domingo, 27 de noviembre de 2011

La Perfección existe necesariamente (una versión del "argumento ontológico")

Después de varias entradas preparatorias, voy a exponer ahora mi versión del llamado argumento ontológico, entendiéndolo como el argumento metafísico que pretende probar que existe necesariamente un ser perfecto (definido como un ser completamente autónomo y unitario, y que es norma de validez de cualquier otro posible ser y noción de cualquier ámbito de cosas).
Recuerdo todo lo recorrido, y que se da por supuesto para entender correctamente el argumento:
  • Existencia y criterio de existencia: existir significa ser independiente o autónomo, especialmente ser independiente de toda representación. Todo aquello que tenemos que concebir como independiente de nuestras representaciones (es decir, que lo concebimos como siguiendo siendo lo que es cuando nos concebimos no concibiéndolo) tenemos que aceptar que existe en esa medida. Solo aquellas nociones que podemos reducir a otras o a meros engendros de nuestra mente, podemos afirmar que en verdad no existen. 
  • Es lícito (es más, es necesario) inferir la existencia de algo a partir de su “mera” noción, si esta tiene rasgos que la “necesitan”, es decir, que la hacen necesariamente postulable como existiendo; no hay otra manera de inferir la objetividad que a partir de ciertas representaciones. Si esto no fuese válido, no habría posibilidad de inferir ninguna existencia de nada. También nuestras inferencias de existencias físicas van de cierta noción o representación (los fenómenos), a la afirmación de su realidad objetiva. En todos los casos, los criterios que se usan son los de autonomía e individualidad. 
  • Existir no significa lo mismo que estar implementado materialmente. Hay representaciones o nociones que no podemos reducir a fenómenos físicos ni a meros engendros subjetivos, porque las concebimos como autónomamente vigentes independientemente de que exista este o cualquier otro universo material. (Dos es par y es “antes” –ontológicamente antes- de que haya universo).
  • La noción de Validez Absoluta o Perfección es una noción clara y coherente, y, lo que es más, ineludible y fundamental para cualquier actividad racional. Es la noción fundamental de la axiología, y toda actividad racional tiene un componente axiológico esencial. Una teoría es teoría en la medida en que es válida o correcta, según unos criterios últimos que son los más válidos o correctos. Y lo mismo puede decirse de otros ámbitos, incluida la ontología: atribuimos más realidad (reificamos) atendiendo a los mismos criterios axiológicos que usamos en la ciencia o en la moral. No hay discurso racional sin que se presuponga la noción de validez incondicional o perfección. 
  • La perfección no es concebible como una cualidad de una sustancia limitada, finita o no perfecta, porque una cosa imperfecta no puede dar soporte a la validez incondicional. La perfección solo puede ser una cualidad esencial o definitoria de un ser individual, distinto a cualquier ser que sea imperfecto en algún sentido.

Ahora, el argumento, limitado a dos premisas y la conclusión:
(1) Lo que se concibe como siendo necesariamente autónomo o independiente de cualquier otra cosa, hay que afirmar que existe realmente;
(2) La Perfección (o Validez absoluta o incondicional) se concibe necesariamente como autónomo o completamente independiente de cualquier otra cosa;
(C) Por tanto, la Perfección (o Validez absoluta o incondicional), existe realmente.

La primera premisa no es más que la explicitación del criterio de existencia que propongo, y que me parece muy natural. Quien no lo comparta, tendrá que proponer otros, y explicar qué debemos entender por “existir”, justificándolo de manera que haga inteligibles nuestros asertos existenciales.

La segunda premisa, obviamente, no prejuzga la existencia del Ser Perfecto: se limita a afirmar su concebibilidad. A favor de esto se ha probado en anteriores entradas, haciendo ver, primero, que no hay nada confuso o incoherente en la idea de perfección o validez absoluta, y, segundo, que esa noción está implícita en cualquier discurso racional, desde la ciencia a la ética y la estética.

Compárese con estos otros argumentos de inferencia de existencia:
Lo que es capaz de provocar cambios físicos (o lo que puede ser medido, o lo que puede ser observado…) existe físicamente
Los campos electromagnéticos son capaces de provocar cambios,
Luego los campos electromagnéticos existen físicamente.
 Y con un argumento de inferencia no-existencial: 
Lo que solo es divisible por sí mismo o por la unidad es primo
17 solo es divisible por sí mismo o por la unidad,
Luego 17 es primo
En ninguna de las segundas premisas se prejuzga lo que se concluye.

Compárese ahora con otras posibles cuestiones existenciales:
¿Existe don Quijote, como persona física que finge ser? No. Don Quijote no existe realmente porque, en su noción se incluye que viviese en la Mancha (y por tanto, alguien pudiera haberlo visto) pero eso no es verdad: nadie lo vio. Es una ficción. Ahora, si descontamos el elemento “vivió en la Mancha real en este mundo”, y dejamos los demás rasgos, don Quijote es una buena idea, descubierta por Cervantes. Como “posible”, como estructura ideal que podría implementarse en algún mundo físico, quizá existe realmente, si no es inconsistente en algún sentido.

¿Existe el éter, o el flogisto? Esto no fue fingido por sus postuladores, pero las pruebas de existencia que podrían verificarlo (su causación de modificaciones materiales) no dieron un resultado positivo.

¿Existe el Dos? En este caso nadie está preguntando si existe físicamente el número dos, porque esa frase carece de sentido, como carecería de sentido preguntarse de qué color es una sonrisa (bueno, tendría un sentido metafórico y sinestésico). Lo que se pregunta es si el dos es una realidad independiente de cualquier mente. Y la respuesta es sí, existe el dos. No es ni un invento de la mente humana, ni reducible a cualquier otra naturaleza.
 En el caso de “¿Existe la Perfección (un ser Perfecto)?” tampoco se pregunta si es un objeto físico (lo que sería absurdo), sino si es una entidad que haya que concebir como autónoma de todo sujeto o pensamiento. Y la respuesta no puede ser más que sí, porque precisamente la idea de Perfección equivale a la idea de autonomía o independencia. La autonomía no puede no ser autónoma, como el dos no puede no ser par.

La Perfección,
  • A diferencia de las ficciones (y en consonancia con todo lo que existe y no es mera ficción) no depende de la mente.
  • A diferencia de las entidades materiales (y en consonancia con todo lo que existe pero no es material), no depende de la existencia de ningún universo material,
  • Y a diferencia de las entidades no materiales pero no absolutas (y como propiedad exclusiva suya), no depende en ningún sentido de ninguna otra cosa.
  • Al contrario, toda otra entidad solo es concebible como objetiva si existe un criterio no subjetivo de validez. Si el Dos existe es porque es una noción racional, correcta, consistente, etc. Pero la Perfección es la idea de la consistencia misma, de la corrección misma, de la racionalidad misma.
  • Si no se supone que existe la Validez absoluta o Perfección, no puede creerse que se tiene pensamientos válidos en ninguna medida. Si la idea de Validez fuese subjetiva, todo lo sería. Luego la idea de Validez o Perfección es objetiva y existe necesariamente, y existe en una sustancia apropiada, o sea, perfecta.  
"En fin, he aquí lo que a mí me parece: en el mundo inteligible lo último que se percibe, y con trabajo, es la idea del bien, pero, una vez percibida, hay que colegir que ella es la causa de todo lo recto y lo bello que hay en todas las cosas, que, mientras en el mundo visible ha engendrado la luz y al soberano de ésta, en el inteligible es ella la soberana y productora de verdad y conocimiento, y que tiene por fuerza que verla quien quiera proceder sabiamente en su vida privada o pública.
-También yo estoy de acuerdo -dijo-, en el grado en que puedo estarlo."

(Platón, República, 517 b-c)

sábado, 26 de noviembre de 2011

Sustancias, accidentes y la idea de Perfeccíón

Hay una noción clara, unívoca e ineludible de Perfección o Validez absoluta. Una cuestión penúltima, antes de exponer el argumento “ontológico”, es la de si la noción de Perfección puede o debe corresponderse con la de una cosa o sustancia individual. ¿No será, más bien, una (mera) propiedad de alguna otra cosa? No pensamos, por ejemplo, que los criterios, o los pensamientos de ningún tipo, sean sustancias, sino que son ciertas cualidades que se dan adheridas a una sustancia (una mente, quizá). Eso sí, toda cosa tiene que tener algún estatuto tipológico ontológico: lo que no es sustancia, debe ser propiedad de alguna sustancia, o algún otro tipo de “accidente”.

¿Qué es sustantivo, y qué es propiedad, o adherido o accidente de algo sustantivo? El concepto de sustancia es el concepto de una entidad completa e individual, que no puede “darse” en otra cosa más individual o completa. Un color, se supone, es una propiedad de un cuerpo, pero un cuerpo (un electrón, por ejemplo) no es una propiedad de ningún otro cuerpo, y quizá de nada: es ontológicamente individual, independiente. Un electrón, ciertamente, no es causalmente separable de otros cuerpos, pero es separable ontológicamente (al menos, según los criterios de individuación convencionales en nuestro discurso acerca de entidades físicas), puesto que es este electrón, que está aquí y ahora. Bueno, se plantea aquí un interesante problema con el concepto de no-localidad de la física moderna. Quizá esta idea, si fuese ineludible, llevaría a que realmente solo hay un individuo, el universo mismo (como ya pensó Spinoza). Feynman y Weehler propusieron alguna vez la teoría de que existe un único electrón en todo el universo, moviéndose atrás y adelante en el tiempo. Sea lo que sea de esto, el concepto de sustancia es el mismo: aquello que es ontológicamente separable (obviamente, teniendo en cuenta el ámbito ontológico del que estamos hablando).

¿Son sustancias los cuerpos, incluido el (nuestro) universo entero mismo? Si fuese válido el argumento idealista berkeleyano (o hegeliano), no, claro: los cuerpos serían algo soportado por la mente, que sería la verdadera sustancia. No entraremos en este debate. Basta con notar que el criterio de sustantividad que usan estos filósofos es el mismo: la separabilidad y completud. Lo que pasa es que ellos no creen que los cuerpos sean separables de la representación de ellos.

¿Es la Mente una sustancia? ¿O el Dos? Los materialistas dicen que no, que son propiedades de ciertos cuerpos o eventos corporales, análogamente a lo que ocurre con el color. Esto es falso, porque, mientras que es imposible concebir una mancha de color sin una superficie, no es en absoluto imposible concebir el Pensamiento, o el Dos, sin que se de en un cuerpo. Es más, la idea de que un pensamiento se de en un cuerpo no puede significar más que la existencia de cierta correlación, ya sea causal o de superveniencia, entre uno y otro. Pero la relación causal o de superveniencia no implica la falta de sustantividad ontológica. Lo mismo puede decirse del Dos, que es plenamente concebible siendo par “antes” (ontológicamente antes) de que existiese cualquier universo material que implementase ejemplares de dúos.

Por tanto, aunque las sustancias consistan en individuación, la manera de individuarse puede ser diferente de un ámbito de cosas a otro. Las entidades no materiales se individúan solo mediante la forma o esencia, como decía Tomás (Leibniz, razonablemente, extendía esto a toda entidad, en última instancia, porque consideraba al espacio y al tiempo como abstracciones que encubrían cualidades formales más distintivas que la mera homogeneidad de lo local).

