miércoles, 27 de junio de 2012

¿Cuánto cuenta la cuantificación? (De la esencia del lenguaje, VII)

En la búsqueda de la estructura profunda del Lenguaje, parece deseable reducir al mínimo los elementos inamovibles o “categoriales”, y dejar lo más abierta posible la significatividad y gramaticalidad de lo que quepa decir. No son buenas las sanciones y condenas gramaticales (“eso que dices ni siquiera cabe en el Lenguaje”), y necesitan mucha justificación, o, más bien, una justificación absoluta, o sea, lógica.

Pienso que, incluso, existe un nivel de lenguaje en que el sema no necesita ni permite ninguna articulación, sino que da una “referencia” directa (a lo real) y completamente unitaria. Se trata de una instancia “mística” del Lenguaje, donde no hay inferencia o mediación, lo que la hace aporética, casi inefable, pero es una instancia innegable, porque es solo por ella por la que “comprendemos” o “intuimos” todas las ideas, incluidas las que permiten construir un sistema de inferencias y mediaciones. Es aquella por la comprendemos el círculo auténtico, más allá de las nunca suficientes cuadraciones que de él pretende el conocimiento mediado. Es la noesis de la que habla Platón, superior a lo dianoia o razón raciocinante.

Pero, dejando a un lado ese nivel de lenguaje, en un estrato más convencional o exotérico deberíamos preservar, también, la mayor libertad posible. Si es cierto que, en cuanto relacionamos cosas, estamos obligados a establecer la dualidad entre cosas y relaciones (y, por tanto, entre semántica y sintaxis, etc.), también lo es que tenemos que luchar contra la tendencia a esclerotizar el lenguaje, convirtiendo en normas rígidas lo que no necesita serlo (es un peligro análogo al de las instituciones políticas, o, por ejemplo, al fatídico empeño de algunos profesores y padres por poner uniforme en el colegio). Queremos tener derecho a decir cosas como Y(x), es decir, a usar la “conjunción” como predicado, como una propiedad (decir, así, que “x está unido (a algo)”); y, en general, a usar cualquier cosa como sustantivo y como predicado.

Ahora voy a dirigir mi “ataque” fallido contra otra importante esclerotización sintáctica, convencionalmente aceptada entre los lógicos modernos, y que está íntimamente relacionada con la distinción categorial Sujeto / Predicado. Me refiero a la Cuantificación.
Cuando se analiza la proposición, la lógica convencional considera como una categoría aparte, irreducible a las categorías de Sujeto y de Predicado, la categoría de los Cuantificadores, es decir, los semas Algún y Todo. Esto quiere decir que Algún y Todo no son palabras que puedan usarse ni como nombre ni como predicado, sino solo como eso, como cuantificador, es decir, como un modificador muy especial (irreduciblemente especial) de la variable-sujeto.
Si esta sanción es justa, entonces ya podemos condenar a todo “metafísico” que intente decir cosas como “El Todo es blanco”. Ya podríamos decirle, con una palmadita en el hombro: “no, hijo (o abuelo), ‘todo’ no puede usarse así: ¡está prohibido!”. ¿Por quién? ¡Por la Lógica! Curiosamente, este lógico-terapeuta que nos dice eso, está usando a ‘Todo’ como sujeto, para definirlo como “cuantificador”. Si tuviese razón, no podría estar haciendo eso. Como decía Wittgenstein, no podría decir la lógica, sino solo mostrarla.
La verdad es que el esclerotizador-terapeuta se equivoca: intenta imponernos su metafísica, sancionándola como lenguaje. Pero analicémoslo en lo que se refiere a los cuantificadores.

¿Qué son ‘algún’ y ‘todo’? Cualquiera diría que son una especie de adjetivos, es decir, una especie de cuasi-sustantivos que, como los hongos, viven de otro sustantivo, al que modifican.
Veamos estos ejemplos de sintagmas nominales:
a)      “Los chimpancés hembra”,
b)      Algún(os) chimpancé(s)”,
c)      Tres chimpancés”.
En los tres casos se modifica al sustantivo, ‘chimpancés’, reduciendo así su extensión. En el primer caso nos referimos solo a los que son hembras, en el tercero, solo a tres, y en el segundo solo a alguno(s). Pero, mientras en a se modifica cualitativamente al sustantivo, en b y c se le modifica cuantitativamente. Ahora bien, mientras en c se hace eso de una manera precisa o exacta, en b se hace de manera indefinida. ¿Qué hay de especial en el modificador “algún” para que haya que consagrarle un templo en la estructura lógica, mientras los pobres “hembra” y “tres” se quedan en el saco o fosa común de la semántica?
Por supuesto, el valor lógico de una proposición cambia según aparezca ‘algún’ o ‘todo’, pero también cambia si aparece ‘hembra’ o ‘macho’. Aún así, hay que reconocer que ‘algún’ tiene de especial, frente a ‘hembra’, que es una cantidad (y ya sabemos que la cantidad es –sobre todo entre burgueses- la manera más precisa de precisar algo); frente a ‘tres’, tiene la virtud de hacer juego con solo otro elemento, ‘todo’, y no con infinitos. Esto lo convierte, sí, en una propiedad especial, y que aparecerá muy a menudo en el uso, pero no lo convierte, de ninguna manera, en una no-propiedad, ni lo consagra o lo recluye a una categoría incomunicada. Ni permite que se proscriban expresiones como, incluso y por ejemplo, “Juan algunea”, o “todo algo es solo nada”.

La historia sintáctica del cuantificador empezó (que yo sepa) con Aristóteles. El organon aristotélico formalizó las proposiciones contando, en su esqueleto, con la cuantificación, que, junto a la negación, daba lugar a las cuatro formas de predicar: Universal afirmativo (Todo A es B), universal negativo (Todo A no-es B (Ningún A es B)), particular afirmativo (Algún A es B) y particular negativo (algún A no-es B). Así, las formas de la deducción se complicaban algo, añadiendo las relaciones algebraicas de la cuantificación más básica. Hasta aquí no había nada de especialmente especial. Solo se le dio importancia a algo que la tenía (aunque quizás se le dio ya excesiva). Igual podía haberse tenido también en cuenta el sexo del sujeto (como hace la morfología de algunas lenguas).

Pero la verdadera consolidación de la categoría del Cuantificador se produjo, de una manera perversa, en la lógica moderna. Y ha sido perversa porque ha venido amparada en una tesis tan evidentemente falsa a mi juicio, que solo fuertes prejuicios metafísicos podían darle aliento. Me refiero a la confusión de la Cuantificación con la Existencia.
Es evidente, creo yo, que “algún” no significa o equivale, ni encierra de ninguna manera especial, a la noción “Existe”, ni, por tanto, “algún x” equivale a “existe al menos un x”. Como ha señalado R. Grossmann, la existencia tiene que ser añadida al cuantificador, para que decir “algún x es P” signifique “existe algún x que es P”. ¿Cómo se llegó a esa (perversa) confusión?

He aquí un camino para verlo: en lógica hay una regla, llamada “Subalternancia”, según la cual, de “Todo x es P” se deduce necesariamente que “algún x es P” (es, sencillamente, la aplicación de las relaciones normales Todo – Parte). Si eso es así, entonces, a partir de “Todos los molinos que don Quijote se encontró, le parecieron gigantes” se sigue que “algún molino que don Quijote se encontró, le pareció un gigante” (aunque esto me parece, por otras razones que no voy a mencionar ahora, falso –lo trataré en otra ocasión-); o, por poner otro ejemplo, que de “todos los reyes de repúblicas son esquizofrénicos” se sigue que “algún rey de república es esquizofrénico”. Esto, que para los lógicos aristotélicos (que conocían y compartían la regla de subalternancia) no presentaba ningún problema, no gusta a muchos recientemente. Porque entienden que eso implica que hay o existen realmente reyes de repúblicas o actos de don Quijote, ya que, arguyen, no se puede hablar de lo que no existe. Así que dicen que una frase como “Todo x es P” debe analizarse, realmente como “si hay algún x, entonces es P”. La presión, metaontológica, sobre el cuantificador, llevó a creer que siempre que usamos ‘algún’ como modificador del sujeto tenemos que estar significando, si es que queremos estar dentro de la gramática correcta, “existe o hay algún”.

Así venían felizmente a confluir dos tendencias, con una motivación metafísica (inconsciente) de fondo: la creciente valoración de la Cuantificación (también idea fija del pensamiento moderno) y el rechazo de la Existencia como propiedad y predicado (ya, al menos, en Hume y Kant).
Y claro que, en verdad, la cantidad, y más concretamente la unidad, está muy unida a la existencia. “Ninguna entidad sin unidad”, podríamos decir, parodiando el “no entity without identity” de Quine. Ya los racionalistas griegos (Parménides, Platón…) identificaban la posesión de (mayor) unidad con la (mayor) tenencia de existencia, de modo que lo (más) uno e indivisible, era también lo (más) existente, y cada cosa existe en la medida en que tiene unidad. Pero esto son tesis metafísicas. Lo mismo que las tesis, enmascaradas de “lógica” o “gramática”, de los modernos. Con la desgracia, para la lógica moderna, de que simultáneamente ella intentaba proscribir la metafísica, que permite usar a Uno y Ser como sustantivos.
Pero, desgraciadamente (afortunadamente, quiero decir) su estrategia (la de los “lógicos”convencionales  modernos) es equivocada: la cuantificación del sujeto de la proposición (o de la variable) no es condición ni necesaria ni suficiente para denotar compromiso ontológico:

     - No es suficiente, porque de “algunos duendes tocan la gaita” no se sigue que existan, en sentido pleno, los duendes, de modo que no es contradictorio decir, a continuación, “pero los duendes no existen realmente”. Lo cierto es que nos pasamos la vida hablando de las cosas que no existen, o que no sabemos si existen, y ello no puede impedirnos decir cosas con sentido. Así que la regla de subalternancia (de “Todo rey de república es esquizofrénico” se puede deducir que “Algún rey de república es esquizofrénico”) no necesita para nada a la existencia, al menos a la existencia plena, para ser verdadera y buena deducción.

     - No es necesaria, porque también implica compromiso ontológico el uso de cualquier propiedad, en forma de predicado. ¿Por qué no había de comprometernos con la existencia de la blancura la frase “Todo es blanco”? Lo que pasa es que los defensores de la confusión cuantificacional-existencial son conceptualistas (cuando no nominalistas), y creen, con gran ingenuidad, que los predicados no necesitan tener importe ontológico, porque son algo que produce la mente, si no meros flatos. Curiosamente, esos flatos o pseudo-entes mentales son los únicos que hacen inteligible la realidad, y “no podemos prescindir de los adornos conceptuales” (como dijo Quine), es decir, no podemos reducirlos a no-universales.

