sábado, 2 de abril de 2011

¿Cómo entender que entendamos?

Así pues, lo que hay en el sonido son símbolos de las afecciones que hay en el alma, y la escritura, de lo que hay en el sonido. Y así como las letras no son las mismas para todos, tampoco los sonidos son los mismos. Ahora bien, aquello de lo que estas cosas son signos primordialmente, las afecciones del alma, son las mismas para todos, y aquello de lo que éstas son semejanzas, las cosas, también son las mismas. (Aristóteles, Sobre la interpretación, 16 a)

En cada uno de los seres se dan tres elementos por vía de los cuales debe presentarse su conocimiento, siendo el cuarto el conocimiento mismo (en quinto lugar hay que colocar aquello mismo que es cognoscible y es en realidad): primero, el nombre; segundo, la definición; tercero, la imagen; lo cuarto es el conocimiento. Así pues, si se quiere entender lo ahora dicho, tómese un ser como ejemplo y reflexiónese de igual manera acerca de todos. Existe una cierta realidad a la que se llama “círculo”, la cual tiene ese mismo nombre que ahora acabamos de pronunciar. La definición es su segundo elemento, compuesto de nombres y predicados, pues “lo que desde sus extremos hasta el medio dista por todas partes lo mismo” sería la definición de aquello que tiene el nombre de “redondel”, “circunferencia” y “círculo”. Su tercer elemento es lo que se pinta y se borra, se moldea y se destruye: de esto el propio círculo, al cual se refieren todas estas representaciones, no experimenta nada, pues es distinto de ellas. Lo cuarto es el conocimiento, la inteligencia y la opinión verdadera sobre estas realidades; de otra parte, todo esto hay que entenderlo como un único elemento, que no existe en los sonidos ni en las figuras corporales, sino en las almas, con lo cual resulta evidente que es distinto de la naturaleza del propio círculo y de los tres elementos antes citados. De los tipos de conocimiento, la inteligencia es el que se halla en la mayor proximidad a lo quinto por su afinidad y semejanza; los otros se encuentran a más distancia. (Platón, Carta vii, 342a y ss)


¿Cuántos tipos de cosas hace falta distinguir para hacer comprensible que comprendamos las cosas? Aunque una fuerte pulsión ontológica (en la que convergen, por cierto, los amantes de la razón y los amantes de la pobreza -Parménides y Occam, digamos-) dice, en nosotros, que todas las cosas tienen que ser del mismo y único tipo (por ejemplo, naturales, o “ideales”), lo cierto es que nadie ha conseguido eliminar convincentemente la diferencia “categorial” entre, por ejemplo, signos, por un lado, significados, por otro, y cosas en sí mismas, más allá. Puede sostenerse, incluso, que muchos problemas filosóficos se originan o, por lo menos, crecen, en el nido de alguna indistinción de esos niveles, o de su inadecuada caracterización.

Dejando a un lado, provisionalmente, los escrúpulos ontológicos, propondré, breve y programáticamente, la distinción y caracterización de niveles que yo encuentro preferible. No se trata de nada especialmente original, e incluso es una distinción menos fina que la que nos ofrece Platón en el texto citado, pero a mí me resulta más clara, y las observaciones críticas que se le puedan hacer me resultarán más esclarecedoras.

Creo que, para entender que entendemos, hace falta distinguir, en primera instancia, entre dos ámbitos ((1) y (2)), y, después, en cada uno de esos ámbitos, entre dos subámbitos, con lo que resultaría que se necesitan al menos cuatro tipos de cosas ((11), (12), (21) y (22)). Insisto en que la palabra ‘cosa’ no pretende tener ahora un sentido ontológico fuerte. Los dos tipos generales, o niveles, de “cosas” que hay que distinguir son, por usar viejas palabras, (1) las cosas reales en sí mismas (lo que es) y (2) los fenómenos (las representaciones de las cosas, lo que aparece o se da). Y los cuatro subniveles que distingo son, en palabras más viejas todavía: (11), la cosa en sí misma (la “sustancia”), (12) la esencia o quididad de la cosa; (21) el fenómeno psíquico o mental; y (22) el fenómeno físico (material, natural, etc.). De uno en uno, y empezando por el último:

