jueves, 28 de abril de 2011

Qué no es Filosofía, II: cuestión de conceptos

Estamos intentando delimitar la Filosofía, viendo, primero, qué no es, para llegar después a una definición más positiva. Llamamos a esta cuestión “metafilosófica”, no queriendo dar a entender que es ni previa ni externa a la filosofía, sino sólo que es la reflexión filosófica acerca de la propia filosofía. Como se sabe, la cuestión de qué es Filosofía es, principalmente, una cuestión filosófica, aunque cualquier ciencia pueda quizá dar una descripción, desde su ámbito, de qué es la actividad filosófica.

Quienes rechazan que la filosofía sea, en algún sentido relevante, análisis lingüístico, pero quieren mantenerla lo más lejos posible de la realidad, apenas tienen más remedio que caer en alguna versión del conceptualismo: la Filosofía es meramente, o principalmente, análisis de conceptos. Normalmente esta tesis va unida a la de la generalidad de los conceptos con los que tiene que ver la filosofía. No estoy de acuerdo con ninguna de las dos tesis, pero me limitaré, por ahora, a discutir la primera, la que dice que la filosofía es análisis de conceptos, quizá algunos conceptos muy especiales por ser los más generales (o los más vacíos).

Por supuesto, también aquí hay maneras de hacer poco interesante esta tesis. Podría decirse que, dado que todo nuestro conocimiento de las cosas, está necesariamente mediado por nuestras concepciones, en cierto modo sólo tratamos con nuestros conceptos. Este es un argumento equivocado, pero no es ahora el momento de discutirlo, puesto que es una tesis tan aplicable a la química como a la filosofía, y ahora estamos intentado discriminar a la filosofía.
Lo mismo puede decirse, en general, de todas las filosofías “idealistas” y “anti-realistas”, sean críticas o no. Kant, por ejemplo, del “hecho” de que poseemos conocimientos a priori, infirió (truculentamente, a mi parecer) que esos conocimientos no podían ser más que subjetivos (aunque, como eran universales, tenían que ser subjetivo-trascendentales). Con eso llegó a la conclusión de que la forma en que concebimos las cosas no tiene nada que ver con las cosas mismas. Es verdad que dejó fuera la cosa en sí, pero puesto que tanto los conceptos como la forma de la sensibilidad eran, según él, subjetivas, dejó a la cosa en un lugar poco útil. De hecho, le vemos en sus papeles póstumos intentando deducir la física a partir de su “metafísica” subjetivo-trascendental. De una forma análoga, Michael Dummett, o Hilary Putnam (en alguna de sus épocas), del “hecho” (si es que lo es) de que hay diferentes maneras irreducibles de explicar todo lo que creemos ver, han inferido que todo lo que manejamos son conceptos. Esto afectaría de un modo prominente, pero no exclusivo, a la filosofía.
Dando un paso más, Hegel y otros creen que todo es concepto.
Todas estas tesis son metafísicas, y no meramente meta-filosóficas: hipostasian los conceptos. No suponen una discriminación especial de la Filosofía.
Aquí, por otra parte, es más fácil confundirse que en el caso del lenguaje, porque los conceptos y los juicios están más cerca de la realidad que los términos y las proposiciones. Incluso el platonismo es entendido a menudo como una manera de idealismo. Sin embargo, creo yo, Platón estaba lo más lejos que se puede estar de confundir nuestras concepciones con la esencia real de las cosas.
La tesis que habría que discutir, para nuestro propósito de definir la Filosofía, es la que dice que,


  • si bien no todas las cuestiones teóricas relevantes son meramente ni principalmente conceptuales (sino que la mayor parte –por ejemplo, que hay pingüinos en la Antártida- no lo son),

  • las cuestiones filosóficas sí son meramente o principalmente conceptuales, y no tratan de ningún asunto directamente relativo a la realidad.

A esto lo podemos llamar conceptualismo metafilosófico, o metafilosofía conceptualista. (El conceptualismo metafilosófico no implica, pues, una posición conceptualista o antirrealista en general, pero el conceptualismo o antirrealismo general sí conlleva, trivialmente, el conceptualismo metafilosófico). Frente a ello, querríamos abogar por una metafilosofía realista: la Filosofía trata de cómo es la realidad en sí misma.

