martes, 28 de febrero de 2012

El enigma del Parménides. Una interpreación, II: los personajes y el lugar del drama

Estoy proponiendo mi interpretación del Parménides de Platón (que he desarrollado con más minuciosidad en Diálogos de Filosofía). Parto del supuesto (que es, más bien, un axioma hermenéutico) de que todo elemento del texto es, en principio, significativo, incluidos los rasgos “literarios”, tales como, en el caso de los diálogos de Platón, la dramaturgia.

En una entrada anterior propuse qué significado (mínimo) creo que hay que encontrar en los personajes que sirven de intermediarios entre el lector y las cosas mismas, es decir, el diálogo que alguna vez mantuvieron en Atenas, Parménides, Zenón, Sócrates y un tal Aristóteles ante una cierta concurrencia. Ahora abordaré la cuestión siguiente: ¿quiénes son estos personajes que mantuvieron el diálogo, y qué hacen en ese lugar y en ese momento?

- Empezando por el último (en entidad filosófica), el más jovencito de todos, Aristóteles, que juega el papel de interlocutor con Parménides durante el ejercicio dialéctico, asintiendo y eventualmente preguntando o pidiendo una mayor explicación, representa, obviamente, y como es habitual en los diálogos platónicos, esa parte nuestra de ese “diálogo con uno mismo” que es, según Platón, el pensamiento, esa parte que evalúa, pregunta y afirma o niega lo que la parte más sustantiva del pensamiento va proponiendo. ¿Era el verdadero Aristóteles? Quizás sí (aunque la mayoría de los comentaristas lo cree improbable o incluso imposible por motivos cronológicos), quizás Platón pone aquí, como interlocutor de la verdad más alta, al más prometedor de sus discípulos. En el Parménides aparecen argumentos, como el del Tercer Hombre, que Aristóteles aducirá una y otra vez contra las ideas. Sin embargo, parece que Aristóteles, el de carne y hueso, no hubiera leído el Parménides, ni siquiera para reconocer que algunos de sus argumentos contra la teoría de las ideas están ya allí. En cambio, el texto sí le ha leído a él…

- Sócrates, que es todavía un joven, pero dispuesto ya a sostener las Ideas como única explicación lógica y ontológica de nuestro conocimiento, juega el papel de verdadero filósofo aún ingenuo, que tiene que someter a una crítica profunda su teoría, para depurarla. Parménides y Zenón le auguran el mejor de los futuros filosóficos: la filosofía te llegará a poseer de tal modo, le dice Parménides, que no le negarás el ser a nada. Debemos entender, pues, que Platón nos significa cómo, quien llegará a ser el signo de las Ideas, ese Sócrates dialéctico e irónico, recibió sus enseñanzas y su adiestramiento de boca del mismísimo Parménides. Y, con ello, nos significa también que la teoría platónico-socrática es de filiación eleata, es decir, racionalista radical.

- Zenón, el más hábil de los argumentadores, representa el aspecto más dialéctico y argumentativo, externo, casi erístico, digamos, de la filosofía eleática. El propio Zenón dice, en el Parménides, que su obra se publicó porque le fue robada, y que no es más que una obra de juventud. Podemos entender, fácilmente, que la madurez de su teoría es lo que el anciano venerable Parménides representa.

- El personaje principal es, desde luego, Parménides. ¿Cómo hay que entenderlo? ¿Qué papel juega en el significado del texto? ¿Quién es Parménides?
Parménides es Parménides. Mi tesis es que, en el Parménides, Parménides es Parménides, y Platón quiere poner en su boca lo que este dijo (como hace con los demás filósofos), y que Platón cree verdadero. Esta tesis, que en el caso de cualquier otro filósofo usado por Platón como personaje es casi obvia, no es compartida por nadie, prácticamente, en este caso. Lo que es muy significativo.

Parménides es Parménides. Y si, según Parménides, pensar es lo mismo que ser, entonces Parménides debería de ser igual al pensamiento de Parménides, y el Parménides, lo mismo, a su vez, que lo que piensa o pensó Parménides. Pero ¿qué pensó Parménides?
Está claro, según la historia de la filosofía, lo que parece que pensó: “que es, y no es que no es”. Así que Parménides es “que es”. Y que ese Ser tiene, entre otras propiedades, la unidad. Lo cual entra en conflicto con lo que el personaje Parménides, en Platón, dice y hace: deduce paradojas de la hipótesis de que lo Uno sea.

Sin embargo, eso que dice la historia de la filosofía no fue lo que dijo Parménides. Como su hijo Platón, Parménides suele sufrir una pobre hermenéutica, que considera que el hecho de que Parménides escribiera su obra como la escribió, es prácticamente despreciable, simple retórica, literatura…, porque lo que importa es lo que dijo, el “contenido”. Esto no puede ser así, y menos que nunca en el caso de Parménides: si, según él, lo que se piensa es lo que es, no puede sobrar nada en el pensamiento de Parménides. ¿Qué dijo, realmente, Parménides?
Nos dice que, en un viaje en un carro tirado por yeguas aladas, llegó hasta el templo de la diosa. Y la diosa le dijo:

Ea pues, que yo voy a hablarte –y tú retén lo que diga, tras oírlo-
De los únicos caminos de búsqueda que cabe concebir:
El uno, el de que es y no es posible que no sea,
Es ruta de convicción (pues acompaña a verdad);
El otro, el de que no es y que es preciso que no sea,
Ese te aseguro que es sendero del que nada se puede aprender,
Pues ni podrías conocer lo que no es –no es concebible-
Ni podrías hacerlo comprensible. (fragmento 2 –uso la traducción de Alberto Bernabé en Itsmo 2007-)

Y un poco más adelante:

En este punto doy fin al discurso y pensamiento fidedignos
En torno a la verdad. Opiniones mortales desde ahora
Aprende, oyendo el orden engañoso de mis frases.
A dos formas tomaron la decisión de nombrarlas,
A una de las cuales no se debe –en esto están descaminados-. (8, vv. 50 y ss)

Por tanto, si nos atenemos a lo que dice Parménides, solo la diosa puede pensar y decir la identidad absoluta del ser. Los mortales, como Parménides mismo, solo pueden oírlo de su boca, y comprenderlo en el instante de una especie de rapto místico. El resto de su vida en la condición “natural” está marcado por la división y la diferencia, por la dualidad luz - oscuridad. La verdad absoluta, en otras palabras, solo puede ser dicha por un ser absoluto o inmortal; para un ser relativo y finito, esa verdad es, en sí, inefable, aunque puede decirse indirectamente, diciendo que la diosa la dice. La verdad absoluta, o sea, la unidad e identidad última de toda la realidad, es en sí incomprensible e inefable, pero es comprensible y efable en su explicitación o desenvolvimiento en la forma de todas las posibilidades, aporéticas todas ellas.

Y esto es lo que nos quiere decir con Parménides el Parménides de Platón: la verdad última de la teoría de las Ideas es que la realidad última o absoluta es la Idea de las Ideas, o sea, lo Uno e idéntico (lo que en La República se llama lo Bueno en sí, y en El Banquete, lo Bello en sí), pero que esta idea está epekeina tes usías, más allá de toda esencia y conceptualización; pero que esa unidad es también comprensible relativamente, y se manifiesta como el Todo, esa síntesis de los contrarios, de lo idéntico y lo diferente, que genera, necesariamente, paradojas.

Parménides, en el Parménides, nos dice justo eso. Pero por eso Parménides es un Extranjero (Xenos), un extranjero en Atenas, la ciudad de las ideas. Solo en el momento cumbre del año, en las fiestas panateneas, dedicadas a la Inteligencia (Atenea), puede el joven aprendiz de filósofo, Sócrates, encontrarse con el portador de la verdad última, Parménides, aunque la verdad de Parménides solo puede mostrarse como aporética.

domingo, 26 de febrero de 2012

El enigma del Parménides, las Ideas y los fundamentos de la matemática según Frege

¿Qué nos quiere decir (qué nos dice) Platón en ese texto de todos los textos filosóficos, el Parménides? ¿Qué significa que Platón ponga el ejercicio dialéctico en boca del “venerable” Parménides? Antes de decir qué creo que quiere significar este texto voy a insistir en qué no puede significar.
Me resulta increíble que algunos hayan querido ver en él (¡tan deseosos estaban de ver a Platón confesando su ignorancia!) una autocrítica o hasta una deconstrucción de la teoría de las ideas.
Cuando, en la primera parte del diálogo, Parménides coge al pobre joven Sócrates y le hace ver todas las aporías de la teoría de las ideas, añade inmediatamente:

-Estas dificultades, Sócrates –prosiguió Parménides-, y muchas otras, además de estas, presentan necesariamente las Ideas, si existen en realidad las Ideas de las cosas y se determina cada Idea como algo en sí. De ahí que quien nos escuche estará perplejo y objetará que las Ideas no existen o bien que, caso de existir, son necesariamente incognoscibles para la naturaleza humana […] Sin embargo, Sócrates –continuó Parménides- si, por las anteriores dificultades y otras similares alguien no admitiese la existencia de las Ideas de las cosas o no distinguiese una Idea determinada en cada caso, no tendrá hacia dónde dirigir su pensamiento, ya que no admite que la Idea de cada cosa permanezca siempre la misma, con lo que se destruirá enteramente el poder de la dialéctica... (Parméndes, 135 a)

Por eso hace falta ejercitarse en la dialéctica: para combatir toda duda sofista, que supone (aunque algunos, inconscientemente, no lo vean) la anulación de todo conocimiento.

El considerado padre de la lógica moderna (y que, como todo padre, en esta época, ha sido muy agredido por los más enclenques mentales de sus hijos), Frege, también tuvo que combatir contra la peste sofista-positivista que crece de la burguesía como los champiñones en otoño.