Y ¿qué hay de la idea de Perfección? ¿Es o puede ser concebida como sustancia, o es, más bien, una cualidad o propiedad que se da en una sustancia, por ejemplo una mente? Lo que desde luego no puede aceptarse es que flote en el limbo ontológico. Si la Perfección no puede ser una cosa o sustancia individual o entidad (el ser Perfecto), entonces tiene que ser parte de una cosa. Si no es un sustantivo, tiene que ser un adjetivo.
Pero esta pregunta es paralela a la de si un electrón, o mi mente, o el dos, son sustancias. Al menos habría que empezar por admitir que, de la misma manera que el dos no puede ser una cualidad de mi mente (porque el dos es independiente de que yo exista), la Perfección, sea sustantivo o adjetivo, no puede ser un adjetivo de una cosa finita o imperfecta. Igual que una mesa no puede ser el soporte de una fuga, y un cuerpo no puede ser el soporte (sino, a lo sumo, un fenómeno correlacionado) de un pensamiento, una entidad imperfecta no puede ser el soporte de la noción de perfección, porque eso conduciría, necesariamente, a la devaluación de la noción de perfección (o validez absoluta). Pensemos, por ejemplo, en qué significaría que los criterios epistemológicos, que son los que dan soporte a la validez de, por ejemplo, los razonamientos deductivos, fuesen, en realidad, un adjetivo o accidente de nuestro cerebro o de nuestra psique. Como nuestro cerebro (o nuestra psique) es algo local y temporal, los criterios epistemológicos no podrían tener mayor validez que la de mi localidad y temporalidad. Esto convierte a todo posible conocimiento (incluido este) en una ilusión. Ese es, a mi juicio, un buenísimo razonamiento, que Descartes expresa justo antes del argumento ontológico, y que conduce a él como de la mano.
Si no hubiese que considerar a la perfección como una cosa o sustancia o sujeto, al menos habría que concebirla como dándose en una cosa, sustancia o sujeto capaz de soportar su vigencia absoluta, o sea, en un ser perfecto. Y podríamos considerar definitorio de esa sustancia o sujeto, el poseer de manera actual el criterio de validez absoluta, como consideramos definitorio de las personas poseer criterios virtuales de validez absoluta.

miércoles, 23 de noviembre de 2011

¿Es plural, o eliminable, la noción de Perfección?

Hay nociones axiológicas en todos los ámbitos de la actividad racional. Pero ¿son estas nociones, las mismas, de un campo a otro, o son meras metáforas? Y, en segundo lugar, ¿son prescindibles las nociones axiológicas?

¿Es unívoca la noción axiológica (Validez, Corrección, Perfección), de un campo a otro? Podría pensarse que no es así, sino que es una en la ética, otra en la estética, etc. Habría que explicar, en ese caso, por qué en las lenguas “naturales” no se considera un término equívoco (como gato o banco), ni metafórico, sino, a lo sumo, analógico. Cuando decimos “esta teoría es correcta” y “esta acción es correcta” no pensamos que lo que cambie sea el significado de “corrección”, sino el ámbito o dominio a que está siendo aplicado.
Pero hay una prueba mejor, a priori y al mismo tiempo “constructivista” o intuitiva, de que las nociones axiológicas son las mismas, se apliquen al campo que se apliquen. Consiste en constatar que lo que se exige, en cualquiera de esos campos, para atribuir esos términos axiológicos a algo (es decir, los criterios) se apoya en exactamente los mismos conceptos, que nadie calificaría sensatamente como de equívocos. Veámoslo:

-Empezando por el dominio menos debatible, ¿qué se pide de una teoría para que sea “mejor”, más “válida”? Son dos las características fundamentales (las otras se derivan de ellas) para considerar mejor a una teoría: Unidad y Autonomía.
Unidad: una teoría es mejor cuanta mayor unidad consigue. Por supuesto, esto implica que deba encerrar la mayor multiplicidad, es decir, que explique el mayor número de cosas con los menores recursos, porque una teoría que fuese muy unitaria pero que se aplicase a un solo objeto, no fomentaría la unidad de la ciencia. También se deduce de ello que una teoría, para ser mejor, tiene que ser lo más coherente posible: la coherencia es unidad en lo múltiple. Y también se deduce, por lo mismo, que tiene que tener el mayor orden posible, es decir, la mayor jerarquización y menor diseminación posible.
Autonomía: una teoría es mejor cuanto más independiente es, no solo de rasgos subjetivos, sino de otras teorías. Se considera más fundamental a una teoría que engloba a las demás. Idealmente, la ciencia aspira a una autonomía total, es decir, que nada externo a los propios criterios teoréticos (autoridades religiosas, rasgos contextuales, etc.) la condicione.

Estos mismos rasgos, unidad y autonomía, son, en el terreno de la ontología, los que fundamentalmente se exige de una entidad para considerarla sustancia. Cuanto menos unidad (interna) tiene algo, menos sustantivo es (una montaña), mientras que a mayor autoidentidad, mayor sustantividad (un sujeto consciente). Y también la autonomía o agencia (entelequia) sirve de criterio preeminente: consideramos sustancia a lo que tiene alguna virtualidad efectiva.

Lo mismo podría decirse de rasgos morales y estéticos: la unidad (coherencia, orden…) y la autonomía (libertad, originalidad…) son las principales virtudes que hacen a algo bueno o bello.

Podemos decir, entonces, que las nociones axiológicas (validez, corrección…), entre las que ocupa el papel superior la noción de Perfección, tienen pleno sentido, están presentes en todos los ámbitos de la racionalidad, y tienen un único significado, aunque se apliquen a diferentes campos.


Ahora bien, ¿son imprescindibles las nociones axiológicas? Podría pensarse que no: que, puesto que están necesariamente asociadas a criterios, son, en realidad, redundantes, reducibles a esas nociones criteriales quizá más asépticas. Podría pensarse, por ejemplo, que la idea de que una teoría es “mejor”, “más válida”, “correcta”, “buena”, “perfecta” que otras, equivale solamente a decir que se atiene a los criterios teoréticos. Y lo mismo en los demás ámbitos: que una persona o un electrón sean una entidad “más real” que una montaña o una nube, no significa sino que responde más (no digamos “mejor”) a los criterios ontológicos. Esto significaría poder prescindir de la axiología: usar términos como “correcto”, “válido”, etc., sería una manera abreviada, o redundante, de decir, “responde a los criterios”.

Pero ¿funciona este movimiento? Creo que no. La interdependencia de nociones axiológicas y criterios, no provee la prescindibilidad de las primeras (aunque tampoco de los segundos).

Ahora bien, aún sería curioso –en cuanto asunto psicológico- por qué podríamos desear matar a la axiología. Por qué consideraríamos más “asépticos” conceptos no axiológicos.

Supongamos que ante la pregunta (P1) “¿por qué hay que considerar a esta teoría, T, más válida (buena, correcta, adecuada…) que sus rivales?” contestásemos: (R1) “porque es la que más adecuadamente se atiene a los criterios, C, con los que se dirime la corrección o bondad de una teoría”. Aún serían pertinentes al menos dos tipos de preguntas:
    -un tipo empezaría con la pregunta (P21) “¿por qué decimos que T se atienen “mejor” a los criterios C?”, a lo que podríamos responder (R21) “porque se atienen (mejor) a los meta-criterios, m-C por los que se dirime la calidad de la adecuación de una teoría T a los criterios C de corrección de una teoría”, lo que, o bien nos envolvería en un regreso al infinito, o bien nos llevaría a un último estadio (R21u) “porque estos meta-criterios son los meta-criterios últimos u-m-C por los que se dirime si una teoría se adecua a criterios”; y
    -un segundo tipo de preguntas que empezaría por (P22) “¿por qué aquellos criterios C (de acuerdo con los cuales la teoría T es considerada mejor o más correcta) son los criterios correctos o mejores?”, a lo que se podría contestar, o bien (R22) “porque se atienen, a su vez, a unos supra-criterios, s-C, por los cuales se dirime qué criterios de nivel inferior son los mejores o más correctos”, o bien, cuando llegásemos al último escalón (R22u): “porque estos criterios, u-C, son los criterios últimos por los que se dirime qué criterios de todo nivel inferior son mejores”.

En ambos casos, la pregunta “¿por qué estos criterios?” acabaría con “son los que son, y punto”. Pero esta respuesta encubre, claramente, que hay unos criterios que son los mejores, los más correctos, los más válidos. El hecho es que, unos criterios y no otros son los criterios últimos, y no hay criterios superiores para evaluarlos. Y esta es la noción misma de Validez, que no queda eliminada por el hecho de que se reconozca los criterios para identificarla. No es arbitrario que creemos a ciertos criterios los criterios últimos. Es más, “últimos” o “primeros” es un eufemismo para decir “superiores”. En sí mismos, los números son neutrales.

Ha habido otros intentos paralelos de eliminación de una noción trascendental:

Algunos, por ejemplo, creen que se puede prescindir de la noción alética fundamental, Verdad, si definimos qué condiciones se exigen para considerar verdadera una aserción. Pero esto está equivocado. No solo es que nadie nos ha explicado cómo hablar prescindiendo del concepto de Verdad, sino que es el propio concepto de Verdad el que da unidad y sentido a toda la actividad teórica.
Otros intentos paralelos de eliminación:

Sustancia – propiedades. Por supuesto, una sustancia puede ser identificada como una intersección de propiedades, pero es esa intersección, y a ese hecho, que haya esa intersección, es a lo que llamamos sustancia. La sustancia es la noción de un nexo maximal de propiedades. No es una noción prescindible.

Existencia – esencia. Por supuesto, lo que existe es lo que tiene determinadas propiedades (autonomía, unitaridedad), pero son esas propiedades. La existencia es la noción de que ciertas propiedades son relevantes.

La noción de Perfección va unida, hemos dicho, a ciertas propiedades (individualidad, autonomía), pero la perfección es el hecho de que esas propiedades son las relevantes. Obsérvese, además, que las propiedades que definen a la Perfección son las mismas que definen a la sustancialidad y a la existencia o realidad. Son “convertibles”. O, como dijo Spinoza, “por realidad entiendo lo mismo que por perfección”.

El hecho, en resumen, es que hay unos criterios que son los últimos, es decir, los más unitarios y autónomos de todos los criterios. Este hecho racional bruto no necesita justificación (no podría tenerla), pero sí requiere reconocimiento. Y lo que pide ser reconocido es que unos criterios son los últimos, lo que significa lo mismo que los más válidos. Y la constatación de que otros criterios no se atienen a los criterios que de hecho son los últimos, es la constatación de que otros criterios son peores, inválidos, incorrectos. Por tanto, existen unos criterios últimos que miden la corrección de los demás, y este “hecho” es el que se significa diciendo que hay una axiología en las cosas, que unas son más correctas, buenas, adecuadas, que otras, en cualquiera de los campos de la racionalidad. La idea de Validez, incluida la de Validez absoluta o incondicional, es la noción trascendental por excelencia. Los diferentes ámbitos de racionalidad son diferentes ámbitos de validez, pero la idea de validez es la misma en todos.

lunes, 21 de noviembre de 2011

Una noción perfectamente legítima: la Perfección

Sigo (y me acerco al final) del abordaje al (mal)llamado “argumento ontológico”.
El argumento pretende demostrar que un ser absolutamente perfecto (al que los filósofos identifican con lo que las tradiciones religiosas, especialmente las monoteístas, llaman “Dios”) existe necesariamente. Hasta ahora hemos estado hablando de qué significa existir y cuál(es) es (son) criterio(s) de existencia. Ahora hablaremos de la noción de la cuál se plantea la cuestión de si tiene referente real, es decir, si existe: de la noción de Dios, o, mejor, de Ser Perfecto.

La palabra Dios, en verdad, no juega ningún papel protagonista en el argumento filosófico. Podría ser del interés de teólogos y creyentes, pero es, para el filósofo, un mero nombre que debe ser definido o identificado con una noción menos sujeta a connotaciones irrelevantes: Dios, en filosofía, es el nombre que damos a la noción de un ser absolutamente perfecto (otra cuestión sería si es correcta, y cuánto, la identificación de esa noción filosófica con la noción –o nociones o variantes- religiosa(s) de Dios). En aras de la pulcritud, pues, considero preferible atenerse en la noción de ser-perfecto.

Pero, antes de (intentar) probar que la Perfección existe, necesitamos entender bien el concepto del que predicamos la existencia. “¿Existen los Números?” es una pregunta con sentido si tenemos una mínimamente aceptable caracterización o definición (conceptual, no terminológica) de Número. “¿Existen los Námoros?” no es una verdadera pregunta. ¿Existe, no ya la Perfección, sino una idea coherente de Perfección? (Ojo, no quiero, con esto, admitir que el concepto de Perfección sea, a priori, más sospechoso o más necesitado de definición que otros términos que se usan sin definir explícitamente hasta en la más rigurosa de las ciencias –tales como pertenencia, límite, etc.-; pero siempre es bueno intentar clarificar las nociones y ver que no contienen inconsistencia).

