sábado, 31 de marzo de 2012

¿Por qué tanta gente le tiene manía a los juicios analíticos?

Kant, que fue el primero en poner en curso estos términos en la filosofía moderna, sostuvo que los juicios analíticos (a los que definía como aquellos que son verdad en virtud de la simple lógica, del principio de no contradicción –dedicaré una entrada a esta cuestión-) no añadían conocimiento alguno sobre las cosas, eran prácticamente triviales, porque nos repetían lo que ya sabíamos, lo que “estaba contenido en el sujeto, aunque fuese de manera implícita y oscura”. ¿Qué está “contenido” en la noción del sujeto? Según Kant, muy poca cosa. No las matemáticas, ni la ciencia en general (sin embargo, a la vez, muchas cosas, porque un ejemplo de juicio analítico, según Kant, es “los cuerpos son extensos”, a diferencia de “los cuerpos pesan”…)
Con esto, Kant venía a estar más cerca de los empiristas, que creen que los juicios analíticos no tratan de nada real o material, sino de algo meramente formal y vacío (quizás incluso puramente convencional –aquí ya no les seguiría Kant-), y lejos de los racionalistas, que quieren sacarlo todo de su cabeza como la araña saca el hilo de su cuerpo.

Sin embargo, ¿qué es eso a lo que se dedica Kant? ¿No pensaba él que toda su labor filosófica es mero análisis (y no podía pensar que estaba haciendo otra cosa, puesto que nada de su libro remite a una experiencia posible)? Pero, ¿no es muy raro que el análisis, es decir, la explicitación de lo que ya sabíamos porque estaba contenido en el sujeto, dé tanto de sí como para permitir a uno dar un giro copernicano y convertirse en el ser más original de la historia del pensamiento? ¿Puede todo eso ser “meramente conceptual”?

La filosofía moderna anglosajona nace, como se sabe, en Austria. Y nace como el proyecto de mostrar que todo lo que no es empírico, es “analítico”. Paradójicamente, esa filosofía se va a llamar filosofía analítica. Los filósofos analíticos, al menos en sus primeros tiempos, creían estarse dedicando al mero “análisis” de conceptos, ayudando así a desenredar malentendidos, y dejando el terreno libre a la ciencia natural, que es sintética o empírica. Un ejemplo paradigmático era el análisis de Russell de la calvicie del rey de Francia (era posible prescindir de conceptos de no-existentes si analizamos toda proposición que contenga una descripción, como compuesta de dos proposiciones, una de ellas “existencial”). En otro popular ejemplo, Carnap demostraba que Heidegger no sabía hablar, porque no distinguía un operador de un predicado.
Desde luego, estos manazas analíticos han olvidado (o despreciado) la sutileza kantiana de los juicios sintéticos a priori. Para ellos, todo lo que no es analítico, es a posteriori. Así que se daban de bruces una y otra vez con el problema del empirismo: cómo construir algo estable a partir de acumulación de meros fenómenos empíricos; es más, cómo describir un fenómeno empírico puro, sin mezcla de “adornos conceptuales” (las experiencias protocolares).

Pero ¡ay!, el matrimonio entre los analíticos y la analiticidad era, como todo lo moderno, pasajero. El más listo de todos los filósofos analíticos no creía en los juicios analíticos. Quine argumentó que no hay una explicación no circular de analiticidad, que permita distinguir nítidamente analítico de sintético. Mientras Quine estuvo vivo, solo los valientes o los insensatos, se atrevieron a defender explícitamente esa distinción. Pero, como dice T. Williamson en un brillante artículo (“Concepciones metafísicas de la analiticidad” Diánoia, mayo 2007), todo el mundo ha seguido usando el concepto de analítico, enmascarado bajo terminologías como “verdad conceptual”, o verdadero en virtud de los términos.

Es más (y esto es cosecha mía) ¿era Quine quineano? Al menos inconscientemente, desde luego que no. Como he argumentado en otro lugar, la tesis epistemológica de Quine, según la cual el “juego en que consiste la ciencia” implica que tiene que dar resultados pragmáticos , esta tesis quineana es y no puede pretender no ser, infalsable pragmáticamente, porque es una definición a priori de Ciencia. Y esto es un juicio analítico en toda regla. Así que ningún filósofo ha dejado nunca de hacer análisis.

Pero ¿qué tiene de malo lo analítico? ¿Por qué se le tiene tanta tirria? Voy a recordar las tesis de Williamson en el artículo mencionado:

Las cuestiones filosóficas no son, principalmente, ni cuestiones conceptuales ni cuestiones de lenguaje (no más que las cuestiones biológicas puedan ser, en cierto aspecto, conceptuales o lingüísticas). La disputa entre naturalistas y no naturalistas, por ejemplo, es acerca de si la realidad es toda natural (espacio-temporal) o no, y esto no es, en ningún sentido interesante, meramente conceptual o lingüístico.

Las proposiciones analíticas, en general, no son verdades “meramente” conceptuales o lingüísticas. La proposición “las yeguas son caballos hembra” no es una verdad acerca del concepto “yegua”, ni acerca de la palabra ‘yegua’ (eso lo serían las proposiciones, metaconceptual y metalingüística: “el concepto yegua es…” y “el término ‘yegua’ significa…”), sino acerca de las yeguas.

La crítica de Quine al concepto de analiticidad no es convincente: en cualquier ámbito del conocimiento se podría empujar a uno a caer en circularidad, puesto que es imposible definirlo todo. ¿Por qué esto habría de afectar más a un concepto de la semántica? “Mas allá de hacer afirmaciones dogmáticas de falta de claridad –dice Williamson-, “Dos dogmas” no explica por qué deberíamos considerar que los términos no definidos de la semántica están en peor posición que los términos no definidos de otras disciplinas”. De hecho, pocos filósofos sienten escrúpulos con el término ‘sinónimo’.

Eso sí, sigue diciendo Williamson, desde Kripke, “analítico” ha perdido espacio, porque ya no juega, para la mayoría de los post-kripkeanos, ni el papel epistemológico que realiza “a priori” ni el papel metafísico que realiza “necesario”, pues Kripke ha mostrado cómo separar las tres cosas (discutiré esto en otro momento). Pero ¿quiere eso decir que la analiticidad sea algo trivial? Williamson argumenta que no:

   - La distinción entre verdades analíticas y sintéticas, no es una distinción entre tipos de verdad, pues la definición de verdad (por ejemplo, la descitacional, “’P’ es verdadero solo si P”, vale para ambas);
   - además, verdades analíticas y sintéticas se combinan: por ejemplo, en la inferencia “Si Bárbara es abogada defensora, entonces, es abogada”, ambas partes son sintéticas, pero la combinación es analítica.

Simplemente, pues, es una distinción entre unas verdades y otras.

La “concepción metafísica de la analiticidad” dice que las verdades analíticas son verdades en virtud solo del significado, a diferencia de las sintéticas, que implican cómo son las cosas. Pero esa distinción no es convincente, porque para saber que “los abogados defensores son abogados”, hay que saber que SON abogados.
Hay una diferencia: es cierto que el significado de la frase analítica es suficiente para la verdad, es decir, que en cualquier contexto sería verdadera. Pero si decimos que es verdadera en virtud del significado ¡cuán poco se ha hecho al hablar de esa manera!, dice Williamson. En concreto, no se ha hecho nada para descartar la hipótesis de que exprese una profunda necesidad metafísica, cognoscible quizá solo a posteriori (tras arduas investigaciones). No se ha ofrecido ninguna razón para considerarla meramente verbal o insustancial. No existe ninguna conexión entre eternidad e insustancialidad. Muchos filósofos buscan verdades analítico-modales, articulables sin usar deícticos.

Tampoco la “analiticidad-frege” (verdades lógicas) presupone que se trate de cosas insustanciales. Podría haber profundas verdades sobre la realidad en la lógica (por ejemplo, en la de segundo orden).

La idea de que las proposiciones que son verdaderas siempre, son insustanciales, no está justificada independientemente. La verdad de que “toda retama es retama” impone constreñimientos: impide que haya retamas que no sean retamas. Decir que no expresa un caso genuino es argumentar en círculo, pues significa suponer que las verdades lógicas son insustanciales, o no genuinas.

Es desconcertante esto, porque podemos hacer definiciones estipulativas “zzz es una siesta corta”. Pero es preciso distinguir la semántica (qué significa zzz) de la metasemántica (cómo se hizo la definición). El hecho de que alguien dijera “zzz es una siesta corta” no hizo que zzz fuese una siesta corta (pues eso sería haber hecho que una siesta corta es una siesta corta). El uso de definiciones estipulativas como paradigmas de analiticidad no sustenta la idea de que las verdades analíticas son de algún modo insustanciales.

Creo que Williamson tiene buena parte de razón: ni en Kant ni en los filósofos “analíticos” hay una buena justificación para considerar que un juicio o una proposición analítica es algo meramente conceptual, sin importe ontológico. Porque, para empezar: ¿cuándo es analítico un juicio? ¿Por qué es analítico “todo cuerpo es extenso” y no lo es “todo cuerpo ejerce una fuerza de atracción”?

viernes, 30 de marzo de 2012

Las claves de Kant: lo sintético a priori, I

Un elemento clave de la filosofía de Kant es la tesis de que, exceptuando a la Lógica pura o formal, la Ciencia (y cualquier empresa que quiera aspirar a la legitimidad teorética, incluida la Metafísica) consiste y debe consistir, sustancialmente, en Juicios Sintéticos A priori. ¿Qué son los juicios sintéticos y a priori? Son una extraña idea de Kant. Quizás un descubrimiento profundo, quizás una quimera.

Los racionalistas (por ejemplo y claramente Leibniz) habían distinguido entre conocimientos o verdades de razón, por un lado, y conocimientos o verdades de hecho, por otro. Los primeros eran “analíticos” en el sentido de que, como decía Leibniz, todo predicado atribuible a algo tiene que estar contenido (inherente) en la noción completa de ese algo, de manera que el predicado “analiza” (separa, explicita) lo que estaba, aunque no lo viésemos, en la noción del sujeto; y eran “a priori” en el sentido de que toda verdad es eterna, y qué predicados y relaciones están contenidos en la noción de cada sujeto es algo que es así desde siempre. Por tanto, un entendimiento con una capacidad infinita podría encontrar todas las cosas mirando solo en el “interior” de cada cosa. Pero las verdades de razón de los racionalistas no eran analíticas en el sentido de que fueran triviales, ni eran a priori en el sentido de que nosotros, atados a la contingencia y al tiempo, las conociésemos ya todas (solo algunas muy generales y principales, como los principios lógicos o el principio “de razón suficiente”, las sabe todo el mundo): un entendimiento finito, como es el nuestro, no posee actualmente una capacidad analítica total. Por eso, para nosotros muchas verdades son “de hecho” y a posteriori, es decir, conocidas de manera contingente. Lo que sí postulaba el racionalismo era que las cosas, en sí mismas, tienen necesariamente las propiedades que tienen, y que todas ellas dependen de dos constreñimientos (según la versión leibniziana): de la pura lógica (el principio de no-contradicción) y del principio de razón suficiente (que, aplicado al universo, implicaba que la razón para que exista un universo más bien que otro es que sea el mejor de los posibles, es decir, el que más entidades compatibles comprende). De manera que un entendimiento absoluto podría, con solo esos principios, deducir totalmente qué es lo que existe.