(22) Hay un ámbito de cosas, las físicas o naturales, caracterizadas por la espacialidad y temporalidad (o la espaciotemporalidad, si se prefiere) que constituyen el nivel más básico e inmediato de toda intelección (razón por la cual los amantes de lo básico lo consideran el ámbito ontológico por excelencia, de lo que todo lo demás sería sólo superestructura, epifenómeno, etc.). En en este ámbito básico de lo natural-externo-objetivo se dan dos clases de cosas o fenómenos, que son, por un lado, los meros fenómenos “objetivo-naturales” (piedras, tormentas, sociedades), y, por otro, los signos o significantes materiales (palabras, señales de tráfico, balidos). Todo nuestro conocimiento tiene algún momento natural, tanto sígnico como no sígnico (salvo que digamos, como Peirce, que todo es signo).

Pero este ámbito, “objetivo-inmanente”, es, pese al esfuerzo de los nominalistas de todos los tiempos, insuficiente para entender cómo es que entendemos. Es incluso insuficiente para entenderse a sí mismo. Empezando por los propios signos, como se ha dicho muchas veces, la mera letra ‘a’ no es ya un puro evento natural, sino un concepto, abstracto, válido para infinitos eventos naturales (las indefinidas veces que escribo algo que quiere ser una a) que “signifiquen” lo mismo, o sea, /a/. Y, pasando a los objetos naturales que no son signos, también se ha dicho muchas veces, con razón, que el más simple de los fenómenos naturales está inextricablemente trenzado de conceptos, que son “cosas” de otro nivel, del nivel de los significados, pero sin los cuales, de lo natural o físico no queda nada. El significado (y ya un fonema es un significado, no un hecho natural) no se reduce al significante: un signo es ininteligible sin su sentido o significado, que es algo no-natural, no material, es decir, no ubicable espacio-temporalmente.

Por tanto, es un error, tomado al pie de la letra, la teoría de filosofía de las matemáticas llamada “formalismo”, según la cual una construcción matemáticas es un conjunto de “signos sin interpretar” (¿sin significado?). Sin interpretación y concepto, no hay fenómeno, cuánto menos, signo. Ya el mero hecho de que se utilice más de una vez el “mismo signo” (por ejemplo, el grafo ‘entre’), implica ir infinitamente más allá del mero hecho.

Por lo mismo, si por Lenguaje se entiende un conjunto de meros signos, es decir, de eventos naturales, es lo mismo que no decir nada decir que los problemas filosóficos (¿y biológicos, y cuánticos?) son sólo problemas de lenguaje. No lo son en ningún modo, porque qué sea el propio Lenguaje es algo que desborda infinitamente toda descripción natural: la propia descripción natural desborda infinitamente a “pura descripción natural”.

Por tanto, el nivel material es necesario pero no suficiente en la explicación de nuestro conocimiento.

(21) Dando un paso más (hacia “arriba”) en la búsqueda de la inteligibilidad, llegamos a las representaciones subjetivas o mentales. Aquí están, de forma “inmanente” (es decir, como fenómenos, temporal y concretamente realizados) los significados que damos a los términos, y las interpretaciones o sentidos que damos a los fenómenos naturales. Diferentes sujetos se representan de diferente manera la realidad, y dan diferentes significados al mismo signo. Sin embargo, esta variedad de psiques y estados psíquicos no hace imposible la intelección intersubjetiva ni, lo que es más, objetiva. Por tanto, tampoco este nivel es suficiente, aunque siempre esté presente en cualquier intelección.

Los ámbitos natural y psicológico son los dos aspectos (externo e interno) de la “representación”, las dos caras de esa misma moneda. Cada especie de evento natural tiene su reverso mental. Si en el ámbito natural hay cantidades y cualidades, en el ámbito mental hay cuantia y cualia; si en el ámbito natural hay fenómenos vitales, en el ámbito mental hay pulsiones; y si en el ámbito natural hay significantes, en el ámbito mental hay significados.

