé aquí ). Según el deflacionismo metafísico (representado recientemente sobre todo por Eli Hirsch), la disputa entre el nihilismo y el composicionalismo es meramente verbal. El deflacionismo no afecta solo a esta cuestión que estamos tratando, sino a toda la metafísica: sería meramente verbal afirmar o negar que existen las proposiciones (ya que existen sentencias sinónimas) o que existen los agujeros ya que existen los donuts. La réplica al deflacionismo más conveniente aquí es, cree Sider, similar a la que se ha dado a la objeción del sentido-común: aunque la frase “existen los compuestos si existen partículas subatómicas apropiadamente organizadas” es una verdad conceptual en el lenguaje ordinario, no lo es en el lenguaje fundamental de la ontología. En ese nivel, la cuestión es relevante, y tiene contraste.

Pasemos a otro asunto. ¿Y si la realidad es “sucia” o pringosa (“gunky”), o sea, tal que cada una de sus partes, incluida ella misma, tiene partes propias? Dado que el nihilismo tiene que rechazar esa posibilidad a nivel fundamental, se ve obligado a rechazarlo también a cualquier nivel de lenguaje. Sin embargo, un argumento habitual pretende demostrar que la realidad es “sucia” y que (o “porque”) no existen partículas últimas. El argumento opera inductivamente, mostrando que, cuantas veces en la historia se ha propuesto ciertas partículas últimas, se ha descubierto que eran compuestas. Este argumento, dice Sider, es malo por varias razones: por ejemplo, se trata de una pobre inducción; además, da un salto de un número finito de casos al infinito.

Además, y sobre todo, el argumento ataca a la noción de “partícula última”, pero es mejor pensar que, en lugar de partículas, el nivel fundamental está formado de puntos en el espacio-tiempo (o en un espacio de orden superior), de modo que lo que hubiera, más propiamente, que decir acerca de las partículas fuese “la partícula x está localizada en el punto p”.

No parece que haya buenos argumentos para creer que la realidad es “sucia”, pero no puede descartarse esa posibilidad, que haría falso al nihilismo. (Sider no cree que la metafísica sea el campo de la necesidad: la metafísica, que trata de la estructura última de la realidad, depende de y está en continuidad con la(s) ciencia(s), y el precio que paga es que sus teorías no son necesarias o imposibles).
Dado que el nihilismo es más sencillo, quien quisiera argumentar contra él tendría que mostrar que el atomismo es falso.

El más formidable argumento que encuentra Sider contra el nihilismo es que nuestra mejores teorías físicas incluyen una geometría-física (es decir, una teoría de la estructura intrínseca del espacio físico, o del espacio-tiempo) que cuantifica sobre trayectos y regiones, que son objetos compuestos que contienen puntos como Partes. No parece esperable que la topología (con sus intervalos abiertos y cerrados) pueda explicarse en términos de puntos últimos, como sí sucede en la axiomatización de Tarski de la geometría sólida. Y, lo que es pero (porque, al fin y al cabo, no hay por qué considerar a la topología como parte de la estructura última de la realidad), no parece que se pueda prescindir de la composición en el espacio-tiempo curvo de la relatividad general (donde la distancia entre dos puntos se define por la longitud del camino más corto que los conecta, y eso implica necesariamente los conceptos de Parte y Compuesto).

Ahora bien, en estos casos de la geometría física se trata de conjuntos de puntos, no de compuestos mereológicos de puntos. Como la teoría de conjuntos es necesaria de todas formas, es preferible reducir a ella la topología. Nos ahorramos, a nivel fundamental, la relación <, y nos basta con la de pertenencia .
Que esto sea correcto depende de que tenga éxito el proyecto, iniciado por Hartry Field (en Science without Numbers) de “eliminar” los números en el lenguaje científico.

Pero, se podría preguntar uno, ¿por qué no hacerse ya del todo "pitagórico" e identificar las partículas y los puntos del espacio con meros conjuntos? Nótese, responde a esto Sider, que ello no introduciría ninguna simplificación: harían falta los mismos primitivos físicos (partículas y leyes). No añadiría parsimonia ideológica o conceptual. Solo añadiría parsimonia ontológica. A cambio, ese “pitagorismo” introduciría arbitrariedad, porque no hay una única colección de simples conjuntos con los que sea particularmente natural identificar partículas y puntos del espacio-tiempo.