Mis argumentaciones serán, ciertamente, más filosóficas de lo que a muchos matemáticos puede parecerles adecuado; pero una investigación fundamental del concepto de número resultará siempre algo filosófica. Esta tarea es común a la matemática y a la filosofía.
Si la colaboración entre estas dos ciencias, a pesar de algunos intentos por ambas partes, no está tan desarrollada como sería de desear y como sería, sin duda, posible, radica esto, según creo, en el predominio de consideraciones psicológicas en filosofía, que penetran incluso en la lógica. Con esta orientación no tiene la matemática ningún punto en contacto. […] Una aritmética que estuviera basada en sensaciones musculares sería, ciertamente, muy sensitiva, pero resultaría tan confusa como su base. No, la aritmética no tiene nada que ver con las sensaciones. Tampoco con representaciones internas que se han formado a partir de las huellas de impresiones sensoriales anteriores. La vacilación e indeterminación que tienen de común todas estas formas contrasta fuertemente con la determinación y firmeza de los conceptos y objetos matemáticos. […] Que no se figure la psicología que va a poder aportar algo a la fundamentación de la aritmética. […] No hay que tomar por definición la descripción de cómo surge una imagen, ni hay que considerar que la indicación de las condiciones mentales y corporales, para hacernos conscientes de un enunciado, constituyen su demostración, ni tampoco confundir el acto de pensar un enunciado con su verdad. Parece que hay que recordar que un enunciado no deja de ser verdadero cuando yo dejo de pensar en él, como el sol no es aniquilado cuando yo cierro los ojos. De lo contrario, acabaremos por considerar necesario que, en la demostración del teorema de Pitágoras, se tenga en cuenta el fósforo que contiene nuestro cerebro […] Si en el fluyo continuo de todas las cosas no persistiese nada firme, eterno, desaparecería la inteligibilidad del mundo, y todo se precipitaría en la confusión. […] Lo que se llama historia de los conceptos es o bien una historia de nuestro conocimiento de los conceptos, o bien de los significados de las palabras. […] ¡Qué puede decírsele a alguien que… se va al cuarto de los niños o evoca los estadios evolutivos de la humanidad más antiguos imaginables, para descubrir allí, como hace J. St. Mill, una aritmética de tarta de nueces y guijarros! Sólo faltaría atribuir al sabor de la tarta una significación especial para el concepto de número. Pero esto es exactamente lo opuesto a un procedimiento racional, y, en todo caso, no puede ser más antimatemático. (De Los fundamentos de la aritmética, introducción; en Escritos filosóficos, Crítica, 1996 –edición de J. Mosterín-).

Sin embargo, seres muy sabios creen que todo, todo, todo, todo es contingente, menos la contingencia misma, y siguen hablando como si nada.

En todo caso, el Parménides tiene la intención de solucionar las aporías de la teoría de las Ideas, no de deconstruirlas, y en ello va, ciertamente, más al fondo de lo que incluso el sensato Frege llega con su conceptualismo.

sábado, 25 de febrero de 2012

El enigma del Parménides. Una interpreación, I: el pórtico

¿Qué significa el Parménides, ese Texto en que la Filosofía está en su estado puro, y que debió serle dictado a Platón por el propio Uno casi sin mediación?

Empecemos por los elementos dramatúrgicos, que en un filósofo perfecto son, a la vez, taumatúrgicos. Paul Friedlander dijo que Platón, como la Naturaleza, nada hace en vano. Esto, que por el principio de caridad hermeneútica hay que atribuírselo a todo bicho viviente, pero que en el caso de Platón se confirma una y otra vez, implica que la manera en que Platón escribe no es “literaria”, en el sentido de que sea anecdótica ni en el sentido de que Platón la usase inconscientemente, como por una inspiración subconsciente de poeta.

¿Quiénes son, para empezar, los intermediarios del diálogo? Leamos el comienzo del Diálogo, que es una especie de preámbulo o pórtico (si no estás preparado espiritualmente, mejor sería que te retirases con humildad –los platónicos ayunaban unos cuantos días antes de leer el Parménides-):

Cuando llegamos a Atenas desde nuestra Clazómenas, encontramos en el ágora a Adimanto y a Glaucón. Adimanto, tomándome la mano, me dijo:
-Bienvenido, Céfalo, y si hay algo que podamos hacer aquí por ti, dínoslo.
-Pues precisamente –contesté- para eso estoy aquí, para pediros un favor.
-Dinos qué te hace falta.
-¿Cómo se llamaba vuestro hermano por parte de madre? –pregunté yo entonces-. Pues no lo recuerdo. Era casi un niño cuando vine anteriormente a esta ciudad desde Clazómenas y ya ha pasado mucho tiempo desde entonces. Creo que el nombre de su padre era Pirilampo.
-Así es –respondió- y él se llamaba Antifonte. Pero ¿qué es lo que quieres saber?
-Estos que me acompañan –dije yo- son conciudadanos míos, auténticos filósofos, y han oído decir que ese Antifonte tuvo trato frecuente con un tal Pitodoro, amigo de Zenón, y que recuerda perfectamente el diálogo que mantuvieron en cierta ocasión Sócrates, Zenón y Parménides, por habérselo oído muchas veces a Pitodoro.
-Es verdad –dijo él.
-Pues bien –dije a mi vez- es ese diálogo lo que quisiéramos oír.
-No será muy difícil –dijo- pues mi hermano se ejercitó en aprenderlo a fondo desde su mocedad, aunque en la actualidad dedica la mayor parte de su tiempo a los caballos, siguiendo la tradición de su abuelo y homónimo. (126 a y ss)

El diálogo que mantuvieron aquellos sabios (Parménides, Sócrates, Zenón…) nos llega a través de Céfalo, Antifonte y Pitodoro. He aquí como creo que hay que interpretar a estos personajes:

     - Céfalo, que es nuestro más inmediato mensajero, representa el nivel material del discurso, el significante o cuerpo: Céfalo significa "cabeza" (lugar en que se aloja físicamente el pensamiento), y es de Clazómenas, la patria de Anaxágoras, de quien dice Sócrates en el Fedón que todo quiso explicarlo mecánicamente, aunque admitía la existencia de una Inteligencia ordenadora (esta interpretación se la debo a Alain Séguy-Duclot). Sus conciudadanos, auténticos filósofos, somos nosotros. Este es el nivel ínfimo de realidad, completamente inmanente: 22

     - Antifonte (como Platón, hermano materno de Adimanto y Glaucón), segundo intermediario, representa el nivel psíquico, el nivel de la representación mental (el mundo 2 de Popper). Se dedica a la cría de caballos, y los caballos son el símbolo de las almas (las almas son caballos alados, y un poco más adelante el propio Parménides va a compararse con el caballo viejo del que habla un poema de Íbico, que temblaba ante la carrera que iba a empezar). Antifonte “recuerda” (anamnesis) lo que le contó Pitodoro. Si Antifonte simboliza incluso a Platón, la “cría de caballos” podría referirse a la Academia, ese lugar donde debería ayudarse a las almas a recordar lo que alguna vez oyeron. Este es el nivel 21, donde lo trascendente está de modo inmanente (psique).

     - Pitodoro, el tercer interlocutor para nosotros, pero el que vio directamente el Diálogo, significa a la Inteligencia (regalo de Apolo el Pitio), la inteligencia universal (de la que la tuya y la mía son aspectos o participaciones). Este es el nivel 12: lo más cercano a la cosa misma, pero no la cosa misma, sino su comprensión.

     - Por fin están las cosas mismas, los seres en sí, las Ideas.: Parménides y los otros que tuvieron el mítico diálogo. 11.

Por tanto, este preámbulo del Parménides nos dice que estamos alejados cuatro pasos de las cosas mismas: de manera inmediata tenemos contacto con el cuerpo significante, que es el texto escrito; de forma mediata, accedemos a la representación mental subjetiva que adivinamos a partir del cuerpo; en tercer lugar, si no nos quedamos en ello, accedemos a la comprensión directa de aquello a lo que en último extremo se refiere el texto, que son las cosas mismas, en este caso el Diálogo de Parménides y los otros.
Sería una ingenuidad pretender acceder a la verdad sin una discriminación cuidadosa de cada uno de esos elementos. El nivel material nos obliga a comenzar la hermenéutica por la filología. Tenemos que depurar el propio texto, en cuanto objeto material: conocer históricamente a qué se refiere, etc. El nivel psíquico nos obliga a una educación de nuestras representaciones, una “cría” de nuestras fuerzas mentales, para que nos orientemos a lo que debe ser la verdad. Etc.

Esta clasificación de los niveles de “realidad” coincide fundamentalmente con lo que pensaron los neoplatónicos, quienes decían que hay tres hipóstasis: lo Uno mismo, la Inteligencia (nous) y la Psique, y, después, está la Materia.

Tras este pórtico, Céfalo comenzará a contarnos lo que le contó Antifonte que le contó Pitodoro acerca del diálogo en que aparecen cuatro personajes: Parménides, Zenón, Sócrates y un jovencísimo Aristóteles (al que se duda si podría ser el Aristóteles que todos conocemos). ¿Qué representa cada uno de esos cuatro personajes? ¿Qué significa que sean de Elea pero estén en Atenas en las fiestas Panateneas?

Foto: pórtico románico de Clonfert, Galway, Ireland.

viernes, 24 de febrero de 2012

El enigma del Parménides de Platón. Planteamiento de la cuestión

En el Parménides Platón pone en boca del venerable filósofo de Elea una matriz binaria, que combina las dos ideas más estructurales y fundamentales de todo pensamiento, de todo Logos (Identidad y Diferencia, Unidad y Pluralidad…), y que proporciona una sistemática general de todas las vías posibles para el pensamiento filosófico o “dialéctica”. Ya esto sitúa al Parménides en el lugar más alto de toda la “historia” de la filosofía: este diálogo, que aborda como tema el de la Idea paradigmática (lo Uno) es, a su vez, el texto paradigmático, del que la historia de la filosofía no es más que el desenvolvimiento y la encarnación concreta. Pero esto no es todo lo que tiene que decir el Parménides. Falta la “solución” a esa dialéctica.