¿A dónde quiero llegar con todo este rollo? La conclusión que podemos sacar de aquí es que ni la cuantificación ni la existencia son tan especiales como para negarles la posibilidad de ser propiedades y ejercer de predicados, además de sujetos, y convertirlos en miembros de una categoría radicalmente diferente. Por tanto, el Lenguaje no se articula necesariamente en esas categorías. El argumento ontológico, o el nadear de la nada, podrán ser tesis equivocadas, pero no por falta de sentido o incumplimiento de gramática.
Es verdad que propiedades como Uno y Ser son muy extrañas o especiales, porque se aplican a toda cosa, a todo ente (son "trascendentales", según las llamaban los escolásticos), aunque no se aplican en el mismo grado o intensidad a todas, sino analógicamente. No obstante, yo tengo la teoría, aún más extraña, de que eso pasa con absolutamente todas las propiedades, incluidas las que se refieren a "individuos" (como Sócrates): se aplican a todas las demás entidades, todas las cosas socratizan, en alguna medida.

¿Es útil seguir usándola, la cuantificación? Sí, en ciertos usos y contextos, como es útil usar ciertos “morfemas”. Pero eso no significa que la tengamos hasta en la sopa. Cuando alguien dice “estás estupenda” no está diciendo, por lo bajo, “hay algo que eres tú, y eso está estupendo”. Tampoco está implicando la proposición “tú existes”. De ser así, el poema de Bécquer no tendría sentido: 
-yo soy un sueño, un imposible,
vano fantasma de niebla y luz;
soy incorpórea, soy intangible,
no puedo amarte
-¡oh, ven, ven tú!

viernes, 22 de junio de 2012

La unidad mística de uno (de la esencia del lenguaje VI)

Parece que cualquier análisis del Lenguaje (o Logos) que nos permita explicar cómo es que puede decirse todo lo que, tanto en el lenguaje cotidiano como el más preciso de los lenguajes científicos, se está interesado en decir y hacer (describir, inferir, predecir…), no tiene más remedio que aceptar que el lenguaje es intrínseca e irreduciblemente (“categorialmente”) estructurado de varias maneras, pero sobre todo, estructurado en esa dicotomía de Sujeto / Predicado (Ónoma /Rhema) o, en versión moderna, Objeto / Función, Parte referencial-cuantificacional / parte Predicativa. Y, en la medida en que tenemos que atribuir a la realidad aquello que nos es ineludible aceptar para hablar de ella, debemos creer que la realidad misma, que es el todo de los hechos (hechos temporales o atemporales), está constituida irreduciblemente de Sujetos o Cosas o Sustancias, por un lado, y de Propiedades o Esencias por otro. Al menos esta es la mejor manera en que podemos entenderla.

Esta dicotomía categorial de Logos y realidad apenas ha sido puesta en duda. Como recuerda Davidson (en Truth and Proposition –libro al que querría dedicar un comentario, en el futuro-) empieza en la filosofía occidental, como mínimo, con la distinción “platónica” entre Cosas e Ideas, y ha sido perfeccionada, pero no preterida, por el análisis actual en la dicotomía Sujeto / Función.
Puede, quizás, buscarse y encontrarse más estructura que esa, pero no menos. De la síntesis de al menos esos dos elementos del Lenguaje, surge la unidad de la Proposición, que es la unidad completa mínima para decir algo verdadero o falso. Y sin esa síntesis o complejidad de la proposición, sería inexplicable el lenguaje teorético (diánoia, en terminología platónica), que consiste en describir los fenómenos mediante propiedades universales, y en pasar de unas verdades a otras apoyándose en el término medio y en el juego de la cuantificación (silogismo, deducción e inducción…)

Toda proposición aparentemente incompleja, escondería esa necesaria estructura. “”Llueve” debería analizarse, por ejemplo, como “hay (ahora, aquí) lluvia”. ¿Y la frase que se atreve a decir la diosa en el poema de Parménides: “es”? Como han hecho la mayoría de los traductores a lo largo de la historia, enmendando la plana a Parménides y, lo que es peor, a la propia diosa, habría que entenderlo como “el Ser es”, cosa que, si bien no dice mucho (o quizás no dice nada), al menos no contraviene la norma gramatical que exige, en toda proposición correcta, un sujeto y un predicado distintos (aunque, a la vez, paradójicamente, el mismo).

Demos por válido todo lo anterior. Ahora querría fijarme en las implicaciones metafísicas ¿Qué implica eso, por ejemplo, para mí, para mi problema existencial? Para describir, o simplemente expresar lo que me pasa o lo que soy, tengo que decir, siempre, algo de algo, es decir, unas cuantas “cosas” o características, de mí. Yo, la cosa o sustancia, este ser que está pensando acerca de sí mismo, el sujeto (y el sujeto de la proposición que habla de mí), soy equivalente (equivalencia expresada por la cópula, o por los paréntesis en ‘P(x)’) a la intersección de un montón de ideas (animal, pelón, filósofo…), que vienen expresadas en el predicado. Se supone que yo puedo ser reducido, exhaustivamente, a los predicados convenientes; y que solo así soy accesible, para los demás y también para mí. Si no conociese mis propiedades, mi “esencia” y mis circunstancias, yo no me conocería. Con más razón, hay que decir eso de todas las otras cosas o sujetos que no son yo.

Sin embargo…, es claro, si lo pienso un poco, que a la vez que, sí, yo soy una intersección de propiedades, a la vez yo no soy ni puedo de ninguna manera ser (“solo”) eso; sino que, antes que nada y sobre todo, yo soy yo, y punto: yo soy (el) que soy, simplemente. Ninguna intersección de propiedades o universales (animal, pelón, filósofo…) puede equivaler a una sola cosa, a una unidad, a mi unidad e identidad. Aunque es razonable pensar que, cuando el número de universales que uno meta en el saco de mi definición tienda a infinito, la diferencia entre eso y yo (entre mi esencia y mi sustancia) se vaya reduciendo a nada, a la vez ambas cosas, mis propiedades y yo, serán absolutamente diferentes. Es como intentar cuadrar el círculo, inscribiendo polígonos, que es lo que hacen los matemáticos. Si inscribimos, en el círculo, polígonos  con cada vez un mayor número de lados, en el límite nos acercaremos a aquello donde la tangente cambia en cada punto (es decir, en cada lugar indivisible e inextenso), nos acercaremos a aquello que es el círculo. En la vida cotidiana a veces nos basta y nos sobra con una precisión pequeña, pero, puede creer el filósofo, la precisión puede hacerse indefinidamente mayor. Y es verdad, pero eso significa también que siempre está a la misma distancia de aquello que intenta apresar. El miriatero está a la misma distancia de su círculo que lo está el triángulo. El círculo es inconmensurable por los polígonos, como el punto lo es por el segmento. Y, de la misma manera, una definición muy precisa está a infinita distancia de la sustancia a la que intenta ser equivalente, y una intersección infinita de propiedades no puede ser jamás una unidad e identidad. Cada cosa es inconmensurable por otras. Animal pelón de tal o cual medida… aunque sea yo, nunca es exactamente lo mismo que yo.

Veámoslo de otra manera. Las propiedades de las cosas son intrínsecamente relaciones, y significan a las cosas de manera intrínsecamente relativa. ¿Por qué? Porque toda propiedad involucra a otras. Pongamos el caso más simple: que algo (yo) tenga cierta propiedad (Animal, Pelón…). Ser pelón es algo que yo comparto con otras cosas. Si no, el predicado carecería de utilidad. Pero, entonces, para conocerme a mí como ser pelón, tengo que conocer a otros (en realidad, infinitos, aunque solo sea “en potencia”). Y lo mismo puede decirse de todos los predicados. Nunca llegamos así al sujeto.

(El sujeto, admite la tesis convencional, el auténtico, no puede predicarse de nada. ¿Cuál es ese sujeto que no se predica de otro? Ya seguramente Aristóteles vio que no era Sócrates (aunque esto no casa con el hecho de que Aristóteles pensase que decir “está aquí” es un predicado de alguien). Pero al menos la mayoría de los modernos filósofos han admitido (insistido, en el caso de Wittgenstein I y el Russell del atomismo lógico, en) que propiamente los nombres propios no son nombres propios, porque las cosas, lo individual, no pueden cambiar, o, si se quiere, no pueden permanecer (porque serían ideas), así que es el “esto” el único aspirante a nombre propio, pero precisamente el esto es inefable, y, como dijo Hegel, lo más general de todo…)

Pero las cosas, yo por ejemplo, no pueden ser intrínsecamente relativas. No puede haber relaciones sin cosas no relativas, y nunca las relaciones exhaustan al ser. Así que, aquello absoluto y no-relativo que es en sí misma cada cosa, es inexpresable con el lenguaje, que solo opera con relaciones y abstracciones (conceptos genéricos, que nunca son las cosas), con el lenguaje articulado y categorial; y aquello que podemos entender y expresar, al menos con el modo convencional de entender, no es la sustancia misma. La sustancia es incognoscible, decía en una de sus profundidades Aristóteles. La sustancia es y no es lo mismo que la esencia.
¿No habría que pensar, entonces, en otro modo de “conocimiento”, una especie de acceso a las cosas no mediato, no raciocinante, sin distinción entre sustancia y esencia, entre la cosa y sus propiedades, entre lo uno y lo mucho, lo idéntico y lo diferente…?

El asunto del pino
apréndelo del pino,
y el del bambú
del bambú.
                (Basho)

Entonces quizás tenemos que dejar sitio a otro nivel, precategorial, del Lenguaje o Logos. Un nivel a la vez aparentemente inefable y completamente efable, al que estaríamos dispuestos a llamar “místico”.
¿Cómo es ese lenguaje? Exactamente como el de la diosa de Parménides, que de ninguna manera dice (como le quieren hacer vomitar los pobres traductores) que el ser es, sino que dice, simplemente, ni más pero tampoco menos, que ES (hopos éstin). Ni sujeto ni predicado.
Y el platonismo auténtico, heredero de Elea, siempre se ha remitido a un gnosis o nóesis o “contemplación”, que el Sócrates de La República coloca por encima de la dianoética o matemática, más allá del raciocinio, y donde la pluralidad de las cosas es concebida como una, en la unidad de la realidad.

“No es ciertamente la parte de nosotros mismos que ve la que se encuentra impedida, sino otra parte; y así comprobamos que cuando deja de contemplar no concluye su conocimiento de tipo científico, que consiste en demostraciones, en pruebas y en un diálogo del alma consigo misma. Pero no confundamos la razón con el acto y la facultad de ver, porque ambas cosas son mejores que la razón y aun anteriores a ella, como lo es el objeto mismo. En el momento en que el ser que ve se ve a sí mismo, se verá tal como es su objeto; mejor aún, se sentirá unido a él, parecido a él y tan simple como él. (…) Uno mismo el ser que ve con su objeto, acontece como si hubiese hecho coincidir su centro con el centro universal. Pues incluso en este mundo, cuando ambos se encuentran, forman una unidad, y son solo dos cuando se mantienen separados. Y he ahí el por qué nos resulta difícil de explicar en qué consiste esa contemplación, ya que, ¿cómo podríamos anunciar que el Uno es otro, si no lo vemos como otro y más bien unido a nosotros cuando lo contemplamos? (Plotino Enéada sexta, 9, 10)

En forma de teologemas también lo expresa Proclo, en sus Elementos de Teología:

El número total de los dioses tiene el carácter de la unidad (113). Todo dios es una hénade o unidad completa en sí misma, y toda hénade completa en sí y por sí es un dios (114). Todo dios es una medida de las cosas existentes (117). Todo dios tiene un conocimiento indiviso de las cosas divididas y un conocimiento intemporal de las cosas temporales; conoce lo contingente sin contingencia, lo mudable inmutablemente y, en general, conoce todas las cosas en un modo más elevado que el que corresponde a su posición (124).