El empirismo (sobre todo en su versión más nítida) asumía la distinción entre verdades analíticas y, por tanto, a priori (“relaciones de ideas”) y verdades sintéticas y “por tanto” a posteriori (“impresiones” o ideas derivadas de las impresiones). Solo las segundas hablan sobre la realidad, pero proceden siempre de la asociación o inducción, o sea, de un hábito psicológico contingente, por lo que, en verdad, no tienen ninguna fuerza lógica que permita inferir, en ningún grado de certeza (ni de probabilidad) lo que va a suceder. Las primeras, las proposiciones analíticas y a priori, no hablan de nada, son vacías, resultado inevitable de las relaciones entre ideas, o de la convención del lenguaje.

Pero la sistemática kantiana de los juicios es más compleja que esa distinción entre verdades de razón (necesarias, a priori) y verdades de hecho (contingentes, a posteriori), porque Kant separa el dúo analítico-sintético del dúo a priori-a posteriori, permitiendo el entrecruzamiento en un caso: el de lo Sintético a priori. Y esto, que es la base de toda la Filosofía Trascendental, es también lo más difícil de entender y de tragar.

¿Qué es un juicio analítico y qué uno sintético, para Kant? Un juicio analítico es, según Kant, uno en que el concepto predicado está contenido, “aunque sea de manera implícita”, en el concepto que sirve de sujeto, mientras que en un juicio sintético el predicado “añade” algo que de ninguna manera estaba en el concepto sujeto.
Esto no parece mucho decir para el bien de la claridad (sea implícita o explícita), porque, si, por un lado, un juicio analítico puede hacernos ver algo que estaba en el sujeto de manera implícita, oscura para nosotros, ¿no nos aporta, entonces, un conocimiento nuevo, no amplía en algo nuestro conocimiento? (al fin y al cabo, los propios racionalistas aceptaban que el análisis mostraba cosas a veces muy profundas e inesperadas para nuestro contingente conocimiento actual); y si, por otro, un juicio sintético nos dice algo que, por informativo que sea, tiene que pertenecer a ese sujeto y no a cualquier otro, alguna relación de “intrinsecidad” tiene que haber entre el predicado y el sujeto del juicio sintético.

Así que, hasta aquí la distinción no es el colmo de la nitidez. Pero Kant lo explica mejor: un juicio analítico es verdadero en virtud de la “mera lógica”, es decir, de la simple aplicación del principio de identidad y de no-contradicción, en tanto que para un juicio sintético se necesita algo más que simple lógica, a saber, un recurso a la sensibilidad, a la “intuición”.
A un racionalista o a un empirista pre-kantiano esto le habría llevado a pensar que un juicio sintético es, ni más ni menos, una verdad de hecho o contingente, es decir, una de esas verdades cuya negación no es contradictoria, sino que expresa algo posible. Pero la tesis de Kant es esencialmente más compleja, porque lo sintético puede (y debe, en la ciencia) ir unido a lo a priori, y esto quiere decir que no todo lo que es posible lógicamente, es posible realmente, y que no todo lo que es necesariamente así, lo es por necesidad lógica. Hay una necesidad extralógica, cuando hablamos del mundo, de la realidad. Los juicios sintéticos a priori, es más, el auténtico conocimiento interesante, según Kant, tiene una necesidad que no es lógica, pero que tampoco es psicológica. Es una necesidad “lógico-trascendental”.

Uno hubiera dicho que, si la verdad de una proposición no se puede probar con la lógica, entonces esa proposición es contingente, y no necesaria. Si, por ejemplo, el principio de causalidad (“ex nihilo, nihil”, “nihil sine ratione”, etc.) no se puede, de alguna manera, deducir de la “pura lógica”, o sea, de la mera exigencia de no contradicción, entonces, tanto un racionalista como, sobre todo, un empirista, hubieran tendido a decir, o dicho sin más, que ese principio no tiene verdadera necesidad, más que de una manera psicológica (creemos muy fuertemente en su aplicabilidad). Sin embargo, Kant cree que el principio de causalidad (por ejemplo) es, por un lado, indeducible de la “mera lógica”, pero, a la vez, necesario.

¿Cómo puede argumentarse tal necesidad de lo sintético? ¿Es inteligible, y aceptable, una necesitariedad y universalidad irreduciblemente extralógica?

jueves, 29 de marzo de 2012

¿Cómo hay que entender a Kant?

Siempre que me toca enseñar Kant siento la misma desazón por las enormes oscuridades y, según no puedo evitar verlo, confusiones en que cae este gran pensador si lo tomamos tal cual parece presentarse (a otra luz, esotérica, es otra cosa, pero dejaré esto por el momento). Me parece que, leído tal cual se presenta, se equivoca en todos y cada uno de los pasos importantes de su tesis. Resumiendo su tesis completa acerca del conocimiento:

     a) Nuestro conocimiento auténtico (el que funciona y avanza), o sea, la Ciencia, está constituido por juicios Sintéticos a priori, es decir, que nos informan de propiedades que no estaban en el mero concepto, pero lo hacen de manera universal y necesaria: trasmiten una necesidad no reducible a necesidad lógica.

     b) Si es así, no basta con los conceptos, sino que hay que acudir a la experiencia o “intuición”.
    
     c) Toda intuición es, para nosotros, sensible, es decir, de eventos en el espacio y/o el tiempo. No hay “intuición intelectual”.

     d) Por tanto, todo presunto conocimiento de cosas que no se apoye en la intuición sensible (la Metafísica racionalista) es ilusorio.

     e) La necesidad y universalidad de la Ciencia (empezando por la universalidad de los rasgos generales de la experiencia empírica, como el espacio y el tiempo) no puede proceder de las cosas mismas, pues en ese caso sería a posteriori. Por tanto solo queda ¡que esté en el Sujeto!

     f) Pero este Sujeto no puede ser una sustancia inmaterial (eso sería metafísica) ni una entidad natural o psicológica (pues solo podría soportar cosas contingentes), sino que tiene que ser ni lo uno ni lo otro, sino todo lo contrario: “trascendental”.

Todos y cada uno de los puntos me parece como mínimo insuficientemente justificado, cuando no inaceptable: por ejemplo, la tesis final, según la cual todo lo que la ciencia produce o descubre de universal (las leyes de la naturaleza) son algo “subjetivo” (eso sí, subjetivo-trascendental). En próximas entradas discutiré alguno de esos puntos. Si alguien ve defendible o aclarable lo que dice Kant (suponiendo que lo haya resumido bien), que lo diga.

miércoles, 28 de marzo de 2012

Una entrevista a Kit Fine

Me entero por aquí de esta entrevista al metafísico americano Kit Fine, uno de los principales protagonistas del renacimiento de la Metafísica (más bien aristotélica) en el mundo analítico. Ahí habla de algunos de sus temas recurrentes, como que:
- La Metafísica es el estudio de la naturaleza general de la realidad y se plantea cuestiones como la relación entre cuerpo y mente, si existen entidades abstractas o todo es concreto, cuál es la naturaleza del espacio y del tiempo…
- Como la matemática, la Metafísica es a priori, pero, a diferencia de la matemática, no estudia la estructura sino las categorías de todo tipo de realidad, incluyendo a la matemática. Preguntas como ¿cuál es la naturaleza última de los números?, ¿cómo sabemos de su existencia?, etc., son preguntas de la filosofía, no de la matemática.
- La cuestión de qué cosas existen realmente no es, como creen muchos bajo el influjo de Quine, la cuestión de la “cuantificación”, es decir, la de sobre qué objetos cuantifica un lenguaje concreto. Las preguntas filosóficas de si existen los números o son un constructor mental, o si existen las sillas o no son más que un montón de partículas, no son del tipo de la pregunta matemática acerca de si hay un número primo que sea par o la pregunta cotidiana de si en el salón hay una silla. Las preguntas metafísicas no son acerca de lo que hay (about what there is) sino acerca de qué es real (about what is real). Sólo se contestan desde una perspectiva metafísica.
- Que las nociones modales (necesidad, posibilidad…) no equivalen a las nociones metafísica como “esencia”: una cosa puede tener relaciones necesarias con otras, sin que ello forme parte de su esencia.
- y varias más.

Por cierto, una versión de prueba de su artículo "Wath ist Metaphysics"?, que forma parte del libro Contemporary Aristotelian Metaphysics, se puede encontrar en la página del autor.

jueves, 22 de marzo de 2012

La solución de la dialéctica: la analogía, I: La pobreza del pensamiento de la cantidad

En varias entradas anteriores he intentado mostrar la “auténtica” dialéctica platónica, contenida ejemplarmente en el Parménides. Pero, decía, la dialéctica (ese laberinto de caminos aporéticos hacia lo uno y hacia lo otro) no es la última palabra del platonismo. El pensamiento no está condenado a un irremediable círculo de contradicciones. La “respuesta” a la dialéctica es la Analogía, también expresada ejemplar y sutilmente en varias obras de Platón, sobre todo quizás en el Parménides: Si se lee con un poco de cuidado el ejercicio dialéctico, decía, se comprobará que, pese a la apariencia superficial, el resultado de las hipótesis no es el mismo en todas ellas. De las subhipótesis que desarrollan la hipótesis general de que exista la Idea o Uno, se siguen, sí, aporías: lo Uno será y no será, será incongnoscible y cognosocible, se podrá predicar de él la identidad y la diferencia, y ni lo uno ni lo otro…; y lo mismo les pasará a las otras cosas, si lo Uno no es. Pero de las subhipótesis de la hipótesis que niega el ser a la Idea, se siguen consecuencias aún peores: no es que tanto lo Uno como los otros serán y no serán, o serán cognoscibles o no cognoscibles, es que parecerán ser y no lo parecerán, se les creerá cognoscibles y no-cognoscibles. Es decir, en las consecuencias de negar la Idea, no se siguen más que meras creencias u opiniones sin fundamento, mientras que en las consecuencias de suponer la existencia de la Idea, se siguen verdaderos conocimientos, aunque aporéticos y aparentemente contradictorios. Hay una asimetría en el pensamiento: no es lo mismo suponer lo uno que lo otro.

El asunto puede plantearse, muy abstractamente, como la relación que hay entre lo que hemos tomado como ideas polares de todo pensamiento, lo Uno y lo Otro, lo Mismo y lo Diferente, lo Único y lo Múltiple… ¿Qué relación hay entre Uno y Otro? ¿Cuál es la más básica de las relaciones?

Hay dos posibles respuestas fundamentales, y cada una de ellas representa a uno de dos tipos básicos de pensamiento, el pensamiento univocista y el pensamiento analógico.