¿Qué quiere decir, en verdad, este texto de todos los textos filosóficos? Haber encontrado una interpretación, mejor que cualquier otra conocida, de lo que quiso decirnos Platón, es, humildemente, lo que me garantiza un lugar en la historia de la filosofía (suponiendo que este mundo esté gobernado por la divina providencia, desde luego). He expuesto detenidamente esta interpretación en el tercero de mis Diálogos de Filosofía, y voy a resumirla aquí.

Antes, planteémonos los elementos del enigma:

     -En el Parménides, Céfalo cuenta que Antifonte contó que Pitodoro le había contado cómo hacía tiempo un jovencito Sócrates había dialogado con Zenón y Parménides, los extranjeros eleatas, ante un grupo de personas en las fiestas Panateneas.
     -Parménides había “deconstruido” la teoría de las Ideas del joven Sócrates (existen por un lado Ideas-Paradigmas, por otro cosas naturales que participan de ellas), y también había admitido que, si no aceptamos las Ideas, no tendremos en qué pensar o qué decir, porque no habrá nada quieto en lo que se fije el pensamiento o la palabra.
     -Es necesario, dice el viejo y sabio Parménides, ejercitarse en la dialéctica, para defender las ideas. El resto del texto es un ejemplo (el ejemplo ejemplar) de ese ejercicio dialéctico.
     -Acerca de cada idea hay que plantearse si es o no es, y preguntarse qué se deduce, de cada una de esas alternativas, tanto para la propia idea en consideración, como para el resto de las cosas que no son esa idea. Por ejemplo, si lo Uno es, o si no es, qué se sigue, para él y para los Otros.
     -El resto es el ejercicio, donde se muestra que, tanto si es como no es, lo Uno es a la vez incognoscible (pues es autoidéntico e inconceptualizable) y cognoscible (pues está en todo); y también los otros, tanto si lo uno es como no es, son cognoscibles e incognoscibles.
     -Ahora bien, hay un desequilibro en los resultados de las diferentes sub-hipótesis. Mientras que en las primeras (las que se siguen de suponer que lo Uno es o existe), se deduce que tanto él como los otros son y no son cognoscibles, en las últimas (las que se siguen de suponer que lo Uno no es o existe) se deduce que tanto él como los otros “parecen y no parecen”, hay y no hay “creencia” (no ciencia) acerca de ellos.

Estos son los elementos fundamentales. ¿Cómo hay que interpretar todo esto?
Las interpretaciones de este texto van desde la que lo consideran una mera broma o chiste de Platón (a las que yo no le veo la gracia –hay quizás que ser muy inglés para vérsela-) hasta las, habituales hoy, que ven en él una autocrítica del maduro Platón, que se estaría haciendo cargo de las inconsistencias de la “teoría de las ideas”.
Ahora bien (dejando a un lado las que lo ven un chiste), estas últimas interpretaciones me parecen claramente incorrectas por varios motivos:

     -Platón escribió textos posteriores al Parménides (y a El Sofista, que plantea algo similar al Parménides) donde la teoría de las ideas parece intacta (el Timeo o el Filebo, por ejemplo).
     -El ejercicio dialéctico no se presenta como una crítica, sino como un “ejercicio” para saber defender las ideas de sus detractores sofistas, que anulan todo conocimiento.
     -Y, lo que es más clave, para mí: ninguna interpretación explica por qué Platón coge al venerable Parménides y lo pone a deconstruir el racionalismo, tanto el de Platón como el del propio Parménides, que aparece haciendo paradojas con el monismo.

Mi interpretación, en cambio, parte de los siguientes hechos:

     -Platón murió sosteniendo la teoría de las ideas sin fisuras: se trata de entender esta teoría correcta y profundamente, no superficial y exotéricamente.
     -Todos los elementos del texto son, en Platón, significativos. Esto incluye, obviamente, a los topónimos y a la dramaturgia en general, en especial a los personajes. ¿Por qué Platón, que suele poner en boca de otros filósofos (como Gorgias o Protágoras) algo muy similar a lo que ellos mismos defendieron, pone al extranjero Parménides aparentemente a deconstruirse, en plenas fiestas panateneas, es decir, en el momento cumbre de Atenas, la patria de las ideas? ¿Por qué se presenta a Sócrates, joven y siendo educado en la dialéctica por Parménides, el sabio anciano venerable? ¿Quiénes son los intermediarios entre el texto y nosotros: Céfalo, Antifonte y Pitodoro? Una interpretación que no explique bien por qué Parménides, está equivocada.
     -Platón ha dicho en varias ocasiones (Carta VII, Fedro) que lo auténticamente verdadero no puede decirse, aunque puede escribirse de forma que sea un recordatorio para el que lo sabe o lo piensa por sí mismo. La realidad última de las cosas, el pensamiento más profundo al que llega la filosofía, es inefable, pero también efable: mediante imágenes.
     -El lenguaje, en Platón y para Platón, es analógico: solo puede aspirar a ser una semejanza o participación de su referente. De aquí los “recursos literarios” del texto de Platón (diálogo, mito, ironía…), que no son algo retórico o anecdótico, sino constitutivo: lo que se dice así, no puede decirse de otra manera.
     -El ejercicio dialéctico no da resultados equivalentes para las hipótesis de si lo Uno es o si no es. Los resultados de la segunda hipótesis deducen solo apariencias, pareceres, sueños. Los de la primera, aunque aporéticos, deducen saber.

Al menos todo esto tiene que ser explicado por una interpretación correcta de lo que quiso decir Platón con el Texto, con el Parménides.
Me gustaría, a modo de juego o ejercicio, dejar esto planteado, por si alguno de los sagaces lectores (que no haya leído mi libro o no se acuerde de él, claro ¡no se sea tramposo!) quiere proponer su interpretación.

jueves, 23 de febrero de 2012

Un ejemplo del juego dialéctico de las hipótesis: yo

En el tercero de mis Diálogos de Filosofía, titulado "El Ateniense o del Ser", y que es mi intento de interpretación del Parménides de Platón, el ex maestro, después de contar a su antiguo alumno la conversación que (según le contó su amiga e iniciadora, la Maga), habían mantenido un día algunos filósofos (entre los que estaba el Ateniense) acerca de ese extraño diálogo de Platón y de la dialéctica, le pone algún ejemplo más concreto de lo que es el ejercicio dialéctico propuesto por Parménides-Platón (con su “solución analógica”, de la que hablaré en otro momento). Tan concreto como Yo:

M.–Eso es. Porque lo hemos hecho con lo Uno, pero según el Ateniense eso debe valer para todas y cada una de las cosas, por ínfimas que sean. Por ejemplo, debe valer para... ti mismo. ¿Cómo se aplicaría a ti mismo todo esto?
A.–Aunque sea sobre mí mismo, ¿podrías hacerlo tú?
M.–Está bien. En vez de hacerte un psicoanálisis, te haré un análisis dialéctico. Primero, como sabes, hay que empezar por esta hipótesis: Si existes, tú, si eres realmente algo, uno y el mismo contigo mismo, ¿qué se sigue, para ti y para los demás? En un primer momento se sigue que tienes que ser único, e idéntico solo a ti, irreducible a los demás e indivisible (o individuo, si prefieres). Lo que eres tú en ti mismo tiene que ser, pues, incomprensible a partir de otras cosas o cualidades, e inexpresable. Nadie, ni tú mismo, sabe qué eres.
A.–Eso es verdad.
M.–Y en eso, en la sustancia, eres, además, uno con todos los demás seres.
A.–Es un pensamiento muy bonito.
M.–Pero a la vez, puesto que eres alguien y estás presente en el mundo y los demás podemos verte y conocerte, debes tener también ciertas características, exclusiva y eternamente tuyas. Pero ¿cuáles? Todas, si lo piensas bien. Tú eres, en esencia, todo en cierta forma, ya que eres una perspectiva de todas las cosas, y todas están en ti y tú estás en todas. A todas las ves en ti, y todas existen por ti. Solo así puedes expresarte en ellas, y ellas pueden conocerte (pues cada una te recibe según su modo, pero en todas eres tú), y tú puedes conocerlas a ellas, asimilándolas pero sin distorsionarlas: todas son tú y, tú, todas.
A.–Esto también me parece muy bello. Como te dije el otro día, es algo que muchas veces…, o pocas, pero muy importantes, he sentido.
M.–Y si tú eres tú y existes, ¿qué se deduce para las demás cosas? Por un lado, todas son algo por participar de ti y de todas puedes tener idea, como hemos dicho. Pero, por otro lado, puesto que ninguna otra es tú ni tú eres ninguna, sino que cada uno es solo él mismo consigo mismo, no podrás hacerte ni idea de las demás cosas, de lo que son en sí mismas; no puedes juzgarlas, ni decir, siquiera, que existen.
A.–Así es. ¿Qué sabemos, en realidad, de lo que es nadie, ni nada?
M.–Si, visto todo esto, te molesta pensar que eres todo y nada a la vez, entonces se te puede pasar por la cabeza negar que seas algo, que existas. Supongamos ahora que, en realidad, no existes, que eres una ilusión o una sombra, un puro vacío. Sin embargo, puesto que los demás pensamos en ti y tú mismo te piensas, hay que creer que eres algo, por fantasmal que sea. Tú lo crees y los demás lo creemos. Eres una idea que hemos sacado entre todos de la nada, pero gracias a la cual te señalamos y te tratamos. Pero entonces ¿qué eres tú? Si lo piensas un poco te descubrirás pareciendo cualquier cosa. Porque no eres realmente nada, sino que cada uno en cada momento (incluido tú mismo) te imagina como quiere o puede, y nadie tiene más razón que nadie. Para uno ahora eres bueno, para otro, malvado; para uno, gordo, para otro, flaco. Tú ahora mismo te ves recto, luego te ves curvo, aunque no hayas cambiado, porque las nadas no cambian. ¿Quién dirá cómo eres realmente? Nadie, porque realmente no eres nadie, no eres más que una ficción, pero, eso sí, una ficción llena de todo y que lo llena todo.
A.–Si te dijese que esto me parece tan verdad como lo otro, me mentiría.
M.–Si lo vuelves a examinar, pensarás que si no eres realmente nadie ni nada, es un error creer que pareces así o asá. Lo más lógico es pensar que no eres ni pareces nada de nada. Así descubres del todo tu vacío.
A.–Como creías tú, de joven.
M.–¿Y qué pasará con los otros? Si tú no existes, pero eres, al menos, una apariencia, un espectro, digamos, entonces las otras cosas aparentan estar en ti, y tú estar en ellas. Pero a la vez eso no puede ser más que una total ilusión, porque si tú no eres nada, nada puede ser, ni conocerse ni creerse. Hasta aquí llega la dialéctica, aplicada a ti.
A.–Me reconozco.
M.–Pero ahora, y esto es la analogía, podemos darnos cuenta de que, detrás del parecido que hay entre esos razonamientos, hay una diferencia muy importante. Los últimos son totalmente destructivos (te presentan como apariencia, y lo mismo hacen con todo lo demás), mientras que los primeros solo te mostraban de una extraña manera, respecto de ti y de las demás cosas. Te decían que eres algo en sí mismo irrepetible y absolutamente propio, pero a la vez algo que está en todas las cosas y que contiene, a su modo, todas las cosas, hasta las más pequeñas.
IA.–Es verdad.
M.–Y puede que seas capaz de aceptar las dos conclusiones a la vez si admites que la segunda, la que te muestra como todo y en todo, trata de cómo te expresas, mientras que la primera te piensa absolutamente en ti mismo. O sea, que tu aparecer es analogía de ti mismo, o, lo que es igual, es el amor de las cosas por ti y de ti por las cosas.
Porque, en el fondo, todas sois, somos, uno.
A.–Así entiendo mejor lo que decís tú, la Maga y el Ateniense. (páginas 279 y ss)