Las filosofías inmanentistas intentan e intentarán siempre reducirlo todo a alguno de estos dos ámbitos. Los naturalismos puros, al primero (y entonces, al tratar del conocimiento, tienen que defender alguna forma de nominalismo); los psicologismos, al segundo. Quine es un intento profundo de lo primero; Hume, de lo segundo. Quienes creemos que este proyecto filosófico, es más, metafísico (no científico, como ingenuamente creen ellos mismos a menudo) está radicalmente equivocado, aunque podemos entender su razonable motivación (al fin y al cabo, ¿quién puede salir de las representaciones inmanentes para ver la realidad?, ¿quien puede saltar del “me represento” al “se”?), pensamos que estas opciones no explican el conocimiento, y se hacen autocontradictorias.

Para comprender que comprendamos, no basta ni con el mundo físico de los puros signos ni con el mundo, psicológico, de los significados subjetivos. Hace falta que algo, “externo” (no, obviamente, en sentido natural) a nuestras representaciones, dirima entre representaciones correctas e incorrectas. En cuanto representaciones todas son igual de válidas, pero hay representaciones que son válidas (o más o menos válidas) acerca de lo que es verdadero, de lo que es bueno, de lo que es bello. Así que hay algo no representacional, que mide esas valideces de las representaciones. Con esto tenemos que dar el “salto” (realmente, en cierto modo, es el paso más “natural” del mundo) a un ámbito “trascendente” a la representación, el de las cosas en sí mismas, que, por supuesto, distinguimos completamente de los fenómenos naturales. Estos no son más que representaciones acerca de las cosas en sí mismas. Por más que sea una fe muy firme de toda la filosofía moderna, no hay que aceptar que las cosas, más allá de su representación, son completamente ignotas. También en este ámbito de la realidad (no de su aparecer) habría que distinguir dos aspectos:

(12) Las cosas, en sí mismas, tienen propiedades intrínsecas, o sea, esenciales, e irreducibles a nuestras concepciones coyunturales acerca de ellas. Esto habría que aceptarlo ya a posteriori, desde un punto de vista representacional, puesto que, entre nuestras representaciones, hay algunas, constitutivas o “normativas” (o, mejor dicho, más normativas que las demás), que discriminan, decía, de entre las demás representaciones, las que son válidas de las que son menos válidas. Pero hay que aceptarlo también a priori, porque de “hecho” (un “hecho de la razón”, por decirlo como Kant) pensamos propiedades intrínsecas, distinguibles de toda representación naturalista o psicologista. El argumento “puesto que nosotros sólo tenemos acceso a nuestras representaciones, no podemos afirmar nada de cómo son las cosas (o, siquiera, si las hay)” es tan falaz como quien pretendiese que, puesto que ve todo a través de sus gafas, todo está dentro de sus gafas. Igual que la sustancia de las gafas no puede explicar lo que ve (y lo deja en un milagro constante), la sustancia de las representaciones no puede explicarse ni a sí misma ni al conocimiento. Aquí, el inmanentismo y relativismo moderno, cae una vez y otra en la confusión de la obviedad “las cosas se relativizan al sujeto que las percibe” con la falsedad de que “las cosas están en el sujeto (o en la representación)”. Las esencias o quididades no son los significados que damos, coyunturalmente (individual o socialmente), a los signos, sino que los trascienden y los hacen posibles, dándoles la regla o unidad de medida.

Quizá esta es, para el asunto que estoy tratando (cómo entender que entendemos) la distinción más importante: la distinción entre los significados, como representaciones subjetivas, y los “significados” entendidos como las características intrínsecas de las cosas, o esencias. Desafortunadamente (por la presión naturalista del “giro lingüístico” –empeoramiento del subjetivista giro copernicano de Kant-) durante mucho tiempo se ha venido llamando con ese mismo término, ‘significado’, a ambas cosas (aunque esto está cambiando en la reciente filosofía analítica, que masivamente rechaza ya la metafísica lingüicista y pretendidamente anti-metafísica).