El pensamiento univocista cree que la relación mínima o básica que puede haber entre dos cosas es la mera yuxtaposición. Antes de que supervengan otras relaciones más complejas, dos cosas son simplemente dos cosas, igual de iguales, igual de diferentes. Entre Uno y Otro hay una relación puramente yuxtapositiva: uno no es el otro, el otro no es el uno; ambos están al mismo nivel de realidad (porque no hay, en un aspecto básico, niveles de realidad), son homogéneos en el ser, y la diferencia es meramente horizontal. La relación mínima es simétrica. Podemos llamar a este pensamiento Extensionalismo, Cuantitativismo, etc. Sus ideas básicas definen lo que se puede entender, en el sentido más abstracto, por Cantidad: partes homogéneas de un todo unívoco. Este extensionalismo es el que late, en esencia, en todo proyecto filosófico inmanentista y “materialista” en sentido amplio. A decir de Platón, es el pensamiento de las más viejas cosmogonías, que hacen surgir todo de las aguas primordiales o del caos.

Para el pensamiento univocista cualquier concepto o término universal tiene el mismo sentido aplicado a cada uno de sus expresiones o “extensión”. Dos personas, dos números, dos elementos de una clase, son persona, número o elemento de la clase en exactamente el mismo sentido. También los términos o nociones máximamente universales, tales como cosa, entidad, etc., en las que el todo lo abarca efectivamente todo, deben ser, según este pensamiento, unívocas, es decir, con un sentido exactamente idéntico para todas las cosas.

El pensamiento univocista, extensionalista, cuantitativista, viene fracasando desde que existe el pensamiento. Las aporías de Zenón acerca del espacio y del tiempo son uno de los primeros señalados capítulos de una serie cuyo último gran hito es el teorema de incompletitud de Gödel y, en general, el fracaso del extensionalismo moderno con su perpetua crisis de fundamentos para la ciencia univocista por excelencia, la Matemática. El concepto de una pluralidad homogénea, es decir, de una cantidad pura, es contradictorio. La relación más básica no puede ser la yuxtaposición, simetría pura u homogeneidad de Uno y Otro. Los conceptos no pueden ser unívocos, es decir, idénticos en lo múltiple. Recordemos las principales formas de la contradicción.

Si el concepto (o género) debe ser unívoco respecto de todos los entes que caen bajo su extensión, es obvio que la noción del género no puede diferenciar a los individuos. Es decir, de la unidad genérica no se puede extraer pluralidad (las cosas blancas no se diferencian en la blancura). Las diferencias que permiten que haya múltiples casos de un mismo género, tienen que ser externas al género (si bien las cosas blancas no se diferencian en ser blancas, sí pueden diferenciarse por ser redondas o cuadradas, es decir, por la intersección con otra propiedad). Esto, no obstante, significa que es imposible reducir la pluralidad de las cosas a una pluralidad puramente extensional o cuantitativa: si no hay cualidades diversas, no es posible tener una pluralidad.

Pero ¿qué hay de las diversas cualidades últimas o primeras: las categorías de cosas? ¿Qué ocurre con el género máximo, con el género ‘entidad’, bajo el que deben caer las diversas categorías de cuya interrelación o symploké se genere lógicamente la pluralidad? Obviamente, como hemos visto, este concepto o “género” máximo no puede ser unívoco, puesto que no hay nada exterior a él que pudiera dividirlo, dando lugar a la pluralidad de los entes. Si ‘entidad’ fuese unívoco, se seguiría la parmenídea unidad absoluta de la realidad. Ser tiene que decirse de diversas maneras, irreducibles a extensión o cantidad. Por tanto, el modelo, abstracto, del pensamiento univocista, es incapaz de comprender la realidad.

A algunos se les ha ocurrido que la solución a eso es decretar que no se puede hablar de todo a la vez, es decir, que el sintagma “todas las cosas” no tiene sentido (en lenguaje muy moderno se habla de que no se puede usar la cuantificación universal irrestricta): o sea, la eliminación de la ontología. Habría áreas específicas del lenguaje, pero no un lenguaje sobre lo general. Curiosamente, pues, (pero no tan curiosamente) el univocismo conduce al absoluto equivocismo: los diferentes sentidos con que usamos la palabra ‘cosa’ o ‘entidad’ (unas veces para referirnos a una entidad física, otras para referirnos a una entidad teórica, etc.), o la palabra ‘es’, son completamente equívocas.
Esto es muy duro de tragar. La única motivación para creer que “todas las cosas” es un sintagma sin sentido es que genera contradicciones para el pensamiento univocista-extensionalista. Yo prefiero deducir el otro cuerno: si el pensamiento univocista-extensionalista conduce a la conclusión de que “todas las cosas” es una expresión sin sentido, entonces tenemos que rechazar el pensamiento univocista-extensionalista: es su reducción al absurdo. Como ha dicho, creo recordar, T. Williamson, si podemos decir cosas como “todas las cosas tienen algo en común y algo que las diferencia”, es que podemos usar el cuantificador universal irrestricto.

Pero es que además los problemas del univocismo son mayores que ese: no afectan solo al concepto ‘ente’ o alguno de sus equivalentes. Pensemos en el concepto (que, en principio no lo abarca todo) de Espacio (no en el sentido de “espacio lógico universal”, que equivaldría a la noción más extensa de ‘ser’, sino de espacio geométrico, como diverso de un espacio no matemático, constituido por cualidades irreducibles a cantidad, etc.). Por supuesto, todas las partes del espacio, sean puntos o superficies, son espacio en exactamente en el mismo sentido. ‘Espacio’ se refiere unívocamente a todos y cada uno de los espacios “menores” que el espacio mismo. Ahora bien, ¿cuántos espacios puede haber? ¿Cuántas partes tiene el Espacio? Puesto que todas las partes del espacio son idénticas, cualitativamente idénticas (no tienen ninguna cualidad), en tanto no se introduzcan cualidades exteriores a la noción de espacio, todas las partes son indistinguibles, y (si creemos en la leibniziana identidad de los indiscernibles), son todas la misma. Spinoza señaló que, para la razón, el espacio no es algo divisible, sino algo uno:

     “Si alguien, con todo, pregunta ahora que por qué somos tan propensos por naturaleza a dividir la cantidad, le respondo que la cantidad es concebida por nosotros de dos maneras, a saber: abstractamente, o sea, superficialmente, es decir, como cuando actuamos con la imaginación; o bien como sustancia, lo que solo hace el entendimiento. Si concebimos la cantidad tal como se da en la imaginación –que es lo que hacemos con mayor facilidad y frecuencia-, aparecerá finita, divisible y compuesta de partes; pero si la consideramos tal como se da en el entendimiento, y la concebimos en cuanto sustancia –lo cual es muy difícil-, entonces, como ya hemos demostrado suficientemente, aparecerá infinita, única e indivisible. Lo cual estará bastante claro para todos los que hayan sabido distinguir entre imaginación y entendimiento: sobre todo si se considera también que la materia es la misma en todo lugar, y que en ella no se distinguen partes, sino en cuanto la concebimos como afectada de diversos modos, por lo que entre sus partes hay solo distinción modal, y no real”. (Ética I, Escolio de la proposición XV, traducción de Vidal Peña).

La distinción que hace Spinoza entre una comprensión abstracta-imaginativa y una comprensión sustantivo-intelectiva, podemos expresarla también, en términos del idealismo alemán, como la diferencia que hay entre una comprensión abstracta propia del Entendimiento (Verstand) y una comprensión dialéctico-absoluta propia de la Razón (Vernunf), o, en términos platónicos, diánoia y noesis.

El espacio, entendido como una pura pluralidad de iguales, es una abstracción contradictoria. Y cualquier ontología o lógica que se base en ese modelo, es intrínsecamente inconsistente. Como también dijo, platónicamente, Leibniz, el espacio es solo una noción secundaria y extrínseca, cuando no conocemos bien las propiedades de las cosas: el espacio no existe. También el matemático René Thom ha defendido el aristotelismo según el cual lo topológico-formal-cualitativo es lógicamente anterior a lo cuantitativo-métrico. Y en otra entrada recordaba cómo algunos científicos, por ejemplo, David Bohm, piensan que la noción de Orden es más fundamental de lo que la arquitectónica científica moderna reconoce.

El principal defecto del pensamiento extensionalista-univocista no es, pues, que deje fuera cosas románticamente añorables, sino que es sencillamente contradictorio, inconsistente. Su alternativa, por eso, no es la poesía (como cree la otra media naranja del desencaminado proyecto moderno) sino una racionalidad más profunda, menos superficial y abstracta: el pensamiento analógico. Y esto lo vio bien Aristóteles y el aristotelismo cuando vio que ser se dice de manera analógica. Pero lo vio antes y más profundamente Platón cuando comprendió que la realidad es analógica en todas sus “partes” o aspectos, y que no hay verdadera univocidad ni equivocidad en ningún sitio, más que en el error de un pensamiento abstracto e incompleto. Es decir, que la Extensión no existe, sino solo Ideas, relacionadas entre sí de una manera que ninguna matemática o ciencia cuantitativa podrá reflejar nunca, de una manera misteriosa y casi incomprensible que se llama Participación, Imitación o Analogía. Pero esta es una idea que la ciencia no puede acoger, porque la ciencia es intrínsecamente univocista, y, cuando contiene cierta dialéctica y cierta analogía, lo hace de una manera totalmente domesticada y controlada. Eso sí, la verdadera dialéctica y analogía está siempre colándose por los puntos de fuga de la ciencia, en forma de crisis, para el pensamiento sensible a ella.

(Puede verse también esta entrada)

martes, 13 de marzo de 2012

tiempo y Tiempo, la contradicción de la Realidad

Varios científicos (aficionados a la filosofía) han dicho en los últimos tiempos que la conclusión que tenemos que sacar, a partir de las mejores teorías científicas, es que el Tiempo, en verdad, no existe, es una ilusión. Incluso cuando aparece en las fórmulas más fundamentales, el tiempo es una mera variable geométrica, y, ya se sabe, en la geometría no pasa nada, todo es (todo está quieto). Un conocido físico y divulgador científico lo dice varias veces en su libro dedicado al Tiempo:

     “A menos que usted sea un solipsista, sólo hay una conclusión racional que extraer de la naturaleza relativa de la simultaneidad; los sucesos en el pasado y en el futuro tienen que ser exactamente tan reales como los sucesos en el presente. De hecho, la misma división del tiempo en pasado, presente y futuro parece no tener significado físico”. (Paul Davies Sobre el tiempo, Crítica, 1996, pg. 73)

Y, unas páginas después, nos recuerda como:

     “Weyl escribió una vez: “el mundo no sucede, simplemente es”. Suceder, devenir, flujo del tiempo, despliegue de los sucesos – todos son una ficción, si usted cree a Weyl. Einstein lo hacía” (pg. 78)

Ya Einstein, en efecto, sacaba esta conclusión, y nadie que trate este asunto puede evitar repetir sus famosísimas palabras, en carta a la viuda de su amigo Besso: “la división entre pasado, presente y futuro es sólo una ilusión, por persistente que sea”.
Algunos han identificado esto (errónea, vulgarmente) con un platonismo científico. El último gran hito en este camino, que conozco, es el libro de Julian Barbour, The end of Time. (Aquí puede verse una presentación en vídeo:-subtitulado en italiano-)

Sin embargo, contra eso siempre se ha revelado y se revelará algo, bergsoniano, muy hondo en nosotros, que nos dice que el presente, el ahora, no puede ser una ilusión, que no da igual antes que después. Antes al contrario: ¿y si el Tiempo de la Ciencia no es más que un triste espectro, un cadáver, una máscara mortuoria, incapaz de captar el verdadero tiempo, el indomable e inmatematizable tiempo que pasa?