miércoles, 22 de febrero de 2012

Todas las filosofías posibles: el árbol de la Dialéctica, según el Parménides de Platón

En el Parménides Platón expone sistemáticamente todas las filosofías posibles, con sus consecuencias aporéticas propias. Lo hace tomando como paradigma a la idea paradigmática, to hen, lo Uno, la identidad de todas las identidades, pero el ejercicio debe ser aplicable a cualquier idea, a todo (incluido, por ejemplo, a Yo).
Podemos plantearnos dos “hipótesis”, o dos cuernos de la única hipótesis filosófica: ¿existe, o no existe lo Uno (o sea, la Idea, la que sea)? ¿Qué se sigue de una u otra opción, tanto para lo Uno como para los Otros?

- Empezando por la hipótesis (1) de que exista lo Uno, podemos razonar así (numerando binariamente cada rama de cada subhipótesis):

   - (11) Por lo que respecta a lo Uno mismo, tendríamos:

       - por una parte (111), Si lo Uno existe, entonces tiene que ser absolutamente uno, es decir, indivisible e inanalizable mediante otros conceptos, lo que lo hace inefable e incomprensible: si lo Uno es, no es: no es ni esto ni lo otro, ni igual ni diferente…

       - Pero también (112), si lo Uno es, debe “participar” en el Ser, debe ser algo. Pero entonces debe ser plural (constar de identidad y diferencia), y entonces podrá aplicársele cualquier predicado (y su contrario). Si lo Uno es, es todo. Siendo así, como Todo, el Uno será comprensible y habrá de él efabilidad.

   - (12) Por lo que respecta a los otros que el Uno:
    
       - (121) Por una parte, puesto que de alguna manera tienen que participar de lo Uno (puesto que cualquier cosa, por múltiple y diferente que sea, tiene que tener identidad y unidad), los Otros son y no son uno, y tienen que poseer todas las propiedades y sus contrarias (ser semejantes y desemejantes, coetáneos y de tiempos distintos…), y habrá de ellos conocimiento en ese sentido, es decir, predicabilidad.

       - (122) Por otra parte, si lo Uno es solo idéntico a sí mismo, los Otros no pueden participar de ninguna manera de él, y estarán totalmente separados de la identidad. No habrá de ellos, pues, ni conocimiento ni nombre: lo que no es absoluto, absolutamente no es.

Hasta aquí todas las opciones que se deducen de la hipótesis de que exista lo Uno, la Idea: si existe lo Uno, él mismo es y no es, es comprensible y es incomprensible; y los Otros, son y no son, son y no son comprensibles.

- ¿Qué ocurre si (2) suponemos que no existe lo Uno, la Idea?

   - (21) Por lo que se refiere a lo Uno:

       - Tenemos, en primer lugar (211) que lo Uno, aunque no existe, de alguna manera “es”, puesto que lo estamos pensando y mentando (aunque sea para negarlo). Así que, aunque no existe, la Idea tiene propiedades, todas las propiedades (cada una y su contraria), y puede haber opinión acerca de la Idea que no existe.

       - Aunque también (212), puesto que realmente no existe (hemos supuesto) lo Uno, no podemos hablar de él, ni opinar nada acerca de él. Así que, en realidad, no es nada.

   - Y (22) ¿qué hemos de deducir para los Otros, a partir de la inexistencia de lo Uno o Idea?

       - Primero (221), hemos de deducir que los Otros, aunque no pueden participar realmente de lo Uno o Idea, pues no existe, de alguna manera participan de ese pseudo-uno al que nos referimos cuando lo mentamos, y que es el que les da una apariencia de identidad a todas las cosas en la medida en que participan de él. Los Otros, parecerán tener identidad y unidad, aunque, en verdad, se desintegrarán ante el pensamiento cuando se les analice. Serán objeto de opinión, como pasa en los sueños.

       - Por fin (222), si lo Uno no existe, no puede ser participado de ninguna manera, así que los Otros carecerán absolutamente de unidad e identidad, y no podrá decirse ni pensarse nada de ellos.

Resumiendo la segunda rama principal, si no existe la unidad, la propia unidad es y no es mentable y hay de él cierta Opinión; y lo múltiple también es y no es objeto de parecer y de nombre, si lo Uno no es.

                                                           ****

De acuerdo con este esquema, pienso yo, hay cuatro filosofías posibles, dos que afirman la existencia de lo Uno y dos que la niegan:

     (11) El monismo idealista absoluto afirma que lo único real es lo Uno, la Idea. Pero ese Uno debe ser incomprensible e inefable. Es el pensamiento de muchos místicos y de, por ejemplo, el Vedanta advaita de la filosofía hindú, y, entre los filósofos occidentales, el pensamiento de Parménides y quizás de Spinoza y de Bradley.

     (12) El dualismo idealista afirma que existe la Idea, lo Uno, pero admite una existencia derivada o segunda de lo Otro y Múltiple. Es la llamada philosophia perennis, aristotélica y tomista por ejemplo, pero también la de pensadores como Leibniz y quizás Kant.

     (21) El dualismo “materialista” o inmanentista afirma que, en realidad, lo Uno es un epifenómeno o producto emergente a partir de lo Otro y Múltiple, de lo material, etc. Pero ese Uno es imprescindible para comprender lo Múltiple. Aquí hay que situar todos los empirismos moderados, como el de Locke y similares.

     (22) El monismo inmanentista o pluralismo absoluto, piensa que no existe lo Uno, la Idea, la Identidad, y que, por tanto, nada es más real que nada ni hay opinión mejor que otra, porque todo es relativo, absolutamente relativo. Aquí hay que situar a los irracionalistas radicales, como los sofistas (muchos de ellos), los escépticos. Nietzsche, cierto Hume, el segundo Wittgenstein, mucho postmoderno, etc.

(Los términos “idealista”, “materialista”, etc., están usados ahí con la mayor extensión posible)
Platón ha dejado esquematizados todos los caminos de la filosofía, con sus sin-salidas y sus recorridos, con sus luces y sus sombras. Quizás Whitehead no era del todo consciente de la verdad que decía cuando dijo que la historia de la filosofía son notas a Platón. Uno puede ignorar la dialéctica, pero si la enfrenta, entonces no tiene más remedio que encontrarse, al final, con el esquema del Parménides de Platón.
Pero el Parménides de Platón tiene algo más que decir, algo que desequilibra la aparente equidistancia de todas las vías de la dialéctica...

martes, 21 de febrero de 2012

La deconstrucción del reverso

Si creemos que existe lo Uno, la Idea, la Identidad pura, caemos en la inefabilidad e incomprensibilidad de ese Uno, porque cualquier lenguaje o pensamiento no puede ser más que complejo. Este es el argumento de la deconstrucción: la diferencia (constitutiva del lenguaje) es “más vieja” que el discurso de la unidad.

Pero ¿qué pasa si negamos que exista ese sueño de la razón o de la metafísica que es la Idea, la Identidad pura, lo Uno? Platón, más despierta y conscientemente que ningún otro hombre (que yo conozca), y en el Parménides de manera ejemplar, ha recorrido todas las alternativas del pensamiento, de la dialéctica. Los últimos desarrollos del ejercicio que, para mostrar en qué tiene que ser ducho un filósofo, hace el viejo Parménides en el Parménides, se preguntan por esa posibilidad: ¿y si lo Uno, la Idea, lo Trascendente, lo idéntico a sí mismo, lo invariable, universal y necesario… no existe?