Con la “democratización”, hemos de entender que cada uno de nosotros somos un dios, en nuestro fondo. Ahí, podemos entender la frase de la diosa: “es”, o a qué se refiere el poeta japonés con no entender al pino a través del bambú.
En ese nivel “místico” han estado de acuerdo muchos filósofos sumamente dispares: el Nietzsche del instante sin conceptos, el individuo absoluto de Occam… Pero los matices son importantes.

Y, bajando de la mística a lo más pedestre, ¿qué podemos sacar de todo esto para el lenguaje, para el más cotidiano y menos ensimismado? Creo que, aunque tenemos que aceptar que sin estructura y categorías no hay predicación ni inferencia, tenemos que ser menos escleróticos con lo que estemos dispuestos a aceptar como decible, como gramaticalmente correcto. No hay, seguramente, por qué catalogar como absurda ninguna combinación de semas. Lo que aquí puede hacer el papel de conector, puedo luego ser un sujeto con todas las de la ley, o un predicado. Esto parece disolver los límites entre ciencia y poesía, y así es, en cierto modo, pero solo porque, gracias a la analogía que hay en todo el lenguaje, la poesía es también portadora de verdad, y la ciencia portadora de imaginería. Siempre que el lenguaje (como la política, el arte, o cualquier otra cosa) se ha atrevido a desrigidificar sus estructuras, ha encontrado un orden y una estructura superior, que los amantes del pasado ven con escándalo. (Eso sí: sacar de aquí conclusiones a favor del constructivismo, el relativismo, el retoricismo, el falibilismo o, en general el todo-vale-ismo de los pensamientos débiles, significa no haber entendido nada).

lunes, 18 de junio de 2012

Del inconveniente de estar uno dividido (De la esencia del lenguaje, V)

¿Está todo lenguaje (al menos todo lenguaje que quiera ser totalmente expresivo de la racionalidad humana) constituido, en el fondo, de ciertos elementos estructurales irreducibles, sobre todo de la estructura categorial Sujeto / Predicado (en sentido amplio), y está hecha, por lo tanto, la realidad, en último análisis, de Cosas y Propiedades? O, para expresarlo más correctamente, invirtiendo el orden en la fundamentación: ¿está la realidad (al menos tal como puede comprenderla la razón humana) irreduciblemente estructurada en, por un lado, Cosas (Sustancias, Objetos…) y Propiedades (Esencias y Accidentes…) por otro, de forma que el análisis más profundo de cualquier lenguaje tenga necesariamente que arrojar una estructura lingüística equivalente?
Según vimos, la filosofía u onto-lógica moderna dominante coincide, en lo principal, con el análisis trascendental de Kant, y con la vieja ontología aristotélica (también con la platónica ortodoxa o exotérica) en que sí, que esa estructura dual, Sujeto / Predicado, es irreducible, categorial, y que pertenece, por tanto, a la esencia del Lenguaje o Logos (aunque Lorenzo Peña nos recordó que no setrata de una tesis unánime, ni mucho menos).

¿Cuál es la razón profunda de esta necesaria dualidad? Seguramente, dijimos, la razón última es solo el reconocimiento de ese “hecho” o proto-hecho: solo entendemos el mundo, al parecer, predicando ciertas propiedades (ideas, conceptos) de las cosas. Y eso exige que distingamos, siquiera funcionalmente, qué está haciendo de cosa y qué de propiedad. En un caso, además, esa estructura no es solo funcional, sino orgánica: cuando el sujeto es precisamente lo más particular, el esto o tode ti. Y este es el verdadero caso ontológico, porque solo los particulares son cosas. Las cosas o sustancias primeras son aquello que, al decir de Aristóteles, ni se da en otro (como sí le ocurre a los accidentes) ni se predica de otro (como le pasa a las ideas o géneros). Pensar consiste en decir propiedades (universales, generales) de cosas (particulares, concretas). Por tanto, la realidad es así, al menos para nosotros.

Nuestra comprensión de la realidad (al menos la habitual o corriente) no es unitaria, en el sentido de que cada pensamiento esté dedicado, en “cuerpo y alma”, a este y solo este evento, al presente. Nuestra comprensión, finita, siempre necesita relacionar esto (lo “dado”) con otras cosas. Una cosa, para ser lo que es, siempre involucra a otras, que no están.
En su forma, quizás, más sencilla, esa relación de unas cosas con otras, consiste en que esto (o sea, el sujeto de nuestra consideración) sea (una caso de) Esto (el predicado). “Esto es una mesa”; “llueve” (esto que pasa –ocurre- es lluvia). Varias cosas concretas comparten la misma propiedad general, son lo mismo en eso. Por tanto, se tienen que diferenciar, también por medio de otras propiedades también generales (no-cosas).
 Por muy lejos que se lleve la simplificación del análisis, parece que no podemos reducir a menos el Juicio, la Proposición, que es, como decían los estoicos, el lekton completo: un esto-sujeto, y un esto-predicado, unidos por la cópula.

Lorenzo Peña ha propuesto una ontología sencillísima, donde todas las propiedades-relaciones se reducen a una sola relación extensional: el Abarcamiento (Abarcar / ser-abarcado, o, en otros términos, ser-ejemplificado / ejemplificar). Esta distinción es solidaria de su propuesta, que ya vimos, de entender la distinción término/proposición (y, por tanto, sus correspondientes ontológicos Cosa/Evento) como superficial, “estilística” en el caso del lenguaje.
¿Quién podría prescindir de ese mínimo, de esa minimísima relación de abarcamiento (que quizás ya es, sin embargo, toda la estructura categorial en germen) y poder seguir diciendo algo, algo de lo que solemos querer decir? ¿Es posible pensar en una pluralidad de cosas o ideas, que puedan interparticiparse (o abarcarse), sin que nazca ahí, necesariamente, el orden categorial? Porque, en el fondo, sin duda, se trata del eterno problema de lo Uno y lo Múltiple.

En el Parménides, Zenón ha leído uno de sus argumentos que dice que, si hay (son) muchas (las cosas), serán a la vez iguales y diferentes, lo que es imposible, porque lo igual no puede ser diferente ni lo diferente igual. Entonces el joven Sócrates, platónico todavía, introduce la división entre cosas e Ideas, como manera de salvar las aporías de Zenón (es fundamental señalar, aunque no venga al caso, que esto es casi justo lo contrario del platonismo auténtico, como se podría deducir ya del mero hecho de que sea la versión que se creen y que enseñan los profesores de filosofía del mundo):
¿No crees que hay una Idea en sí y por sí de la Semejanza, y que hay otra que se le opone, la Desemejanza en sí, y que de estas dos ideas participamos tú y yo y todas las demás cosas que llamamos múltiples? (Platón, Parménides 129a –cito por la edición de Guillermo R. de Echandía, Alianza Editorial, Madrid, 1987 )

Así, no sería inconcebible que la misma cosa (yo, o tú) participe a la vez de diferentes ideas, incluso contrarias entre sí, siempre que esas propiedades, esa participación, no sean la cosa misma: 
“si se me demostrase que la Unidad en sí es múltiple, y que la Multiplicidad en sí es una, esto sí que me llenaría de perplejidad. Y lo mismo digo respecto de todas las demás ideas […] Pero si se me demostrase que soy uno y múltiple no habría nada de sorprendente: cuando se quiera mostrar que soy múltiple se dirá que hay en mí una parte derecha opuesta a una parte izquierda, una parte delantera opuesta a una trasera, y de la misma manera un arriba y un abajo, pues creo participar de la pluralidad; y cuando se quiera mostrar que soy uno, se dirá que de los siete que estamos aquí el hombre que yo soy es uno por participar también de la unidad. (129c)

Es como si Sócrates estuviera diciendo: podemos evitar la dialéctica eleata si no dejamos que las ideas se junten con las ideas más que como ellas pueden hacerlo, y que solo se junten con las cosas también como deben hacerlo. Porque ni las cosas son ideas ni las ideas son cosas.

Pero el joven Sócrates (como explico en Diálogos de Filosofía) está ahí, ¡ay!, para ser deconstruido y reconstruido por y con Parménides: 
“Cuán digno eres de admiración, Sócrates, por la vehemencia que pones en los razonamientos. Pero dime: ¿distingues tú mismo, según dices, poniendo aparte por un lado a las Ideas en sí y por otro a las cosas que participan de ellas?” (130a-b)

¿Puede Sócrates, el individuo Sócrates, o, para el caso, yo, o tú, siendo uno (él mismo) concebir las dos “cosas” más dispares del mundo, como son las cosas y las ideas? El mero acto de pensarlas a las dos, como dos presuntas categorías sin nada en común, traiciona su pensamiento. El viejo y venerable Parménides llamaba “cabezas dobles” o bicéfalos a los que eran presuntamente capaces de concebir el ser del no-ser.

O, en otras palabras, y como argumenta Lorenzo Peña en su discusión de la ontología de Frege (por ejemplo en El ente y su ser, pg. 282 y ss): de ser válida la dicotomía Objeto/Función sería inefable qué es una función, ya que, en cuanto quisiéramos convertirla en sujeto para hablar de ello, estaríamos saltando por encima de esa dicotomía presuntamente irreducible.
El mero hecho de que lo hagamos habitualmente (hablar de lo que no son objetos), con nuestras proposiciones de “segundo orden”, es una contrariedad para esa dualidad (para cualquier teoría de tipos), y nos empuja hacia, cuando menos, la analogía entre las categorías, no ha una mera y tajante distinción. 
“Pero [según Frege] nunca cabe agrupar a un objeto y a una función en un conjunto que englobe a ambos. Peor todavía: lo que acabamos de decir carece de sentido, puesto que, por no poderse afirmar con sentido de una función algo que se afirme de un objeto, ni viceversa, tampoco puede negarse con sentido tomando como sujetos a expresiones que signifiquen a una función y a un objeto. Así pues, si es correcta la dicotomía objeto/función, entonces es inefable, y carecen de sentido cuantas explicaciones demos sobre ella (incluso la de que es inefable, o la de que es inefable la verdad vinculada al decirse, del sentido, que es inefable, o…)” (Lorenzo Peña, El ente y su ser, pg. 282)

Wittgenstein se dio cuenta, en su Tractatus, de que sus propias palabras traicionaban lo que decían, la diferencia irreducible entre nombrar y mostrar. Él creyó que podíamos utilizar esa contradicción como escalera… Pero nadie debe pretender subir por una escalera cuyos peldaños son de humo.