     “Einstein –recuerda Davies- confesó, próximo al fin de sus días, que el problema del ahora “le preocupaba seriamente”. En una conversación con el filósofo Rudolf Carnap admitió que “hay algo esencial sobre el ahora”, pero expresó la creencia en que, cualquier cosa que fuera, queda “justamente fuera del dominio de la ciencia”. (pg 79)

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Recuerdo que (por aquellos tiempos de mis “ahoras” universitarios) varias veces me pregunté cómo en un mismo lugar (un aula) y haciendo algo que se llamaba igual (Latín, o Historia del Latín –no me acuerdo bien-) se podían hacer, en tiempos diferentes, cosas tan distintas en autenticidad como hacían, por una parte, el resto de profesores, y por otra, Agustín García Calvo. Sus clases eran la prueba de que los mundos que postuló Wheeler, existen. Nunca preocupado en corregir ejercicios o en evaluar (con él “aprobaba todo el mundo”), en la apenas hora de duración de una clase de Latín, Agustín era capaz de concentrar vívida y apasionantemente toda la lengua, no el Latín, sino la Lengua. Agustín García Calvo es, a mi parecer, el más pensante y profundo personaje vivo y que escriba en español, de los que yo tengo noticia. Por eso, lógicamente, cualquier cerebro académicamente bien sentado es inmune a lo que dice.

El libro suyo con el que más tiempo he bregado (hasta tenerlo muy manoseado, claro efecto del paso del tiempo) se titula Contra el Tiempo (editorial Lucina, 1993). Es un ataque (en realidad una serie de ataques (15) más una tregua), contra el Tiempo con mayúsculas, es decir, el Tiempo de la Realidad, o sea, el falso tiempo, y una “reivindicación”, a la contra, del tiempo, el verdadero tiempo, jamás aprensible por la Ciencia o el Lenguaje.

García Calvo le regala, desde el principio, la palabra Realidad (esa palabra tan pretenciosa y engolada) a lo que se sabe, o sea, a lo que hacen la Ciencia y la Filosofía. Pero, empieza diciendo García Calvo, que algo se dé, no implica que sea posible. La Realidad, por más que sea lo que se nos vende a diario, es imposible, porque es contradictoria, y esto afecta de modo especial al Tiempo.

La Realidad se constituye de acuerdo con dos prohibiciones:
   -no dos cosas en el mismo sitio AL MISMO TIEMPO
   -no una cosa en dos sitios AL MISMO TIEMPO.
Es decir, las cosas son distintas de los sitios en que están (si no, no habría cambio de las cosas), y la misma cosa está en distintos sitios, a través del tiempo. Es precisamente esto lo que les da la identidad. Que una cosa, A, esté, antes, en el lugar a, y después en el lugar b, hace definitivamente que A sea A. (Otra opción, que las cosas sean igual que los sitios –un pitagorismo, digamos- no es “lo que se nos vende” dice García Calvo –demasiado fugazmente, quizás, para no volvérselo a plantear-). La cosa es la misma en tiempos diferentes. Ahí, descaradamente, está el tiempo, a la vez que constituido, anulado. Se tiene en cuenta al tiempo, que pasa, pero para convertirlo en Tiempo, describible simultáneamente, sin paso alguno. Y así se constituye toda Realidad.

El Lenguaje (o descripción de la Realidad) intenta, pues, la anulación del tiempo contra su propia naturaleza. Se empeña en dejar quieto, conceptualizado, especializado, lo que es puro paso. Esto sucede especialmente en la Ciencia, cuyo lenguaje es la quintaesencia del Lenguaje: la Geometría y la Aritmética (por llamarlos con términos muy generales). Cada una de esas ramas de lo matemático son la depuración de uno de los dos aspectos de la gramática, la Semántica y los Cuantificadores. Cada uno de ellos representa uno de dos aspectos de toda Realidad, lo Continuo y lo Discontinuo, cuyo trasunto fundamental es la necesidad de Finitud o Límite, por una parte, y la necesidad de Indefinición o Continuidad, por otro. Ambos aspectos están inevitablemente unidos y resultan contradictorios. La Aritmética, buscando lo discreto, obliga a la línea a tener puntos, y en venganza la geometría introduce en los números la continuidad. La Realidad encierra esa contradicción, que es puesta de manifiesto por los razonamientos de Zenón. Pero la contradicción es más manifiesta cuando la matemática se aplica a describir o reducir al tiempo. Aunque lo describe como algo simultáneamente visible (como pretende serlo todo lo matemático), no puede evitar hacerlo a lo largo del tiempo, pasando: la propia experiencia de lo matemático es una experiencia temporal, nadie ve simultáneamente la línea.

Quizás la forma fundamental de la diferencia entre, por un lado, el Tiempo de la Realidad, el Lenguaje y la Ciencia, y, por otro, el tiempo verdadero que nunca se deja reducir y geometrizar, se encuentra en la diferencia entre el “mundo EN QUE se habla” y el “mundo DE QUE se habla”, con dos tiempos completamente heterogéneos. Nunca es el mismo, ni puede serlo, el Ahora del que se habla y el ahora en que se habla, como no son el mismo el Yo que habla, y el Yo del que se habla. El Yo del que se habla (yo, Juan Antonio, por ejemplo) es una parte de la Realidad, un ser congelado. En cambio, el yo que habla, el que hay en el mundo EN QUE se habla, es inaprensible. A él, el lenguaje se refiere mediante mostrativos, nunca mediante nombres. En cuanto intenta atribuirle unas características, una esencia, un nombre, pasa a ser un cuadro más de la galería, y es completamente diferente al que lo está mirando. Ni siquiera los “nombres propios”, Fulano de Tal, Agustín García Calvo, Juan Antonio Negrete, logran referirse al yo que habla, aunque son aquella parte de la semántica que más quiere acercarse. Un sujeto es ya un ser constante, perenne, con identidad “personal” a través del tiempo, anulando, pues, el tiempo. El yo que habla es siempre independiente a cualquier fijación. Y lo mismo pasa con el ‘ahora’:

     “Pero esa independencia quiere decir que eso es lo que está pasando a h o r a, no por nada, sino porque ‘ahora’ nunca puede ser ningún momento determinado, ya que ‘ahora’, lo mismo que ‘YO’, no pertenece a la Realidad, sino solo al campo en que se habla de ella.” (Contra el Tiempo, pg. 105)

Esto, por cierto, parece atisbarlo Schrödinger cuando, hablando de la presunta mezcolanza del sujeto en los hechos cuánticos, lo rechaza y dice:


     “Lo que sigue resultándome dudoso no es más que esto: si resulta adecuado dar el nombre de “sujeto” a uno de los sistemas que interactúan físicamente entre sí. Pues como la mente que observa no es un sistema físico, no puede interactuar con ningún sistema físico. Y podría ser más conveniente reservar el término “sujeto” para la mente que observa”. “Porque el sujeto, de ser algo, es la cosa que siente y piensa. Las sensaciones y los pensamientos no pertenecen al “mundo de la energía””. (Heisenberg, Schorödinger, Einstein, Jeans, Plank, Pauli, Eddington, Cuestiones cuánticas. editado por Ken Wilber, Kairós decima edición, 2007, páginas 124 y 125)

Un evento en que el ahora que en que se habla intentase ser el Ahora del que se habla, tendría que ser, no una enunciación descriptiva (“ahora estoy en Sax”) sino una realizativa: ¡Ahora! (García Calvo se hace eco de la teoría (deutero-wittgensteiniana, etc.) de que la función más básica del lenguaje no es la semántica o descriptiva, sino la práctica. El constructo semántico nace en las acciones (esta es, también, la teoría marxista de la ideología como superestructura de las relaciones de trabajo)).

El Presente es la relación entre el tiempo EN QUE y el Tiempo DE QUE se habla. Es, por eso, una contradicción viva. Igual que Yo, a quien la Realidad intenta atribuir una esencia, pero nunca logra evitar que yo sea algo siempre indefinido:

     “En verdad, en lo sin fin ni hay múltiples individuos o casos múltiples y diferentes de lo mismo (por tanto, la pluralidad de los átomos es también un remiendo, una contaminación de las condiciones reales a su sustento explicativo) ni hay trayectorias de sitio a sitio; así que, si caigo en lo sin fin, eso no es un caer ni nada que se le parezca, puesto que aquello en lo que caigo no es un espacio ni nada que se le parezca” (Contra el Tiempo, pg. 104)

Así que yo soy imposible y real, pero no al mismo tiempo. Quizá este es el tiempo elemental, el ritmo vital. Pasar de ser imposible a ser “Real”, es decir, pasar de pertenecer a lo innominado, a pasar a lo nombrable.

     “Estoy cayendo ahora (ni para abajo ni para arriba ni para sitio alguno) en un tiempo sin fin, perdiéndome en un sinfín al que solo llamo tiempo porque el Tiempo de la Realidad está fundado sobre su doma, muerte o falsificación, pero que es en verdad la negación del Tiempo […] Es como si dijéramos que al ir a caer soy fulano de Tal efectivamente, pero al ir cayendo, ya he dejado de ser tal cosa y me he quedado reducido otra vez a YO que estoy hablando, o sea, a cualquiera, lo cual es no ser nadie, o, si queréis, a ser pura razón” (pg. 105)

Recuerdo lo que decía Parménides en el Parménides:

     “-Pero, ¿cuándo cambia? Porque no cambia ni cuando está en reposo, ni cuando está en movimiento, ni cuando está en el tiempo. –No, por cierto. -¿No es, entonces, desconcertante ese momento en el que está cuando cambia? –¿Cuál? -El instante (exaíphnes). Porque el instante parece significar algo así como aquello desde donde se cambia hacia uno u otro estado. Pues no es del reposo todavía inmóvil de donde surge el cambio, ni tampoco de lo que se mueve y está todavía en movimiento. Esa extraña naturaleza del instante, situada en el intermedio entre el movimiento y el reposo, y que no está en tiempo alguno, es aquello hacia lo cual y desde lo cual cambia al reposo lo que está en movimiento, y al movimiento lo que está en reposo” (…) Por esta misma razón, cuando pasa de la unidad a la multiplicidad y de la multiplicidad a la unidad, el Uno no es uno ni múltiple, ni se divide ni se vuelve a unir”. (Parménides, 156c y ss)

Aunque ese uno en que piensa García Calvo no es, desde luego, el Uno de Parménides, o de Platón, sino más bien el uno completamente múltiple de lo completamente inmanente, es decir, de una teoría 22, como la de Nietzsche.

sábado, 10 de marzo de 2012

El tiempo de uno (Ser y Tiempo en el Parménides de Platón)

¿Qué hacemos aquí, en el tiempo? ¿Qué son estos instantes que “vivimos”? ¿A dónde va lo que existe y pasa, y deja de pasar y existir? (Quienes no conocen mucho la filosofía académica creen, ingenuamente, que los filósofos tratan de estos asuntos “existenciales”. Tienen ingenuamente razón: de estos asuntos debería tratar el filósofo, pese a las burlas de los resabiados). Esta tarde, viendo a mis criaturitas jugar y reír en el parque, y con eso de que parece que es primavera, me he puesto algo sensible (lo siento) y se me han venido al papel unos versos:

Quizá no estemos mucho tiempo aquí
(mucho quizá no es mucho, o poco, poco,
poco o mucho no son quizá medida).
Quizá esta vez que estamos en el parque
y volvemos sudando, en bicis y patines
sea la penúltima que vamos y volvemos.
Dicen que nada cierto sabe el hombre
ni antes ni después del antes y el después,
tampoco mientras tanto (ni mientras tan poco),
nada; lo que es más: ni casi nada.
Eso se oyó hoy también decir a algunos,
y a nadie o casi nadie ya sorprende.
Pero yo, viendo esta tarde vuestras caras,
sudando sonrosadas y riendo,
volver del parque en bicis y patines,
he visto, sin la más pequeña duda
que nada podría nunca aniquilaros
o haceros una gota menos reales.
Ni la verdad sería más cierta que esto.