Aunque conceptualistas y realistas metafilosóficos no estamos de acuerdo en qué es exactamente o en el fondo la Filosofía, estamos de acuerdo en qué es en principio. Sin ello, nuestra discusión sería sólo de palabras, y nuestro diálogo sería de besugos (o incluso de académicos de la lengua). Poniéndonos lo menos exigentes posibles, estaremos de acuerdo en que son filosóficas cuestiones como las de ontología en general (no la de si existe este o aquel tipo de entidad en este o aquel ámbito de existencia, sino la de si existen tal o cual entidad, más allá de que las postule tal o cual ciencia, o la de qué es existir en general), o las de teoría del conocimiento (sobre criterios, normativos, de qué es saber), etc. Ejemplos de esto serían, por ejemplo: qué relación hay entre representación y realidad en sí, o si hay un fundamento objetivo para los juicios de valor, etc.

Hay una teoría que dice que no hay ningún asunto sobre la realidad que no sea del ámbito de la ciencia, entendida como la actividad que se atiene al método hipotético-deductivo o, mejor, empírico-pragmático. Pero esta teoría es una teoría, precisamente, filosófica, que no se atiene al método empírico-pragmático. No la discutiré aquí. Doy por supuesto que, puesto que es una teoría filosófica, está en el mismo barco que las demás opciones filosóficas, aunque ella pretenda sacarse del pantano tirándose de los pelos.
¿Son, las cuestiones filosóficas, cuestiones especialmente conceptuales, de una manera en que no lo son las cuestiones científicas en general?
Podría argumentarse que, mientras que los conceptos de las ciencias específicas se refieren a las cosas, naturales y “reales”, los conceptos filosóficos y los juicios propios de la filosofía no se refieren más que a conceptos. Serían conceptos de “segundo orden” (o de orden enésimo), sin referencia real.

Esto es obviamente falso. ¿Qué tiene que ver que un concepto sea de un orden o de otro, para concluir que sea un concepto meramente (o principalmente) conceptual? ¿Cómo se pasa de ser un concepto acerca de las cosas a ser un concepto que no trata de las cosas? Los conceptos de orden superior a uno tratan de las cosas de orden uno mediante los conceptos de órdenes intermedios, y tratan a los conceptos de orden inmediatamente inferior al suyo como cosas. Así que, en todos los sentidos, los conceptos de orden superior son conceptos acerca de realidades.


Por lo demás, de ser válido ese argumento, con él llegaríamos a que toda la ciencia sería asunto meramente o principalmente de conceptos, ya que prácticamente todos los términos que utiliza la ciencia son de orden superior a uno. Con esto nos aproximamos peligrosamente a la tesis metafísica idealista o antirrealista. Tan peligrosamente que es imposible caer. Porque ¿qué queda fuera de lo conceptual? Quizá el único aspirante a nombre propio sea, como dijo Russell, “esto”. Aunque, como señaló el segundo Wittgenstein, cuando señalo con el dedo delante de un perro, el perro me huele el dedo. Así que, si sólo es ciencia lo que utiliza un lenguaje de nivel uno, entonces, como mucho, la única ciencia sobre la realidad sería la que dice “esto” (y que hable sólo delante de un ser humano, es decir completamente cargado de conceptos).

Lo cierto es que no hay ninguna cuestión, medianamente importante, que sea meramente o principalmente conceptual. No pensamos acerca del concepto de pingüino, sino que pensamos acerca de los pingüinos, a través del concepto ‘pingüino’; y no pensamos sobre el concepto ‘ser’, o el concepto ‘necesidad’, o el concepto ‘mente’, sino acerca del ser, de la necesidad, de la mente, a través de esos conceptos.

Los conceptos no tienen las mismas propiedades que las cosas de las que son conceptos. El concepto ‘pingüino’ no es un pingüino, ni soporta bien el frío. De la misma manera, el concepto de ‘necesidad’ no es la necesidad de las cosas, ni el concepto de ‘esencia’ es la esencia, aunque en estos asuntos sea más fácil caer en la confusión, dado su nivel de abstracción.
Los conceptos son entidades gnoseológicas, que reciben su sentido y su validez de las entidades reales u ónticas. Las entidades gnoseológicas, sean lo que sean, son, salvo para el idealismo, una parte de la realidad, y una parte completamente parasitaria.