Lo primero que descubrimos es que las propias ideas, las identidades, la unidad, aunque las mencionamos inevitablemente y aparecen mezcladas infinitesimalmente por todo nuestro discurso (“no pueden eliminarse los adornos conceptuales”, que dijo Quine) no podrían en verdad tener lugar ni darse de ninguna manera, puesto que no existen:

-Cuando decimos “no es” ¿qué otra cosa significa sino la ausencia del Ser en aquello de lo que decimos que no es?
-No, sino eso.
-Pero cuando decimos de algo que no es, ¿estamos diciendo que en cierto modo no es y en cierto modo es? ¿O es que al decir “no es” se está significando absolutamente que lo que no es, en modo alguno, por ninguna razón, ni desde ningún punto de vista participa del Ser?
-Absolutamente, sin duda.
-Luego lo que no es no podrá ser ni participar en el Ser de ninguna manera en absoluto.
-Pues no.
-Pero el llegar a ser y el perecer, ¿acaso no son sino tomar parte en el Ser y perder el Ser?
-No son otra cosa. (Parménides 163c y ss)

Nada nace ni perece, porque no hay cosas, no hay identidad para la cosa. Nada es o se vuelve rojo, porque no existe lo Rojo (no es algo uno e idéntico ni un solo instante), nada es y se vuelve vivo, porque no existe la Vida. Todo es una indefinida diseminación. Y tampoco puede haber ciencia alguna, puesto que no hay algo de lo que esa ciencia pueda ser ni algo que esa ciencia pueda ser:

-¿Y qué? Términos como “de él”, “en él”, “algo”, “éste”, “de este”, “de otro”, “antes”, “después”, “ahora”, o “conocimiento”, “opinión”, “sensación”, “razón de ser”, “nombre” o cualquier otro referido a las cosas que son, ¿se las podrá referir a lo que no es?
-No se podrá.
-Así, pues, el Uno que no es carece de toda determinación.
-Pues al parecer no tiene ninguna (164 a)

Ni un deíctico, ni un nombre, nada se puede decir de lo que no existe. Si no existen las identidades o ideas (lo Rojo, la Ciencia, el Hombre…), no podemos referirnos a nada cuando los pretendemos usar como sujetos o predicados de nuestros juicios. Habría que eliminar de nuestro lenguaje toda identidad, todo sustantivo, y toda palabra, porque cualquier palabra es palabra si subsiste más allá del instante, si tiene un significado infinito, inconmensurable por cualquier hecho o conjunto de hechos. Incluso "esto" es un nombre, una identidad, una idea.

Pero ¿al menos quedará lo Otro, lo Diferente, si no existen las idea, las identidades puras? ¿Qué serán esos otros, y respecto de qué serán ellos mismos y serán otros? ¿Pueden ser unos sí-mismos, o al menos unos otros-que-otros?

-Digámoslo todavía una vez más: si el Uno no es, ¿qué afecciones se siguen para los Otros?
-Digámoslo.
-Tendrán que ser otros de algún modo; porque si no fuesen otros, no se podría hablar de los Otros.
-Así es.
-Y si se habla de los Otros, entonces los Otros son diferentes. ¿O no te refieres a lo mismo cuando dices “otro” y “diferente”?
-Desde luego que sí.
-¿Y decimos que lo diferente es diferente de lo diferente, y que lo otro es otro que lo otro?
-Sí.
-Y también que en los Otros, si tienen que ser al menos otros, habrá algo por lo que serán otros.
-Necesariamente.
-¿Y qué será entonces? Pues no serán otros respecto del Uno, ya que no es (existe).
-Pues no.
-Luego serán otros entre sí, pues eso todavía les queda, o bien serán otros respecto de la nada.
-Justamente.
-Luego los Otros son otros según cada pluralidad suya; porque, como el Uno no es, no podrían serlo de uno en uno. Cada masa (onkos) de ellos es, según parece, una pluralidad ilimitada, incluso si se toma lo que parezca más pequeño, como en los sueños de la noche, que en lugar de uno se muestran súbitamente múltiples y en lugar de muy pequeños, enormes por su ilimitado fraccionamiento. (164 b y ss)

Cayendo oníricamente hacia la nada. La indefinida divisibilidad y siempre falta de identidad de la materia, la materia del sueño, que es la materia sin más.
De esta indefinida pluralidad parecerá que hay ciencia y conocimiento:

-Habrá entonces una multiplicidad de masas y cada cual parecerá una, aunque no lo sea, ya que lo Uno no es.
-Así es.
-Y parecerá que tienen número, ya que cada cual parece uno, aunque sea múltiple.
-Sin duda.
-Y parecerá que hay entre ellos algunos que son pares y otros impares, pero no será verdad, puesto que lo Uno no es.
-No, en efecto.
-Y se creerá, decimos, que hay en ellas algo extremadamente pequeño; pero se nos aparecerá también múltiple y grande respecto de cada uno de los múltiples que son pequeños. (164e)

La ciencia de lo material pretende agarrar identidades y ponerles o encontrarles número y átomo (unidad última o primera), que en verdad no existen en lo material mismo.

-Creo que toda cosa que sea captada así por el pensamiento necesariamente se pulverizará al fraccionarse, ya que siempre se captará como una masa carente de unidad (164e).

Pero quizás ni siquiera ese discurso de la indefinida diseminación o deshilachamiento de lo múltiple o material sea viable si negamos que exista identidad pura alguna. Hay que pensarlo una vez más:

-Pero volvamos todavía una vez más al principio y digamos de nuevo: si lo Uno no es, ¿qué tendrán que ser los Otros que el Uno?
-Digámoslo.
-Los Otros, ciertamente, no serán uno.
-¿Cómo podrían serlo?
-Ni tampoco múltiples, porque si fueran múltiples estaría en ellos también lo Uno. Y si ninguno de ellos es uno, su totalidad no será nada, y, por tanto, no serán múltiples.
-Es verdad.
-Al no estar en los Otros el Uno, los Otros no serán ni múltiples ni uno.
-No, desde luego.
-Ni tampoco parecerán uno ni múltiples.
-¿Por qué?
-Porque los Otros no tienen nada en común con ninguno de los que no son, de ningún modo ni bajo ningún respecto; y nada de los que no son se halla en los Otros, porque en los que o son no hay parte alguna.
-Es verdad.
-No habrá pues, de los Otros, ni opinión ni apariencia de lo que no es, ni de ninguna manera en absoluto lo que no es podrá parecer respecto de los Otros. (165e-166b)

Incluso la apariencia necesita un ancla en la realidad, en la identidad. El discurso no puede parecer que tiene identidades si no existe identidad alguna.
Si no hay identidad, lo único legítimo es el silencio, la nada del nihilismo:

-Así pues, ¿no hablaríamos con verdad si dijésemos, resumiendo: si el Uno no es, nada es?
-Exactamente. (166b-c)

lunes, 20 de febrero de 2012

Deconstrucción avant la lettre

La estrategia de la deconstrucción, decía, es el ataque más demoledor que el racionalismo y la metafísica en general han recibido. Derrida, ese nietzscheano-rousseauniano (que es lo que él en síntesis quiso ser, según confiesa) muestra que el sujeto ideal en que debería producirse el discurso puro, idéntico consigo mismo y, por tanto, libre del cuerpo y el tiempo, está calado indefinidamente por el tiempo. Cuando digo “yo soy” (o simplemente “esto es tal o cual”, como también argumenta García Calvo en Lecturas presocráticas I) hay un tiempo, que va desde el yo al soy (o desde el esto al tal-y-cual), y que hiere de “muerte” a la identidad pura. A esa identidad pura que desde Parménides y su escudero Platón ha sido el sueño de la razón.

Sin embargo, precisamente en el Parménides de Platón, ese lugar en alto desde el que se divisa toda la filosofía y todo el pensamiento conocido y quizás posible, el argumento deconstruccionista está pulcra y exactamente presente. Se trata del primer movimiento del “ejercicio” dialéctico, en que Platón deja decir a Parménides qué consecuencias tiene cada hipótesis acerca de si “es lo Uno” (o “es uno”). Si es lo Uno, tiene que ser, razona el ejercicio, indivisible, no un todo (porque un todo es necesariamente múltiple y, en esa medida, falto de identidad). Pero si lo Uno (la Idea, el Sujeto, o cualquiera otra de sus epifanías en la historia de la metafísica) es solo uno y no divisible, entonces no puede tener ninguna propiedad, ni siquiera estar aquí o allí o ahora o luego, porque toda propiedad diferente de la pura unidad lo haría complejo y no-uno, no absolutamente auto-idéntico. Y, en especial en lo que se refiere al tiempo, dice el texto (uso la traducción –imperfecta en varios aspectos, mi juicio- de Guillermo R. de Echandía, en Alianza):

[Parménides] -¡Pues qué! ¿El “fue”, el “ha llegado a ser”, el “llegó a ser” no parecen significar una participación en un tiempo que ya ha sido?
[Aristóteles] -Ciertamente.
- ¿Y qué? ¿El “será”, el “llegará a ser” y “habrá llegado a ser”, en un tiempo futuro?
- Sí.
- ¿Y el “es”, el “llega a ser”, en un tiempo presente?
- Sin lugar a dudas.
- Luego si el Uno no participa de ningún modo del tiempo, antes no ha sido, ni era, ni fue; ahora no ha llegado a ser ni llega a ser ni es; después no llegará a ser, ni habrá llegado a ser ni será.
- Es la pura verdad.
- Pero ¿hay otros modos de participar en el Ser que estos?
- No los hay.
- El Uno, entonces, no participa en ningún modo en el Ser.
- Parece que no.
- Luego el Uno no es de ningún modo.
- Eso parece.
- Por tanto, ni tan siquiera sería uno, porque si lo fuese participaría en el Ser. Pero, según parece, el Uno ni es uno, ni es, si hemos de fiarnos de la argumentación.
- Temo que sea así.
- Pero lo que no es, precisamente por no ser, ¿podrá tener algo en sí o de sí?
- ¿Y cómo?
- Entonces no tiene nombre, ni razón, ni ciencia, ni sensación ni opinión.
- No lo parece.
- Pero ¿es posible que suceda esto con el Uno?
- Me cuesta creerlo. (Parménides, 141d y ss).

Los mismos argumentos de la deconstrucción (la inefabilidad e incomprensibilidad de lo puramente autoidéntico), en el principio de la filosofía. Esto debería obligarnos a leer el resto del Parménides, ¿no?

sábado, 18 de febrero de 2012

La muerte infinita del Yo

El ataque más profundo que ha sufrido la pretendida pureza del “yo pienso” cartesiano (y la metafísica en general) procede de la deconstrucción. Jacques Derrida, en su temprano y bello libro La voz y el Fenómeno (traducido por P. Peñalver, Pre-textos, Valencia, 1995) delata las aporías del idealismo en la forma que toma en el (a su manera) cartesiano Husserl.