Cuando uno quiere intentar comprender algo misterioso sobre el ser y la realidad, ¿a dónde puede encaminarse? Sí, ya, a poetas y músicos… Pero, si además tiene uno la manía de reflexionar, tiene que ir a los filósofos, a Platón y a su Parménides, por ejemplo. ¿Qué dice el Parménides del tiempo, del tiempo de uno? En el ejercicio dialéctico, Parménides recorre las variaciones, o el contrapunto (en forma, quizás, de fuga, unas veces inversa y otras directa) de la relación del Tiempo con el Ser, con el ser de Uno.

1) En un primer momento, Parménides intenta mostrar que lo Uno (y, con él, cada cosa), en sí mismo, es completamente ajeno al tiempo. Uno (yo mismo, o tú) -razona Parménides-, en cuanto es una pura identidad consigo mismo, indivisible, inconceptualizable e inefable, uno en cuanto es solo y misteriosamente uno, no puede ser ni hacerse (o devenir) más viejo, ni más joven ni de la misma edad que sí mismo o que otro, porque todo eso implica tener propiedades y relaciones, y no puede tenerlas quien es uno y solo uno.
Lo que está en el tiempo, en efecto, se hace más viejo, más viejo que uno mismo (aunque, claro, por eso mismo, se hace a la vez más joven que sí mismo, porque uno se hace más viejo que lo más joven). Pero cuanto se hace más viejo (y, por eso, más joven), no es uno en sí mismo. Y también es imposible que uno, siendo uno, llegue a tener la misma edad que uno mismo, porque tener la misma edad es “hacerse” más viejo (y por tanto más joven) en un mismo tiempo (en un tiempo ni mayor ni menor) que el de uno mismo. Uno, en sí mismo, ni está ni llega a estar en ningún tiempo. “Yo soy el que soy” es, como dice Derrida, la expresión de un mortal, no de un dios ni de ese modo en que cada uno es Dios.

     “Hay en el espíritu una potencia, la única que es libre. […] No es ni esto ni aquello; sin embargo, es un algo que se halla más elevado sobre esto y aquello que el cielo sobre la tierra. […] Está libre de todos los nombres y desnudo de todas las formas, completamente desasido y libre tal como Dios es desasido y libre en sí mismo. Es tan enteramente uno y simple como Dios es uno y simple, así que uno mediante ningún modo de ser logra mirar adentro. […] Ese Uno único se halla tan por encima de todos los modos y potencias, que nunca jamás pueden echarle un vistazo una potencia y un modo y ni siquiera Dios”. (Meister Eckhart, Tratados y sermones, “Intravit Iesus”, pg. 278 y 279, traducción de Ilse M. de Brugger, EDHASA)

2) Pero uno (yo, o tú) además de ser uno, soy, eres. Y, si soy, o en cuanto que soy, nadie me puede evitar tener propiedades y relaciones, conmigo mismo y con los demás. Esto compromete mi absoluta identidad, pero me deja estar en el mundo. También estaré en el tiempo y me haré (devendré) más viejo y joven y de la misma edad.

Uno se va haciendo más viejo que sí mismo. Aunque, como lo que se hace más viejo, se hace más viejo con respecto a lo que se hace más joven, uno va también enjuveneciendo a medida que envejece. Y, si se va haciendo uno más viejo y joven, entonces “es” más viejo y joven, en el ahora (nyn):

     “Porque si prosiguiese constantemente [haciéndose o deviniendo, sin nunca ser, más viejo y joven] no sería captado por el “ahora”. Lo que transcurre, en efecto, ha de alcanzar a ambos, al “ahora” y al “después”; no deja al “ahora” sino para apoderarse del “después”, aconteciendo en ese intermedio entre ambos, entre el después y el ahora”. (Parménides152c, traducción de Guillermo R. de Echandía, en Alianza)

En el ahora, las cosas dejan de “estar haciéndose” y simplemente “son” lo que se hayan hecho (lo que hayan devenido), más viejas, más jóvenes. Luego uno no solo se hace más viejo y más joven que uno mismo, sino que, en cada ahora, es más viejo y más joven que sí mismo. Y

     “cuando es, es siempre ahora” (152d-e)

El Ahora es el lugar del Tiempo en que uno "es" tiempo, no en que se hace o deviene tiempo. Ahora es la forma temporal del ser. Lo que sucede ahora, esos juegos y risas primaverales que son ahora, no devienen ni suceden, son, pero son tiempo.

Como, además, uno deviene y es más viejo y joven que uno mismo en el mismo tiempo (no en más o menos tiempo, sino en una cantidad igual de tiempo), entonces uno tiene siempre la misma edad que uno mismo, y por tanto, ni se hace ni es más viejo ni se hace ni es más joven que sí mismo.

¿Y uno, ese uno que es, con respecto a los otros? ¿Qué relaciones de tiempo tendrá?

Como los otros son más que uno, y lo mayor viene después que lo más pequeño, uno es lo más viejo, tuvo que nacer antes que todos los otros, y los otros son más jóvenes que uno. Sin embargo, y a la vez, puesto que estamos hablando del uno que es (y que, por tanto, no es indivisible, sino que tiene partes y es un todo), esa unidad del uno que es, tiene que ser posterior a sus partes, y haber nacido solo al final, cuando se acaba la cuenta de todos los otros. Así que el uno que es, tiene que ser el más joven de todos los seres, y los otros, los más viejos. Pero, a la vez, lo uno tiene que estar presente en el tiempo y nacimiento de cada parte, puesto que cada una es una parte. Por eso, lo uno tiene que ser contemporáneo de cada cosa. Lo uno que es, es, pues, más viejo y más joven, y ni más viejo ni más joven, que los otros.

Y lo mismo le pasará con el devenir o llegar a ser: el uno que es, no puede devenir o hacerse más viejo ni joven que cualquier otro ser, puesto que siempre pasa la misma cantidad de tiempo para todos, luego deviene siempre de la misma edad que sí y que los otros. Sin embargo, como es más viejo, dijimos, (porque nació antes) que los otros, se habrá hecho (habrá devenido) hace más tiempo, así que se hace cada vez más viejo. Y no obstante, y a la vez, se hace más joven siempre: si sumamos la misma cantidad de tiempo a dos cosas desiguales, la distancia decrece entre ellas, así que, a medida que pasa el tiempo, lo más antiguo se va haciendo cada vez menos viejo o más joven con respecto a aquello que nació más recientemente (los jóvenes son cada vez más cercanos a los ancianos, una persona de cuarenta años es cuatro veces más vieja que una de diez, pero, en diez años más, será solo poco más de dos veces más vieja).

     “Así, por un lado, como ninguna cosa se hace más joven ni más vieja que otra, al diferenciarse entre sí según un número constante, ni el uno puede hacerse más joven ni más viejo que los otros, ni los otros que el uno. Pero, por otro lado, como lo que se ha hecho antes se diferencia necesariamente en una parte siempre distinta de lo que se ha hecho después, y lo que se ha hecho después de lo que se ha hecho antes, tendrán que estar haciéndose recíprocamente más viejos y más jóvenes, los otros que el uno y el uno que los otros” (Parménides 155b)

Así, nosotros nos hacemos, al tiempo que más jóvenes, más viejos que Platón, y Platón se vuelve más joven que nosotros a medida que se hace más viejo.

3) Si juntamos, ahora, las dos formas de la hipótesis, o sea, (primera forma) que uno es uno en sí mismo y, por tanto, es incognoscible y ni siquiera se puede decir que es, pero que, también (segunda forma), uno es, y, por tanto, tiene propiedades y relaciones con lo demás,

     “¿no será entonces necesario que en ciertos momentos participe en el ser, puesto que es uno, y en otros no participe en el ser, puesto que no es?” (155e)

Hay un momento en que uno toma parte en el ser y otro momento en que lo deja. Uno nace y perece. Y cuando deviene o llega a ser uno, muere de ser múltiple, y cuando se hace múltiple muere de ser uno. Luego uno se divide y se reúne, y se asemeja y se desemeja, y aumenta y disminuye, y cambia y reposa.

Pero cuando cambia del cambio al reposo o del reposo al cambio, cuando pasa del pasar al no pasar, o del no pasar al pasar, no puede estar en ningún tiempo, ni siquiera en el Ahora:

     “-Pero, ¿cuándo cambia? Porque no cambia ni cuando está en reposo, ni cuando está en movimiento, ni cuando está en el tiempo. –No, por cierto. -¿No es, entonces, desconcertante ese momento en el que está cuando cambia? –¿Cuál? -El instante (exaíphnes). Porque el instante parece significar algo así como aquello desde donde se cambia hacia uno u otro estado. Pues no es del reposo todavía inmóvil de donde surge el cambio, ni tampoco de lo que se mueve y está todavía en movimiento. Esa extraña naturaleza del instante, situada en el intermedio entre el movimiento y el reposo, y que no está en tiempo alguno, es aquello hacia lo cual y desde lo cual cambia al reposo lo que está en movimiento, y al movimiento lo que está en reposo” (…) Por esta misma razón, cuando pasa de la unidad a la multiplicidad y de la multiplicidad a la unidad, el Uno no es uno ni múltiple, ni se divide ni se vuelve a unir”. (156c y ss)

En el Instante, ese el más extraño de los sitios (¿el “parpadeo” del que habla Derrida?), fuera y antes del tiempo, incluso del Ahora, pero creando el tiempo, somos un uno que condensa toda la dialéctica de la existencia: lo que es a la vez uno inescrutable e inefable (incluso para uno mismo), y lo que es y se hace todo consigo mismo y con lo demás. Así, en un instante casi incomprensible, está lo que hemos visto suceder en el tiempo, con sus ahoras congelando el devenir: unos cuantos juegos, unas risas, que son eternas e inescrutables, sin dejar a la vez de ser carne de tiempo.