Igual que los partidarios de que la filosofía es análisis del lenguaje deberían, consecuentemente, dejarla en manos de los lingüistas, los metafilosóficamente conceptualistas deberían dejar los problemas filosóficos en manos de los lógicos (de los que estudian la “semántica” lógica, o, mejor sería decir, la noología), o, si no, de los gnoseólogos. Pero igual que, por ejemplo, la ontología no es competencia de los gramáticos, tampoco lo es de los lógicos. La filosofía no trata ni de palabras ni de conceptos, sino de cosas o propiedades de las cosas, aunque use el medio de las palabras y los conceptos, como cualquier otra empresa teórica hace.

sábado, 16 de abril de 2011

Qué no es Filosofía, I: problemas de lenguaje


Algunos creemos que la Filosofía es el intento racional de comprender la naturaleza última de la realidad. Otros creen que la Filosofía, es, más bien, mucho menos que eso. Quizá es sólo cosa de mero lenguaje, o sólo cosa de meros conceptos. Quiero argumentar contra esas versiones deflacionistas.

Empezando por abajo: una teoría, en la que ya pocos creen creer, pero que ha sido dogma en el siglo pasado, y, más o menos disfrazada, sigue siéndolo todavía para muchos, tanto en el mundo anglosajón como en el franco-germánico, dice que los problemas de la filosofía son problemas de lenguaje, y que la única filosofía correcta es el Análisis del Lenguaje (o, en otro estilo, el análisis hermeneútico). ¿Es la Filosofía cosa de lenguaje?

Dada la ambigüedad (o, mejor, analogía) de los términos implicados, esto podría ser cierto en ciertos sentidos. Hay una manera fácil, aunque poco atractiva, de defender que la filosofía es un asunto de lenguaje. Consiste en decir que Todo es Lenguaje. ¿No se dijo que todo fue hecho por el Logos? No discutiré esta tesis, porque no es una tesis sobre la filosofía. Es una tesis filosófica (metafísica), es decir, fenoménicamente incontrastable, y dialéctica, que no se opone a la pretensión de que la Filosofía es el intento de conocer la naturaleza última de la realidad, sino que, más bien al contrario, la confirma.

Una manera algo más interesante de acercar Filosofía y Lenguaje es sostener que dado que, si bien no todo es lenguaje, todo se expresa en el lenguaje, la filosofía, puesto que buscaría rasgos muy fundamentales de todas las cosas, tiene que buscarlos en el lenguaje, especialmente en sus puntos más estructurales. Tampoco esta versión, independientemente de que sea correcta o no, es una amenaza para una manera metafísico-“realista” de concebir la filosofía.

Me quiero referir, más bien, a los que sostienen que
  • no todos los problemas son meramente Lingüísticos, sino que hay asuntos independientes, por lo menos en parte (y en una parte fundamental), del lenguaje, (por ejemplo, que hay pingüinos en la Antártida), pero que
  • los problemas filosóficos sí son meramente, o por lo menos principalmente, lingüísticos.
En una versión bondadosa de esta tesis, el filósofo es considerado una especie de gramático dedicado a las partes más abstractas del lenguaje. La versión menos compasiva, y más exitosa, afirma que hay dos tipos posibles de filosofía, la que se dedica a incurrir en errores lingüísticos y la que, por el bien de la humanidad, tiene que entregarse a la ingrata terapia de desenredarlos. Rechazo ambas versiones: la filosofía no es sólo ni principalmente una serie de problemas lingüísticos, ni de soluciones lingüísticas a problemas lingüísticos. (Me fijaré más en la versión más negativa, porque la versión “blanda” es, aunque equivocada, más inofensiva).