Derrida se fija en su teoría del signo, de la expresión de lo que pensamos. Husserl, buscando salvar al lenguaje humano de ser tomado por una especie de señal (es decir, de signo que no expresa o dice –conscientemente- nada), cree encontrar la pureza de la expresión en el monólogo, en la “vida solitaria del alma”. Aquí no habría dudas de que uno sabe lo que quiere decir, y qué es lo que uno quiere decir. El proyecto fenomenológico, en su esencia, es, dice Derrida, ese reducir la objetividad a pura interioridad. Resulta así una primera paradoja: la pureza del querer-decir sólo se da cuando no hay un afuera al que dirigirse, cuando sería vano querer-decirle algo a alguien, pues uno ya debería saberlo (lo que se dice a sí mismo).

¿Por qué intenta Husserl esta reducción idealista? Porque, como pasa en Descartes, solo en la interioridad pura parece estar a salvo la objetividad, es decir, la presencia absoluta. Lo exterior no es diáfano, no se sabe si significa algo o no… Aunque pretende superar la ontología ingenua, la fenomenología no sería, pues, más que un caso más de la metafísica clásica o “de la presencia” (como la identificó Heidegger): lo que no es presente, carece, para el pensamiento metafísico, de valor, es derivado, secundario.

Ahora bien, ¿se consigue esa pureza, ese presente absoluto e inmaculado? Derrida muestra desde varios puntos que no, que el sí mismo está mezclado, hasta los huesos, con lo otro, con la muerte, con lo exterior:

Empezando por el asunto del lenguaje, ¿cómo ha de ser ese lenguaje puro del alma? En el fondo, para Husserl, dice Derrida, la expresión plena del pensamiento tiene que escapar a todo signo, a toda palabra, a todo significante. No nos servimos en el monólogo de palabras reales, cree el idealista, sino sólo de palabras “representadas”, imaginarias, porque las palabras reales, corpóreas, suponen una resistencia y mediación que compromete la expresión pura.
El signo, por puro que sea (como admite Husserl), no es signo si no puede usarse más de una vez. Una vez es ninguna: el signo, para serlo, debe permanecer el mismo a través de (al menos posibles) indefinidos acontecimientos diversos. Luego no hay, en verdad, discurso efectivo alguno sin compromiso con una repetitividad indefinida. Y esto significa que es imposible un lenguaje que quiera abstraerse de toda materialidad y diseminación.

Veamos la aporía desde otro ángulo, desde el ángulo del tiempo y, principalmente (es obvio) del presente. El discurso ideal solo puede (paradójicamente) ser presente, puro presente, idéntico a sí mismo. El principio fenomenológico de la intuición no significa sino que la certeza ideal y absoluta es, para toda experiencia, el presente. Mediante el presente transgredo la existencia empírica, la mundanidad, y, en primer lugar, la mía. Pero esto significa una vez más, dice Derrida, que la inteligibilidad del monólogo del alma depende de entender (para negarla y superarla) mi propia falta de identidad. Es, pues, la relación con mi muerte, dice Derrida, lo que se esconde en este ser como presencia que es posibilidad absoluta de repetición. El “yo soy” es relación con su propia desaparición posible; “yo soy” es, originariamente, “yo soy mortal”; yo soy inmortal es una proposición imposible; “Yo soy el que soy”, concluye espectacularmente Derrida, es la confesión de un mortal.

Repitámoslo (es el argumento principal): lo ideal es lo repetible, pero lo repetible no puede ser presente. Y no pueden ser extraños esa repetibilidad de lo ideal y la asociación de la, tan despreciada por la metafísica, imaginación (por eso Hume ha cautivado progresivamente a Husserl). La repetitividad amenaza la distinción entre uso efectivo y ficticio del signo. No hay criterio para distinguir lenguaje interior de exterior, puro y contaminado.

El presente de la presencia a sí (que es lo que sostiene toda la filosofía tradicional) sería como un parpadeo. Ahora bien, el presente no es simple, no es idéntico consigo mismo. No hay presencia sin recuerdo y expectación. Hay, dice Derrida, una duración del parpadeo, que acoge, en la presencia, la no presencia. Esto excluye la posibilidad de prescindir del signo. La raíz común de la posibilidad de repetición en su forma más general, la huella, habita la actualidad. Una tal huella es, si se puede decir esto, más originaria que la originariedad fenomenológica. Sin ello no hay la posibilidad de reflexión. El sentido, incluso antes de ser expresado, es temporal de parte a parte. Todos los movimientos de la metafísica recubren ese movimiento de la diferance. El sí del presente es una huella, una archi-escritura que opera en el origen del sentido. La temporalización del sentido es, desde el comienzo, un diferir, un “espaciamiento”. El espacio es la pura salida fuera de sí del tiempo.

De hecho, el pensamiento puro nunca se cumple, como Husserl tiene que aceptar. Como lo Ideal es pensado por Husserl bajo la forma de Idea en sentido kantiano (o sea, como regulativo), la sustitución de la no-objetividad por objetividad es diferida hasta el infinito. Todo el sistema idealista de “distinciones esenciales” es teleológico. De hecho, no son respetadas jamás, “su posibilidad es su imposibilidad”. Husserl no ha creído jamás en una parousía, en el cumplimiento de un saber absoluto. El Ideal es una diferancia infinita. Pero el aparecer de la diferance infinita es él mismo finito.

Debemos aceptar, cree Derrida, que hay una clausura en el interior de la metafísica, y que esa clausura ha tenido lugar: la historia del ser como presencia está cerrada. Para lo que comienza más allá del saber absoluto, dice el filósofo francés, se requieren pensamientos inauditos. No quiere decir nada. No sabemos ya, pues, si lo que se ha presentado siempre como re-presentación derivada, como “signo”, “escritura”, no “es, en un sentido necesariamente pero novedosamente ahistórico, más viejo que la presencia y el sistema de la verdad, más viejo que la “historia”.

Muy bonito, desde luego. En otro momento mostraré cómo intentará un metafísico escapar a esto. De momento, me gustaría llamar solo la atención sobre las expresiones con las que la Deconstrucción se refiere a Sí-Misma: “novedosamente ahistórico”, “más originario que el origen”, “la historia de la metafísica está cerrada”, “lo que viene (comienza)-después requiere pensamientos inauditos (¿inaudibles también?)”. (Hay quienes, como Rorty, piensan que se puede evitar un lenguaje así, pero se equivocan)

viernes, 17 de febrero de 2012

Un libro de Metafísica

Me entero por este interesante blog, de Edward Feser (con el que, dicho sea de paso, comparto poco más que el interés por la metafísica y el rechazo de todo relativismo, naturalismo, y demás estrecheces) de que se ha publicado el libro Contemporary Aristotelian Metaphysics, editado por Tuomas Tahko en Cambridge University Press; y de que se puede leer una vista previa aquí

Algunos de los autores que colaboran, como Kit Fine, John Heil, E. J. Lowe o el propio Tuomas Tahko, haciendo caso omiso tanto de los hermeneuta-post-todo como de los negativistas cientificistas acientíficos, son magníficos exponentes del renacimiento de la metafísica aristotélica en el corazón de las universidades anglosajonas y en el lenguaje de la mejor filosofía analítica (en España a esto se le espera para rato: ahora que, además, ya no somos una de las principales economías del mundo, menos prisa todavía tenemos que darnos).


En especial, Kit Fine, profesor de Filosofía y Matemática en la Universidad de Nueva York (y al que dediqué una entrada hace tiempo) me parece una de las mentes más clarividentes entre los filósofos vivos, y un metafísico en toda regla.


Por supuesto, han apostado por el caballo que llegará en segundo lugar, es decir, por Aristóteles, y no por Platón, y no llegan a entender la dialéctica y la analogía del Parménides y de El sofista. Pero no se puede pedir mucho más al mundo, tal como está.

miércoles, 15 de febrero de 2012

De probetas, prácticas y cavernas

¿Cómo sé que no soy un cerebro en una probeta, al que unos malvados científicos están suministrando experiencias? O, mejor dicho (dado que quien piensa no es el cerebro, sino la mente) ¿cómo sé que mi mente no está bajo el poder de una mente maligna superior, que me induce con sus poderes mentales (quizás superadoctrinamiento escolar) a creer en un mundo ficticio?

Algunos filósofos modernos, de inspiración wittgensteiniana, como H. Putnam (y, a su manera, D. Davidson), han argumentado que eso es imposible porque el lenguaje no puede ser privado, sino que es algo social. Estas teorías “socialistas” solo tiene de verdad lo que coincide con lo que piensa Descartes (y es eso, una coincidencia): tienen de verdad que hay una parte del lenguaje, lo racional, universal, etc., que no puede ser fruto de una entidad contingente, aunque sea un sujeto consciente. La razón es universal. Pero, por la misma razón, tampoco puede ser social: ninguna sociedad tiene facultad para prescribir qué es lógico y qué no. Por tanto, estos sociofilósofos confunden el hecho de que la sociedad, como no podía ser menos, aplaude nuestras conductas racionales, con que es ella la que las sanciona (de hecho, si la sociedad no aplaude lo que a mí me parece razonable, peor para la sociedad). Ese sociologismo es tan falso como que si hubiese un solo sujeto en el mundo, yo por ejemplo, debería respetar la lógica y pensar racionalmente.
Es más, toda la parte equivocada de estos filósofos, consiste en que yo no puedo siquiera tener la certeza de que estoy comprobando cómo una comunidad asiente a mis usos: ¿Y si soy un cerebro individual en una probeta, al que los malvados genios le están suministrando la creencia de que ve a otras personas asentir? Esto podría ser cierto, pero no influye nada en la lógica y en la capacidad racional en general. Descartes tiene razón, y los intentos anticartesianos de los últimos decenios, fracasan.