     “…pues el instante en el cual Dios creó al primer hombre y el instante en el que habrá de perecer el último hombre y el instante en que estoy hablando, son todos iguales en Dios y no son sino un solo instante”. (Meister Eckhart, Tratados y sermones, “Intravit Iesus”, pg. 276, –curiosamente, Eckhart utliza la palabra ‘nû’, que literalmente significa “ahora”, pero creo conveniente la traducción por ‘instante’ en ese contexto-) 


     "The instant is not in time - time is in the instant" ((Julian Barbour, The end of time. The Next Revolution in Physics, Oxford, 2000. pg. 34)

jueves, 8 de marzo de 2012

Cómo se construye una cosa (según Platón en el Parménides)

Antes de abordar la gran cuestión del Parménides, y del platonismo (como yo lo entiendo), o sea, la cuestión de la Analogía, me gustaría seguir recordando algunas de las muchas riquezas que ese diálogo encierra.
Entre otras cosas, Platón propone ahí una construcción abstracta completa del objeto, de todo objeto, o de toda entidad.

El desarrollo de cada una de las hipótesis del juego dialéctico desplegado por el anciano y venerable Parménides, sigue una misma y determinada estructura. Como ejemplo, tomemos el primer desarrollo de la primera hipótesis (“si es Uno” o “si (lo) Uno es” –ei hen éstin-, y que, en un primer análisis da como resultado que no se puede predicar positivamente ninguna propiedad de ese Uno). Resumo el desarrollo completo, sin incluir los argumentos, para que sea visible el esquema que sigue Platón:

     -Si es Uno, no puede ser múltiple, luego no tiene partes; De donde se sigue que:
     -no tiene ni principio ni fin ni medio (es infinito –apeiron-)
     -no tiene figura, ni circular ni recta (es sin figura, sin eskhema)
     -no tiene lugar, ni en sí ni en otro (es sin lugar, átopon o utópico)
     -no tiene cambio, ni está en reposo ni en movimiento
     -no es idéntico ni diferente (tautón – heteron), ni a sí mismo ni a los otros
     -no es semejante ni desemejante (homoión – anómoion), ni a sí mismo ni a los otros
     -no es igual o desigual (ison - anison), ni a sí mismo ni a los otros,
     -no es ni más viejo ni más joven ni igual en edad a sí mismo ni a los otros.
     -De todo ello, especialmente de lo último (de su falta de relación con el tiempo) se deduce que no es ni puede ser conocido ni nombrado.

Este esquema se sigue en todos los demás desarrollos de las siguientes hipótesis y subhipótesis, aunque a veces Parménides se salta algún paso o lo resume diciendo algo como “y tendrá (o no tendrá) las otras propiedades que hemos dicho”.

Como puede verse en el resumen, el desarrollo atribuye ocho tipos de predicados a lo Uno (y, por tanto, a cualquier Idea). Esos ocho desarrollos están divididos en dos grupos de cuatro:
     -las cuatro primeras son propiedades monádicas o no-relacionales (se atribuyen a la entidad en sí misma),
     -las cuatro últimas son propiedades relacionales (se atribuyen a la entidad por relación con “los otros”)
Hay una correspondencia una a una y correlativa entre cada una de las propiedades no relaciones y cada una de las propiedades relacionales.
Y el orden de las propiedades va de lo más simple a lo más complejo.

Podemos esquematizar todo el desarrollo, por tanto, así:

-Hipótesis: (por ejemplo, “es uno”, o “no es uno”)
-Implicación inmediata de esa hipótesis (por ejemplo, “no es múltiple”)
-Desarrollo:
     1º) Propiedades no-relacionales que se deducen de la hipótesis y su implicación inmediata:
          a) Primera dimensión (línea) Tiene (no tiene) Principio, Medio, Fin
          b) Segunda dimensión (superficie) Tiene (no tiene) figura circular o recta (o mezcla de ambas)
          c) Tercera dimensión (cuerpo) Tiene (no tiene) lugar
          d) Cuarta dimensión (cambio-tiempo) Tiene no tiene movimento
    2º) Propiedades relacionales que se deducen de la hipótesis:
          a) Primera dimensión (línea) Tiene (o no tiene) Identidad, Diferencia, consigo y con los otros.
          b) Segunda dimensión (superficie) Es (no es) Semejante, Desemejante a sí mismo y a los otros
          c) Tercera dimensión (cuerpo) Es (no es) “congruente” tridimensionalmente consigo mismo y con otros.
         d) Cuarta dimensión (tiempo) Es (no es) Anterior – posterior – simultáneo a sí mismo y a los otros.
-Conclusión: Es (no es), es (no es) cognoscible, es (no es) nombrable.


Según el esquema seguido por Platón en el Parménides, un objeto completo se construye, pues, con solo cuatro propiedades monádicas y sus cuatro propiedades relacionales correspondientes, completamente generales. Estas serían todas las propiedades “matemáticas” de una cosa (el resto serían “cualidades secundarias”, a reducir de alguna manera a las matemáticas).

Este esquema es semejante al que en La República propone Sócrates como formas de la matemática (aritmética, geometría plana, estereometría, astronomía), aunque allí incluye la armonía. Era un esquema habitual entre pitagóricos y platónicos. Diógenes Laercio conserva un texto de Alejandro Polystor:


     "El primer principio de todas las cosas es el Uno. Del Uno proviene un Dos indefinido,como asunto del Uno, que es la causa. De Uno y del Dos indefinido vienen los números; y de los números, los puntos; de los puntos, líneas; de las líneas, figuras planas; de las figuras planas, figuras sólidas, y de las figuras sólidas, cuerpos sensibles. Los elementos de estos son cuatro: fuego,agua, tierra y aire..." (Citado por Cornford Platón y Parménides, La balsa de la medusa, página 38) 

¿Cuánta necesidad lógica tiene este esquema?
La división en propiedades no-relacionales y relacionales está obviamente justificada, una vez que se entiende que toda la dialéctica viene determinada por el juego binario de lo Mismo y lo Otro.
Pero la existencia de cuatro y no más ni menos de cuatro órdenes de complejidad del objeto o “dimensiones” no parece justificada. ¿Se basa solo en la experiencia empírica, según la cual solo podemos imaginar tres dimensiones espaciales y el cambio temporal? ¿por qué no podría desarrollarse la constitución de un objeto en menos de tres dimensiones espaciales (Berkeley decía que, en realidad, solo vemos dos dimensiones, y construimos la tercera), o en más de tres (once por ejemplo, como en algunas hipótesis de teoría físicas de supercuerdas o membranas?) Al fin y al cabo, Platón no quiere hacer depender la estructura ideal de un objeto de lo imaginable, de la phantasia.

Pero la pregunta podría hacerse al contrario: ¿no será que solo “podemos imaginar” tres dimensiones matemáticas más el tiempo, por alguna necesidad lógica o ideal? No conozco si Platón tenía una deducción para que fueran cuatro y solo cuatro los órdenes que llevan a la construcción de una entidad, aunque es algo casi obligado dado su omnipresente esquema tetrádico, que ya hemos visto en otros momentos del comentario del Parménides (y se puede ver en muchos otros pasajes de otros de sus diálogos –habitualmente hay cuatro personajes principales, cuatro elementos, cuatro tipos de teorías, etc.).
Algunos platónicos, según cuenta Aristóteles en Del Alma, 404b) intentaban justificar el número de dimensiones con un razonamiento muy metafísico. Y también Hegel, por supuesto, desde su esquema triádico dedujo las tres dimensiones espaciales y la imposiblidad de que sean ni una más ni una menos. He aquí lo que cuenta Aristóteles de esos platónicos:

     "También, y según otra versión, el intelecto es lo Uno mientras que la ciencia es la Díada: esta va, en efecto, de un punto de partida único a una única conclusión; el número de la superficie es, a su vez, la opinión y el del sólido es la sensación".

Lógica y filosofía, o de las superficies rígidas y los magmas profundos

En algunos de los comentarios de las entradas recientes de este blog, en diálogo con mi inexpremible media-naranja-bloguera, Jesús Zamora, ha salido la cuestión, entre infinitas otras, de la relación entre la Lógica y la Filosofía, y me he acordado de un artículo que leí hace poco, del lógico polaco Jan Lukasiewicz (“Logística y filosofía”), donde este hombre defendía que la Lógica no es filosofía, sino ciencia, y que es neutral en cuestiones filosóficas, aunque a partir de ella podría adelantarse mucho en filosofía, no solo en lo que se refiere a algunos problemas filosóficos concretos sino, sobre todo, en el método y la exigencia de rigor que, según Lukasiewicz, brilla por su ausencia en los grandes filósofos y en algunos de sus asuntos. A mi juicio, Lukasiewicz comete uno o dos errores por cada acierto. Cito algunos párrafos de ese artículo:

“La logística no es filosofía ni pretende reemplazar a la filosofía. De ello no se sigue, por supuesto, que en logística no haya temas que tengan importancia filosófica. […] Pasando aquí por alto el tema de las lógicas polivalentes, que en mí opinión son de la mayor importancia en filosofía, quiero mencionar brevemente otro problema de logística, que me parece estrechísimamente relacionado con la filosofía. La lógica contemporánea se presenta con un aire nominalista. No se refiere a conceptos y juicios, sino a términos y proposiciones, y considera estos términos y proposiciones no como flatos vocis, sino —con un enfoque visual— como inscripciones que tienen ciertas formas. Según este supuesto, la logística intenta formalizar todas las deducciones lógicas, es decir, presentarlas de tal modo que su acuerdo con las reglas de inferencia, es decir, las reglas de transformación de inscripciones, pueda ser contrastado sin referencia alguna a los significados de éstas. […] Aunque en la práctica adoptaron el punto de vista del nominalismo, los lógicos, por lo que yo he podido ver, no han examinado todavía lo bastante a fondo el nominalismo como doctrina filosófica. Por mi parte, sin embargo, considero que un examen de este tema es sumamente deseable. Y ello por las siguientes razones. Si consideramos las proposiciones como inscripciones y las inscripciones como producto de la actividad humana, entonces hemos de suponer que el conjunto de las proposiciones es finito. Nadie duda de que sólo podemos producir un número finito de inscripciones. De otra parte, en cualquier sistema lógico asumimos reglas de inferencia que conducen a un número infinito de tesis, es decir, de proposiciones afirmadas en ese sistema. Por ejemplo, en el cálculo proposicional podemos, a partir de cualquier tesis, obtener una tesis nueva, más larga, sustituyendo cada variable por una fórmula que sea una negación o una implicación. Por tanto, no existe la tesis lógica más larga, del mismo modo que no existe el mayor número natural. De ello se sigue que el conjunto de tesis lógicas es infinito. Esta infinitud se manifiesta a cada paso incluso en un sistema lógico elemental como el cálculo proposicional bivalente. En efecto: podemos fácilmente establecer una correspondencia uno a uno entre el conjunto de todas las tesis de la lógica bivalente y un conjunto de tesis que sea sólo una parte propia del conjunto anterior, revelando así, en el caso de las tesis lógicas, una propiedad que, según Dedekind, es típica de conjuntos infinitos.
¿Cómo podemos reconciliar estos hechos con el nominalismo? Podemos sencillamente dejarlos de lado y mantener que sólo existen aquellas tesis que hayan sido escritas por alguien. Así el conjunto de las tesis sería siempre finito, y siempre existiría una tesis que sería la más larga. Semejante punto de vista resultaría consistente, pero me parece que sobre esa base sería difícil emprender una investigación logística, y en particular metalogística, del mismo modo que resultaría difícil construir la aritmética partiendo del supuesto de que el conjunto de los números naturales es finito. Al hacerlo así haríamos a la lógica depender de ciertos hechos empíricos, es decir, de la existencia de ciertas inscripciones, lo cual difícilmente sería aceptable. Además, siguiendo al Dr. Tarski, podemos considerar como inscripciones no sólo productos de la actividad humana, sino todos los cuerpos físicos de tamaño y forma definidos, y suponer que hay infinitos cuerpos de ese tipo. Pero entonces haríamos depender la lógica de una hipótesis física difícilmente demostrable, lo cual no es deseable en ningún caso. ¿Cómo, entonces, vamos a eludir todas estas dificultades sin abandonar el nominalismo? Hasta ahora nos hemos preocupado poco de estas dificultades, y esto es lo más extraño. Probablemente ello se debió a que, aunque usamos la terminología nominalista, no somos nominalistas auténticos, sino que nos inclinamos por algún conceptualismo inanalizado, o incluso por el idealismo. Por ejemplo, creemos que en el cálculo proposicional bivalente de implicación y negación existe un «único y exclusivo» axioma más corto, aunque hasta el momento nadie sabe cómo es ese axioma, y, por tanto, nadie puede escribirlo. Parece como si el axioma existiera a modo de una entidad ideal que podremos descubrir algún día.”