En resumen, el Nihilismo radical acerca de la composición de la realidad, es la hipótesis metafísica según la cual la realidad consta solo de entidades simples, no compuestas, a saber, partículas atómicas situadas en puntos o regiones del espacio-tiempo (o algún espacio abstracto), cuya geometría se puede describir toda en términos de teoría de conjuntos. Esta hipótesis es más sencilla que su contraria, y solo sería falsa si el atomismo y/o el reduccionismo de números (de H. Field) resultasen estar equivocados. Mientras tanto, es preferible pensar que no existen, realmente, mesas, sillas, plantas, personas… sino solo quarks, leptones, bosones…, a veces “organizados” a guisa de mesas, sillas, plantas o personas.

Como puede verse, se trata de una tesis y una argumentación muy radical e interesante, y con gran significado “existencial” o filosófico, tras su aparente frialdad de la pulcritud analítica. Sin embargo, a mi juicio, Sider, que formula aquí una versión bastante clara del extensionalismo y “materialismo” radical, no puede estar más equivocado, como intentaré mostrar en otro momento.

sábado, 7 de julio de 2012

Todo, Algo, Algo-no, Nada

Lo que sigue son unas reflexiones en torno a, y una propuesta tentativa de definición o aclaración de, los conceptos cuantitativos más básicos (más aún que los números): Todo, Algo, Nada…, desde una perspectiva “dialéctico-analógica”, y ateniéndose al esquema diádico-tetrádico que he expuesto a veces (aquí y aquí, por ejemplo) y en el que, como buen sistemático, me empeño en hacer encajar cualquier cosa (aunque sea a martillazos, pensará alguno).

¿Cómo se definen o “generan”, cuál es la esencia de ideas como Todo, Algo, Nada…? La ontología formal reciente contempla entre una de sus partes más frecuentadas la “mereología” (es decir, el estudio de las ideas Todo – Parte), que se remonta conscientemente, al menos, a las Investigaciones Lógicas (tercera investigación) de Husserl. Mi reflexión se sitúa, podría decirse, en un escalón anterior a los problemas de la mereología (tales como ¿es toda relación parte/todo reflexiva, transitiva y antisimétrica?, o ¿dos objetos son el mismo si constan de las mismas partes?): lo que propongo discutir se refiere a las propias nociones de Todo, Algo, Nada…, o sea, a las nociones básicas de la Cuantidad, antes de considerar sus posibles modalidades y relaciones. ¿Cuál de esas nociones (si alguna) es primera, y cuales se definen a partir de esa? ¿A qué otras ideas más simples (no-cuantitativas) involucran, si es que a alguna…?

La teoría convencional de los “cuantificadores” contempla la existencia de tres, o quizás cuatro, de ellos: Todo, Algún (Algo), Ningún (Nada)… y quizás habría que incluir Algún-no (Algo-no). Pero, dirá alguno, ¿no será “algún-no” un complejo, formado a partir del cuantificador Algún y la Negación? Seguramente. Pero, ¿y Algún, y Nada? ¿Cuántos cuantificadores básicos hacen falta para que, ellos más la negación, den lugar a todos los demás? La respuesta es: uno. Las cuatro formas de los cuantificadores se pueden interdefinir con la simple ayuda de la negación: 
Algo equivale a No-Todo;
Nada equivale a No-Algo.

Y también: 
Todo = no-algo-no = nada-no
Nada = todo-no = no-algo
Algo = no-nada-no
Puede, pues, ser una mera contingencia que se considere a Algo-no como excluido del grupo de simples, frente a Todo / Algo / Nada. Dejaré este asunto de momento.

Lo anterior son las definiciones “internas” (interdeficiones) de los “cuantificadores” o Cuantidades Básicas. ¿Es suficiente con eso? ¿Es posible profundizar algo más en esas nociones? Propongo ciertas observaciones que intentan profundizar y/o corregir la concepción convencional.