Se equivoca quien piense que las ideas no pueden ser coherentes o incoherentes. Los conceptos, salvo los atómicos quizá, tienen que contener conceptos compatibles. No puede haber, concedamos por ejemplo, un verdadero concepto de “cuadrado-redondo”, o de “sonrisa-rojiza” (o solo puede haberlo como metáfora, es decir, prescindiendo de los rasgos que generarían incoherencia). Pero si en todos los conceptos se exige coherencia, en el de Perfección esto se multiplica por infinito, porque es imposible (salvo nominalmente) entender por Perfección algo incoherente, ni siquiera algo que no sea máximamente coherente (por las razones que veremos).

Perfección”, de ser un concepto legítimo (e, insisto, nada a priori prueba que no lo sea, puesto que la gente, incluidos –como vamos a ver- aquellos que se dedican a las actividades más racionales, lo usa habitualmente, y desde luego no lo catalogan en el mismo grupo que “cuadrado-redondo”) es una noción “axiológica”, o, mejor dicho, la noción axiológica principal. El campo semántico de las nociones axiológicas incluye nociones como “correcto”, “válido”, “valioso”, “bueno”, “mejor”, “óptimo”, etc. Las nociones axiológicas (como, por otra parte, le pasa a todas las nociones) van necesariamente asociadas a criterios o norma(tividade)s. De acuerdo con la forma y grado en que algo se ajuste a los criterios dados, será valorado como mejor, más correcto, más válido, etc., tal como de acuerdo con que algo se ajuste a los criterios aritméticos o epistemológicos será un número o una teoría. Las nociones axiológicas, al igual que otras, no se pueden derivar de algo más fundamental, pero puede probarse su legitimidad precisamente por su presencia inevitable en otros niveles del discurso que no consideramos sospechosos.
Me plantearé en esta entrada las cuestiones: ¿Hasta donde, en nuestro discurso, se remontan las nociones axiológicas, cuya cabeza es la noción de Perfección? ¿Qué relación hay entre axiología y criteriología?

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Sería un gran error pensar que las nociones axiológicas (perfecto, válido, correcto…) pertenecen solo al terreno de la ética, siendo a lo sumo metáforas cuando se usan en otros campos. Por supuesto, existen nociones axiológicas en los discursos ético y estético, donde se valoran, comparan, etc., objetos y proposiciones de esos discursos. Hay, es cierto, filósofos que piensan que los criterios morales y estéticos no son únicos, sino múltiples. Pero, en todo caso, la noción axiológica es la misma (unívoca): se entiende qué significa que algo es Mejor, Correcto, etc., aunque haya que relativizarlo a un ámbito, o cultura, etc., lo que dará lugar a un pluralismo de sistemas de valores, no de la noción de validez.

Por otra parte, es inaceptable (como doy aquí por argumentado –aunque no es absolutamente imprescindible para la presente argumentación-) que el sujeto que tiene que valorar de acuerdo a ciertos criterios morales o estéticos (o sea, cualquier sujeto, en la medida en que es un agente racional –valga el pleonasmo-), piense que esos criterios son contingentes y que no tienen una validez mayor que otros completamente contrarios. Sería el exponente modélico de una actitud irracional, sostener una creencia (ética o estética) sobre la base de ciertos criterios que no se considera mejores, objetivamente mejores, que otros que prescribieran lo contrario. En la medida en que un sujeto valora racionalmente, implica la unidad de la axiología, es decir, una única idea y criterio asociado de Perfección o Validez máxima (el sujeto puede no estar en condiciones de dar justificaciones últimas, pero en la misma medida convendrá en que su decisión no es plenamente racional, y que, por tanto, tampoco su acción es plenamente autónoma). De todas maneras, para no generar disputas innecesarias, propongo dejar la margen el terreno de lo ético y lo estético.

Pero, además de en el discurso moral y estético, y de manera menos sujeta a debate (aunque también menos consciente) existe axiología, y de manera constitutiva, en el ámbito de discurso puramente teórico (la ciencia, la filosofía…) Evaluamos las teorías como (más o menos) correctas e incorrectas, como buenas, mejores o peores. Es imposible separa conceptos como el de Verdad (y error), o el de Justificación-teórica (o injustificación), del concepto de Validez o Corrección. Y esto no solo en el ámbito de la sintaxis o de los metalenguajes, sino también en la semántica. Ciertas nociones son “correctas” (consistentes, intuitivamente relevantes), y permiten discriminar entre aplicaciones más o menos correctas o válidas de esas nociones. Por ejemplo, el Triángulo, que es una noción intuitiva y definicionalmente buena, correcta, pertinente, aceptable… permite discriminar qué es un triángulo (más o menos) correcto. También aquí, obviamente, las nociones axiológicas (corrección, validez, adecuación…) van unidas indisolublemente a criterios. Las teorías físicas que se atienen a los criterios del método científico (coherencia, comprobabilidad, sencillez…) son “mejores”, ciertas demostraciones son más “correctas”, ciertas tesis son “válidas”, y algunos teoremas se considera que están “perfectamente” demostrados.

Nuevamente, existe una opción filosófica que niega la unicidad de la criteriología teorética (lo que, repito, no implica que la propia noción de Validez sea en sí inestable o múltiple –porque, en ese caso, sería un término equívoco-, sino que tiene aplicaciones disjuntas). Pero aquí doy por equivocada a esta tesis pluralista o relativista. Su requerimiento habitual de que justifiquemos no circularmente los criterios epistemológicos, desconoce, primero, que la justificación deductiva no es la instancia fundamental de toda justificación (la evidencia de ciertos principios es suficiente); y, segundo, que cualquier intento positivo de prescindir de los criterios denunciados como contingentes o locales (si es que alguien ha llevado a cabo algún intento así) no logra saltarlos sin convertirse en algo que solo equívocamente llamaríamos “discurso”. El criterio de coherencia es insoslayable para cualquier emisión de sonido que se pretenda discurso válido; y lo mismo vale del criterio de confirmabilidad empírica para proposiciones acerca de fenómenos. En todo caso, si uno quiere fingir una posibilidad ininteligible para nosotros (como que posiblemente exista un discurso matemático en el que el tres es impar –sin que esté jugando con las palabras-), no tenemos por qué seguirle. Aceptaremos que él “vive” en un mundo diferente (no ya materialmente, sino lógicamente diferente), y no tendremos nada que debatir con él mientras no nos muestre un puente del uno al otro. Quien ejerce el discurso racional teórico, presupone la unicidad de la axiología (Validez o Perfección), tanto de la noción como del criterio.

Y, por último, existen nociones axiológicas (aunque resulte menos habitual verlo así, y también se atienda poco a ello) en la ontología. Decimos que ciertas cosas son más aptas que otras a ser consideradas auténticas cosas reales, y no meros arreglos subjetivos nuestros. Creemos más reales (aunque algunos rehúsen, sin justificación -a mi juicio-, esa manera de hablar) las cualidades “primarias” que las secundarias. Algunos filósofos se han planteado si existen realmente (o existen tanto o son tan reales como otros seres) las montañas, o las nubes, por ejemplo. Mucha menos gente cree discutible que existen, como cosas o sustancias individuales, las personas o los electrones. Esto no es una discusión bizantina. Los mismos físicos utilizan, implícita aunque inevitablemente, criterios ontológicos, de acuerdo con los cuales identifican cosas o eventos, mientras que consideran a otros como meras coincidencias de propiedades simultáneas, por ejemplo. Es lo que Quine llamó el proceso de reificación. (Como dato curioso, recuerdo una noticia según la cual las compañías aseguradoras de las Torres Gemelas, habían solicitado –o pensaban solicitar- la opinión experta de ontólogos para determinar si eran un solo objeto o dos). Esa discriminación de realidades se basa en un criterio ontológico, y este implica una axiología: ese criterio es el mejor, el más correcto, para dirimir la realidad de las cosas. Hay las cosas que hay, son reales las que lo son, porque hay un criterio "válido", "correcto", "bueno" de discriminación ontológica.

En resumen, existen nociones axiológicas (o, por mejor decir, aplicación de las nociones axiológicas) en todos aquellos ámbitos en que se supone posible discriminar entre lo mejor y lo peor, lo más correcto y lo menos. La noción de Validez es suficientemente clara y unívoca, y está presente en todas las áreas de la racionalidad. Y lo mismo puede decirse, desde luego, de la noción de Validez máxima o Perfección (una teoría idealmente perfecta, una ley idealmente perfecta…), porque la validez relativa presupone la noción de validez absoluta. Una teoría, por ejemplo, que solo fuese válida respecto de ciertos criterios que no tuviesen una validez absoluta, es decir, que no implicasen que no hay otros criterios, contradictorios con ellos, pero igual de válidos o ni válidos ni inválidos, realmente no sería una teoría correcta, sino una mera actitud irracional. El científico presupone que, al atenerse a la metodología a la que se atiene, no es aceptable la validez de otra metodología contradictoria con aquella. Si puede llegar a poder en duda la validez de su propia metodología solo podrá hacerlo aceptando la validez de unos criterios superiores, de los que los suyos serían un caso local (de manera similar a como un científico aceptará una nueva teoría sobre determinado ámbito de objetos, solo si esa nueva teoría puede competir en un mismo campo de criterios con la primera). En fin, una vez más, la noción de Validez Absoluta, o de Perfección, es plenamente legítima, y es constitutiva de cualquier discurso racional.

Quedaría por preguntarse, en primer lugar, si las nociones axiológicas, con la de Perfección a la cabeza, son unívocas (o al menos, no irrazonablemente análogas) de un ámbito a otro de aplicación (o sea, si tenemos la misma noción de Validez en el pensamiento cuando decimos que una teoría es válida, o que una norma es válida); y, en segundo lugar, si las nociones axiológicas son prescindibles o eliminables, traducibles razonablemente en términos no axiológicos. Eso lo dejo para la siguiente entrada.

miércoles, 16 de noviembre de 2011

Fragmentos de Diálogos de Filosofía (III)

Pongo aquí otro fragmento (tercero) del primer diálogo de mi libro, Diálogos de Filosofía. Tras evaluar la tesis de que no existen valores, se evalúa otra –que viene a ser la misma-: que existen tantas formas de valorar como cabezas, porque los valores son inventos humanos.