Así que basculamos entre, por un lado, el imposible univocismo, y por otro el equivocismo imposible.
En todo caso, parece que no podemos pensar la realidad más allá de cierta articulación o dicotomía, entre Cosa y Propiedades, Sustancia y Esencia… Pero ¿podemos aceptar, puedo yo, por ejemplo, aceptar, que mi realidad consiste, en verdad, en esa división, en ser “yo y mis propiedades”? ¿Cómo sé yo que esas propiedades soy (o son) yo? ¿Necesita una cosa a las otras para definirse, por ejemplo por medio de la semejanza y diferencia con las demás? Y, si hay que aceptar que “hay” cosas y propiedades, ¿puede entenderse que “haya” o que exista algo aparte de las cosas? ¿Puede haber semejanzas y diferencias? Pero, si es que no, ¿cómo es que ellas nos hacen inteligibles (y parecen ser la única manera de hacernos inteligibles) a las cosas, a mí mismo, por ejemplo, o a ti?

viernes, 15 de junio de 2012

Observaciones de Lorenzo Peña a una entrada de este blog ("Término y proposición...")

A propósito de una entrada anterior, donde yo me hacía eco de sus tesis y argumentos, Lorenzo Peña, en comunicación personal, ha tenido la amabilidad de hacerme los siguientes comentarios, que pongo aquí con su permiso:


Dudo que, aunque usted dice que oportunamente me hará las críticas que estime convenientes, haya en ese texto crítica alguna a lo que yo digo. Ni siquiera una discrepancia. De haberla, sería ésta: usted parece (parece) proponer que la relación semántica entre signos lingüísticos y entes es una, la referencia; y esa relación una se bifurcaría o desdoblaría en dos: significado y verdad. Mientras que yo sólo reconozco una, que, más que "referencia" preferiría llamar "denotación" y que no se bifurca ni se desdobla. "Maurilio enseña" y "el enseñar [de] Maurilio" denotan lo mismo, el estado-de-cosas consistente en que Maurilio enseñe; realizado en unos mundos-posible sí y en otros no, en unos más, en otros menos, en unos lapsos temporales sí y en otros no.
Lo que no recuerdo haber abordado nunca es la posible objeción: si lo que sostengo es correcto, ¿por qué las estructuras sintácticas de tantos idiomas, de tantas lenguas, es tal que resulta mal formada una ristra como "Maurilio enseña perdura" o "Maurilio enseña irrita a Manuela"? Pero en los lenguajes formales combinatorios tales cosas se pueden decir (o en algunos; quizá en los cálculos lambda TIPADOS no, habría que pensarlo).


Otra cosa: usted trae a colación la discusión de Arnauld con relación a las objeciones a las Méditations de Descartes y un texto de Spinoza (de su correspondencia). Pero creo que mucho más claramente está la concepción racionalista que unifica notiones y ueritates en Leibniz, en sus "Generales inquisitiones", a las que consagré un artículo (que cometí la ingenuidad de escribir en francés, pensando que es una lengua más leibniziana que el inglés) al cumplirse tres siglos de ese opúsculo (también le dediqué, creo, otro pequeño trabajito en español). Para Leibniz está muy claro. Toda verdad es, quoad se, analítica, aunque no lo sea quoad nos. Toda verdad resulta de analizar un concepto, pero las verdades contingentes requieren un análisis infinito que nosotros no podemos realizar (no podemos tener en nuestra mente simultáneamente infinitos pasos deductivos; nuestras pruebas son finitarias; las de la mente divina, no; sin que eso signifique que Dios alcanza el último eslabón, porque eso es absurdo).


Por otro lado, la dicotomía conceptos/verdades no ha sido tan absoluta en la filosofía anterior como lo presenta usted. Está la concepción del "complexe significabile" en Gregorio de Rímini y, sin lugar a dudas, en otros escolásticos renacentistas (habría que ver Pardo, Paulo Véneto, etc.). Y también está el hecho de que aun los aristotélicos ortodoxos aceptan accidentes individuales, como el enseñar-de-Maurilio, entes que sin duda los lógicos aristotélicos ligan de modo especial a las oraciones correspondientes, como en este caso "Maurilio enseña", pero también a sintagmas nominales. Y más antes está San Agustín (a cuya identificación de verdad y existencia también dediqué, en los lejanos años 80, algún trabajo). Agustín es platónico, extrae esa identidad de la filosofía de Platón (y del neoplatonismo del que había bebido).


Hay una errata en su texto. Mundo en alemán es "die Welt". "alles, das der Fall ist" yo lo traduciría "cuanto acaece", "cuanto sucede". Traducir a Wittgenstein seguirá siendo un motivo de amistades rotas (el otro día me contaron lo que sucedió a una pareja de amigos cuyas paces se terminaron por ese motivo).
[Ya he corregido la errata a la que se refiere Peña]


Lógica, metafísica y lingüística siempre están relacionadísimas, porque nuestro acceso a esas nociones abstractas está mediado por el lenguaje. Sin palabras podemos pensar (los bebés piensan y nuestros parientes de otras especies también), pero difícilmente tener conceptos como el de ser o existir (bueno, quizá podría debatirse eso).


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Al hilo de este debate aproveché para plantearle al profesor Peña cuestiones relacionadas con el “estín” de Parménides, la noción de existencia, y su relación con el “hay” castellano, cosas todas ellas que venía abordando yo en entradas anteriores, y la visión que tengo de las cuales se la debo en buena parte a mis lecturas de Lorenzo Peña. Reproduzco también las interesantísimas observaciones que me hizo:

Lo de no traducir `estín' por `es' pienso que se debe a un simple prejuicio, no sintáctico (ni menos semántico) sino puramente estilístico, porque en nuestro idiomas actuales ha ido cayendo en desuso decir `X es' sin más. Pero en francés aún se dice "André n'est plus" (aunque por otros motivos pienso que ese aserto es erróneo; el muerto sigue existiendo, sigue siendo).

En principio, "hay", "il y a", "c'é / ci sono", "there is / are", "Es gibt" son verbos de afirmación existencial indefinida o indeterminada, cuyo sujeto ha de ser una locución indefinida (uno, varios, muchos, veinte, pocos) y por eso la simbolización usual en los cálculos que quieres captar los nexos inferenciales subyacentes (la "lógica") es la de un cuantificador.
En español tenemos el problema de que ese "hay" en plural debería ser como en singular, pero en España por su vertiente mediterránea (influencia del catalán) y en diversos países de A.L. se tiende cada vez más al plural. No se dice "Han tres casas", pero sí "habían, habrán, hubieron". Y se tiende a decir "habemos quienes nos oponemos". Más problemático es el "hay" con un sujeto determinado. Muy usual en el Ecuador "No hay todavía el reglamento", pero lo he hallado en autores españoles del s. XIX y creo que el otro día lo leí en las memorias de Alcalá-Zamora (egregio y eximio orador), aunque no estoy muy seguro. Ahí el "hay" ya es un "existe" en sentido determinativo, no cuantificacional. No creo haberlo hallado con ocurrencia de un nombre propio, aunque en francés se dice "Il y a François qui vient te voir"; podemos discutir si ese "il y a" equivale al "hay".

Lo de "hay" por "existe" no cuantificacional no creo que sea posible excepto con una descripción definida; y en tal contexto la descripción en rigor es indefinida. "No hay el reglamento" está mal usado; se quiere decir "No hay [ningún] reglamento" y no "El reglamento no existe", porque evidentemente no hay ente alguno individuado denotado en ese caso por "el reglamento". (Lo del francés "Il y a Robert qui veut te voir" podemos dejarlo.) Por tanto "hay" para traducir a Parménides no me convence.

Los argumentos cuantificacionalistas [definir la existencia a partir del cuantificador –añadido mío, JA-] jamás me convencieron. Confunden siempre lo que es "existe" indeterminado (cuantificacional, "hay") de lo que es el "existe" determinado. Que en tantos y tan diversos idiomas haya diferencia (aunque fluctuante quizá) es un indicio, aparte de que conceptualmente tb está clara la diferencia. Una cosa es afirmar que hay, que _es_, algún insecto en la habitación de al lado y otra afirmar que el insecto cuyo zumbido estuve oyendo ayer toda la tarde existe (existe y no se trata de una alucinación ni fui víctima de acúfenos u otros errores perceptivos).
En lógica jurídica (mi actual dedicación) también está clara la diferencia. Una cosa es tener derecho a que HAYA algún empleo al que uno acceda (o a una vivienda, o a una alimentación, etc.) y otra es tener derecho a que exista (y no se destruya) la casa que uno tiene. P.ej. ese cuestionable derecho a la honra (al "honor" en el mal español de la actual Constitución española, que posiblemente está en buena medida mal traducida del alemán), ¿qué es? ¿Es el derecho a tener ALGUNA (buena) reputación, haga uno lo que haga? ¿Es el derecho a que exista, subsista, no sea destruida, la propia reputación?

                                                      ***

Agradezco mucho a Lorenzo Peña que haya dedicado su atención a este blog, y que me haya permitido reproducir sus comentarios.

martes, 12 de junio de 2012

Sujetos y Predicados, Cosas y Propiedades (De la esencia del lenguaje, IV)


Si, como dice Quine
“La búsqueda o el desarrollo de un esquema de notación canónica lógica que sea lo más simple y claro posible no puede distinguirse de la búsqueda de categorías últimas, de un retrato de los rasgos más generales de la realidad” (Palabra y Objeto, Labor, pg. 171)

es filosóficamente vital (sobre todo para la ontología) analizar qué sistemática categorial se ha propuesto aquí o allá para el Lenguaje (Logos), y que carácter se le ha otorgado a esa categorización. Eso sí, al menos tan esencial como eso, es advertir que no es antes el análisis lógico y después las implicaciones o consecuencias que el ontólogo debería sacar de ahí, sino que es una investigación ontológica desde el comienzo.

Los lógicos, tanto antiguos como modernos, han propuesto diversas divisiones categoriales para diferentes ámbitos del lenguaje. Es sorprendente cuánto coinciden en esto.
Diferentes tipos de articulación categorial en el Lenguaje serían: la articulación término / proposición / silogismo; la articulación entre semántica / sintaxis; thema / rhema (sujeto / predicado); sincategoremas / categoremas; lexema / morfema; segmental / suprasegmental, etc.
Todas esas articulaciones o niveles de articulación del lenguaje (o, al menos las que se refieren a lo más interior del lenguaje), seguramente se reducen en el fondo a, o emanan de, una articulación profunda. Abordaré esto en otro momento. Ahora me centraré en la distinción lógico-categorial que ha recibido más atención en todos los tiempos, y de la que se deduce, quizás, más (o más directamente) importe ontológico: la distinción, en el interior de la proposición o juicio, entre un elemento Sujeto (thema, onoma, etc.) y un elemento Predicado (rhema, etc).