Parece convincente que, quien se dedica a una ciencia que trata con infinitos y similares, tenga difícil ser nominalista (aunque ¿qué significa ser conceptualista o idealista, para un científico?). Es más, aunque Lukasiewicz dice que el finitismo (“no existen más que las proposiciones que han sido escritas”) sería consistente, esto es falso: el valor de la más mínima proposición es inconmensurable con las veces que haya sido escrita. Al contrario, dos inscripciones son inscripciones de la misma proposición si esta proposición es la que es independientemente de sus inscripciones (no hay que esperar, por tanto, al desarrollo de la lógica formal para encontrarse con el problema de los universales).
Pero, si el nominalismo es poco recomendable, ¿cómo puede haber, entonces, gente tan conocedora de la lógica y de la filosofía, como Quine, que sean nominalistas, igual que los hay, como Church o Gödel, que son platónicos o idealistas? ¿No será que la filosofía es más heterogénea a la ciencia (incluida la logística) de lo que cree el lógico polaco, y no hay ninguna posición filosófica que esté implicada directamente por ninguna hipótesis científica ni, por supuesto, pueda esperar una solución científica ni dependiente de cualquier conocimiento científico?

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Sigamos: ¿en qué consiste, según Lukasiewicz, el método correcto en filosofía? Dice, citándose a sí mismo:

“«una filosofía científica futura ha de emprender su propia construcción desde el principio mismo, desde los fundamentos. Y partir de los fundamentos significa pasar primero revista a los problemas filosóficos y seleccionar de entre ellos sólo aquellos que puedan ser formulados de una manera comprensible, rechazando los demás». Cuando me refería a los problemas que deberían rechazarse, pensaba fundamentalmente en todos los problemas relativos a la esencia del mundo o a las cosas en sí, porque yo no sabía, ni sé, cómo formular estos problemas de una manera comprensible. «A continuación», proseguía yo, «la tarea sería intentar resolver estos problemas filosóficos que pueden formularse de una manera comprensible. El método más apropiado a estos efectos parece ser una vez más el método de la lógica matemática, el método deductivo, axiomático. Tendríamos que basar nuestros argumentos en proposiciones que sean lo más claras y ciertas posibles desde el punto de vista intuitivo, y adoptar esos enunciados como axiomas. Como términos primitivos o no definidos tendríamos que seleccionar conceptos cuyos significados pudieran explicarse completamente por medio de ejemplos. Tendríamos que perseguir una reducción al mínimo del número de axiomas y de conceptos primitivos y recontarlos cuidadosamente. Todos los demás conceptos tendrían que ser definidos incondicionalmente por medio de términos primitivos, y todos los demás teoremas tendrían que ser demostrados incondicionalmente por medio de axiomas y reglas de demostración como las adoptadas en lógica. Los resultados así obtenidos tendrían que ser incesantemente contrastados con los datos intuitivos y empíricos y con los resultados obtenidos en otras disciplinas, en particular en las ciencias naturales. En caso de desacuerdo, el sistema tendría que ser reformado mediante la formulación de nuevos axiomas y la elección de nuevos términos primitivos. Pensaba entonces —y hoy no pienso de modo distinto— que ese método podría aplicarse a los problemas de la finitud o infinitud del mundo, a los problemas del espacio, del tiempo, de la causalidad, de la teleología y del determinismo.»”.

Hay que desechar, pues, los problemas que, como el de la esencia última de la realidad, no se pueden plantear comprensiblemente. Pero ¿por qué no se pueden plantear comprensiblemente? Y ¿cómo es que gente tan acostumbrada al rigor científico y lógico, como Gödel, sí los encuentran comprensibles y pueden ser platónico-kantianos? ¿No será que Lukasiewicz está seleccionando, con criterios meramente ideológicos y nada rigurosos, qué es inteligible y qué es “como la lógica”?
Según se deduce del texto, Lukasiewicz cree que los asuntos malamente metafísicos no son comprensibles porque no parten de principios y nociones intuitivamente evidentes y de los que se pueda “poner ejemplo”. Ahora bien, aquí hay una gran ambigüedad: ¿quiere decir el autor que solo son inteligibles aquellas nociones de las que puede ponerse ejemplos físicos, o “intuitivos”? ¿Es el “y” de “intuitivos y empíricos” un “y” redundancial, o realmente se trata de dos tipos de datos? ¿Qué clase de ejemplos intuitivos son aceptables? ¿No es de suponer que, cuantos filósofos (algunos de ellos conocedores del rigor matemático) se han formulado cuál es la naturaleza última de la realidad, creían intuitivos y claros esos asuntos?
El cartesianismo de Lukasiewicz, de las ideas axiomáticas “claras y distintas” puede parecerle obsoleto a algunos (a Jesús Zamora, por ejemplo), aunque goza de mi simpatía. Pero, no veo qué encuentra de oscuro nuestro autor en las ideas clave kantianas de Cosas-en-sí mismas frente a Representaciones.
Lukasiewicz pone como parte del método, incluso para un lógico, que confronte sus deducciones con lo que vemos en el mundo, ¡y esté dispuesto a cambiar su teoría si no encaja con el mundo! Desde luego, Lukasiewicz no quiere dejar a las nociones lógicas flotando en un mundo de ideas de las que podría no haber ejemplos o implementaciones en este mundo, identificado simple y llanamente con “la realidad”. Por eso, la lógica tiene importe real. Lukasiewicz disiente, en esto, del positivismo formalista de Carnap:

“Hay problemas como, por ejemplo, los relativos a la estructura del universo, que siempre han estado incluidos en la filosofía, y, en particular, en la metafísica, independientemente de que uno se sienta inclinado o no a calificarlos de metafísicos. […] …en modo alguno puedo estar de acuerdo con una afirmación de Carnap como la siguiente: «Así, todas las cuestiones acerca de la estructura del espacio y del tiempo son cuestiones sintácticas acerca de la estructura del lenguaje, y específicamente acerca de la estructura de las reglas de formación y transformación relativas a las coordenadas de espacio y de tiempo». […] Yo incluiría entre los problemas resolubles sobre la base del lenguaje sólo cuestiones tales como la de si todos los cuerpos son extensos, en el supuesto de que por «cuerpo» entienda algo extenso y defina el término de ese modo. Esas son proposiciones analíticas, y en mi opinión sólo esas proposiciones se pueden decidir sobre la base del lenguaje. […] Carnap afirma que la proposición pseudo-objetiva que en el modo material de hablar es «la estrella vespertina y la estrella matutina son idénticas» tiene su contrapartida en la proposición «sintáctica», formulada en el modo material de hablar: «las palabras ‘estrella vespertina’ y ‘estrella matutina’ son sinónimas». Aquí también se hace referencia al carácter engañoso del modo material de hablar. Me parece a mí que fueron necesarias muchas observaciones empíricas para darse cuenta de que la estrella que aparece en la parte occidental del firmamento poco después de la puesta de sol es el mismo planeta que vemos en la parte oriental del firmamento poco antes de la salida del sol. La comprensión de este hecho es algo enteramente diferente del enunciado del hecho de que dos términos son sinónimos. […] Además, Carnap, como Wittgenstein, cree que las proposiciones a priori no dicen nada acerca de la realidad. Para ellos las disciplinas a priori son sólo instrumentos que facilitan el conocimiento de la realidad, pero, si fuera necesario, podría hacerse una interpretación científica del mundo sin esos elementos a priori. Ahora bien mi opinión sobre las disciplinas a priori y su papel en el estudio de la realidad es enteramente diferente. Hoy sabemos que no sólo existen diferentes sistemas de geometría, sino también diferentes sistemas de lógica, y que, además, tienen la propiedad de que uno de ellos puede traducirse a otro. Estoy convencido de que uno y sólo uno de estos sistemas lógicos es válido en el mundo real, es decir, es real, del mismo modo que un y sólo un sistema de geometría es real. […] Todos los sistemas a priori, tan pronto como se aplican a la realidad, se convierten en hipótesis científico-naturales que tienen que ser verificadas por los hechos exactamente igual que las hipótesis físicas”.