Volvamos entonces a la pregunta: ¿cómo sé que las ideas que me hago acerca del entorno material (que tengo este cuerpo, que el mundo tiene estas o aquellas propiedades) son correctas? Como dije en la entrada anterior, mis alumnos y yo (en una especie de coincidencia que no puede ser una coincidencia) vimos una salida mediante el concepto de Acción. Aquí pondremos a bailar en corro a Descartes con Aristóteles y con (lo mejor d)el pragmatismo.
Todos tenemos un conocimiento de primera mano de lo que es actuar: cuando actuamos nuestras representaciones (voliciones) preceden a lo que ocurre. Yo deseo mentalmente mover el brazo, y el brazo va y se mueve. Es más, como dicen los aristotélicos (esos filósofos mil veces más sabios que la mediocridad de la filosofía contemporánea que los desprecia) operar y ser son lo mismo: el ser es energeia. Yo soy idéntico a mi voluntad, es decir, a mi acción. Las representaciones pasivas, es decir, aquellas en que yo no soy la causa, pueden ser ficticias. Pero mi acción no puede ser ficticia: si alguien pudiese fabricar mi acción, simplemente me estaría fabricando a mí mismo. Por eso, la manera que tengo de poner a prueba la realidad es actuar sobre ella (interactuar con ella). Este es, en esencia, el método científico: creo reales aquellas cosas que responden a mi acción, a mi experimentación. Cuanto es mi acción y coherente con mi acción, es real.

Ahora bien, ¿eso me permite discriminar si el escenario en que me muevo es la última realidad, y no más bien un escenario intermedio, dado que mi libertad de acción es siempre limitada? No, no parece. Por tanto, toda parte de la realidad que sea contingente (es decir, que podría ser de otra manera), puede ser un sueño. De hecho, es una caverna, porque, como dice Platón en el Fedón, vivimos en una de las muchas simas de la realidad. Y aquí cito la parte de mi libro donde me ocupo de ese pasaje:

M.–Según Sócrates, nosotros, los humanos, vivimos en una de las muchas simas de diferente profundidad que hay en la Tierra, en la auténtica Tierra, que es esférica. No vivimos en la superficie, sino en un hueco inundado de agua y comunicado con otros mediante conductos subterráneos. En la superficie auténtica todo tiene un color y unas cualidades mucho más brillantes y puros que en nuestro lugar, porque lo que nosotros vemos aquí son copias de aquellas cosas perfectas de la verdadera superficie. Lo que tomamos aquí por aire es, en realidad, un medio más denso, algo así como el agua para quienes habitan en la superficie real. Para ellos, nosotros vivimos sumidos en el mar, como los calamares. Lo que ellos llaman aire es más puro que nuestro aire, es éter. Entre los habitantes de la superficie hay también templos, pero con la diferencia de que en ellos habitan realmente los dioses. ¿Qué os parece?
Beatriz.–Que es mucha la imaginación de Platón.
A.–¿Y qué dices que significa todo eso?
M.–Me parece fácil. Está claro que esa Tierra, toda, no es ni más ni menos que toda la Naturaleza, de la que nosotros somos una parte. La Tierra completa, es decir, el mundo, es esférico, y por fuera comunica solo con el éter, o sea, con el cielo perfecto o mundo de la realidad real. Todos esos huecos que hay en la tierra, habitados por diferentes tipos de seres ¿qué pueden ser?
A.–¡Cavernas!, ¡como en el símil de la caverna, ya lo veo!, porque has dicho que las cosas que se ven aquí son imágenes de las de la superficie.
M.–Exacto. No es ni más ni menos que lo que Platón ha dicho en otros lugares: habitamos un antro, un hueco oscuro de la realidad redonda. Todo ese inmenso cielo que vemos por las noches, lleno de estrellas, es solo un hoyo del ser. Hay otros muchos mundos o, mejor, trozos de mundo, unos más puros y otros menos, y todos forman uno solo, la Tierra completa.
A.–Me recuerda a los físicos que hablan de otros mundos paralelos, o convergentes… Pero ¿por qué inundado de agua?
M.–Creo que bastaría con que quisiera significar que el medio en que vivimos es más denso que el que habitan quienes tienen una inteligencia perfecta. Sócrates dice que por causa del agua los objetos se corrompen.
A.–Tenemos ciencias oxidadas.
M.–Eso es. Pero el agua tiene, quizá, más cosas que decir. Siempre he asociado esto con unos fragmentos que se conservan del luminoso Heráclito, en que identifica las almas con el agua. También hay que tener en cuenta que el agua es intermedia entre la tierra, que es lo más denso y pobre, y el fuego.
Beatriz.–A mí me recuerda al cuento de la Sirenita. También ella es mitad animal y mitad humano, o sea, mezcla de irracional y racional, como nosotros, según tú. Además, aspira a ser humana y casarse con el príncipe.
A.–Eso está bien visto.

lunes, 13 de febrero de 2012

¿Se puede salir de una "realidad ficticia" (aunque sea con ayuda divina)?

Estaba discutiendo esta mañana con mis alumnos de Bachillerato acerca de Descartes, y nos hemos enredado un buen rato en un asunto, sin que pudiéramos salir del atolladero:

Empezando por el principio, Descartes ve claro que está pensando y, por tanto, existiendo en este momento. Ni el más extravagante de los escépticos, ni el más poderoso de los genios malignos, dice, puede hacerme creer que estoy pensando y existiendo ahora si, en verdad, no existo ni pienso ahora. Ni Dios, digamos, puede hacerme dudar de ello. Para creer en esto parece que no necesito garantía alguna.

Pero ¿qué más puedo saber? ¿Puedo saber si el mundo que veo, el sol y las estrellas, todo este teatro, existen realmente y no son solo un engendro de mi mente? Parece que no. Lo que tienen de perfectos todos esos cuerpos inconscientes es inferior a mi mente, así que puedo habérselo dado yo: podrían ser un sueño mío. Eso sí, del hecho de que no sé si son un sueño mío, del hecho de que dudo, infiero que yo no tengo toda la perfección. Pero, como la idea de perfección tiene que ser objetiva (si es que puedo objetivamente discriminar entre pensamientos correctos e incorrectos), y como toda idea tiene que tener una causa real, que posea formalmente lo que mi idea tiene realmente, infiero que existe un ser perfecto, Dios, causa de mi mente y de todas las cosas.

Ahora advierto, dice Descartes, que un ser así no puede permitir que yo me engañe sistemáticamente, es decir, que el genio maligno no puede ser el causante de que yo viva en un mundo ficticio ni siquiera en lo que se refiere a la existencia del mundo de los cuerpos. Dios vence al brujo. Eso sí, advierte Descartes, quien no admita la existencia de Dios, de un ser perfecto y bondadoso, carecerá siempre de justificación para creer lo que ve, porque bien podría estar en manos de un genio o mago malvado.

Dejando al lado la aparente circularidad en la que incurriría Descartes por decir que necesitamos la garantía de Dios para creer nuestros pensamientos claros y distintos, cuando él (Descartes) no recurrió a esa garantía (ni podía hacerlo) cuando aceptó sin duda que pensaba luego existía (uno de mis alumnos, Asensio, solucionó brillantemente esa apariencia de circularidad: Dios solo es garantía necesaria para lo que no sería absurdo negar –es absurdo negar que existo ahora, pero no que tengo cuerpo-) la cuestión es la siguiente:

Supongamos que somos, como los personajes de Matrix, habitantes de un mundo virtual. Una especie de genios o magos, muy listos, nos tienen encerrados en una “realidad ficticia”. ¿Seríamos capaces de averiguar, antes o después, que esa realidad en que habitamos no es la realidad física última? Y, ¿de qué nos serviría creer en la existencia de Dios, de un ser totalmente perfecto, para ello? Al final de clase llegamos a ciertas conclusiones que nos parecieron sólidas, pero me gustaría saber la opinión de los posibles lectores.

domingo, 12 de febrero de 2012

Por qué hay que rechazar el Relativismo (panfleto filosófico)

Por qué hay que rechazar el Relativismo (panfleto filosófico)

miércoles, 8 de febrero de 2012

Es necesariamente falsa la creencia de que quizá todas nuestras creencias sean falsas

Puede que estemos equivocados en todo… ¿Puede que estemos equivocados en todo?, ¿que todas y cada una de nuestras creencias sean falsas, incluida, por ejemplo, la de que yo ahora estoy pensando? Sí, dicen unos; no, dicen otros. ¿Quienes estarán equivocados? Si estuviesen equivocados los segundos, necesariamente lo estarían los primeros, pues ya tendríamos una certeza indudable. Por tanto, quienes dicen que quizá estemos equivocados en todas y cada una de nuestras creencias, o bien están equivocados o bien están equivocados: no podemos estar equivocados en todo:

La versión teológica de nuestro humilde (falsamente humilde) reconocimiento de pequeñez, dice que Dios, puesto que Él (o sea, Yo) es todopoderoso, podría haber hecho incluso que lo contradictorio fuera cierto, ¡cuánto más cualquier conocimiento más “sintético”, con más carne de intuición! A no ser gracias a la fe (o sea, a mi fe), todo colapsaría en un caos de creencias indiscriminables. La versión “moderna” secular dice que, puesto que somos contingentes y todo lo que tenemos es una creencia después de otra, y dado que todo lo que nos hace creer en la bondad de una creencia es un contingente sentimiento muy fuerte de que es buena (como si apretásemos mucho los ojos o nos pusiésemos serios), y como quiera que ese sentimiento podría ser engañoso, porque es concebible que no lo tuviésemos (sino que tuviésemos justamente el contrario), todas y cada una de nuestras creencias podrían ser falsas. Incluso las que me costaría mucho apretón de ojos creer equivocada, como, por ejemplo, que ahora estoy pensando, o que existe algo.

Ahora bien, ¿puede estar equivocado también quien dice que podemos estar equivocados en todo?, ¿puede ser una creencia equivocada la que dice que puede ser que estemos equivocados en todas y cada una de nuestras creencias? ¿Podría ser falso que quizá todo sea falso?, ¿podría fallar el falibilismo?

Una de dos: o el falibilismo puede fallar, o no.

     - Si no puede ser falso (si no puede estar equivocada la creencia de que todas y cada una de nuestras creencias podrían estar equivocadas), entonces es falso, puesto que ya tendríamos una creencia que no puede estar equivocada. No puede ser una verdad incontrovertible que todas las creencias son controvertibles.