Dentro de la filosofía y la lógica moderna, la tópica versión inicial la ofreció G. Frege, distinguiendo, en la ontología, entre Objeto y Función, cuya expresión lingüística es la distinción entre Sujeto y Predicado. Los objetos (Pedro, Dos) tienen entidad completa, son individuales, aunque sean abstractos, y figuran en el Sujeto de la proposición; las Funciones proposicionales (Come_ , Divisible por sí mismo_) son insaturadas, incompletas, y figuran en el Predicado. Sujeto y Predicado son categorías irreducibles entre sí e irreducibles para que se de proposición: si falta uno de ellos, no hay proposición o sentencia. Y, además, la estructura categorial determina qué expresiones están bien-formadas.

De alguna forma, todo gran filósofo analítico ha pensado y, la mayoría, defendido esta distinción. Por ejemplo, P. Strawson (en lo que sigue me valgo del libro de Anastasio Alemán, Teoría de las categorías en la filosofía analítica, Tecnos 1996). La sentencia, según Strawson, se articula en dos partes principales e irreducibles: Sujeto lógico y Predicado lógico. Hay varias características que distinguen a uno de otro. Por ejemplo, mientras que cada sentencia puede contener varios sujetos, solo puede tener un predicado. Varios predicados implican otras tantas proposiciones simples. “Pedro come y canta” es una proposición compuesta (de “Pedro come” y “Pedro canta”, cada una con su valor de verdad individual), mientras que “Pedro y Ana han quedado para comer” es una proposición simple. En cambio (he aquí otra diferencia) puede componerse varios predicados (Rojo-Mate), pero no puede darse composición de sujetos (Pedro-Ana). Otra diferencia más es que los nombres (sujetos) son accesibles a la cuantificación, y, por tanto, de acuerdo con el criterio de Quine, muy masivamente aceptado (al menos en los años centrales del siglo pasado), indican compromiso ontológico; pero no así los predicados (“Algunas personas son filósofas” implica que existen personas, pero no, creen Quine y cuantos le siguen, que exista la Filosofía). Y, por último, la verdad y la falsedad de la sentencia consisten, según Strawson, en decir un predicado de un sujeto, tal como esa relación se da en la realidad.
La distinción entre Sujeto y Predicado no es solo funcional (es decir, tal que el mismo elemento pudiera ejercer ya de Sujeto ya de Predicado), sino que, en un tipo de casos, es una dicotomía “orgánica”, irreducible, a saber: un nombre de un objeto singular o particular no puede ejercer nunca de predicado. Pedro no puede ser un predicado de nada, sino solo sujeto.

“La dualidad sujeto – predicado […] refleja algunas características fundamentales de nuestro pensamiento acerca del mundo” (Strawson, Subject and Predicate in Logic and Grammar, pg. 14, citado por A. Alemán, pg. 70)

Como se ve, esta es una versión de la teoría dominante desde Aristóteles, pasando por Kant.

Aunque menos dado a atenerse a lo establecido, sin embargo en este asunto Quine concluye, también, que el mejor análisis lógico establece, efectivamente, un “dualismo categorial”. Aunque su principal criterio lógico (y, por tanto, ontológico) es el de simplicidad-economía, Quine considera que no hay un análisis más simple que ese dualismo. Las lógicas combinatorias, aparentemente más simples pues carecen de categorías, presentan sin embargo, arguye Quine, dos problemas: no indican el compromiso ontológico, al no contar con un lugar del lenguaje donde se indique eso; y, en segundo lugar, aunque son más simples en cuanto que reducen el número de categorías al mínimo (a uno –que, como se sabe, es ninguno-) pierden simplicidad en otro sentido, al no señalar las combinaciones posibles para cada elemento del lenguaje.
Pero ¿cuáles son las combinaciones “posibles”? El criterio categorial de Quine (heredado quizás de Ryle) es el que enuncia como “salva congruitate”: dos elementos lingüísticos son intercambiables respecto de la congruidad y, por tanto, pertenecen a la misma categoría, si al sustituirlos se obtiene algo con sentido, no absurdo o incongruente. Así, “la mesa él” es una expresión incongruente, debido a que “él” no pertenece a la misma categoría que, por ejemplo, “cojea”.
A veces, eso sí, las incongruencias pueden ser profundas, es decir, ocultas, y entonces el filósofo puede ejercer de terapeuta, demostrando, por ejemplo, que “existe” no es un predicado, porque si lo sustituimos por cualquier otro (Pedro come -> Pedro existe) obtenemos una proposición cuya negación es imposible (contra toda evidencia lingüística, donde podemos decir con toda normalidad que Pedro no existe).

Todas estas versiones de la misma distinción categorial, coinciden, sean conscientes de ello o no, con la teoría antigua, aristotélica, según la cual toda proposición es, siempre, un ti kata tinos, un (decir o predicar) “algo de algo”.

¿Cuán ineludible es esta teoría o grupo de teorías? Dejaré al margen argumentos menores y discutibles, tales como algunos de Strawson, que, en el mejor de los casos, se siguen de alguna razón más profunda. Y algo semejante puede decirse de los argumentos concretos de Quine, quien, él mismo, advierte que el criterio de salva congruitate es casi inútil, ya que es imposible encontrar un conjunto o “categoría” de elementos lingüísticos –incluso entre los que más podrían aspirar a ser ejemplos claros de categorías-, donde no se puedan generar absurdos mediante sustitución (por ejemplo, “la mesa patalea” parece absurdo, pero, entonces, “patalea” y “cojea” no pertenecerían a la misma categoría), con lo que, dice Quine, corremos el riesgo de caer a categoría por barba.
Me fijaré en la que considero que es la razón profunda y subyacente a las otras, para sostener la dicotomía sujeto-predicado:

Supongamos que quisiéramos hablar (pensar) sin estructura proposicional, quizás acumulando o combinando elementos semánticos. Así, si quisiéramos hablar de, por ejemplo, lo bello que es ser justo, tendríamos que decir algo como “Justicia-Belleza”. Pero ¿sería esto lo mismo que decir que la Justicia es Bella? Parece que no, puesto que también puede significar que la Belleza es Justa (si es que puede significar siquiera alguna de las dos cosas).
Alguien podría imaginarse que esa ambigüedad queda cancelada por el orden en que enunciamos cada elemento (se distinguiría Justicia-Belleza de Belleza-Justicia), pero entonces ya estaríamos introduciendo, con otros recursos expresivos (el orden de palabras) la estructura proposicional que queremos evitar. Cualquier expediente metalingüístico que propusiéramos para distinguir cuándo decimos que Pedro come, de que la comida pedrea, trasladaría el problema un nivel más arriba.

Es decir, parece que cuando pensamos y decimos algo, lo que quiera que sea, estamos pensando, necesariamente, en términos de propiedades que se dan en ciertas cosas (lo que expresamos como sujetos, variables ligadas, etc.). Las lenguas, naturales o artificiales, que parezcan o pretendan superar esa estructura, estarían escondiéndola de alguna manera. Y, entonces, por mucho que hayamos querido avanzar, no habríamos ido un paso más allá de Aristóteles cuando distinguió entre

-Sustancia (usía), que es aquello que ni se da en otro ni se predica de otro, y para la cual está reservada en especial la función lingüística del Sujeto; y

-Propiedades, ya sean esenciales o accidentales, que se dicen de y se dan en otra cosa (en una sustancia), para lo cual está reservado el predicado, siendo la cópula la indicación de ese hecho, que es la proposición, de pensar que una propiedad le pertenece a una cosa.

Pero, si es así, a la vez que descubrimos algo fundamental en ontología, hay también que ser consciente del precio que habrá que pagar. En una próxima entrada seguiré con esto, viendo qué objeciones se puede hacer a la distinción categorial entre Sujeto y Predicado, y qué alternativas hay, al menos en cierto nivel del Lenguaje.

viernes, 8 de junio de 2012

Término y Proposición, Significado y Verdad, Cosa y Suceso (De la esencia del Lenguaje, III)

-“Perro”, “ladra”, “lluvia”, “ser”
-“hay un perro”, “existen los perros”, “se oye ladrar” (“hay ladridos”), “ladra el perro”, “llueve”

Los elementos de la primera lista son, en cierto modo, completos, unidades lingüísticas, de un modo en que no lo son, por ejemplo, el lexema “perr-(o/a//s)”, o “ladr-”. Son “términos”, y tienen (al menos en principio) un significado autónomo, un sentido completo (‘perro’ denota a una clase de cosas, los perros). Pero, según los estoicos y la mayoría de los filósofos modernos, no son la unidad fundamental de lenguaje (pensamiento, Logos), sino, a su vez, partes, componentes, funciones… de una unidad más propiamente autónoma.

Los elementos de la segunda lista parecen, casi todos ellos, claramente compuestos (como indicamos con, por ejemplo, la separación del espacio en blanco entre sus componentes), pero sin embargo son, según los estoicos y la mayoría de los filósofos modernos, ejemplos de la auténtica unidad fundamental de logos: la proposición. Y es así porque solo ellos tienen valor de verdad (aunque quizás no tienen un sentido ni una referencia). Los términos no son ni verdaderos ni falsos, se dice. Si digo “Teeteto”, o digo “vuela”, aún no digo algo ni verdadero ni falso. Solo cuando los junto, en una proposición, digo algo verdadero o falso.

Las viejas lógicas (desde Aristóteles, pasando por los lógicos escolásticos) empezaban con el término, solo después pasaban a la proposición o juicio (considerado un complejo significativo), y en tercer y último estadio llegaban a la teoría de la consecuencia, considerada como síntesis o complejo de proposiciones. Las lógicas modernas, en cambio, empiezan por el “cálculo deductivo”, donde el átomo es la proposición, y, en segundo lugar, se pasa al análisis de la propia proposición, para reconocer ahí diversas categorías gramaticales irreducibles (como hacían también los aristotélicos), fundamentalmente sincategoremas y categoremas. (Asumiré este tópico de la historia de la lógica, aunque tiene mucho de discutible: el propio término ‘término’, que usan los aristotélicos, da a entender que lo consideran en función del silogismo.)

Consecuentemente con la prioridad que le otorgan al término, los aristotélicos nos proponen una ontología cosista, hecha de sustancias (objetos, cosas) y propiedades (esenciales y accidentales). El cosmos es, en esencia, un conjunto ordenado de cosas que tienen propiedades y relaciones con otras cosas.
Consecuentemente con la prioridad que dan a la proposición, los modernos deberían proponer (aunque aquí ha habido más titubeos y, también, menos consciencia del asunto, “gracias” a la bendita especialización y cientifización) una ontología de hechos o eventos o sucesos. Por eso el Tractatus casi empieza diciendo:

Die Welt ist die Gesamtheit der Tatsachen, nicht des Dinger (“El mundo es la totalidad de los hechos, no de las cosas”) Tractatus 1.1
Hasta llegar a Donald Davidson pocos se tomaron completamente en serio considerar a los sucesos como parte "sustantiva" de la ontología. Pero tiene sentido decir, sostiene Davidson, que si Juan se puso la corbata con cuidado, “hay algo (un hecho) que Juan hizo, y su modo de hacerlo fue cuidadoso”, y el mejor análisis lógico-clásico de esa frase implica cuantificar sobre hechos o eventos (el ser puesta la corbata).
Sin embargo Frege creía (bastante parmenídeamente por cierto), que la referencia de las proposiciones no puede ser más que lo Verdadero y lo Falso, que serían los dos únicos auténticos hechos (ya que la Verdad y la Falsedad es lo único que se conserva a través de las sustituciones de proposiciones equivalentes).