M.–Sigamos, entonces. Decíamos que, si no todo puede tener el mismo valor, habrá que elegir. Para eso servirían esos ideales que, según proponías, fabricamos nosotros, y mientras los mantengamos vivos, porque son fruta de temporada, ya que, en sí y por sí, nada es bueno ni malo. Esto me recuerda, por volver a la comparación con el conocimiento, que algunos han dicho que no hay una realidad de las cosas en sí mismas, ni una norma independiente de nosotros de qué es real o no, pero que eso no impide que la ciencia funcione, de acuerdo con reglas que convenimos, ya sea entre todos o por parte de unos pocos aristócratas, llamados expertos. En nuestro asunto se podría decir algo parecido.
A.–Así piensa mucha gente, y yo a veces.
M.–Antes he hablado de la barra de un metro que hay en París, pero, dirían estos, he malentendido mi propio ejemplo, porque es evidente que el metro no es más que una creación nuestra, que podría cambiarse el día de mañana, y sin embargo con él medimos muy bien toda la naturaleza.
A.–Me parece un ejemplo muy bueno. Ahora creo que vuelvo a pensar así.
M.–Así que, gracias a esos ideales que creamos nosotros mismos, somos capaces de ordenar las cosas, y decir de unas que son más valiosas que otras. Una vez que hemos decidido a qué daremos el primer y último valor, hay varias formas de poner en fila al resto de las cosas, pero la más extendida, sobre todo en tiempos de bonanza, es la que las ordena de acuerdo con su utilidad: es mejor lo que da mejores resultados, lo que funciona. Valga de ejemplo.
A.–Es un buen ejemplo.
M– Esperemos que sea, al menos, útil. En fin, todas las cosas pueden ser medidas con ese metro, una vez que creamos o convenimos la unidad de medida. Y esto vale no solo para asuntos de bueno o malo, sino para cualquier otro, como el del conocimiento, por ejemplo, porque no hay otra manera de determinar qué verdad es más verdadera, más que su utilidad. Ya no será aceptable que toda percepción sea igual de fiable y toda opinión igual de correcta, sino que serán mejores las que lleven a mejores resultados. Eso es lo que hace a la ciencia mejor que la magia. Así el conocimiento echa el ancla en la vida, en la acción.
A.–Hay bastantes científicos que piensan así, hasta entre los matemáticos.
M.–Y deben de tener razón. ¿No dijo hasta Dios hecho carne que por sus hechos los conoceremos? Las cosas buenas llevan a buen puerto. Aunque es muy curioso que hasta la verdad se mida por lo conveniente que resulta, cuando, en verdad, lo Bueno no es algo absoluto e independiente ¿no te parece?
A.–No veo muy bien qué es lo que te parece curioso.
M.–Dejémoslo, no es nada importante, quizá. Sigamos. Bueno sin discusión es lo útil, hemos dicho. Pero solo es bueno sin discusión porque solo es bueno como medio, o sea, porque saca su valor de otra cosa. Ahora bien, sobre qué cosas valen como fines, últimos o primeros, hemos decidido que lo mejor es no discutir, como es lógico.
A.–¿Por qué?
M.–La discusión no tendría sentido. Si los ideales no los descubrimos, sino que los creamos nosotros, no pueden ser calculados ni discutidos.
A.–¡Ya!
M.–De la misma manera que, en el mundo del conocimiento, no se discute sobre los principios o las creencias básicas.
A.–Pero otra vez no veo el parecido completo con el conocimiento.
M.–¿En dónde?
A.–Si uno decide creer solo lo que se le aparezca en sueños, nada le va a funcionar. En cambio, por muy estúpidos que sean los gustos de uno, nada en el mundo le va a llevar la contraria.
M.–¿¡Qué dices!? ¿No conoces a nadie que se haya arrepentido de perseguir ciertas cosas, y decir que la vida le ha enseñado que eso no estaba bien?
A.–Bueno, sí.
M.–¿Y se referían solo a que hayan tenido mala suerte con los medios?
A.–No siempre.
M.–Aunque quizá llaman aprender a lo que es solo cambiar de gustos…
A.–Quizá, pero me parece que no creen eso.
M.–Y en cuanto a lo del conocimiento, ¿no has visto cómo el que tiene mucha fe en algo es capaz de hacer que todo encaje con ello? Si llueve sobre el campo, es porque Dios quiere nuestro bien; si la lluvia se lleva las casas, es un castigo merecido, o una prueba…
A.–¿Y eso es lo que pasa con la ciencia?
M.–Seguramente no, pero tampoco con lo que creemos bueno.
A.–Puede ser.
M.–En fin, según la hipótesis que estamos discutiendo, o sea, que el criterio de lo Bueno sea invento humano, no se puede discutir de fines últimos. Muchos prefieren, precisamente, ver como un gran bien eso que llamamos libertad (y que tú, como todos, buscas con tanto afán), que cada cual elija sus propias metas, el sentido de su vida, sin dar cuentas a nadie, ni siquiera a sí mismo, porque no podría darlas aunque se empeñase. Pero hasta quienes no aprecian tanto la libertad deben verla, al menos, como el mejor medio para alcanzar sus propios fines.
A.–Eso es.
M.–Decimos, pues, que, aunque nada es bueno por sí mismo, una vez que decidimos qué cosas tomar por bienes sin precio, otras se convierten automáticamente en buenas como vías para aquellas, y se hacen útiles. Por ejemplo, si aprecio mi vida tendré que apreciar mi
salud, y otras cosas.
A.–Como la paz con tus vecinos.
M.–La paz cuando sea la paz lo que me resulte favorable.
A.–Es cierto.
M.–Esto sí es posible calcularlo, y hay una forma, entre todas, que es la más conveniente a la hora de repartirse el pastel, aunque, como todo está comunicado y nos gusta pensar en el mañana, la cuenta puede hacerse algo difícil, y hay que recurrir a vosotros, los expertos en cuentas.
A.–Noto que te entusiasma la idea.
M.–Afortunadamente para los contables, la naturaleza no acepta ciertos gustos y no deja que dejen simiente. Pero esto no quiere decir que por naturaleza unos gustos sean mejores que otros, porque la naturaleza no sabe nada de ideales y gustos. Como los que quedamos solemos preferir estar vivos, y cosas parecidas, hay menos disensiones de las que podría haber, aunque les parezcan todavía muchas a los poco amigos de las diferencias. Y aún habría menos si la gente se diese cuenta de que este sistema es el mejor para todos.
A.–Aquí aparece tu profesión, la de profesor.
M.–¿Tú crees? ¿Cómo?
A.–Cada profesor, como experto que es en algo, enseña lo que más conviene hacer en su terreno. Y si, como piensan Sócrates y Platón, la filosofía es lo mismo que la política, servirá para educar buenos ciudadanos.
M.–Sin embargo, yo creo que te estás olvidando de lo que dijimos, y Sócrates no estaría de acuerdo con lo que dices.
A.–Te creo, pero ¿por qué?
M.–Esto solía razonarlo mediante ejemplos, más o menos de la siguiente manera, que te sonará, por poco que recuerdes de tus lecturas de Platón. Empezaba preguntando para qué es útil la filosofía. El joven que dialogaba con él podía contestar algo como: “Para ser bueno y hacer lo bueno”. “Pero –preguntaba entonces Sócrates– ¿bueno en qué y para qué? Por ejemplo, ¿quién puede decirnos lo que hay que hacer en una batalla? ¿Será el filósofo o más bien el general?”. “El general, claro”. “¿Y en la cría de caballos? ¿Y en la medicina? ¿Y en la economía?...”. Y así con todo. Y en todos los casos hay un experto que sabe, mejor que ningún equipo de filósofos, lo que hay que hacer.
A.–Tienes razón.
M.–Pero entonces ¿para qué sirve el filósofo?
A.–Eso es lo que tienes que explicar.
M.–Si ha de servir para algo, aparte de para divulgador de lo que no conoce o para personaje de comedia, será, decía Sócrates, para buscar lo bueno primero, es decir, lo que hace bueno y útil a todo lo demás.
A.–Es cierto, eso dijimos antes.
M.–Pero resulta que esto es lo único de lo que no se puede saber, porque los ideales son creados, no descubiertos.
A.–Eso hemos supuesto.
M.–Déjame que te dé un sermón un poco más largo, porque, quieras que no, enseño filosofía. Una cosa clara es que esta no aporta ningún auténtico recurso, como sí hacen, mejor o peor, las ciencias. Al contrario, puede hacerte más torpe e inadaptado aún (aunque en tu caso lo veas difícil), si llegas a tomártela muy en serio. Y, sobre aquello que Sócrates decía que debe ocupar al filósofo, sobre lo que es Bueno, en sí y por sí, hasta entre los profesores de filosofía domina la convicción de que no hay saber que valga. No sería raro que desapareciese de las escuelas.
A.–Pero eso no es lo que piensan los alumnos. Creo que bastantes de ellos piensan que, aunque sea inútil, es muy importante y hasta necesaria.
M.–Será porque todos llevamos un Sócrates dentro. Pero lo que has dicho antes no tiene nada de socrático. Se parece mucho más a lo que enseña la fábula que Platón le hace contar a Protágoras. ¿La conoces?
A.–No lo recuerdo.
M.–Es muy vieja y universal. Los dioses dotaron a todas las criaturas de instrumentos naturales para su supervivencia o su mejorvivencia: uñas, cuernos, caparazones, piernas ágiles... Se les olvidó un animal débil y pelón. Apiadado de él, y puesto que no quedaba ya en los cajones del taller ni garra ni colmillo, Zeus le dio, de su propia persona, la inteligencia y la política; la primera para que no lo aniquilasen las demás criaturas, la segunda para que no se aniquilase él solo, como lobo para sí mismo. Según este mito la inteligencia no es más que un instrumento, aunque un instrumento muy preciso. ¿Qué te parece?
A.–Es un cuento bastante parecido a la explicación científica de por qué tenemos un cerebro tan pesado.
M.–Sí, qué curioso, ¿verdad? Ahora bien, a los demás animales, Zeus, o la naturaleza, les dio entonces una enorme ventaja, o por lo menos les evitó un gran perjuicio. Ellos... saben bien lo que tienen que hacer y para qué viven (si es que son como nos los imaginamos y da a entender la fábula). Nosotros, en cambio, confundidos por nuestra propia herramienta, hemos llegado a no saber para qué la queremos. Hay quienes piensan, es verdad, que los dioses nos han dado dos maestros muy buenos para sacarnos de dudas, el placer y el dolor.
A.–O sea, los mismos que a las otras criaturas.
M.–Eso es… si es que ellas funcionan así, digo. Pero el caso es que, desnaturalizados como estamos por la propia virtud que nos tocó a última hora, no nos dejamos enseñar por esos supuestos maestros, y parece que no descansaremos hasta arrancar el fruto del único árbol
que los buenos dioses nos prohibieron.
A.–Te aseguro que dices la verdad.
M.–La razón ha resultado ser un arma peligrosa, que acaba haciéndose con su dueño, como le pasó a aquel campesino que aceptó los servicios del diablo con la condición de que, si en algún momento el hombre se quedaba sin trabajo que encargarle, se llevaría su alma. Tan desencajados andamos, que unos estamos todo el día usando esa herramienta sobre las cosas, aunque no necesitemos nada de ellas. Por eso somos tan dañinos. Otros, en el otro extremo, no la usamos más que sobre sí misma, para que se devore, como la serpiente aquella. Por eso somos tan tristes y extraños, y escribimos cuentos.
A.–Y algunos hacemos las dos cosas a la vez…
M.–Habría que hacer caso a los que dicen que si usásemos correctamente esa divina habilidad volveríamos a traer el paraíso a la tierra. De hecho, gracias a que en los últimos tiempos hemos seguido un poco más de cerca estas ideas, tenemos aquí, aunque con algún que otro error de funcionamiento, algo parecido al paraíso.
A.–Creo que te refieres al sistema del bienestar.
M.–Pero, sobre todo, el de la libertad. No nos exige que apreciemos todos por igual más que el comercio sensato. En esto los hay más o menos radicales, claro. Unos creen que el acuerdo no puede ir más allá del respeto de eso que llaman libertad y de las propiedades de lo que llamamos personas, incluyendo esa propiedad tan preciada que es la vida. Otros, los menos radicales, acordándose de que naces con más o menos taras; que los padres o el barrio en que te crías no los has elegido tú, pero ellos sí eligen por ti; o que el destino es inseguro hasta para quienes contratan un seguro, piensan, más precavida o solidariamente,
que hay que compensar de alguna forma a los desfavorecidos por el destino. Sin igualdad, dicen estos, no hay verdadera libertad. Sin libertad, dicen aquellos, no hay verdadera igualdad. Según estos, aquellos son como lobos; según aquellos, estos son como borregos.
¿Tú ves mucha diferencia entre ellos?
A.–Tanta como que son nuestros dos partidos políticos.
M.–Pues yo no la encuentro, aunque quizá sea porque los filósofos (y hablo en primera persona) miramos desde lejos, y solo vemos los bultos. En lo que están de acuerdo unos y otros es en que no hay ningún lugar al que acudir buscando qué cosas son buenas en sí mismas. Tendrán que diferir, entonces, solo en los medios en los que creen. Y así es. Unos creen en la colaboración, que funciona tan bien en ciertas especies gregarias; los otros, en cambio, como ágiles depredadores, prefieren la independencia y la lucha.
A.–Pero hay, entre los que llamas los menos radicales (algunos son amigos míos), quienes dicen que con cosas como la justicia no se puede negociar.
M.–Sí, los hay. Pero si son de los que dicen a la vez que esas cosas las creamos nosotros, sea a solas o por acuerdo (y de esos es de los que estamos hablando ahora), o yo no los entiendo, o ellos no se entienden a sí mismos.
A.–Creo que a la mayor parte le pasa lo que a mí, que no han pensado en ese asunto tres veces. Pero ¿y si te dicen que esos derechos son los únicos que nos pueden llevar a la felicidad?
M.–¿A la felicidad, o a lo que uno crea que es más valioso?
A.–A esto último, claro.
M.–Volvemos, entonces, a lo de antes: no se diferencian más que en su teoría económica. En cuanto a lo que vale por sí mismo, ni podrán ni querrán presentarte otra cosa que su creencia muy honda en que esto o lo otro es lo más sagrado. Pero no hay forma de razonar lo sagrado, como equivocadamente creían los viejos teólogos que buscaban entender, hasta que un monje apasionado recordase que la razón es la serpiente.
A.–Esto lo piensan muchos que no son monjes.
M.–Lobos y corderos, halcones y palomas colaboran, a menudo sin saberlo, en un mismo sistema. Este buen entramado tiene su sístole y diástole, y, según decía del cosmos un filósofo muy antiguo, Empédocles, unas veces crece hacia la diversidad, y entonces cada uno se hace a sí mismo, libre como billete al viento; y otras, se contrae hacia la unidad e igualdad, y es cuando se atan unos con otros, como cuentas de un rosario, y hacen lo que los niños a los que sus padres piden que recojan los juguetes para que se pueda andar por la casa. Con este vaivén pasan el año, los inviernos a la lumbre del pan y el circo, y en primavera correteando al sol de los escaparates. Y todo está bien… o podría estarlo. Pero, como no hay cielo humano sin nubes, para que tampoco a este jardín le falten sus fieras, resulta que hay quienes creen que saben lo que es del todo bueno, no solo para ellos mismos, sino para los demás, para ti y para mí, y no respetan el pacto. ¿Qué te parece?
A.–Que la mayoría de los que creen eso son más ignorantes que nadie.
M.–Pues seguramente por esa ignorancia suya consideran su misión conducirnos a todos por el buen camino. ¿Qué tenemos que decirles?
A.–Deberían respetarnos.
M.–Pero ¿quién les puede decir que lo hagan? Ni siquiera para nosotros es algo real y objetivamente valioso el respeto. Ellos, además, no creen en eso que consideran respeto mal entendido, y que otros llaman, mejor, tolerancia, como tú no respetas, dicen, el deseo de un niño si le ves llevarse un cuchillo a la boca. Eso es parte del ideal que ellos se han fabricado de lo que es bueno.
A.–Te diría que al menos deberían convencernos a los demás, aunque me imagino lo que me vas a contestar.
M.–¿Cómo nos van a convencer? No son estúpidos, y nos han oído decir que, para nosotros, el valor de las cosas no está en las propias cosas, ni escrito en el cielo, sino que es creación nuestra. ¿Quieres que les repitamos que la tolerancia es la mejor manera de que todos alcancemos nuestras metas?
A.–Sí, díselo, aunque me temo que no servirá de nada.
M.–Es que algunos de esos, en el colmo del fanatismo, no creen que haya buenas metas que obliguen a pasar por ciertas cosas, según ellos, desagradables y malvadas; o hasta creen que nada es un medio, sino que todo tiene que ser puro en sí mismo. Son incapaces de distinguir los procedimientos de lo sustancial, el mercado de las mercancías. ¿Quién puede negociar con alguien así? ¿No son irracionales?
A.–Pero ¿hace falta tener razones? ¿No bastaría con que todos nos educásemos en los buenos sentimientos?
M.–¿Buenos? Quieres decir “nuestros”, ¿no?
A.–Pero solo algunos, los que hacen más fácil la convivencia.
M.–Una buena educación sentimental… Sí, eso está bastante de moda. Quieres decir que si a algún alumno se le ocurre preguntar por qué tiene que tolerar lo que más aborrece, no necesito más que hablarle de forma dulce, hasta ablandar sus entrañas… Tal vez. He visto a veces funcionar eso. Aunque, con los que son de corazón más duro y siempre piden frías razones, hará falta bastante buen pico, y con los más fervientes de algún credo no sé si bastaría con Orfeo. ¡Claro que así los literatos tendríais un gran papel!
A.–Vale, deja de burlarte.
M.–¿A quién le gustará que le cambien un gusto por otro? Creo que quien piense que no hay bienes y males reales, ni razones últimas para valorar lo que valora, es fácil que prefiera conseguir sus fines sin tragar lo que no le gusta. Todos intentaremos no convencer, sino manipular a los demás como sea (aunque, si es posible, con el método más limpio y duradero de la suavidad). Cuánto más si uno cree que su mensaje es muy natural y solo necesita algo de fuerza al principio, como en el ponerse los zapatos.
A.–¿Y lo que no consigas con simpatía lo vas a conseguir con argumentos?
M.–Si, como creen otros pocos, valoramos las cosas por lo que son en sí mismas, sería muy bueno discutir de qué es y qué vale cada cosa.
A.–Eso es verdad. Si se demostrase que no sirve de nada matar a un animal para conseguir que llueva, se acabarían muchos sacrificios animales.
M.–¿Sabes cuál es el problema?
A.–¿Cuál?
M.–Que habría que demostrarles otra cosa mucho más difícil. Habría que demostrarles que hay cosas, como la lluvia o la vida del animal, que son buenas en sí mismas. Porque el ejemplo que has puesto no trata de lo bueno sino de lo útil, así que es un ejemplo muy bueno para el que defiende que no hay nada en sí mismo bueno, sino que lo bueno es bueno solo como medio. Pero ¿sabrías demostrarles también que vivir es valioso, en sí mismo?
A.–Yo no.
M.–Supón ahora que algunos de aquellos que creen su misión conducirnos a todos por la buena senda se hacen poderosos usando nuestros propios procedimientos y llegan al poder. Empezarán, seguramente, por cambiar los procedimientos mismos. Como creen que el mercadeo es injusto, que hay malvados comerciantes y desaprensivos compradores, de cualquier tipo de productos, incluida, por supuesto, la política, nos lo dan ya todo servido.
A.–Ese es un gran peligro en nuestros días.
M.–En esa situación, los intelectuales gritarían, indignados, que no se puede cambiar los procedimientos, porque están pactados de hace tiempo y, además y sobre todo, porque son los únicos inteligentes y correctos. Pero los otros dirán que solo vienen a barrer la injusticia y la ignorancia. ¿Quién tiene razón?
A.–¿Qué más da quién tenga razón si, de todas formas, será el que tenga más fuerza quien imponga su ley?
M.–Eso suelen acabar diciendo los derrotados. Pero nadie quiere tener solo el débil argumento de la fuerza, todos quieren forzar al otro también con algunas razones. Al vencedor le sirven como traje oficial con el que darse un aire respetable. Al derrotado le permiten, al menos, clamar al cielo. Aunque cuando mira al cielo no encuentra más que restos deshilachados de las nubes que él mismo destiló.
A.–Te pone muy poético y amargo todo esto. ¿Tanto te gusta y tanto te duele?
M.–La fealdad que tenemos más cerca la vemos más grande. En resumen, y para acabar con este treno, si pensamos que somos nosotros, por nuestra santa voluntad, los que le damos valor a las cosas, es imposible defender con razones que haya algo más respetable que su contrario. Todo puede parecerle bueno a alguien, y con toda la razón, o sea, con ninguna.
A.–Eso parece.