La primera observación que me gustaría hacer es que no creo conveniente tratar a estas  nociones lógicas como si fueran solo ni principalmente parte de lo que la lógica estándar trata como tal (es decir, como parte sintáctica de la estructura de la proposición). El que los conceptos Todo, Algo, Nada… vengan ahí amalgamados con el aparato mostrativo o referencial de la proposición, e insertos, por ello, en la estructura de la proposición, genera (además de implicaciones ontológicas o referenciales que no son apropiadas –como ya he defendido otras veces-) asistematicidad en la definición de los propios cuantificadores, haciendo que sus elementos (por ejemplo, la Negación) aparezcan ya unidos al propio aparato mostrativco-cuantificador (como en “Vx(Px)”, “algún x es tal que P-de-x”), ya unidos al predicado (como en “(x)(¬Px)”, o sea, “Todo x es tal que no-P-de-x”, o sea “Ningún x es tal que P-de-x”). Es mejor tratarlos separadamente (y considerarlos, en su aparición en la proposición, como adjetivos “normales” –sintácticamente normales-). Al fin y al cabo las nociones Todo / Parte / Nada… son en sí mismos un álgebra, mínima. Lo que estábamos llamando ‘No’ es el functor que genera el Complemento.

Dando eso por supuesto, hay puntos en los que no me satisface la teoría convencional sobre esas nociones Cuantitativas Básicas, y otros en los que me parece que merece la pena profundizar: merece la pena, al menos filosóficamente, profundizar en su definición; no me satisface la concepción extensionalista y univocista con la que convencionalmente se consideran esas nociones, y que genera lo que, a mi juicio, son absurdos, como la idea de Nada absoluta (conjunto vacío).

¿Cómo definir las nociones Cuantitativas Básicas, Todo, Algo, Nada…, tanto entre sí como en su dependencia respecto de otras?

Empecemos por la definición “externa”. Consideremos a la noción de Todo como la noción fundamental de ese ámbito de la Cuantidad Básica. La razón para ello (aparte de que seguramente resulta intuitivo que la noción de Parte o Algo es secundaria) sería que toda negación es determinación y toda determinación, negación. En cualquier caso, no me detendré en esto (no es "estratégicamente" muy relevante, y se puede dar por supuesto).
Supuesto eso, ¿cómo habría que definir la idea de Todo a partir de ideas extra-cuantitativas, si es que se puede?  (Quien considere que es imposible definir las nociones cuantitativas básicas a partir de otras más simples, las considerará primitivas. Por su parte, quien las considere definibles a partir de otras, pero no comparta que Todo es la noción más básica entre las cuantitativas, tendrá que buscar una definición extra-cuantitativa de Parte -o de Nada, si es esta la noción que cree fundamental-).

Creo que la noción de Todo o Totalidad es aún definible o analizable a partir de ideas más simples, ya no-cuantitativas. Lo que tenemos que definir es la idea de Pluralidad, de la cual Todo / Parte / Nada… son sus modos básicos. Y creo que la Pluralidad puede (debe) definirse a partir de dos (o tres) ideas simples no pertenecientes al ámbito de las nociones cuantitativas:

     - La primera es la idea de Unidad, que considero completamente simple e inanalizable. Podemos intentar explicarle a alguien, mediante ejemplos, qué es la Unidad, pero no la podemos definir a partir de ideas más simples, es decir, que no involucren lógicamente la propia idea de unidad. La Unidad puede adoptar varias formas, pero en “estado puro” es lo completamente indivisible y autoidéntico. Una forma secundaria o “impura” de la Unidad es la de un Todo, donde la indivisibilidad y autoidentidad están “mezcladas” con la divisibilidad y diferencia (relativas).

     - La segunda idea, que, junto con la de Unidad, define a la idea de Todo, es la idea de Alteridad (Otro-que, No-, etc.) Sin la acción de la Alteridad, no habría más que una Unidad única, autoidéntica e indivisible (e inefable). Creo que también hay que considerar a la noción de Alteridad como una idea primitiva e indifenible, aunque puede y debe ser caracterizada (analógica e intensionalmente) como una idea secundaria respecto de la de Unidad (e Identidad), y concebida de una manera no absoluta sino relativa (después desarrollo algo más esto).

     - La tercera idea, quizás requerida, para definir o analizar la noción de Todo, es la de Síntesis (Symploké), si es que hace falta una especie de cola que junte las ideas entre sí, por ejemplo las de Unidad y Alteridad, para generar una tercera idea. No discutiré este asunto en este momento.

Podemos definir, pues, la Pluralidad como la Síntesis de Unidad y Alteridad. Dicho más pedestremente, plural o múltiple es lo que-no-es uno, lo otro-que uno. O sea, la noción de pluralidad es la que naturalmente se produce si negamos (relativamente) la (pura) unidad.