Término frente a proposición, concepto frente a juicio, significado frente a verdad, cosa frente a hecho: he aquí la dualidad más general, quizás, del lenguaje, y la prioridad de cada una de las cuales parece caracterizar al cosista pensamiento antiguo (aristotélico) frente al eventualista pensamiento moderno.

Lo que, sin embargo, ambos (antiguos y modernos) comparten, es que hay esa clara dualidad entre términos y proposiciones, entre significado y verdad, entre cosas y hechos.

Pero ¿tenemos que aceptar esa dualidad, y elegir entre una u otra lógica (y ontología)?
¿Qué pasa con la frase de la diosa, que dice que la verdad es que “es”, y “no es que no sea”? Esa frase es imposible para ambos puntos de vista. Ambos dirían que ahí se pretende tomar por proposición lo que no es más que un término, o, peor aún, un sincategorema o functor, que solo adquieren sentido en el contexto de una proposición completa. “Es” sería el valor existencial del verbo ser, y este solo puede usarse acompañando a algún término que denote algún objeto o sustancia. Es más, ni siquiera así el “es” ejercería de predicado, sino de cuantificador, que sirve para referir el objeto a lo extralingüístico.

Quiero, en cambio, sostener (nada originalmente, aunque sí minoritariamente) que esta dualidad es menos fundamental de lo que se suele creer, y que no es pertinente recurrir a ella para zanjar disputas metafísicas, sino que, al contrario, esa propuesta presupone, por un lado, tesis metafísicas, y, por otro, los argumentos que puede aducir no son suficientemente buenos.
Una manera simple aunque muy fuerte de expresar esto es la siguiente: tenemos que desmitificar el dúo significado / verdad, como si fuesen nociones irreducibles (“casa” tendría significado pero no (valor de) verdad, mientras que “llueve” tendría valor de verdad, aunque quizás no propiamente significado).

Pienso que tenemos que apelar, en la estructura profunda del Logos, a una noción más fundamental o básica, de la cual ambos conceptos, significado y verdad, serían especies secundarias (aunque no necesariamente igual de cercanas, las dos, a la noción madre) . A esa noción fundamental podemos llamarla Referencia en el sentido más amplio, esto es, no restringido a la referencia del término, sino ampliada hasta encerrar la “referencia” que los juicios o proposiciones hacen a la realidad, y que equivale, en cierto modo, al concepto “semántico” de Satisfacción tal como lo usó, por ejemplo, Tarski para su “definición” de verdad en un sistema formal.

Por supuesto, una noción tan “pura” como esa no se puede definir analíticamente (se caería en círculo), pero se la puede caracterizar o aclarar diciendo que, tanto cuando pensamos o decimos un término, como cuando pensamos o decimos una proposición, estamos sujetos a una validez, que también expresamos como “referencia” a algo extralingüístico. Cuando decimos “la casa se ha caído” o “dos es primo” nos referimos a cómo es la realidad, a un “estado de cosas”. Pero también hacemos eso cuando decimos “casa”, “dos”: nos referimos a algo, aunque sea del ámbito de lo posible. Implícitamente, afirmamos ahí una referencia, a un algo que tiene que ser, al menos, posible, e incluso “real” (a no ser que sea posible referirse a lo que no existe). En un nivel suficientemente hondo, pues, las nociones de significado y verdad se diluyen y se confunden en una: Referencia.

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Una minoritaria corriente, que empieza implícitamente en la frase de la diosa, y pasa por Descartes y Spinoza, rechaza el análisis lógico dualista (la distinción radical de términos y proposiciones, ideas y juicios, cosas y hechos).

La mejor forma de desmontar la presunta irreducibilidad de esa dualidad término / proposición (cosa / hecho, etc.) es mostrar que es siempre posible traducir una expresión de uno de los ámbitos al otro, sin perder nada. Cualquier proposición se puede convertir en un término (nominalizarla), y viceversa. De manera paralela, lo que consideramos una cosa puede ser considerado un hecho, y cualquier hecho puede ser cosificado. El sol no es diferente del hecho de haber un montón de partículas en tal o cual interrelación, es decir, de la existencia del propio sol.

Como el autor cuya lectura más me ha ayudado, a lo largo de los años, a pensar en estos asuntos, ha sido el filósofo español (desgraciadamente menos conocido de lo que merece) Lorenzo Peña, me adheriré, aquí, básicamente a sus tesis y argumentos (señalando, quizás, mis divergencias), tales como están expuestos, sobre todo, en sus dos principales obras filosóficas, El Ente y su Ser (Universidad de León, 1985) y Hallazgos filosóficos (Publicaciones Universidad Pontificia de Salamanca, 1992), libros cuya lectura recomiendo vivamente.

Pero antes recordemos brevemente a los racionalistas del siglo XVII. En las Cuartas Objeciones a las Meditaciones Metafísicas de Descartes, Arnauld objeta a que se puede decir de una idea que es verdadera o falsa. Descartes responde distinguiendo entre verdad material y formal. En el juicio, dice, la verdad está formalmente (es decir, en la terminología de Descartes, realmente, ya que los juicios son formas), pero en la idea la falsedad o verdad están materialmente, por cuanto ciertas ideas representan como positivo algo que no es más que privación (por ejemplo, el frío) mientras que otras, las claras y distintas, presentan adecuadamente la realidad (respuestas a las cuartas objeciones, edición de Vidal Peña, en Alfaguara, pgs. 188 y ss). Es decir, en las ideas no hay propiamente (formalmente) verdad, pero la hay materialmente, como ocasión de caer en la falsedad al juzgar.

Spinoza, más cartesianamente que el propio Descartes, reduce a nada la distinción entre idea y juicio, y sostiene que una idea tiene en sí todo lo necesario para ser verdadera “o adecuada”. La diferencia entre denominar a una idea verdadera o adecuada no es, de hecho, según Spinoza, más que la diferencia extrínseca de considerarla, ya como referida a su objeto, ya en sí misma, como cumpliendo formalmente los criterios (epistémicos) de una idea adecuada o correcta (véase, por ejemplo, Correspondencia, carta 60, Alianza editorial, pg. 342). Así se zanja la cuestión de si verdad como correspondencia o como coherencia. Aunque Spinoza prefiere esta segunda versión (no se puede salir del ámbito de las ideas para catalogarlas como correctas o incorrectas, verdaderas o falsas) concede que se puede seguir usando la versión correspondentista, bien interpretada.

Como se sabe, las ideas racionalistas pueden ser simples o compuestas. Y esto no equivale, obviamente, a si en este o aquel lenguaje efectivo gozan de un término único o tienen que ser nombradas con una perífrasis. Siempre podemos crear un nombre simple o unitario para nombrar a una idea compleja (es importante señalar esto, porque uno podría ser inducido a pensar que lo que no tiene una expresión unitaria no es una idea o al contrario). Denominemos, por ejemplo, “cuadricírculo” a la idea de (un objeto) cuadrado y circular. ¿Qué decir de las “expresiones” pensables “cuadricírculo”, “frío”, “causa sui”? Cada una de estas expresiones debe entenderse como “poniendo” mentalmente esos objetos. Según los cartesianos, “cuadricírculo” tiene formalmente los rasgos de una idea falsa. ¿Qué diferencia hay, en fin, entre un término y un juicio, y entre una cosa y un hecho? Ninguna importante. “Cuadricírculo” es la cosa que es idéntica al hecho de que “el círculo es cuadrado”

Esta línea teórica está expuesta con gran claridad en la obra de Lorenzo Peña.

Empezando por arriba: la Existencia, en la ontología de Peña, es el concepto (clase) omniabarcante: cualquier cosa que tenga cualquier propiedad, existe (en más o menos grado, eso sí), y la propiedad de existir es la propiedad de ser la cosa que es. La propia existencia es una cosa, la más existente de todas, de la que las demás son partes y/o aspectos.

La Verdad, en el sentido no-semántico (es decir, el que no se aplica a expresiones lingüísticas, sino a aquello a lo que se refiere el lenguaje) es lo mismo que la Existencia.

Lo que existe son “estados de cosas”, y viene(n) expresado(s) por oraciones. Pero no hay una diferencia profunda entre estados de cosas y cosas (ni, por tanto, entre nombres y oraciones). Siempre es posible convertir en oración un término o un sintagma nominal cualquiera, pues basta con anteponerle la tercera persona del singular del presente (intemporal) del indicativo de “existir”.

“Al aseverarse una fórmula del tipo «x es tal o cual», afírmase algo; ese algo que viene así afirmado, puesto (mentalmente), como un algo en el mundo, una entidad, es, no x, sino el ser x tal o cual. Afirmar algo es, evidentemente, igual que afirmar la existencia de ese algo. Afirmar que César es valiente, o sea la valentía de César, es lo mismo que afirmar la existencia de tal valentía, o sea lo que vehicula la oración ‘Existe la valentía de César’, o ‘Es real la valentía de César’. Luego cualquier afirmación de ser-así-o-asá con respecto a cierto (presunto) ente, x, es, a la vez, una afirmación de ser a secas —de existencia, pues— del ser x así o asá” (Hallazgos filosóficos, pg. 25).
Quizás, especula Lorenzo Peña, el latín se pueda interpretar así, es decir, con el “est” siempre como existencial:

…‘Caesar occisus est’, se traduciría más propiamente como ‘Existe el haber sido matado César’. Y similarmente, ‘Caesar laetus est’, ¿por qué no iba a traducirse igual que su paráfrasis ‘Caesaris laetitia est’, como ‘Existe la alegría de César’ en vez de —según sería costumbre— como ‘Es alegre César’? De ser así, el ‘esse’ en latín siempre sería existencial: el ser sería siempre ser a secas. Sea ello cierto o no, el hecho es que, en cualquier caso, dándose una clarísima equivalencia entre el que tal ente sea así y [la existencia d]el ser así [de] tal ente, el ‘es’, cuando no sea existencial, podrá venir reemplazado, así y todo, por ‘existe’ a trueque de que vengan los otros constituyentes de la oración predicativa —el sujeto más el predicado nominal— reemplazados por un sintagma nominal que sea un sustantivo “abstracto” engendrado a partir del predicado nominal combinado con el sujeto de la manera que lo estipulen las reglas sintácticas (en español, p.ej., si el sustantivo es un infinitivo, puede tal combinación consistir en mera yuxtaposición, al menos en muchos casos). Por ello, es defendible la tesis de que, semánticamente, todo ‘es’ es equivalente a un ‘existe’, o sea: es un ‘es’ existencial” (Hallazgos filosóficos, pg. 25)
Una aplicación particular de esto, pero esencial para la metafísica, es que, tal como aseverar ‘Julio es generoso’ equivale a afirmar [la existencia de] la generosidad de Julio, afirmar ‘Julio es’ (parafraseable como ‘Julio existe’) equivale a afirmar a Julio, o, lo que es lo mismo, la existencia de Julio, es decir, a “poner” (mentalmente, lingüísticamente) a Julio como existente, reconocer que es un algo en la realidad. En general, pues, cualquier cosa es equivalente a su existencia, lo que es equivalente al estado de cosas de que exista.