Frege dijo que los términos tienen, además de una referencia, un Sentido. Aunque él no cayó en la confusión, muchos creyeron que el Sentido de un término sólo podía ser la representación subjetiva, y privada, que cada uno asociase al término. Obviamente, así no hay quien se entienda: cada uno tenemos nuestras representaciones de lo que significa una palabra y una interpretación de los fenómenos naturales. Esto condujo, inevitablemente, a una reacción. Como dice el lema externalista “los significados no están en la cabeza”. Pero, ¿dónde están? Bajo la presión antirrealista de la comunidad filosófica, era imposible recurrir a un más allá de lo inmanente. Lo real en sí debía seguir siendo una mera X kantiana, cuya relación con nuestras representaciones nadie parecía tener que explicar (esta es la posición antirrealista de filósofos como Putnam y Dummett). Así que se optó, en general, por socializar los significados, como si muchas representaciones subjetivas o ciertas intersecciones de representaciones subjetivas, pudiesen dar como resultado una realidad real. Por supuesto, tampoco esto funciona. Y también a esto han reaccionado desde hace unos años quienes no tienen problema en hablar sobre las características intrínsecas de las cosas, sobre lo metafísicamente posible, etc. (Estos, por cierto, ya no creen que la filosofía sea ni análisis del lenguaje ni análisis conceptual, sino análisis de la realidad, sin más).

Creo, pues, que hay que distinguir claramente entre los significados (“sentidos”) en cuanto representaciones, y las esencias o propiedades intrínsecas de las cosas. Puede que no tengamos ninguna representación completamente adecuada de ninguna esencia (y así tiene que ser, si no tenemos un conocimiento perfecto de nada), pero eso no implica que no tengamos ningún tipo de conocimiento más o menos adecuada de ninguna esencia. Como poco, habría que entender las esencias como el límite no relativizable al que tienden nuestras representaciones en cuanto sujetas a criterios de validez. Y, por el otro lado, tampoco las representaciones son claras y distintas, ni se autosustentan. Cualquier representacionismo implica propiedades intrínsecas o esencia auténticas de las cosas. Sin ir más lejos, el que nos cuenta su versión representacionista (su representación de la representación) lo hace bajo el supuesto de que esa versión es correcta, es decir, que es como las cosas son realmente en sí mismas. Pero no hay que conceder a toda la filosofía moderna, por enorme e impresionante que sea, que para nosotros todo es representación (salvo, quizá, el deseo, o la voluntad, o la voluntad de voluntad). El conocimiento implica dos aspectos: uno de ellos, el inmanente, es la representación; el otro, trascendente, es las propiedades esenciales de las cosas, o sea, las Ideas. Sin ambos, no hay explicación del conocimiento. Pero, de los dos, es la realidad no-representacional la que constituye la medida.

(11) Las cosas tienen propiedades intrínsecas o esencias, o, mejor dicho, son su esencia. Pero, a la vez, cada cosa es un individuo o sustancia. La individualidad y la autoidentidad es el corazón de las propiedades intrínsecas. Pero, a la vez, la individualidad entra en cierto conflicto con el hecho de tener múltiples propiedades. Por eso, hay que distinguir un nivel último de las cosas en que estas no son exactamente lo mismo que su esencia, sino una sustancia indivisible y totalmente individual, o mónada. A la cosa real se la conoce a través de su esencia, pero, en sí misma, es absolutamente inescrutable, ininteligible para cualquier conocimiento “articulado” o reflejo (aquí, Platón y Occam dicen lo mismo –aunque, a la vez, dicen lo contrario-). Como esta es la parte “mística” de mi visión de la naturaleza de las cosas, será mejor dejarla en las sombras.