Algunos dirán que este planteamiento manipula el asunto, porque, creerán, más que de “problemas lingüísticos”, habría que hablar de “problemas de lenguaje”. Decir que la filosofía idealista, por ejemplo, consiste en padecer problemas lingüísticos, suena, en efecto, chocante. De hecho, los filósofos terapeutas nunca lo expresan así, sino siempre como “problemas de lenguaje”. Ya, pero… ¿qué significa esto? ¿Por qué tenemos aquí que distinguir “lingüístico” de “de lenguaje”? La razón obvia (es parte de mi argumento) es que con la expresión “de lenguaje” se está haciendo uso de una ambigüedad: quienes sostienen que los problemas de la filosofía son problemas de lenguaje, no pretenden estar asentando una tesis lingüista, sino filosófica (metafilosófica, o sea, filosófica). A esta es a la que conviene terapeutizar a ella misma.

*

“La filosofía es una lucha contra el embrujo de nuestro entendimiento por medio de nuestro lenguaje”
dice Wittgenstein. También Nietzsche nos advertía de que, mientras sigamos creyendo en la gramática indoeuropea, seguiremos siendo presa de la gran ensoñación. En esto, casi todos nuestros profetas de la tras-modernidad están de acuerdo. A veces haríamos usos incorrectos del lenguaje, o incluso todo un lenguaje (el indoeuropeo, por ejemplo -y paradigmáticamente-) sería engañoso, incorrecto: nos desencaminaría, nos sacaría del buen camino. Esto pasa, por ejemplo y sobre todo, cuando metafisizamos. No usamos correctamente el lenguaje, no lo utilizamos para lo que fue hecho. O bien (en la versión más radical), hasta el propio lenguaje, todo él, es un invento maligno, propio de cobardes, que nos desencaminaría de la vida correcta.

Ahora bien, ¿cuándo sabremos que estamos usando el lenguaje correctamente (o que todo un lenguaje –o incluso todo lenguaje- es incorrecto)? ¿Cuál es el lenguaje correcto o el uso correcto del lenguaje?

Las tesis de que eso lo establece la tradición, o que lo determinan los gramáticos, son tan estúpidas que apenas merecerían comentario. Pero, como sabemos, las tesis filosóficas son estúpidas, así que los errores filosóficos, si los hay, deben ser estúpidos también. De este tipo son los intentos de recurrir al sagrado lenguaje corriente o “natural”, o al científico lenguaje amañado a la medida de nuestros juicios o prejuicios filosóficos. Ni el pueblo ni los gramáticos tienen la soberanía para legislar sobre lo que se puede o no decir, sobre lo que tiene o no sentido decir.

Antes de discutir esto más detenidamente, preguntémonos: ¿qué tipo de cuestiones (o errores) de lenguaje serían los problemas filosóficos? Habría que notar, como dije antes, que, cuando se nos dice que la metafísica son sólo malentendidos (errores) de lenguaje, no se está queriendo decir, realmente, que los metafísicos incurran en faltas gramaticales, que cualquier gramático (si no es que incluso cualquier paisano) podría destapar. Expresiones como “la nada nadea” (de Heidegger) o “Pegasea” (de Quine) no son expresiones que un lingüista calificaría de usos incorrectos del lenguaje. En todo caso, diría que contienen neologismos, pero eso no es de ninguna manera una incorrección de lenguaje. “Todo es manifestación del Espíritu Absoluto” es una frase tan correcta lingüísticamente (incluso con tanto derecho lingüístico a la veritatividad) como la frase “La metafísica es una serie de malentendidos de lenguaje”. Los defensores de la tesis que discutimos saben perfectamente que ningún lingüista, en cuanto tal, discriminará proposiciones filosóficamente válidas de las “sinsentido”. En verdad, no se refieren a errores y “sinsentidos” en el sentido ordinario en la ciencia del lenguaje, sino a errores y sinsentidos en un sentido “trascendental”. Están hablando de las condiciones trascendentales de todo lenguaje correcto (especialmente cuando al que se condena es a toda una lengua o familia de lenguas como el indoeuropeo).