Pero, entonces, el establecimiento de verdades a priori (dejando a un lado que esa distinción, analítico – sintético, es tan metafísica o tiene un aspecto tan metafísico como cualquier otro) ¿depende o no depende de las ciencias naturales? ¿Qué tipo de compromisos ontológicos y metafísicos tiene una teoría lógica?
Y, por último, ¿a qué género pertenece el discurso de Lukasiewicz? No a la lógica, ni a la metalógica, ni a la ciencia en general. Es un caso de discurso filosófico.
Hay muchos “impensados” en el discurso filosófico de un lógico muy riguroso. Hay a veces manifiesto rigor superficial, como existe profundidad aparentemente poco rigurosa. Una superficie dura como el mármol puede muy bien esconder un casi completo vacío.

domingo, 4 de marzo de 2012

Con Orden y concierto. Ideas para una construcción platónica de la Lógica

He intentado mostrar, en entradas recientes, cómo el ejercicio dialéctico puesto por Platón en boca de Parménides (o puesto por Parménides en manos de Platón) contiene todas las vías o alternativas posibles y necesarias para el pensamiento (filosófico). Tiremos por donde tiremos, tanto si suponemos el ser de la Idea (de lo uno, necesario, universal, trascendente…) como si negamos su existencia; y ya sea que lo intentemos de manera moderada (dualista) o de manera extremista (monista o absolutamente pluralista), siempre nos encontramos con dos tipos de aporías: no salvamos lo uno ni lo otro, ni la exigencia de la razón (la unidad, la identidad) ni la exigencia de los fenómenos (la pluralidad, la diferencia). Las interpretaciones ortodoxas o exotéricas de Platón no han sabido (no podían) ver esta dialéctica, que Platón desarrolló conscientemente, y que sume al pensamiento en un laberinto.
Pero esta no es la última palabra del Parménides, del platonismo. La solución para la dialéctica se llama Analogía (Participación); la salida del laberinto se llama Eros, Amor. Y eso significa que las diferentes vías no son equidistantes, sino que hay una asimetría o inclinación fundamental, que el pensamiento puede y tiene que reconocer. Si se lee con un poco de cuidado el ejercicio dialéctico del Parménides, se comprobará que, pese a la apariencia superficial, los resultados de las hipótesis no es el mismo en todas ellas. En otro momento desarrollaré esto con más detalle. Ahora querría detenerme en este hecho, a modo de reflexión preparatoria: para el platonismo, la solución de la dialéctica del pensamiento pasa por reconocer que la realidad y el pensamiento son, fundamentalmente, asimétricos, es decir, que sus elementos (unidad y pluralidad, identidad y diferencia…) no están en paridad. Hay Orden, y el Orden es anterior (“más viejo y noble”) que la simetría:

Mucho después de haberme empezado a sentir del todo disgustado con el tratamiento que los filósofos y lógicos modernos suelen dar al Orden, me topé con algunos textos de un físico-filósofo que me parecieron certeramente platónicos:

     “En realidad […] nuestras teorías físicas se encuentran, en el presente, en un estado de transición que puede llevar a cambios radicales en ellas, de tal manera que las ideas fundamentales ordinarias, basadas en la medida y en la métrica, quizá tengan ellas también que ser reemplazadas por las nuevas ideas, basadas en la noción de orden. Así, el orden bien podría ser un concepto fundamental subyacente a la vez a la física y a la biología […] Respecto a este punto, me gustaría ir más lejos aún, enfatizando que el orden es algo más fundamental y más universal que casi todo lo que hasta ahora ha sido generalmente considerado como básico en nuestro pensamiento […] En realidad, donde quiera que miremos, bien sea hacia la naturaleza, bien sea hacia nuestro mundo interior –pensamiento y sentimientos, que son las expresiones del funcionamiento de la mente-, encontramos que la esencia de las cosas está siempre en una clase u otra de orden. Así, el orden puede ser el factor básico que unifique mente y materia, seres vivos y no vivientes, etc.
Además, la noción de orden es evidentemente más fundamental que otras nociones, tales como, por ejemplo, las de relación y clase, que en el presente son generalmente consideradas como básicas en la matemática”.


Esta última frase en particular, de este autor cuyo nombre no voy a decir de momento, me provocó la sensación de “¡maldita sea, me ha pisado la primicia!”. Efectivamente, siempre me había ofendido cómo se introduce, mal y tarde, la noción de Orden, en las formalizaciones o arreglos habituales en lógica. Es evidente que todas las ideas primitivas que se usan en las primeras líneas de una teoría lógica o una teoría de conjuntos, suponen una ordenación entre ellas, sin que nadie haga explícita la idea de orden. Pero el colmo ocurre cuando las Relaciones se definen como “pares ordenados”, y sin embargo, es mucho después cuando se define el Orden como la característica de ciertos conjuntos cuyos miembros están relacionados de una determinada manera. La Relación es un orden, el Orden es una relación.

¿Por qué las construcciones lógicas modernas son como son, y consideran el Orden una noción muy posterior a otras como Clase o Relación?

Hay ingenuos que piensan que lo que hacen los lógicos es algo aséptico, encaminado solo a una búsqueda de una descripción y fundamentación rigurosa de todo pensamiento racional. Esto es, como mucho, la pretensión consciente del buen lógico, como la pretensión consciente del buen empresario sería producir un buen “bien” que haría mejores las vidas de las buenas gentes. Lo cierto es que un importante móvil, algunas veces inconsciente, de casi cualquier empresario, por bueno que sea, es apañar las cosas para que “producir un buen bien” lleve demasiado inexorablemente a obtener él plusvalías, ya que siente como algo muy natural que acrecentar nuestras posesiones materiales, aunque sea en detrimento de otros, es una buena cosa. De semejante manera, el inconsciente de la mayoría de los que se dedican a los fundamentos de alguna ciencia no es tanto encontrar las verdades fundamentales de esa área (que también) como encontrar una manera de justificar algunos resultados más concretos y menos fundamentales que se da por adquiridos, porque siente como muy natural que acrecentar conocimientos pragmáticos, es mejor cosa que poseer verdades fundamentales que tal vez fueran inútiles. Uno y otro, “amañan”, aunque sea inconscientemente, su dedicación. (La prueba de esto es que, ante reflexiones como la actual, algunos preguntarán: “y todo esto, ¿para qué sirve? ¿va a darnos réditos mayores que los que ya hemos obtenido con la otra fundamentación?” No se les ocurre que quizás sea un fin en sí conocer la verdad, ni que, si lo que queremos es creer lo que ya creemos, no necesitamos gente dedicada a buscar los fundamentos).


La filosofía, muchas veces inconsciente, que uno siente como muy natural, condiciona lo que uno va elaborar y considerar aceptable. Luego, al adoptar aspecto formal, se siente institucionalizado, como quien se pone una toga o una corona, o como los mercados toman siempre el poder, mediante el rito de la ley.

Parecería, pues, si seguimos el orden de los pensamiento de la logística moderna, que

     -lo más básico es la idea de clase, o conjunto, en sentido lo más abierto posible, constando de elementos cuya relación entre ellos y con la clase puede ser cualquiera.
    
     -Hay una relación puramente extensional entre clase y elemento, y entre los propios elementos: el conjunto se define por sus elementos (axioma de extensión), es decir, por los elementos que Pertenecen al conjunto (siendo “pertenencia” un indefinido); los elementos de una clase están, entre sí, en la relación básica de ser todos igualmente elementos de esa clase (homogeneidad básica).
    
     -después aparecen (como las ranas en los charcos, la vida en el caldo primigenio o el universo en medio de la nada), ciertas estructuras más complejas entre los elementos.

     -En algún momento esas estructuras adoptan una forma vertical o piramidal, que permite ir de un elemento a otro con poco esfuerzo intelectual. Etc.

Pues bien, a mi parecer, este es justo el orden inverso al orden lógico y (por tanto) real.

     -Primero: es ininteligible una clase o conjunto de objetos sin que haya diferencias entre ellos. Si no (se) diferencia a los miembros de un conjunto, no pueden siquiera ser (reconocidos como) múltiples. La idea de agregado indiscriminado es ininteligible, porque es una pura “abstracción” partir de una clase indistinta, una abstracción en el mal sentido de que se deja sin reconocer aquello que está esencialmente presente y que es, precisamente, lo que permite reconocer una pluralidad. Esto quiere decir que la noción de extensión no es primitiva (o sí lo es, pero en el sentido en que decimos que tal o cual pensamiento es antropológicamente “primitivo”).

     -Segundo: no es inteligible la pertenencia de elementos a un conjunto si no hay una propiedad que los hace pertenecer a él. Hay una razón por la que este elemento pertenece a esta clase y no a otra, y esa razón no es “que es un miembro de esa clase”. Por tanto, el conjunto no se define por sus elementos, los elementos se definen por la propiedad (o idea) que determina al conjunto. Esa idea puede ser tan arbitraria como mi deseo de señalar este o aquel elemento (aunque solo los lógicos conocen a gente que hace esas enumeraciones), pero es una y esa, no ninguna o cualquiera.

     -Tercero: no hay (idea alguna de) Relación sin (la idea de) Orden, y no porque la Relación sea un par ordenado, sino porque en la más mínima de las relaciones, por ejemplo, en la de pertenencia (lo que de paso demuestra que la idea de pertenencia no es lógicamente anterior -como erróneamente suponen las construcciones habituales- a la de relación, y por tanto, debería definirse, al contrario, la pertenencia como un tipo de relación), en la relación de pertenencia, decía, ya está implicada la idea de orden, incluso un orden categorial, entre Conjunto y Elemento.

La Asimetría, el Orden, es más fundamental que la simetría. Suponiendo que hubiera solamente dos cosas, a y b, en el Universo (lógico), cualquier relación simétrica, S, entre ellas, sería incapaz de diferenciarlas. S(ab) sería equivalente a S(ba). ¿Cómo sabríamos entonces, qué objeto es a y cual b? ¿Cómo sabríamos que hay dos objetos, por muy especulares que queramos considerarlos? Incluso entre dos objetos muy parecidos pero que sigan siendo dos, debe haber alguna diferencia, que S no suministra ni refleja. Por tanto, S no puede ser la relación más fundamental o primera. Solo puede aparecer S cuando ya a y b hayan sido diferenciadas, o sea, cuando haya asimetría. Cualquier relación simétrica sin alguna asimetría es pura Identidad, que es una singularidad lógica: la proto-relación a-relacional (como lo Uno es el proto-número a-numeral, o el Big-bang sería un proto-evento).

El pensamiento de la mayoría de los filósofo-lógicos modernos, que es por naturaleza “materialista” o inmanentista y, por tanto, intenta construir lo más ideal e intensional a partir de lo más extensional y material, quiere sacar el orden a partir del caos o de la homogeneidad, como del Caos salieron los dioses según la Teogonía de Hesíodo y otros mitos materialistas antiguos, o como nuestros “primitivos” “filósofos” evolucionistas hacen salir lo complejo y orgánico a partir de lo simple e inorgánico. Simplemente todos ellos ignoran lo que ya estaba allí y es la verdadera razón de todo ese proceso que ellos describen. Porque no habría habido vida alguna si este universo no hubiera estado regido o definido por unas leyes (infinitamente más complejas que (y heterogéneas a) cualquier evento natural), que la hacían necesaria, y sin las cuales todo el proceso de emergencia sería ininteligible, pero de las cuales hace abstracción la descripción primitivista.

Toda una serie de recursos supuestamente generadores, en la matemática, tales como la “inducción matemática”, los puntos suspensivos en lugar de números, etc., pertenecen a este tipo de abstracción equivocada. No es de extrañar que la lógica construida de esa manera “materialista” abstracta, caiga una y otra vez en las paradojas de la extensión.

El platonismo pondrá una noción de Orden o Asimetría en el fundamento de todo el Universo de la realidad. Esto le hará imposible e innecesario (incluso necesario que no) definir el Orden. Dice el autor que cité antes, en la misma conferencia:

     “Si la noción de orden es más fundamental que casi cualquier otra que podamos considerar, ¿cómo podemos entonces esperar definirla? Dicho de otro modo, ¿cómo llegaremos a la esencia del orden, que debe, según hemos visto, trascender en cierta manera todo el campo de lo que puede ser puesto en palabras?”

Sin embargo, podemos cuasi-definirla, en términos tan esenciales como el orden mismo:

     “…Propongo ahora que un buen punto de partida hacia este tema sería considerar la idea de que el orden es básicamente un conjunto de diferencias similares”.

O, en términos platónicos: el Orden es la Relación primera, es decir, la que hay entre lo Uno y lo Múltiple, entre lo Idéntico y lo Diferente. A esto, en sentido metafísico, es a lo que Platón llamará Participación, y podemos llamar Analogía.