En resumen: de la mesa tenemos, en el nivel básico (22) los fenómenos naturales de mesa o mesiformes, y los signos de la clase ‘mesa’ (sean en el lenguaje que sean); (21) los fenómenos mentales, subjetivos, que son representaciones mentales de mesa; (12) las propiedades intrínsecas de las mesas, y de cada mesa en particular (cuyo conocimiento es el límite al que tienen nuestras representaciones); y (11), la mesa “en sí y para sí”, que diría el otro, y que es algo a la vez ininteligible y lo absolutamente inteligible. Creo que sin distinguir estos órdenes, y sin ponerlos en ese orden, no es posible entender nuestro conocimiento.

6 comentarios:

  1. Joé, J.A., ya sabes lo de Gracián (lo bueno, si breve, dos veces bueno).

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  2. Despachas muy alegremente, demasiado, el argumento epistmelogista antimetafísico. Cito:

    El argumento “puesto que nosotros sólo tenemos acceso a nuestras representaciones, no podemos afirmar nada de cómo son las cosas (o, siquiera, si las hay)” es tan falaz como quien pretendiese que, puesto que ve todo a través de sus gafas, todo está dentro de sus gafas. Igual que la sustancia de las gafas no puede explicar lo que ve (y lo deja en un milagro constante), la sustancia de las representaciones no puede explicarse ni a sí misma ni al conocimiento

    Nadie duda (salvo solipsistas) de la realidad extramental pero la cuestión es que cualquier experiencia fuera no mediatizada por las gafas, resulta imposible de apercibir.

    La analogía correcta sería la siguiente, ¿a qué suena un aplauso hecho con una sola mano? Imposible de saber: cualquier experiencia percibida es contiuunm gordiano e inindividuable de agente cognoscente y entorno ambiental y, de hecho, las investigaciones biológicas sobre nuestros sistema nervioso, inciden en esa clausura operacional.

    La única salida metafísica para esta revelación -claro que discutible- es volver a la cosa-en-sí cuya utilidad, empero, se me escapa salvo que se crea en una mente divina.

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  3. Jesús,
    tu comentario es tan breve que no aprecio lo bueno :), quiero decir... ¿estás ¡acaso! diciendo que me he pasado de largo? Tienes razón. Pero no he sabido decir todo eso en menos palabras de manera que resultase mínimamente claro, y tampoco me pareció buena idea fragmentarlo. ¿Cómo lo resumirías tú (te lo pregunto sin coña)?

    (Por cierto, menudos tochos que se marcaba Gracián. No sería suyo lo de "dime de que presumes...")

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  4. Héctor

    La analogía correcta sería la siguiente, ¿a qué suena un aplauso hecho con una sola mano?

    ¿A qué suena? A medio aplauso.
    No es correcta la analogía: un aplauso necesita de las dos manos (es esencial, creo). El conocimiento necesita de dos elementos, es cierto: la realidad y la representación. Pero la realidad misma no necesita ser conocida, para ser. Así que aquí hay una asimetría esencial, a diferencia de las manos.
    Pero, incluso aceptando la comparación, la pregunta correcta sería: ¿cómo tiene que ser otro cuerpo para que, al chocar con una mano, produzca un aplauso?

    Si uno no es solipsista, y cree que la realidad tiene algunas características en sí mismas, tiene que poder, de alguna manera, decir qué debería pertenecer a la realidad (aunque no pueda "representarlo"). Decir que la realidad es completamente ignota hace que esa rrealidad resulte irrelevante. Y entonces podemos prescindir de ella, como le dijeron los idealistas a Kant. Faltaría entonces por explicar por qué ciertas representaciones son mejores que otras. Al menos los idealistas alemanes decían que sólo hay un Espíritu Absoluto, que se autolegisla.

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  5. Juan Antonio,

    Pero la realidad misma no necesita ser conocida, para ser

    Depende lo que entiendas por ser. Quiero decir, ¿puede existir algo sin que sea percibido? Puede ser, puede ser pero el asunto no es filosóficamente trivial. Ya sabes, el famoso koan zen del árbol centetnario que cae en soledad y no sabemos, y es lo que nos preguntamos, si cae sonoramente.