domingo, 13 de noviembre de 2011

El argumento tubilógico de san Quineselmo (interludio comitrágico)

Hace ya mucho tiempo, cuando con veinte años empezaba a leer a Quine (ese penetrante y simpático pensador, amante como nadie de la limpieza, y al que mi platonismo le debe tanto) se me vino a la mente un razonamiento que me pareció una maldad, incluso un sacrilegio. Es muy simple. Puede que sea solo una gran tontería, no estoy seguro. Siempre lo he tenido guardado, y solo lo sacaba a veces para jugar. Ahora que estoy escribiendo aquí unas notas sobre el argumento ontológico se me ha vuelto a aparecer ese razonamiento, y me gustaría exponerlo, a ver si alguien puede decirme si es una gran tontería o un argumento al que haya que criar y llevar a la escuela (Tampoco sé si, en cualquiera de los dos casos, se le ha ocurrido a alguien -me parecería increíble que no, sobre todo si no es una enorme tontería-).

Se refiere a la tesis ontológica (o, como dicen algunos hoy, meta-ontológica) del filósofo americano. Esa tesis dice:

Ser es ser el valor de una variable ligada.
Lo que Quine quiere decir, como él mismo ha explicado a menudo, es que, analizando el lenguaje según la forma estándar moderna, la manera en que contraemos compromisos ontológicos al hablar, es mediante aquellos términos o conceptos que están ligados por el cuantificador (descaradamente bautizado como) existencial. Si digo que “existen peces voladores”, estoy diciendo, en verdad que

Hay algunas cosas que son peces, y vuelan.
Por supuesto, puedo negar que existan peces, pero entonces no puedo utilizarlos en una frase como la anterior. Tendría que decir “no hay (no existen) peces”.

Ahora, la maldad. Se sabe que a muchos sistemas filosóficos (seguramente a todos) les entran los siete males cuando se les pasa la factura que ellos pasan a los demás. A mí se me ocurrió analizar la frase de Quine, “Ser es ser el valor de una variable”, según su propio análisis. Obviamente, resulta:

Hay algo que es ser, y eso es ser-el-valor-de-una-variable.
Pero, entonces, igual que cuantificar sobre “perro” nos compromete con la existencia del Perro, o cuantificar sobre el nueve, nos compromete con la existencia del nueve, el lenguaje de la ontología nos compromete con la existencia de… la existencia. Existe la existencia misma, si es que tenemos que hacer ontología.
Por decirlo más provocativamente, “hay el Ser, y es aquello de lo que no podemos dejar de hablar”. ¿Podrían haber escrito Quine y Heidegger un libro juntos?

Si este argumento no es una tontería, entonces delata, a mi juicio, que, quien se pone a hacer ontología, cae de cabeza en (una forma muy simple d)el argumento ontológico, porque decir que “Existe la existencia” es una versión muy apetitosa del viejo argumento de Anselmo. La Existencia tiene todas las propiedades con las que podría soñar un teólogo (y yo también, que no soy teólogo): está en todas partes, y en ninguna en concreto; es el corazoncito o esencia o casua formal de todo (lo que no existe, no es nada); es autónoma e infinita (nada la limita); Es eterna e ineliminable, porque la nada, además de nadear, no existe (o existe infinitesimalmente), así que no puede tragársela; es la “madre” de todas las cosas (todas salen de su seno y a él retornan al acabar) y también el “padre” (porque todas las cosas tienen, antes que cualquier otra propiedad, la de existir). No en vano los teólogos decían que Dios es aquel ser cuya esencia es solo existir. Es el que es. Lo que Moisés recibió por respuesta fue “Diles que hay (existe) algo que soy, y es el ser (la existencia), y ese te envío”

                                                                 ****

Una respuesta obvia a este chiste malo que acabo de presentar sería decir que no hace falta postular el ser para hacer ontología, basta con postular palabras o conceptos. Pero esto no funciona. ¿Por qué va a ser una palabra el Ser y no el Perro? Y, si lo son ambos, ¿qué otra cosa tiene derecho a ser considerado una no palabra? ¿Qué tendría verdadera consistencia ontológica? Cualquier elección que se hiciese sería arbitraria, y contraria al criterio ontológico de Quine. En el mejor de los casos solo habría palabras (el giro lingüístico, como metafísica que es, tiene que acabar en un panlogismo). Y entonces el análisis sería:

 “hay algo que es Palabra, y palabra es ser el valor de una variable”.
Tampoco esto tiene por qué inquietar a los que piensan que “en arkhé en ho logos”, en el principio era la Palabra. Pero lo cierto es que cuando hablamos del ser no hablamos de una palabra (en le sentido burdo de la palabra), sino de lo que significa, como cuando hablamos de los perros, o de los muones no hablamos de palabras, sino de lo que significan.

Otro argumento que se podría aducir contra lo que he dicho es que, sí, hay algo que es el ser, y que consiste en ser el valor de una variable, pero el ser se define por extensión, o sea, el ser no es más que el conjunto de todos los seres. Con las mismas, el Perro es el conjunto de todos los perros, y el nueve es el conjunto de todos los nueves. Pero, obviamente, esto no es satisfactorio, porque si metemos a todos los perros en el conjunto de los perros, y no en el de los nueves, es porque tienen propiedades definitorias (esenciales) que hacen que esté en este conjunto y no en aquel. El extensionalismo es la misma ceguera que la del positivismo en general. Ahora bien, ¿no será el ser, a diferencia del perro o del nueve, un conjunto de cosas sin ninguna propiedad en común? ¡Hasta Hegel dijo que Ser es lo más vacío, porque no hay nada que todos los seres tengan en común! Aunque Hegel no se refería a la existencia, ni mucho menos a la realidad y a la Idea Absoluta (que aparecían más tarde en su Lógica). Si aceptásemos eso, predicar la existencia sería como no decir nada. “Habría” solo cosas con propiedades, pero no existentes (en un sentido no vacuo). Pero esto tampoco funciona, porque las propiedades serían algo. Lo que no existe, no es nada. Realmente, lo que parece es que la existencia es el hecho más profundo y universal. Las cosas son esto o lo otro, pero, antes de nada, SON. Y ninguna argucia naturalista consigue acallar esto.