Es verdad, admite Lorenzo Peña, que la lengua (al menos en su superficie, y en los análisis estándar) establece una diferencia entre términos y proposiciones, conceptos y juicios…, y, según ello, expresiones como “Julio” no constituyen oración o proposición, a diferencia de “Julio existe”. Pero esa diferencia entre oración y sintagma nominal no pertenece, según Peña, a la estructura profunda del lenguaje, sino que es, más bien, una diferencia estilística, no semántica, superficial. Término y Oración, Concepto y Juicio son dos alomorfos en distribución complementaria.

“Alomorfos son dos variantes de una expresión que significan lo mismo; están en distribución (parcialmente) complementaria si uno puede usarse en ciertos contextos —en los que no cabe usar el otro— y viceversa. (p.j. ‘el’/‘la’; ‘el cuchillo’ vs ‘la cuchara’; ‘-ado’/‘-ido’: ‘amado’ vs ‘temido’; la distribución puede venir regida por condiciones de diversa índole: semántica, meramente léxica, contextual, pragmática etc. Desde luego, es a menudo controvertible si en tal o cual caso se da o no alomorfía, o bien diferencia de significado.)” (Hallazgos filosóficos, pg. 26) 
¿Qué razones tiene el análisis lógico para mantener la dualidad término / proposición en la estructura profunda? Lorenzo Peña recuerda el argumento (expuesto inicialmente, ¡cómo no!, por Frege) de que el juicio o proposición es objeto de asentimiento o aseveración, cosa que está ausente en el concepto. Peña rechaza este argumento, sosteniendo que nunca hay “mera consideración” sin asentimiento, sino diferentes grados de asentimiento. No estoy seguro de que sea así, pero me parece que esto no tiene que ver con el núcleo del asunto.

Yo creo que, aparte de este motivo consciente, hay un motivo más tácito en la distinción clásica, y es la diferenciación, que ya mencioné, entre mero significado y verdad. Pero creo que esta diferencia es dada confusamente por hecha, a partir del hecho, más superficial, de que es diferente, verdaderamente, pensar en Pedro, que pensar que Pedro existe, o come, cosas que exigen “satisfacciones” parcialmente diferentes, pero no absolutamente diferentes. Y creo que es posible reconocer (y no hay argumentos, que yo sepa, para no reconocer) un ámbito más profundo, en que todo el lenguaje guarda una sola relación con lo más allá del lenguaje: esa relación es lo que he llamado Referencia, en sentido amplio, y de la cual, Significado y Verdad son dos modalidades circunstanciales.
No es, por tanto, que la distinción no tenga ninguna utilidad, en ciertos ámbitos. En todo caso, es una dualidad que debe ser “construida”, justificada. A nivel metafísico, no solo no puede ser dada por supuesta, sino que debe ser rechazada, para dejar lugar a una consideración más límpida de qué es el Lenguaje, y de su relación con la Realidad.

No sé cuánta participación de la providencia hay en que la primera proposición de, precisamente, el Tractatus no sea la que cité más arriba (y que expresa claramente la via modernorum) sino esta otra:

Die Welt ist alles, was der Fall ist. (Tractatus, 1)
En la edición de J. Muñoz e I. Reguera se traduce como “el mundo es todo lo que es el caso”. Creo que podemos entender esto (fuese la intención de Wittgenstein o no) de una forma más fundamental que Tractatus 1.1, “la totalidad de los hechos, no de las cosas”. Lo que “es el caso” es aquello a que se refiere cualquier expresión lingüística, por ejemplo, el “es” de la diosa. Que es, significa, simplemente, que es el caso. ¿”Que es el caso” que qué? Que nada más, que es el caso que es el caso, es decir, que hay, que hay realidad, que hay ser, y no, más bien (o más mal) nada.

martes, 5 de junio de 2012

De la esencia del lenguaje. Planteamiento de la cuestión: ¿es, el Lenguaje, en su nivel más profundo, categorial o parmenideo?

¿Es, no ya verdadera, sino siquiera posible, correcta lógicamente (“lingüística-”, “gramaticalmente”) una expresión como la que la diosa le presenta a Parménides como único camino verdadero: hopoos éstin te kai hoos ouk ésti mée eînai, “que es, y no es que no sea” (esto es, una de las expresiones más contundentes del monismo radical, semejante al de, por ejemplo, la escuela Vedanta advaita en la filosofía hindú)?

Tomemos solo la primera parte del aserto de la diosa, éstin, “es”. Para que esta expresión sea correcta es preciso que el “Lenguaje” o Logos permita expresiones completamente monádicas, unimembres e inarticuladas.
Lo que trataré de defender, en estas notas, es que, efectivamente, podemos y debemos contemplar un nivel fundamental del lenguaje en que son no solo posibles sino necesarias formas así, unitarias o inarticuladas; y es en ese nivel de lenguaje, anterior a las divisiones categoriales, donde tienen lugar las expresiones más puramente filosóficas (que son, eso sí, dialécticas y analógicas).

Llamemos categoría a una propiedad última respecto del ámbito de que se trate, entendiendo por “última” la propiedad de ser tal que cualquier elemento del lenguaje cae bajo alguna categoría, pero las categorías no caen bajo ninguna otro concepto lingüísticamente más fundamental. En este sentido, por ejemplo, en el análisis estándar del lenguaje los functores o sincategoremas son una categoría última, y los predicados son otra, etc.: los elementos que son functores o sincategoremas no pueden ser, se supone, predicados o categoremas. (Nótese que cualquier categoría, por ejemplo, “predicado” podría caer bajo algún otro concepto, como “trisílabo”, pero no en el sentido relevante, es decir como elemento que es de la estructura del lenguaje, que es lo que constituye su “esencia” –siendo un puro accidente que sea expresable mediante una palabra trisílaba-).

Llamemos categorial (pluralista, “aristotélico”) a un lenguaje donde existen más de una categoría lingüística.
Llamemos, en cambio, no-categorial (monista, parmenídeo), a un lenguaje o nivel de lenguaje en que no existan divisiones categoriales.

La cuestión, entonces, es: ¿es el Lenguaje total (no este o aquel aspecto o parte de él) necesariamente categorial, o no-categorial?

Diferentes razones han llevado desde siempre a defender la necesidad de que el Lenguaje conste de categorías (tipos, etc.) últimas e irreducibles, y a proscribir las expresiones presuntamente indicadoras de un nivel no-categorial de lenguaje.
Por ejemplo, es clásica (y Aristóteles la formuló clásicamente, aunque aparecía ya en el Teeteto de Platón) la tesis de que todo lenguaje se tiene que articular en un “algo de lo que se habla” y un “algo que se dice acerca de aquello”: toda proposición apofántica sería un ti kata tinos, un “algo acerca de algo”. Esto implicaría que las categorías de Sujeto y Predicado serían irreducibles, y remitirían, a su vez, a una ontología estructurada en Sustancias o cosas, por un lado, y Propiedades (sean esenciales o accidentales) de esas sustancias por otra.
No muy diferente es la distinción que hace Frege entre Objeto y Función: lo que pertenece a una categoría no puede pertenecer a la otra.
Otro ejemplo moderno dice que los  cuantificadores, o el término “existencial” (cuando se le diferencia del cuantificador particular), son irreducibles a otra categoría del lenguaje (a predicados, por ejemplo). También esto tiene implicaciones ontológicas directas (si es que se puede distinguir, en último extremo, a la Lógica de la Ontología). Por ejemplo, la frase de Parménides carecería de auténtico sentido.

Como se sabe, Carnap intentó disolver las cuestiones metafísicas tomando como ejemplo la frase de Heidegger acerca de la nada que anonada (o “nadea”). Se trataría de (la metafísica misma sería) un (pueril) error, al tomar por sustantivo lo que no es ni puede ser más que un operador.
Solo una persona filosóficamente virgen, me parece a mí, debería compartir seriamente esta estrategia. Sin embargo, muchos filósofos, hoy y siempre, han recurrido a ella, aunque en formas menos burdas que el metafísico del Círculo de Viena (quien, simplemente, está hipostasiando como verdad lógica lo que son sus –inconsistentes- tesis metafísicas).

Mi intención es mostrar que, aunque esas articulaciones que se suelen proponer para la estructura del Lenguaje, resulten de hecho muy útiles para organizar el discurso en la mayoría de los ámbitos del lenguaje y el pensamiento, son, sin embargo, todas ellas distinciones secundarias y no del nivel más profundo o último del Lenguaje, y que no hay ninguna contradicción, y sí necesidad lógica, de suponer un tal nivel más básico de lenguaje, en que no hay categorías, o solo hay una: el lenguaje mismo, la unidad de lenguaje. En ese nivel, quiero sostener, no solo tienen sentido expresiones completamente unimembres (como la de la diosa), sino que lo tiene, también, cualquier (tipo de) combinación entre cualesquiera elementos pertenecientes al Lenguaje, y que cualquiera de esos elementos (por ejemplo, lo que normalmente funciona como operador, ¬, ∑, o cualquier otro) puede ser, con toda legitimidad, sustantivado y convertido en thema, o usado de manera absoluta, etc.

Para ello iré observando una a una las principales distinciones categoriales propuestas, intentando mostrar que no están suficientemente justificadas como categorías irreducibles.
Habría una manera más simple de argumentar esto, directamente: consiste en apelar a la intuición del hablante o pensante, para que reconozca que, por más que sean extrañas, cualquiera de esas expresiones posibles son correctas, y que decir, por ejemplo, “la verdad es que es”, o “nadea”, o “Pegasea”, tiene pleno sentido. Pero como no todos compartirán esta “experiencia”, será preciso desmontar los argumentos que abonan la tesis de que necesariamente el lenguaje tiene que tener tal o cual estructura compleja. Y esto solo puede discutirse mostrando que una o la otra opción es contradictoria (si se quiere demostrar imposibilidad y necesidad) o que está libre de contradicción (si uno se conforma con demostrar que es posible y legítimo aceptar tal o cual versión).

Añadiré unos últimos apuntes de este preámbulo:

En primer lugar, esto que pretende defender no tiene nada de original. Varios filósofos y/o lógicos han investigado la posibilidad de lenguajes no-categoriales, e incluso construido modelos formales de ellos (aunque esto es una mera anécdota, porque cualquier cosa se puede “formalizar”, es decir, traducirlo a símbolos).

Segundo: como cuestión de “hecho” (en el sentido, analógico, en que se puede hablar de hechos en lógica, es decir: que existen expresiones o pensamientos que resultan inteligibles en general), hay, efectivamente, expresiones que se pueden interpretar perfectamente como no-categoriales. Así, por ejemplo, frases como “llueve” no parece constar de dos o más elementos (sujeto / predicado, cuantificador / predicado, término /proposición…). El partidario de que el lenguaje tiene necesariamente una estructura bimembre, por ejemplo, necesita justificar esos casos, salvar esos fenómenos adversos. Esto es preciso tenerlo en cuenta, no sea que haya quienes crean, ingenuamente, que la carga de la prueba cae sobre quien pretende que frases como “es” son legítimas, porque iría de suyo que más bien es lo contrario.