    Sé que desde la perspectiva del realismo, la respuesta es clara pero aquí nadie ha aceptado (hasta donde yo sé) como premisa verdadera
    ninguna ontología (bueno, el solipsismo aquí NO lo aceptamos y punto, eso sí, de acuerdo)



    Si uno no es solipsista, y cree que la realidad tiene algunas características en sí mismas, tiene que poder, de alguna manera, decir qué debería pertenecer a la realidad (aunque no pueda "representarlo")

    No hace falta NO ser solipsista (que insisto: no lo soy) para negarte la mayor. Me basta tener una noción diferente de conocimiento referida, quiero decir, conocimiento no es la aprehensión lingüística de las características o propiedades de lo real (perspectiva representacionista), sino que conocimiento es conducta (el lenguaje en última instancia es perfomativo) válida o aceptable para un determinado entorno (lo cual explica la validez de las mentirijillas, v.gr: que hagamos cálculos de lanzamiento de un objeto sin tener en cuenta el real y existente efecto de rozamiento y aún así valernos el asunto)

    Esta concepción del conocimiento es lo que me hace prescindir del noumeno y adlateres puesto que carece de sentido desde la perspectiva instumental de la cognición (la conciencia -como cualquier fentotipo- es un instrumento para el manejo del ser humano)

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  6. Héctor,

    ¿puede existir algo sin que sea percibido? Puede ser, puede ser pero el asunto no es filosóficamente trivial. Ya sabes, el famoso koan zen del árbol centetnario que cae en soledad y no sabemos, y es lo que nos preguntamos, si cae sonoramente.

    Si no fuese necesaria la tesis de que las cosas existen sin necesidad de ser percibidas, sería una de dos (creo yo): o que nacerían a la vez la cosa y su percepción, o que sería el propio cognoscente el que produciría la cosa. Ahora bien, podemos concebir la cosa independientemente de que sea concebida, y no lo contrario. Así que...
    De todas maneras, ¿cuál crees tú que sería un criterio de solución a esa cuestión no trivial?

    Me basta tener una noción diferente de conocimiento referida, quiero decir, conocimiento no es la aprehensión lingüística de las características o propiedades de lo real (perspectiva representacionista), sino que conocimiento es conducta (el lenguaje en última instancia es perfomativo) válida o aceptable para un determinado entorno

    No puedo entender como esa idea (wiitgensteiniana, digamos) del caracter performativo del lenguaje puede resultar tan atractiva, y dar a creer que permite escapar del problema del conocimiento (que no es, por cierto, lo mismo que la Representación: no me extraña que no se entienda el conocimiento si se lo identifica con representar -ni Descartes lo veía así-). Aunque la esencia del lenguaje sea su performatividad, supongo que habrá que explicar cómo es que ciertas teorías funcionan (o son performativamente válidas9 y otras no. Decir que un martillo es útil para clavar no ahorra la explicación de por qué es útil: porque su constitución es la adecuada para interactuar con la constitución de las cosas. Encuentro "mantrico" lo de que no hay representación sino performatividad. Es simplemente evadir la cuestión. El hecho instrumental pide toda la explicación de su instrumentalidad que una cosa puede pedir. Y lo pide a gritos.
    Y eso no tiene nada que ver con el "entorno". Hay partes del "lenguaje" que son más útiles o correctos en unos entornos pequeños, y otros en unos más amplios, o incluso universales.


    (lo cual explica la validez de las mentirijillas, v.gr: que hagamos cálculos de lanzamiento de un objeto sin tener en cuenta el real y existente efecto de rozamiento y aún así valernos el asunto)

    Una simulación que no tenga en cuenta ciertas variables será tan incorrecta como sean importantes esas variables. El que, para ciertos fenómenos, ciertas variables sean relativamente despreciables no implica que sean mentirijillas.

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