Yo, en verdad, no acepto ni el (amañado) análisis estándar ni que el cuantificador sea lo mismo que el predicado existir, pero constato que, cualquier intento de tapar el problema con medidas positivistas, revienta por algún lado.

¡San Quine, que estás en el cielo de los ontólogos, si lo que he dicho es una soberana tontería, ven y, haciendo una excepción a tu habitual buen humor, aporréame con tu banjo!

viernes, 11 de noviembre de 2011

Reduccionismo materialista y dicotomía hecho-valor. La crítica de Putnam a Williams

El debate que estamos manteniendo en otra entrada de este blog me ha traído a la memoria la crítica (demoledora, a mi juicio) que, en Cómo renovar la filosofía, páginas 125-159 (Cátedra), Hilary Putnam (foto) hace de la filosofía de Bernard Williams, especialmente, tal oomo este la expone en su obra Ethics and the Limits of Philosophy.

La metafísica, materialista, de Williams, consiste básicamente, en las siguientes tesis:

-Hay una manera en que son las cosas, una “concepción absoluta del mundo”, “el mundo tal como es, independientemente de nuestras creencias”, a la que converge la ciencia en un plano ideal (y no la ética, ni en un plano ideal siquiera).

-Hay, pues, una serie de propiedades objetivas o “primarias” (como masa, carga, intensidad de campo…) y otras propiedades “secundarias” o subjetivas (como el calor o el color).
El motivo de Williams para la distinción cualidades primarias / secundarias es, especula Putnam, la idea de que antes de haber animales capaces de percibir colores, hubo leyes físicas. Ahora bien, señala Putnam, “con la aparición de seres vivos y sociedades aparecieron leyes nuevas, pero no leyes contrarias a las de la física, sino leyes aplicables a cosas sometidas a descripciones inexistentes en la física”. Muchas de estas nuevas entidades no tienen descripción en la física, como Oferta y Demanda. ¿No podemos, entonces, hablar de ellas? Para salvar este problema, Williams recurre a la metáfora de la perspectiva. Idealmente podríamos, sostiene, traducir nuestro lenguaje perspectivo al de la física básica (inexplicablemente, señala Putnam, admite que quizá esto no sirviese para seres “que sean distintos de nosotros” –luego veremos esto-).

-Los valores no son parte de la “concepción absoluta del mundo”. Es más, son más relativos aún que las cualidades secundarias, aunque tienen, ciertamente, un contenido cognitivo, porque Williams admite, con McDowell y otros, que es imposible separar el lado factual y el lado valorativo de los conceptos morales: para entender la palabra cruel el hablante tiene que ser consciente de los “intereses evaluativos” que dan significado a la palabra. Williams también rechaza el relativismo crudo, al que ve cayendo en el absurdo: “sé de dónde eres, pero, verás, es que el relativismo no es verdadero para mí”. Pero sí cree que hay una verdad en el relativismo: que la verdad de los juicios de valor es local, circunscrita a una cultura, y no tiene sentido comparar entre mundos morales muy distintos, donde la forma de vida de uno no es una opción real para el otro. El mundo, tal como es en sí, es indiferente a valores.

                                                    ****

Putnam ofrece las siguientes críticas a esta metafísica (que pasa por ser lo más moderno que hay -según pretende el propio Williams-):

-Respecto de la distinción entre cualidades primarias (o absolutas) y secundarias (o relativas), Williams no es capaz de justificar por qué los colores o los calores no existen realmente. En general, dice Putnam, muestra una clara tendencia a confundir las cualidades secundarias con la sensación de ellas. Por ejemplo, argumenta que el calor no puede ser físico porque se transforma imperceptiblemente en dolor, lo que es mezclar el calor (temperatura) con la sensación de calor. La temperatura ha sido identificada, de hecho, por los físicos, como una propiedad objetiva. ¿Quiere decir Williams que no había cosas más o menos calientes, antes de que viniésemos nosotros? Decir aquí que la sensación de calor no se parece a la temperatura es cierto, pero vale también para la sensación (o “idea”) de distancia. Lo mismo puede decirse con el color: hay maneras suficientemente precisas redefinir color, y, por otra parte, como dijo Wheeler, un segundo no está ni estará nunca definido con total precisión.
Si Williams aduce que hay una traducción, un sinónimo de “caliente” o “verde” a la concepción absoluta, se le debe objetar, como hizo Davidson (contra el reduccionismo de conceptos mentalistas a físicos) que no se podría saber si, al usar los nuevos términos, la gente no seguía refiriéndose a los viejos mohosos términos: una traducción preserva las viejas nociones.

-Un problema más grave aún surge cuando Williams pretende dar cuenta de cómo la concepción absoluta daría cuenta de (y subsumiría a) nuestras concepciones perspectivas, propias de humanos (y de él mismo). Williams llega a admitir: “A la vista de esto [que al hacer ciencia estamos, a la vez, dando ejemplos de lo que deberíamos reducir] las ideas más ambiciosas que se han llegado a expresar respecto de la concepción absoluta, tienen que fracasar. […] ¿Qué más por debajo de esa fantasía positivista [sic –Putnam-] lo hará?”
El problema de Williams es (como lo fue el de Sellars), dice Putnam, que no es lo mismo predecir que se producirán ciertos ruidos o marcas, que explicar de qué modo tales marcas y ruidos son concepciones, ni de qué modo describen algo, siquiera perspectivamente. Para ser una perspectiva, las marcas y ruidos tienen que figurar de algo; para ser una descripción objetiva, las marcas y ruidos tienen que describir. Esta relación semántica es ineliminable. Cuando Williams reconoce que la “concepción absoluta” a la que podríamos acceder (y que nos ayudaría a explicarnos a nosotros mismos), no serviría necesariamente a otros investigadores distintos, ¿está diciendo que es nuestra perspectiva local el que justamente haya una concepción absoluta? “Incluso Richard Rorty podría estar de acuerdo con esto”, dice Putnam irónicamente.

-Un problema paralelo se le presenta a Williams por aceptar, por una parte, la indeterminación de la traducción de Quine y la ausencia de elementos normativos en la concepción absoluta.

-Pasemos a “la verdad en el relativismo” (moral). Según Williams, los juicios morales tienen verdad, pero solo local, inaplicable entre formas de vida que no serían viables para el otro.
Dejando a un lado que, señala Putnam, Williams exhibe el mismo poco rigor que Rorty en su tratamiento de Verdad (tan pronto es asertabilidad garantizada, como desentrecomillación, etc.), su pretensión de que no tiene sentido comparar entre opciones “no reales” produce, para empezar, la insatisfactoria conclusión de que entre nazis y judíos no había posible confrontación moral (ya que no era una opción real ser parte del otro). Seguramente esto sería un resultado que Williams no querría compartir.
Pero más grave es la completa contradicción en que incurre Williams cuando dice, por una parte, que en un conflicto nocional (entre culturas muy diferentes) “la cuestión de la verdad no se plantea”, y dice, por otra, que los miembros de la otra comunidad tienen conocimiento ético, y que sus creencias (cuando usan sus conceptos de manera bien definida en su contexto cultural) son verdaderas. Es una contradicción absoluta decir que el juicio de alguien (de que, por ejemplo, determinado acto es no casto) es verdadero, y decir también que no podemos decir que es verdadero o falso.

Esto le pasa a Williams, sentencia Putnam, porque, en su intento por defender un perspectivismo de las cualidades secundarias y, todavía más de lo ético, junto a un no-perspectivismo físico, se olvida de la interrelación de lo fáctico y lo ético (contra su propia pretensión de tenerlo en cuenta).
Consideremos el ejemplo de los sacrificios humanos entre los aztecas. Williams sostiene que las creencias fácticas en que se apoyaban, eran falsas, pero piensa que no podemos decir que la forma de vida (con sacrificios humanos) de los aztecas era equivocada. Sin embargo, la forma de vida de los aztecas era interdependiente de la concepción equivocada que tenían de la realidad. ¿Por qué no podemos decir que la forma moral de vida a que condujo esa errónea creencia fáctica, era equivocada?
“Lo denominado “absoluto” y lo ético están sencillamente tan interrelacionados como lo “fáctico” y lo ético.”
Igualmente, podríamos aprender moralmente de modos de vida que, sin embargo, no son verdaderas opciones reales para nosotros: mucha gente admira ciertos valores amish sin pensar por ello que tiene que compartirlos todos. Pero la teoría de Williams implica que es cuestión o de quedarse con toda su cultura, o no poder decir nada de ninguno se sus elementos morales. Putnam concluye:

“Es imposible que el conocimiento fundamental (la física fundamental futura) sea absoluto y nada más lo sea, porque la física fundamental no puede explicar la posibilidad de referirse a o enunciar algo, incluida la propia física fundamental. Por tanto, si todo lo que no es física, “depende de una perspectiva”, entonces la noción de “ser absoluto” depende irremediablemente de una perspectiva. Y la idea de un relativismo de la distancia, aplicable a la ética pero no a la ciencia, también se viene abajo, porque la ética y la ciencia están tan interrelacionadas como la ética y los “hechos”.

miércoles, 9 de noviembre de 2011

Fragmentos de Diálogos de Filosofía (II): ¿Y si nada tiene valor en sí?

Otro fragmento del primer diálogo de Diálogos de Filosofía. Después de un rato charlando acerca de qué puede entenderse por filosofía, antiguo maestro y antiguo alumno se ponen a discutir qué es auténticamente valioso, qué puede dar sentido a la vida. La primera tesis que discuten es la de si acaso no hay valores objetivos, naturales (quizá estaban adivinando lo que estamos discutiendo en otro lugar y discutiremos eternamente). Nuevamente, el fragmento es extenso, pero unitario.