La idea de Todo o Totalidad es, según he dado por supuesto, la noción básica o fundamental en el “interior” de la Pluralidad, es decir, la forma básica de(l ámbito de) la Pluralidad, o Pluralidad fundamental. A partir de la noción de Totalidad deberíamos definir las otras nociones Cuantitativas Básicas.

¿Qué hemos ganado hasta aquí? La definición más convencional de Todo (cuando se ofrece siquiera una definición) dice que el Todo es la suma de las Partes. Esta definición es, tratando de lo mismo, “completamente” diferente a la que propongo. La definición “El Todo es la suma de las Partes” es, por ser extensional, circular, porque no podemos identificar las partes si no sabemos de qué todo son parte. Y, por eso, no podemos “sumarlas” a priori (la suma tiene sentido entre partes del mismo género, “homogéneas”). Sin embargo, si le damos la vuelta al sentido de las palabras de esa definición, y las entendemos intensionalmente, obtenemos, correctamente, que “el Todo es la Síntesis (suma lógica, es decir, suma de intensiones –o, mejor, "producto" de intensiones-) de las Partes intencionales (o sea, de los constitutivos esenciales)”. La definición convencional es completamente correcta, si se la entiende intensional y no extensionalmente. El Todo no es, pues, Parte más Parte más Parte…, sino Unidad “más” (en-síntesis-con) Alteridad. Las “partes” constitutivas de Todo son, realmente, las ideas Unidad y Alteridad. Las “partes” extensivas, en cambio, son secundarias lógicamente.

La siguiente cosa que una concepción dialéctico-analógica haría notar es, como he apuntado antes, que debe tenerse en cuenta el carácter asimétrico de las “Partes” lógicas, en este caso Unidad y Alteridad. Como dice El Extranjero en El Sofista de Platón, lo Otro (el No-) no es lo absolutamente otro, sino solo lo Relativo. No se puede concebir la Nada absoluta, pero sí la Unidad y la Totalidad absolutas (si no se las confunde con sus extensiones, claro, en cuyo caso ocurre la paradoja de Cantor –de Zenón-: el conjunto potencia es siempre mayor, y no se puede construir, extensionalmente, el conjunto máximo). Por eso, frente a la concepción extensional y “horizontal” convencional, sería preciso concebir asimétricamente la relación entre las ideas, por ejemplo, entre las que estamos tratando, Todo, Algo, Nada…, incluso aunque en este caso se trate de las ideas que definen precisamente la Extensión o Cuantidad.

Teniendo eso en cuenta, propongo la siguiente definición, tentativa, de esas nociones cuantitativas básicas:

     1) Todo se considera cuantitativamente fundamental, indefinible cuantitativamente (aunque definido a partir de ideas extracuantitativas).

     2) Algo (Parte, Parte positiva) se define como No-Todo, es decir, como el resultado de la operación de la alteridad (relativa siempre) respecto de Todo (lo-Otro-que Todo). Esto significa que no puede, lógicamente, haber Parte (Algo) sin un Todo (al menos ideal)

     3) A continuación podría pensarse que viene la noción de Nada (o lo más parecido posible a ella), como resultado de No-Algo. Sin embargo, creo que aquí es preciso hacer sitio a otra noción intermedia, entre Algo o Parte (positivos) y Nada, y que podríamos llamar Complemento, Resto, o algo similar, y que es lo equivalente, en este sistema, a lo que en la sistemática convencional es el Algo-no, o sea, la Parte negativa. Así que podríamos definir Complemento (Resto, Parte negativa) como no-Algo, entendiendo el No- en el sentido relativo y ordinal que he dicho.

     4) Por último, habría que definir Nada como no-Resto, es decir, la ausencia de toda parte. Pero este concepto habría que entenderlo (dado como hay que entender la alteridad) más bien como una noción “infinitesimal” o evanescente, no como una pura nada.

Ateniéndonos al esquema dialéctico, diádico-tetrádico, podríamos organizar estas nociones así:

La división dicotómica consistiría en los que podríamos denominar:
  1. Totalidad
  2. Parcialidad
Cada una de ellas se subdivide, igualmente por la operación de la alteridad relativa sobre la noción lógicamente anterior, así: 
11. Totalidad absoluta (Todo)
12. Totalidad relativa (Parte)
21. Parcialidad relativa ("Resto", Complemento, Antiparte...)
22. Parcialidad absoluta ("Nada")