¿En qué sentido, entonces, son los problemas filosóficos problemas de mero lenguaje, y pueden, por tanto, resolverse por mero “análisis lingüístico”? Los defensores de esta tesis quieren decir que ciertos usos, e incluso ciertos lenguajes en conjunto, son incorrectos por razones como, por ejemplo, que sean ambiguos, o que no categoricen como debería categorizarse, etc. ¿De dónde han sacado estos analistas los criterios de corrección del lenguaje, o del Lenguaje correcto? Desde luego, no del lenguaje, ni de la lingüística. Los desenredadores de metafísicas usan siempre criterios no lingüísticos, sino extra o supralingüísticos, para denunciar las incorrecciones de lenguaje. Sus diagnósticos y análisis consisten en argumentos lógico-metafísico-dialécticos, o en meras deducciones a partir de postulados epistemológicos o incluso ontológicos injustificados, y, sobre todo, injustificables desde un punto de vista meramente lingüístico. Por tanto, en realidad siguen en el terreno de la discusión filosófica, independiente, en lo fundamental, del lenguaje, como que legisla sobre cuál lenguaje es el correcto.

Quien creyese verdaderamente que los problemas filosóficos son problemas de lenguaje, debería dejárselos al lingüista, o ser él mismo lingüista. Pero todo el mundo sabe que es muy diferente lo que hacen los Lingüistas que lo que hacen los filósofos: los primeros estudian los sistemas de signos, es decir, las diversas maneras de expresar ideas, mientras que los segundos estudian ciertas ideas muy generales y fundamentales. Ahora bien, hay una gran tentación de ponerse una bata blanca para sentirse investido de la autoridad que la enredada barba filosófica no confiere hoy por hoy.

Es evidente, pues, que en la tesis de que los problemas filosóficos son problemas de lenguaje, y que su solución es análisis del lenguaje, ‘Lenguaje’, ‘Análisis’, ‘Error’…, tienen un significado trascendental y filosófico, no científico. Se trata de una tesis, no lingüística en ningún sentido relevante (en que no sea lingüístico cualquier otro asunto), sino filosófica, que se apoya en un uso ambiguo de Lenguaje y su séquito, pero que pretende ser acerca del lenguaje en su sentido natural-científico. Por tanto, es una tesis claramente inconsistente. Es la tesis filosófica e irreduciblemente no-lingüística de que todos los problemas filosóficos se reducen a problemas de lenguaje.

*

¿No hay, entonces, en filosofía, problemas especialmente relativos al lenguaje? Tiendo a creer que prácticamente ninguno, exceptuando, claro, el problema filosófico de qué es, en realidad, el Lenguaje. Es verdad que los filósofos aceptan, a veces, la categorización que encuentran en su lenguaje (es tópico aquí referirse a Aristóteles, presuntamente esclavo del griego, como señaló, entre otros, Benveniste –al que contestó Derrida diciendo que las propias tesis de Benveniste son, como no pueden dejar de ser, propias de un lenguaje, y por tanto ”esclavas” de una metafísica), pero es también verdad que los filósofos (y sobre todo los más “metafísicos”) han dicho siempre que el lenguaje “natural”, coloquial o dado, no está pensado para los problemas filosóficos, y hay que forzarlo. Quien es capaz de forzar el lenguaje, no parece muy esclavo de él. Ahora bien, puede decir alguien, si uno está dispuesto a forzar el lenguaje, ¿no significa eso que está intentando hacer con él algo que no se puede? No: está mostrando, una vez más, que el lenguaje está al servicio de nuestras ideas, y que nuevas ideas pueden hacernos cambiar esa manera de expresarlas que es el lenguaje.

“Hay […] filósofos que exageran esa línea de pensamiento para tratar el lenguaje ordinario como cosa sacrosanta. Esos filósofos exaltan el lenguaje ordinario con exclusión de uno de sus propios rasgos: su disposición a evolucionar”. (Quine, Palabra y Objeto, pg. 20 de la edición española de Herder)
Pero los criterios para hacer evolucionar el lenguaje, sea en ciencia o en filosofía, son criterios sustancialmente independientes del lenguaje, salvo si se acepta la tesis metafísica de que Todo es Lenguaje.