     - Si puede ser falso (si puede estar equivocada la creencia de que todas y cada una de nuestras creencias podrían estar equivocadas), entonces tiene que poder ser verdadero que algunas de nuestras creencias no estén equivocadas. Debe de poder haber verdades incontrovertibles.

Obviamente, la única salida razonable, en este momento, para el falibilismo, es la segunda: el propio falibilismo debería poder estar equivocado, si no quiere ser infalible. Así que, pese a ciertas expresiones falibilistas como “todo pensamiento humano es falible”, lo más que podría decirse es “Puede ser que todo pensamiento humano sea falible”, o, más bien (para que no haya nada que parezca infalible) “puede ser que pueda ser que… todo pensamiento humano sea falible”.

El problema se desplaza, entonces, a si podemos averiguar si una teoría (el falibilismo o su contraria) es correcta. Quizá el falibilismo esté equivocado, pero nosotros no podamos saberlo nunca, porque todas nuestras creencias acerca de si está en lo cierto o no podrían estar equivocada. Quizá nunca tengamos un criterio seguro o infalible para saber si el falibilismo es cierto o no, lo que, paradójicamente, confirmaría al falibilismo.

Nuevamente, una de dos: o podemos o no podemos saber si una teoría es acertada o equivocada:

     - Si no podemos llegar a saber si una teoría (el falibilismo, por ejemplo) está equivocada o no, entonces el falibilismo es infalible. Será infaliblemente cierto que “no podemos saber si una teoría es cierta o no”.

     - Si podemos llegar a saber si una teoría (el falibilismo, por ejemplo) está equivocada, entonces debemos poder encontrar criterios incontrovertibles o infalibles para determinar si una creencia (el falibilismo o su contrario) está equivocada o no. Y el falibilismo solo podrá expresarse como “puede ser que pueda ser que… no encontremos nunca criterios para determinar si una teoría está equivocada o no”.

Podemos repetir esto hasta el infinito. En cada estadio, para que el falibilismo no sea una postura dogmática e infalible, necesita suponer que podría estar equivocado, y que podría haber criterios ciertos e infalibles para determinar de manera cierta e infalible la veracidad de una creencia. Pero ¿qué pasa con el recurso ad infinitum? ¿Cómo afecta al falibilismo?

En realidad, el aplazamiento sine die de la respuesta, supone la infalibilidad del falibilismo, Para que el propio falibilismo sea falible, siquiera en principio, debe ser concebible alguna situación en la que alguien tendría una certeza absoluta de que aquella creencia en que estuviese creyendo, no podría estar equivocada. Si no es concebible una situación así, no es concebible que se pueda dirimir entre el falibilismo y su contrario, así que cualquier posición, incluido el falibilismo, sería infalible e irrefutable.

Pero el falibilista no puede aceptar que sea concebible esa situación, porque entonces habría algo más que la simple creencia subjetiva de que eso que creo es cierto, y ya sería cierto, ahora, que tenemos una manera concebible de distinguir entre lo verdadero y lo falso. Él dice (y es todo su argumento) que, por muy vivo que sea su sentimiento de seguridad, Descartes podría estar equivocado al creer “estoy pensando” (quizá no entiende bien los términos que usa, o los métodos deductivos no son válidos, o…). Ahora bien, no hay ninguna situación concebible en que no pueda hacerse la misma operación de duda. Si al falibilista se le apareciese Dios, y aunque le cortase una pierna o le pusiese alas para intentar demostrarle que efectivamente es Dios, el falibilista podría responder (casi)impertérrito que quizá todo eso no es más que una ilusión suya, o de nadie, porque quizá él mismo no existe ni está pensando en este momento, porque quizá no hay nada de nada en ningún sitio. Quizás.

El resultado de esto es que el falibilismo es infalible. Aunque, en un primer momento, simule aceptar que también él podría estar equivocado, de hecho no puede admitir ninguna situación en la que podría mostrarse que está equivocado. Ante cualquier situación, él siempre podría poner en duda esa evidencia, y salir infalsado e infalible. Porque si aceptase que realmente es falible, tendría que aceptar una manera de mostrar eso.

No gana nada el falibilista con introducir un “actualmente” en su tesis.

     - o bien no concibe actualmente ningún criterio por el que podría distinguirse si el falibilismo está actualmente equivocado o en lo cierto,

     - o admite actualmente que hay algún criterio por el que podríamos distinguir si el falibilismo está o no en lo cierto.
En cualquiera de los dos casos, el falibilismo es actualmente infalible.

Tampoco gana nada con decir que todas las creencias son falibles excepto la propia creencia falibilista, porque (aparte de que una creencia implica lógicamente muchas otras) el criterio que usa para su creencia falibilista (la evidencia con que lo percibe –incluida la consistencia lógica-) es trasladable a cualquier otra creencia. En especial, es evidentísima toda la argumentación precedente.

El falibilismo es, pues, infalible e irrefutable, y, por tanto, contradictorio. En verdad, es una tesis metafísica y epistemológica absolutista: todo es contingente y toda creencia es contingente. Menos él. ¿Y cuál es su base? La errónea idea de que cualquier cosa que yo pueda decir que pongo en duda, está puesta en duda. Realmente, el falibilista no puede conceptualmente poner en duda que está pensando. Solo puede hacerlo verbalmente.

Por tanto, tenemos que rechazar el falibilismo. Es necesariamente falsa la creencia de que todas y cada una de nuestras creencias podrían ser falsas. El no-falibilismo es infalible, como, en buena lógica, era de esperar.

martes, 7 de febrero de 2012

Evolución musical

El arte, decía, es la actividad de descubrimiento y plasmación de lo bello, esto es, de lo ideal en su aspecto figurativo o “imaginal”, es decir, de la unidad y el orden expresable figurativamente (en sentido amplio). Se trata, en términos abstractos, de lograr la mayor síntesis de completitud y unidad, lo que implica el mayor grado de jerarquía. De acuerdo con ese criterio puede establecerse los rasgos generales de lo que es, a priori, evolución artística.

En esto no hay mayor misterio que en el hablar de una evolución moral y política, o una evolución científica, de la humanidad a lo largo de la historia. En todos los casos se presuponen criterios a priori de lo que es evolución moral o evolución científica, y se mide con ellos lo sucedido. Así podemos calificar de “primitivos”, “decadentes”, etc., políticamente o científicamente, a tales o cuales estadios culturales de tal o cual civilización, si, por ejemplo, en ellos está más o menos protegidos los derechos de las personas y la equidad, o si en ellos prolifera o no la producción de teorías, son capaces de producir más tecnología, etc.

La evolución, en el arte como en todo, consistirá, pues, en un camino hacia dos rasgos antitéticos pero mutuamente implicados (dialécticos): la universalidad y la discriminación o diferenciación. Esto es la evolución lógica, o, más bien, la lógica de la evolución. Lo contrario (tender a representaciones con un valor y sentido menos universal, y a la confusión de los elementos) es involución. Sencillamente, la evolución es orgánica (como la que observamos en la vida: tendencia al orden, a la universalidad y la diferenciación).

El arte tenderá a expresar algo cada vez más universal y de un modo más universal, y lo hará distinguiendo los elementos que estaban confundidos o mezclados indiscriminada o inconscientemente. Dentro de esta forma general caben, desde luego, muchas variaciones, dependiendo, por ejemplo, de aquellos elementos históricos o contextuales de los cuales parte el artista, de sus concepciones filosóficas o ideológicas, etc. Esto podemos, luego, “constatarlo” en la historia. En realidad, es una constatación en el inocente sentido de que comprobamos que ciertos procesos culturales responden a lo que, a priori, repito, es evolución; igual que constatamos que tal o cual sociedad está más evolucionada política o científicamente.

En una fase primitiva, todas las actividades intelectuales están confundidas. Religión, ciencia, arte, política… todo es lo mismo. La misma idea se expresa mediante una amalgama de elementos figurativos, conceptuales, prácticos… que, en fases posteriores, se verán como separables. Hay una connivencia inconsciente de todos esos elementos, que el pensamiento “primitivo” no sabe discriminar. Las primeras lenguas, o los primeros estadios del lenguaje, son, en lo que se refiere al sonido, tonales (es decir, no distinguen canto de prosodia), semánticamente figurativos (los conceptos no están separados como elementos abstractos).

En la evolución del arte pasa lo mismo. Al principio todas las formas artísticas estaban mezcladas, sobre todo, obviamente, las que atañían al mismo medio sensible (por ejemplo, las artes musicales). La historia de la evolución del arte supone la progresiva discriminación de aspectos, y la jerarquización progresiva de lo antes indistinto.

En el ámbito concreto de la música, la evolución ha significado, a la vez que una universalización de los elementos esenciales, una simultánea separación de aspectos: separación de voz e instrumentos, separación de tiempo, melodía, timbre… En todos los casos acabamos reconociendo como distintos, aspectos que antes no se era capaz de separar.

Un caso ejemplar, en la evolución de la música, es el descubrimiento de la polifonía y el contrapunto (que tiene su análogo plástico en la perspectiva). Las formas primitivas son esencialmente monódicas. Supone un auténtico descubrimiento desenvolver y hacer explícito lo que en cada nota estaba implícito en forma de armónicos. El oído percibía inconscientemente la complejidad de la nota, pero no distinguía en ello lo tímbrico de lo melódico. Un paso intermedio lo constituyen los instrumentos con cuerdas resonantes por simpatía, como uno de mis instrumentos preferidos, el sarangi indio, tocado inmejorablemente por Pandit Ram Narayan, que tiene muchas cuerdas de resonancia:



¿Ha ocurrido en la música una evolución cualitativamente comparable con el descubrimiento de la armonía? Desde luego, el serialismo no lo es. El uso de los doce tonos, o incluso de microtonos, me parece más un ahondamiento en lo ya descubierto. Lo que es cierto es que no podemos imaginar lo que supondría un descubrimiento cualitativo. Solo los genios lo consiguen. Pero, cuando lo descubren, en poco tiempo las generaciones saben reconocerlo como lo más natural del mundo.