M.–Claro, esto es un diálogo. Intenta desembuchar y di, sin miedo: ¿qué te parece a ti que es verdaderamente valioso y bueno?
A.–Te digo, con miedo, que no lo sé. Ni siquiera sé si hay que planteárselo en términos tan generales: si hay cosas que son buenas para todo el mundo… o para la gente.
M.–O sea, que a la pregunta “¿qué es bueno?, ¿qué tiene verdadero valor?”, tú dices que habría que añadirle algo así como “¿para quién?”
A.–Sí. Una de las cosas que más me desconcierta es ver la cantidad de opiniones que hay y los caminos tan dispares por los que tira cada uno. A lo mejor no todos debemos seguir el mismo. A mí me bastaría con averiguar el mío, qué es bueno para mí, qué sentido darle a mi vida. Y eso es lo que no sé.
M.–Creo que exageras en lo de la diversidad de opiniones y caminos, tal vez porque has oído a menudo esta cantinela. Yo veo a la gente bastante igual, y no creo que disientan más en lo que llaman bueno (si la paz o la guerra, el saber o la ignorancia…), que en cómo se imaginan el mundo (si plano o redondo, con demonios o sin ellos). Pero habla mejor de ti. ¿Crees tú que cualquier cosa puede ser buena, según para quién?
A.–Podría ser.
M.–Supongamos entonces que no haya nada que sea bueno, absolutamente y por necesidad, para todos, sino que cualquier cosa pueda serlo, pero solo para alguien en concreto. Nada tiene por qué ser bueno para todos, todo puede ser bueno para alguien. Pero esto puede entenderse de dos maneras.
A.–¿Cuáles?
M.–Una manera de entenderlo sería decir que, como no somos iguales en los detalles, a cada uno, por nuestras naturalezas, nos convienen unas cosas, aunque las leyes naturales de lo conveniente sean las mismas para todos; de manera que en aquello en que somos iguales, sí nos convienen las mismas cosas, y a cualquiera que se encontrase en tu pellejo le convendría exactamente lo mismo que a ti.
A.–Claro, eso es.
M.–Esto es similar a decir que, dado que cada uno estamos en un lugar, tú y yo vemos cosas diferentes, pero hay una misma realidad para los dos, así que si yo estuviese en tu lugar y con tus mismos ojos, vería lo que estás viendo tú, y puedo incluso hacerme una idea de ello desde mi propia perspectiva. De la misma manera, aunque vivir sea bueno para todos, el agua solo es buena para los peces, como dice la canción. Eso es lo que podría significar que lo bueno es relativo a cada uno.
A.–Eso es lo que significa, ¿no?
M.–En un sentido inocente, sí. Pero podría significar, en cambio, que hasta el criterio de lo que es bueno y conveniente es cosa de cada uno y, como se oye decir a menudo, sobre gustos no hay nada escrito en el libro de la naturaleza, sino que tenemos, digamos, un cheque en blanco. La muerte o el dolor no son peores, objetivamente hablando, que la vida y el placer. La vida solo es un bien para el que la valora. ¿Entiendes la diferencia?
A.–Sí.
M.–¿Y cuál de estas dos cosas querías decir?
A.–La verdad es que no me había parado a pensarlo. Creo que me refería más bien a lo primero, pero ahora que lo planteas, me interesa que sigas discutiéndolo, porque es verdad que se oye muchas veces decir que nadie más que tú puede saber (no digamos decidir) lo que te viene bien.
M.–Sí, puede que haya que discutir antes esto, aunque estamos cambiando un poco el tema.
A.–¿Otra vez?
M.–Pero a lo mejor sea solo por un rato. Vale la pena discutirlo, porque si tienen razón los que dicen eso último, nos ahorraríamos toda la conversación.
A.–¿Toda?
M.–Sería tonto, para empezar, ponerse a hablar de qué es bueno en sí mismo. Cualquier cosa que tú creas valiosa (sea el placer, la libertad, el conocimiento o lo que sea), como cualquiera que crea yo (sea el sufrimiento, la esclavitud o la ignorancia), será igual de correcta, es decir, nada en absoluto.
A.–Es verdad.
M.–Esto es como si dijésemos, hablando del conocimiento, que la Verdad no es más que lo que a cada uno le parece. La Verdad sería perspectiva, pero no como cuando varios turistas miran desde diferentes lugares la misma torre, sino perspectiva de nada. Solo los pobres locos se pondrían a discutir, o ni esos, ya que a nadie le gusta hablar cuando no podría estar equivocado.
A.–¡Ojalá fuese así!... Pero hay mucha menos gente que cree que la Verdad no es una y la misma para todos, que eso otro, lo de que no hay Bien ni Mal absoluto, ¿no?
M.–Puede ser. Lo de que no hay la Verdad, sino mi verdad o tu verdad, apenas se atreven a defenderlo algunos filósofos (aunque también hay refranes que lo dan a entender). Pero sí que hay muchos, filósofos y no filósofos, que creen que existe la Verdad y no el Bien, con mayúsculas. ¿Te preguntas por qué?
A.–¿Por qué?
M.–No lo tengo muy claro. Los escépticos, en realidad, dirigen a la Verdad los mismos peros que al Bien: que si no hay quien pueda demostrar que lo que me parece no es más que una ilusión, que si cada uno ve las cosas de diferente manera… Pero parece que en lo de qué tiene valor y qué no, disfrutamos de una libertad que no tenemos para con la Verdad.
A.–Eso es cierto.
M.–Aunque es más cierto en unas épocas y tierras que en otras. ¿No coincidirá, me pregunto, que haya más desacuerdo en qué es lo Bueno con las épocas en que hay también más desacuerdo en qué creemos que somos nosotros mismos y qué es realmente este mundo?
A.–¿Cómo?
M.–Quiero decir que, por ejemplo, el que crea que él es un alma inmortal, es de esperar que actúe de manera diferente a quien crea que nuestros días están contados, ¿no crees?
A.–Parece lógico.
M.–Pero esa ya no sería una disensión sobre lo que es bueno, sino sobre lo que es verdadero. Lo que dicen quienes niegan que haya criterios de lo bueno no es eso, sino que, aunque dos personas creyesen exactamente lo mismo sobre lo que son las cosas, no tendrían por qué llamar bueno a lo mismo.
A.–Entiendo. Eso es decir que no hay nada bueno o malo por naturaleza. Es lo que tú comparas con que dos personas iguales en el mismo sitio no tengan por qué ver lo mismo.
M.–Eso es. La comparación entre el asunto de lo Bueno y el de lo Verdadero es útil, ya ves. Aunque, como todas las comparaciones, hay que usarla con cuidado. Estate vigilante.
A.–Lo intentaré.
M.–Sería absurdo, decía, discutir sobre qué cosas son valiosas en términos absolutos, si hasta los criterios son propios de cada uno. Pero ¿se podría ser más humilde y discutir de bienes concretos para gente concreta, por ejemplo, hablar tú y yo de ti?
A.–No sé si se podría.
M.–Si yo pudiese tan bien como tú decir qué te conviene, si pudiese darte consejo, tendría que haber una norma de lo que es conveniente, una norma independiente de ti y de mí, a la que atenernos. Es verdad que esa norma única daría distinto resultado si la aplicamos a tu caso o al mío (tal como la misma brasa produce olores diferentes según lo que se pone a quemar en ella, o como con la misma agua se hace distintas colonias), pero cualquiera que te conociese a ti y a tus circunstancias, podría determinar lo que te conviene.
A.–Es verdad.
M.–Quien aconseja, o simplemente opina, cree que sabe con cierta seguridad cuál es la medida real de eso de que opina.
A.–Es cierto. Si no, cada uno tendría que encargarse de sí mismo.
M.–¿Tú crees? ¿Será entonces, cada uno consigo mismo, quien sepa lo que es bueno para él, o… no, no que lo sepa, sino que lo decida, por su santa voluntad, como se suele decir?
A.–No queda más remedio, si se acepta lo que hemos supuesto.
M.–Pero ¿qué “cada uno”?... ¿Entiendes lo que estoy preguntando?
A.–No estoy seguro.
M.–Podrías pensar que debes ser tú quien decida qué es bueno para ti, no solo para ahora sino también para el futuro. Eso es lo que podría significar el “cada uno”.
A.–Claro.
M.–Pero alguien (yo mismo, sin ir más lejos) podría preguntarte: ¿quién eres tú ahora para decidir lo que es bueno para ti mañana?
A.–“El mismo”, le contestaría.
M.–Y diferente. ¿Sabes ya quién vas a ser el día de mañana? ¡Imagina que puedes incluso convertirte en filósofo!
A.–¿No lo somos ya todos?
M.–Sí, pero no. Y bueno, a lo que iba, ¿puedes decidir tú ahora por él, por el “tú futuro”, o él por ti? Y si podéis decidirlo vosotros, ¿por qué no yo?
A.–Pero ¿no puedes decirme, siendo filósofo, que hay algo permanente en uno que hace que, pese al paso del tiempo, sea más él mismo que otro?
M.–¿Y que le convengan siempre ciertas cosas?
A.–Sí, eso.
M.–Si eso es así y si debe ser así, será porque a cada uno, por nuestra naturaleza, nos lo parezca o no, nos viene bien una cosa y no otra, ¿no? Porque no creerás que el deseo va trasmigrando de un instante a otro, y se conserva sin transformarse…
A.–Nada perdura, ¿no dice eso algún filósofo?
M.–Claro que sí. Así que si alguien, por ejemplo tú ahora, pudiese decidir por otro, por ejemplo, por tú-luego (y no me refiero a decidir por la fuerza, porque eso puede hacerlo el que la tiene, yo o tú), no solo habría, como dices, algo así como una esencia de cada uno, sino que, además, los bienes y males irían pegados a las esencias como los olores a las flores. O sea, habría un criterio natural de lo que es bueno, que es lo contrario de lo que estamos suponiendo.
A.–Es verdad.
M.–Quienes niegan que haya criterios naturales de valor, suelen negar también que las cosas tengan algo así como una naturaleza o esencia, sea duradera o pasajera. Pero lo que de ninguna manera aceptan es que el bien y el mal puedan ir unidos a ella, porque la esencia que menos existe, dicen, es la del Bien. Bien es solo como llamamos a lo que cada uno prefiere preferir. Es un regalo que hacemos a las cosas, porque ellas, en sí mismas, no tienen valor. Pero ¿quién puede hacer ese regalo?
A– Cualquiera, con tal de que lo tenga.
M.–No se puede decir, entonces, que lo que es bueno depende de cada uno sin más, sino, como mucho, que algo tiene valor para cada uno ahora y solo ahora, ya que tal vez luego, para ese ser, eso ya no tenga el mismo o ningún valor. ¿Qué crees? ¿Esto sí se podrá decir?
A.–No lo sé. ¿Qué crees tú?
M.–Desde luego, hasta cuando decides para tu futuro, quien decide eres tú, el de ahora, según te da la gana ahora, y no según los intereses de ese yo futuro. No solo porque no los conozcas, sino porque tampoco podrías conocerlos.
A.–O sea, que solo sabemos qué es lo que queremos en este momento.
M.–Eso parece… De todas formas, se trata de un tú o yo minúsculo; tanto que podríamos llamarlo, hablando a lo matemático, infinitesimal. O, más bien, nada.
A.–¿Nada?
M.–Nada de nada o, como mucho, algo que no dura nada, porque en el plazo que va desde que digo “creo...” a que pronuncio “... que es bueno”, ya no soy el mismo. Quien decide qué es bueno, es un ser del instante. Si no, si dura algún tiempo y es uno y el mismo en diferentes segundos, podría ser cualquiera.
A.–Pues creo que eso es igual que no elegir.
M.–No creas, la decisión tiene que ser algo así, que no ocupe lugar (aunque por razones diferentes al saber). ¿No dicen muchos curanderos de almas que la mejor elección es la que no se piensa?
A.–¿La decisión ciega?
M.–No, no es ciega. La llaman así los que no ven que no hay que pensarlo todo, pero la decisión instantánea es como la luz, que no tiene cuerpo y por eso no hay mayor velocidad que la suya.
A.–Puede ser. Pero tú no crees eso, ¿verdad?
M.–Yo es que me pregunto una cosa.
A.–¿Cuál?
M.–Por qué hemos quedado en que no puedo ser yo el juez de lo que es bueno para ti, y sí tú, aunque seas la pequeña nada de ahora.
A.–Bueno, tú no puedes disfrutar mi felicidad, ni sentir mis deseos.
M.–Como nadie puede dudar de lo que está viendo, ¿no es eso?
A.–Sí… Pero, ahora que pones esa comparación, ya no lo veo tan claro.
M.–¿Por qué?
A.–¿No dudaba Descartes de lo que veía?
M.–Y yo, a veces, sobre todo cuando estoy despierto. ¿No es verdad que lo que creemos ver depende de nuestras ideas y de nuestros prejuicios? No ve, por ejemplo, las mismas cosas en un microscopio el que entiende que el que no. Donde yo veo manchas, tú serás capaz de
ver vidas de varias especies.
A.–Y donde tú ves problemas, yo casi no veo ni manchas.
M.–Es más, si no tuviésemos conceptos, o sea, pensamientos que van más allá de este instante, que son objetivos y no privados, no podríamos decir que percibimos ni creemos nada, ni siquiera en este instante.
A.–Por lo menos, no podríamos comunicarlo.
M.–No, no solo eso. Tampoco podríamos pensarlo, a no ser que tú seas capaz de pensar con simples “estos”, “aquíes” y “ahoras”.