En tercer lugar, me gustaría recordar que algunos análisis que acaban estableciendo ciertas categorías lingüísticas, reconocen un nivel no-categorial básico. Estoy pensando, por ejemplo, en la teoría filosófica de Quine. Según Quine, en una primera fase del uso del lenguaje (y es un uso posible, y efectivo) la forma única de todas las oraciones es completamente monista e indivisa: no se dice o piensa “hay un perro”, sino “perrea”. La articulación de la proposición emerge después, cuando uno quiere referirse a lo ya observado, mediante anafóricos. Y la sustantivación es más tardía todavía.

De manera que, si la diosa nos estuviese proponiendo algo así como “vive el instante” (sin pensar en futuros o pasados), o, como dice Nietzsche, conferir al devenir el carácter del ser, no podría decirlo mejor que como lo dijo, pues cualquier otra forma de expresión introduciría ya la distinción entre cosas y estados. Y lo mismo pasaría si la diosa nos estuviese queriendo hablar de un presente atemporal, el eterno ahora. Tampoco ahí se podría decir mejor que como lo dijo.

domingo, 3 de junio de 2012

De la esencia del Lenguaje (prolegómenos)

Con esto de habérseme venido a la cabeza la frase de la diosa del poema de Parménides, que “es”, y seguirme pareciendo, no solo una frase correcta, sino la más profunda y densa de todo el pensamiento humano, me he vuelvo a acordar de mis especulaciones sobre la “esencia del lenguaje”, como diría un metafísico (o sea, yo, por ejemplo). ¿Cómo es posible esa forma de hablar que tiene la diosa, ciertamente extraña respecto de lo que oímos y decimos a menudo? ¿Cómo tiene que ser el Lenguaje, el Logos, para que esa frase sea posible y hasta fundamental? Tengo intención de dedicar unos post a todo esto. En este, me limitaré a las cuestiones metafilosóficas relativas a tales asuntos (lo que supondrá repetirme en lo que ya he dicho en otros lugares de este blog), con la intención de dejar establecidas que cosas se dan por supuestas en toda investigación semejante (se sea consciente de ello, o no).


Desde que hay filósofos, si no antes, se ha buscado la esencia del Lenguaje, es decir, la estructura última, subyacente a todo posible acto de lenguaje, sea verbal o mental, la “forma básica de la proposición”, etc. Esta investigación, como dice Quine, tiene importancia teorética o filosófica, aunque la tenga muy poca quizás a la hora de la práctica cotidiana del lenguaje. Si, por ejemplo, el átomo lógico es la proposición o lo es más bien el término; si toda proposición se puede reducir, por ejemplo, a la estructura cuantificador + predicado pero no más allá; si se puede expresar todo en un lenguaje de primer orden o esto es imposible; o si todos los axiomas de la lógica se pueden reducir a uno (como propuso, entre otros, Lukasievicz)..., todo eso es filosóficamente relevante (lo más relevante), y nos habla o nos lleva a hablar de la estructura última del Logos (quien, según Juan, estaba al principio junto a Dios y era Dios, y por él todo se hizo y sin él nada de lo que está hecho se hizo).
Por otra parte, todo aquel que pretende que cierta expresión no tiene sentido, o está prohibida por la lengua, o algo así, está implicando que el Lenguaje tiene una cierta estructura última, que él conoce, y que hace posibles ciertas expresiones y no otras.

Tal como la ciencia natural fundamental (lo que llamamos “Física”) busca una unificación cada vez mayor, hasta, si fuese posible, reducir todas las formas de la “energía” a una sola, a una fuerza fundamental de la cual las demás (y con ellas todos los estados de lo dado como espacio-tiempo –o lo que sea que defina a lo físico-) fuesen formas o manifestaciones secundarias, de manera análoga la investigación sobre el Logos (a la que podríamos llamar, limpiándola de las restricciones a las que algunos la quieren someter, “lógica”) busca el menor número de elementos primitivos, que permitan explicar la complejidad de lo que se puede decir o pensar. Toda esa variedad de estructuras, que muestran las lenguas (incluidas el mentalés -o los mentaleses-), no serían más que diversas manifestaciones, realizaciones, ejemplificaciones, contextualizaciones… de una única y misma forma, como quizás todas las fuerzas que podemos reconocer físicamente no son más que expresiones de alguna supersimetría o cualquier otra entidad, a nivel fundamental, de la naturaleza.

Cuando en este tipo de investigaciones (de fundamentos) nos encontramos con que el análisis arroja más de un elemento básico, querríamos tener una buena justificación para aceptar tal análisis como definitivo. Y no solo por economía (total, tener dos no es tener mucho ¿no?), sino por razones más puramente lógicas: dos cosas, aspectos, propiedades... últimos y completamente irreducibles dejan a la realidad en un estado de equivocidad y falta de unidad. Pero quizás uno es ya multitud, como dijera Nietzsche (y, antes, Heráclito)...

Hay que notar la diferencia entre la investigación fundamental en física y la que se da en “lógica”. Cuando los físicos buscan la forma básica de la energía, junto al criterio puramente lógico (salvar la consistencia y la simplicidad) están sometidos al criterio fenoménico o empírico. De alguna manera, por remota que sea, esa teoría tiene que salvar los fenómenos físicos o naturales. Este principio empírico, desde luego, tiene que ser matizado o relativizado, en dos sentidos:

     - en primer lugar, no hay una división nítida (de sí o no, todo o nada) entre teoría y fenómenos. Puesto que los fenómenos están expresados siempre en conceptos, los propios fenómenos pueden ser redefinidos (en casos extremos, condenados como ilusiones). Los datos puros o alingüísticos son un puro mito.

     - la relación entre, por un lado los lugares más generales, fundamentales y abstractos, y los más concretos y pedestres por otro, es mucho menos rígida de lo que se imaginan muchos. Es sencillamente falso, por ejemplo, que una buena teoría general tenga que predecir y salvar más fenómenos que aquella a la que pretende suplantar. La simple introducción de mayor simplicidad y orden en el aparato teorético es una gran virtud, aunque no suponga ni quizás pueda llegar a suponer nunca una ampliación de la predecibilidad empírica, e incluso quizás aunque suponga algo menos (quedaría pendiente en ese caso, eso sí, perfeccionarla para que incluya todo lo que no incluye).

Pero, no obstante, la teoría física, como empresa global, siempre será una empresa inacabada mientras no consiga explicar todos los fenómenos de su ámbito con el menor coste de complejidad: como decía Heráclito (y tengo puesto por lema en este blog) “de todo, uno, de uno, todo”.

La investigación fundamental en lógica (en el ámbito del Logos), en cambio, no está ni puede estar sometida al criterio empírico, sino que es completamente a priori.
Por supuesto, hay una parte de la ciencia natural que estudia el lenguaje, a saber, la lingüística. Como la Física fundamental, la Lingüística fundamental busca una explicación lo más coherente y sencilla posible de todos los fenómenos lingüísticos, es decir, de los actos de lenguaje empíricamente constatables. Pero no puede confundirse a esta empresa con la Lógica, porque la lógica es la investigación de todo lenguaje posible (no solo naturalmente, sino lógicamente o metafísicamente posible). Y esto no soporta restricciones físicas y empíricas (salvo las que pueda haber y en el sentido en que pueda haberlas para “todo mundo posible”). Los lingüistas, como los físicos, tienen que salvar, de alguna manera, la relación con los fenómenos lingüísticos, cosa de la que los lógicos están exentos.

La confusión entre Lógica y Lingüística ha sido favorecida por esa contradicción en los términos que es la "filosofía del Lenguaje" (contradicción encubierta por la ambigüedad de “del”). Y no porque no haya una parte de la filosofía relativa al Lenguaje (como la hay relativa a la Vida, a los Número, a la Mente, etc.) sino porque la filosofía no es, ella en sí misma, análisis lingüístico (“del” lenguaje), salvo acaso si por lenguaje se entiende, precisamente, Logos.
Esta confusión era interesada (aunque fuese subconsciente): el positivismo quería dar a la empresa filosófica un aspecto respetable antes sus prejuicios metafísicos. Quisieron hacerse creer que lo que ellos hacían era una cierta parte de la ciencia natural, concretamente lingüística, aunque, de hecho, no estudiaban ningún lenguaje ni nada parecido (ni siquiera necesitaban saber una gota de lingüística, como tampoco los lingüistas ni un ápice de lógica), sino que enunciaban teorías puramente apriorísticas que tuviesen las virtudes lógicas, aunque no tuvieran nada que ver con el “lenguaje natural”.
Es verdad que luego hubo quienes quisieron atenerse, filosóficamente, al llamado “lenguaje natural”. Este rousseaunianismo filosófico (como lo he llamado en otro lugar) olvida, como dice Quine, precisamente una de las características del lenguaje natural: que es apto para ser cambiado como a uno le "parezca conveniente". Y, por supuesto, las teorías filosóficas de Austin, Wittgenstein, etc., no eran lingüística, sino algo que solo puede llamarse filosofía: a priori completamente.

Pero es que también respecto de la propia Física hay distinguir entre la parte fundamental de la ciencia física, y la filosofía de la física (o filosofía acerca de las ideas de la física, y de la propia ciencia física). La parte fundamental de la física acaba, es de presumir, cuando tenemos una teoría completa y lo más simple posible, de los hechos naturales. Pero ahí no acaban, sino que empiezan las cuestiones filosóficas, o metafísicas.
¿Sea como fuera en los detalles la teoría física final, necesariamente constaría de, por una parte, un aparato matemático o formal, y, por otra, de un lado material? ¿O podría ser que esta teoría final nos arrojara, más bien, una estructura “pitagórica”, donde todo es número y no queda nada maleable a lo que esos “números” den forma? ¿Son interreducibles los conceptos de forma y materia, estructura y contenido, sintaxis y semántica del lenguaje científico-natural...? ¿Tiene que salvar el cambio, la teoría última? ¿Puede salvarse el fenómeno del cambio (o sea, el fenómeno sin más) eliminándolo? ¿Qué quedaría de la física, entonces? Todos estos son asuntos meta-físicos, aunque colindantes con los asuntos físicos o “científicos”. La filosofía, aquí, trata de todo mundo posible, no de este.

Pues bien: ¿qué podemos decir del Logos o Lenguaje? ¿Cuál es, puede ser o tiene que ser, su estructura última? ¿Consta necesariamente de varias categorías, totalmente irreducibles entre sí (de, por ejemplo, aparato cuantificacional-mostrativo por un lado, y lado predicativo por otro; o de estructura Sujeto / Predicado (thema / rhema)…) o bien puede concebirse un estrato fundamental que sea unicategorial (y donde la expresión "es" tenga sentido). De este asunto querría tratar en próximas notas.