A.–Tienes razón.
M.–Y, sobre todo, hay que aceptar que la palabra ‘Verdad’ tiene algún significado más allá de las palabras ‘veo’ y ‘creo’, hasta para quienes dicen que la Verdad es, para cada uno, lo que cada uno cree.
A.–¿Cómo?
M.–A menos que sea verdadero, absoluta y realmente verdadero, que lo que uno cree es verdad, no podrá nadie creer que la Verdad es lo que uno cree, ¿no te parece?
A.–Es un poco lioso, pero creo que te entiendo. Quieres decir que hasta quien dice que todo es subjetivo, solo habla con sentido si eso que está diciendo no es subjetivo, sino objetivo.
M.–Lo has entendido muy bien. De la misma manera, me parece a mí, lo que nos gusta y queremos, depende de lo que creemos, de nuestros principios o prejuicios de lo que es bueno.
A.–Es verdad. Un mismo dolor podemos interpretarlo como bueno o malo, según nuestras creencias.
M.–¿Pero qué pasa si también nuestros principios son solo lo que creemos o, mejor, lo que decidimos ahora que sean? Si fuese así, ¿se podría decir siquiera que es bueno lo que elijo yo ahora?
A.–Si es buena la comparación con la Verdad, no, claro.
M.–Deberá ser cierto, antes, que lo que uno desea en cada momento es lo Bueno. Si no es objetivamente bueno que cada uno elija en cada momento, no se puede decir que es bueno lo que uno elige. ¿No te convence esto?
A.–No sé…
M.–¿Qué duda tienes?
A.–Es que yo creo que aquí es diferente. Lo que quieren decir esos, los que dicen que no hay nada bueno o malo por naturaleza, creo yo, es que llamamos bueno a lo que deseamos, y punto. No creo que quieran decir que está bien y es bueno que cada uno elija lo que le apetezca, porque entonces claro que se estarían contradiciendo, como dices: estarían suponiendo una ley objetiva, que sería algo así como el derecho de cada uno a decidir.
M.–Lo estás entendiendo muy bien. Y tienes razón en acordarte de eso, porque muchos de ellos, si no todos a ratos, se confunden exactamente igual que tú.
A.–¿Tengo razón y me confundo?
M.–¿No es semejante, eso que dices, a que, hablando del conocimiento, dijésemos que llamamos verdadero a lo que creemos, y punto?
A.–Sí, parece.
M.–Pero no porque la Verdad debiera ser lo que a cada uno le parezca, sino porque, como no habría Verdad alguna, llamaríamos ‘Verdad’ a lo que cada uno cree que cree. Y esto, llevado de vuelta al asunto de lo Bueno, quiere decir que no solo no elegimos algo porque
sea bueno, sino que ni siquiera es bueno porque lo elegimos. Simplemente llamamos bueno a lo que cada uno elige.
A.–Eso es, pero me refiero solo al tema del Bien, no al de la Verdad.
M.–¡Ya! Tú quieres llevarte el Bien a otro terreno, al de los hechos, no al de las normas. Quieres describir lo que nos pasa cuando decimos que algo es bueno, y dices que eso es todo lo que hay que decir sobre lo Bueno, ¿no?
A.–Eso creo que piensan los que dicen que no hay Bien y Mal por naturaleza.
M.–Pero así no vamos a ningún sitio.
A.–¿Por qué?
M.–Porque, cuando estoy deliberando, o eligiendo, de nada me sirve saber que lo que elija será lo que, por las leyes del destino, del azar o de quien sea, iba a elegir. Igual que no viene a cuento, cuando estoy dibujando un círculo, saber cómo funcionan los lápices, las manos y
los cerebros. Nadie puede dejar de desear y valorar, como nadie puede dejar de pensar, solo porque sepa cómo funciona la naturaleza entera.
A.–Creo que te empiezo a entender.
M.–Puede que estemos condenados a ser esclavos, del azar o de la necesidad, pero, desde luego, también estamos condenados a ser libres. No puedo nunca dejar de valorar, o sea, de plantearme qué quiero o debo hacer, y esto es indiferente de que el curso de la naturaleza esté ya escrito.
A.–Es cierto, no había caído en eso.
M.–Si a un matemático, por ejemplo, se le apareciese un experto en cerebros y le dijese que todas las operaciones matemáticas no son más que sucesos químicos, y el matemático le dijese: “Muy bien, amigo, pero eso no me ayuda en nada a resolver este problema. Mira a ver si puedes resolverlo tú”...
A.–Dejaría en ridículo al experto que dices.
M.–¿Entonces es que el experto en cerebros no puede decir nada de la verdad de las matemáticas?
A.–Por supuesto que no. Eso es absurdo.
M.–Pues eso habría que decir aquí. Si cuando estoy dudando si debo elegir esto o lo otro, un experto similar me viene a informar de que, decida lo que decida, la naturaleza me había diseñado para ello, no me aliviará nada en mi decisión. Pero es justo de esto, de qué debo elegir, de lo que estamos discutiendo cuando nos preguntamos qué hay que considerar bueno.
A.–Es verdad, ahora lo veo claro.
M.–La Verdad no es lo que sucede que creemos, sino lo que deberíamos creer, y lo Bueno no es lo que sucede que queremos, sino lo que deberíamos querer. Y eso es así aunque defendamos que lo que deberíamos creer y querer es solo lo que cada uno cree y desea en cada momento. ¿Entiendes?
A.–Creo que sí.
M.–Hasta podríamos decirle al amante de las descripciones que lo que nos está diciendo es absurdo.
A.–¿Por qué?
M.–Porque, para empezar por el tema de la Verdad, si es como él dice, o sea, que nuestros pensamientos son el resultado de nuestra naturaleza, no podemos saber, ni nosotros ni él, si algo es verdadero, ya que no creemos más que lo que estamos condenados a creer. Hasta lo que él dice se vuelve un sinsentido, porque no puede justificar ninguna creencia, incluida la suya.
A.–¿Y eso vale también para el caso de lo bueno y lo malo?
M.–También, aunque algunos no lo ven.
A.–Yo, por ejemplo.
M.–Es que no es fácil. Pero mira: ese experto que nos viene a informar de que elegir no es más que lo que sucede que elegimos, ha debido tomar antes unas cuantas decisiones, tales como que es valioso dedicarse a su ciencia, que lo es venir a sacarnos de nuestro error, y mil otras, pero, sobre todo, la de que debe aceptar lo que le dicen sus razones. Y aparte de que tampoco a él le habría servido de nada saberse la historia del mundo para elegir lo que ha elegido, además, sus elecciones son completamente absurdas si él no cree que una cosa sea más valiosa que otra.
A.–Pero ¿no es verdad que lo cree solo por ahora?
M.–Claro que lo cree ahora, como el que resuelve un problema matemático lo resuelve ahora. Pero cree que eso es verdad, ha sido verdad y lo será siempre, independientemente de que él lo descubra ahora. De la misma forma, el que elige, cree, ahora, que es realmente preferible elegir tal cosa, y que cualquiera que estuviese en sus mismas circunstancias, de acuerdo con lo que ahora sabe, debería elegir exactamente lo mismo que está eligiendo él.
A.–Creo que tienes razón, pero lo que dices rompe ideas que traía, o que creía traer.
M.–Ahora me podrías decir: ¿qué pasa si está equivocado?
A.–No, ahí no veo problema. Todos podemos estar equivocados.
M.–Claro, y para poder estar equivocados debemos poder estar en lo cierto. Por otra parte, me parece también absurdo decir que, si llamamos bueno a lo que deseamos por naturaleza, no esté dado por naturaleza lo que es bueno... ¿Qué crees?, ¿era salado el mar, antes de
que hubiese gustos?
A.–Supongo que sí, igual que era húmedo y profundo.
M.–Algunos creen que no, porque sobre gustos no hay nada escrito.
A:– ¡Ah, entiendo!
M.–¿Pero creen estas personas que podría darse que el mar fuese como es, las papilas gustativas, el cerebro y demás partes del aparato, fuesen como son y, sin embargo, alguien lo sintiese dulce y le supiera agradable?
A.–No, claro.
M.–Porque, si hay leyes de lo que sucede, nada puede ser subjetivo en ese sentido, sino solo en un sentido inocente, es decir, en el sentido en que las diversas perspectivas no eliminan la realidad única, sino todo lo contrario.
A.–Es cierto.
M.–Pero todo esto, ya te digo, podemos dejárselo al experto, amante de las descripciones, porque nosotros no queremos confundirlo con lo que estamos discutiendo, que es si, cuando digo “esto es bueno” o “esto me gusta”, puedo creer al mismo tiempo que no hay nada valioso ni bueno en sí mismo.
A.–¿Y qué dices de lo que dijimos antes? ¿Cómo se explica que haya tanto desacuerdo en este tema? ¿No prueba eso que no se trata de algo único?
M.–¿Desde cuándo que estemos en desacuerdo sobre algo prueba que no hay un algo? ¿El desacuerdo de las personas no suele probar, más bien, que muchas o todas deben estar equivocadas?
A.–También tienes toda la razón.
M.–Haría falta otro argumento. Y por cierto, ¿puedes decirme algún asunto importante para ti en el que haya una solución clara y única?
A.–La verdad es que no. Hasta creo… que si tiene solución, no me interesa.
M.–Quizá sea una suerte. Volvamos, pues, al asunto por donde íbamos. Creo que no dimos ninguna justificación para decir que lo que tú elijas, ahora, es lo bueno para ti. Eso sería cierto si fuesen bienes cosas como la libertad de uno ahora (sea eso lo que sea) o la satisfacción inmediata, o el sentimiento actual de placer o de poder. Pero no hemos dicho que tales cosas sean valiosas.
A.–Es más, hemos supuesto lo contrario, que no hay nada valioso en sí mismo.
M.–Es que no hemos estado suficientemente atentos, y hemos dejado que se colase aquella ambigüedad que señalamos antes, ¿te acuerdas?
A:– No, ¿cuál?
M.–Quedamos en que es muy diferente decir que a cada uno le convienen unas cosas por ser uno lo que es, que decir que no hay nada que por naturaleza le convenga a nadie.
A.–Te refieres a ser relativo de manera inocente o no inocente, como las llamaste.
M.–Así es, a ser relativo solo relativamente, o ser absolutamente relativo, si tiene sentido hablar así.
A.–Es verdad.
M.–Así que hay que ir más allá y decir que, si no hay criterios objetivos de lo que es bueno y hay que querer, ni uno mismo ni nadie puede decir una palabra sobre eso, ni siquiera para sí mismo para el instante de ahora.
A.–Creo que tienes razón.
M.–Si le preguntásemos, al que cree que no hay nada bueno por naturaleza, por qué ha decidido hacer una cosa en lugar de cualquier otra, no podrá, al final, decirnos nada. Empezará, quizá, dándonos explicaciones como “creo que así seré feliz”; pero si le seguimos preguntando por qué quiere ser feliz, en algún momento nos dirá algo como
“porque me da la gana”, como si hubiese llegado al final, cuando no ha empezado. Lo que decide, según él, es independiente de que sepa si es un hombre o un pez. Lo mismo daría que se quisiese quitar la vida, teniéndolo todo.
A.–A alguien así lo tomaríamos por loco.
M.–Sí, pero sin razones, porque no las hay ni para nuestros gustos ni para los suyos.
A.–Si no hay criterios absolutos, vale todo.
M.–No, no vale todo, sino nada. Esto es tan sencillo como decir que si no hay lo Blanco, una idea o criterio único de blanco, no hay blancos de diferentes matices ni cosas blancas, o si nada es verdad en todas partes, nada es verdad en ninguna. Si nada es bueno absolutamente, absolutamente nada es bueno. Hasta me parece imposible, con ese supuesto, definir cosas como desear, preferir, elegir y todo eso, o explicar por qué no podemos decir que tiene deseos una patata.
A.–Es cierto.
M.–A esto de que nada tiene valor en sí mismo se le llama, entre filósofos, nihilismo. ¿No te has enterado de que Dios ha muerto?
A.–Eso dijo Nietzsche, ¿no?
M.–Nihilismo, dice ese hombre, es la convicción de que todo carece de sentido. Y es el efecto directo de la muerte de Dios, es decir, de la idea de algo bueno absoluto, de normas naturales de lo bueno y lo malo. Una vez muerta esa vana creencia, el valor de las cosas se queda “en tierra, en humo, en polvo, en sombra, en nada”.
A.–He leído a Nietzsche. Beatriz también lo lee. Pero, cuanto más lo leo, más me pasa como con Platón: no sé si entiendo lo que quiere decir. Aunque me parece que tú no nos diste en clase una versión tan pesimista de lo que él dice.
M.–Claro que no. Casi no hay nadie tan optimista como él. Tampoco ha habido mucha gente tan sensible al dolor. Para Nietzsche, que no haya valor en las cosas, es una gran oportunidad. Pero otros no se lo toman tan bien, y se sienten cayendo en ningún sitio. No todos le encuentran sentido a que nada tenga sentido. Pero de Nietzsche podemos hablar en otro momento, porque no conviene simplificar (aunque, bueno, ahora no sabemos siquiera si hay conveniencias). Hablemos de ti, mejor. ¿Qué te parece?, ¿ves bien eso de que nadie pueda, justificadamente, darle valor a nada?
A.–No, yo no.