jueves, 7 de abril de 2011

Realidad y matemática, según René Thom


-Usted habla a menudo de “seres matemáticos”…

Podríamos considerar estructuras o sistemas de asociación del tipo de lo que se llamaba en otro tiempo las categorías. Había categorías aristotélicas, categorías kantianas, etc. Un poco en el mismo espíritu, hay, creo yo, en matemáticas, entidades fundamentales que, en cierto sentido, se pueden desplegar en estructuras matemáticas. El estatus de estos objetos es, evidentemente, una cosa muy difícil de determinar, porque tememos elegir entre una situación que diríamos puramente psíquica (todo esto está en nuestros cerebros, en nuestras sinapsis, y si éstas no existiesen, esas entidades tampoco existirían) y otra que supondría la realidad objetiva. Yo pienso personalmente que esa es una posición errónea, y que hay que otorgar a estas entidades una existencia que puede ser deducida por abstracción a partir de los objetos concretos, pero que, pese a todo, tienen tal ubicuidad que estamos obligados a reconocer que están presentes, en cierto modo, por todo lo real.

Algunos de sus colegas no dudan en decir que esas entidades matemáticas pueden incluso preexistir a la experiencia física, por ejemplo, y que es la física la que se sirve eventualmente de esos conceptos. Usted dice cosas muy parecidas.

Cierto. Creo personalmente que la experiencia mental, en muchos casos, puede ir mucho más lejos que la experimentación en el sentido técnico del término. La mejor prueba de ellos es, por lo demás, que las ideas fundamentales que tenemos sobre la materia no difieren apenas de las que propusieron los presocráticos hace 2500 años. Nosotros llegamos mucho más lejos porque tenemos las matemáticas. Si nuestras concepciones del espacio difieren de las de la antigüedad, es únicamente porque tenemos las matemáticas, por tanto, estructuras ellas mismas pretendidamente psíquicas.

Se trataría, pues, de una especie de elaboración progresiva, puesto que hay una clara continuidad desde las concepciones matemáticas de los antiguos griegos hasta nuestros días. Se ha desarrollado un cierto número de cosas que han enriquecido los conceptos, de alguna manera.

Yo veo las cosas de manera algo diferente, en el sentido de que, incluso si se acepta un punto de vista estrictamente materialista, diciendo que las estructuras matemáticas son simplemente el residuo de adquisiciones de nuestras actividades cerebrales, no sería menos cierto que nuestras actividades cerebrales no han existido siempre. Han sido creadas por un organismo que se ha formado, y si se ha formado, no es sólo a causa de un código molecular, como piensan los biologistas. Hay constantemente leyes de carácter físico en juego en la morfogénesis biológica, y en particular en la del cerebro. Estas leyes, son expresables de manera abstracta; en la medida en que se las puede dominar, se las puede formular, es que son expresables de manera abstracta. En realidad, pues, no escapamos a la necesidad de considerar entidades abstractas en la organización de la realidad.

Las ideas platónicas existen en un universo virtual: ¿se podría considerar que las entidades matemáticas sean de una naturaleza similar?

Las ideas matemáticas se producen en nuestro cerebro en la medida en que nosotros las pensamos. Pero como existen cuando no las pensamos, entonces existen en alguna parte, y no sólo en nuestra memoria: existen, diría yo, igualmente fuera; operan en un gran número de situaciones concretas.

¿Existen, pues, incluso ya antes de que se las descubra?

¡Ciertamente! Y se realizan en cierto sentido en tal o cual situación, en tal o cual material apropiado. Es la vieja idea de la participación, que estaba ya en Platón y que sigue siendo, creo yo, del todo correcta. No es incompatible con la idea de Aristóteles de una materia y de una forma, estando la materia subordinada a la forma.

(R. Thom. Prédire n’est pas expliquer. -Entrevista con Emile Noël-)

sábado, 2 de abril de 2011

¿Cómo entender que entendamos?

Así pues, lo que hay en el sonido son símbolos de las afecciones que hay en el alma, y la escritura, de lo que hay en el sonido. Y así como las letras no son las mismas para todos, tampoco los sonidos son los mismos. Ahora bien, aquello de lo que estas cosas son signos primordialmente, las afecciones del alma, son las mismas para todos, y aquello de lo que éstas son semejanzas, las cosas, también son las mismas. (Aristóteles, Sobre la interpretación, 16 a)

En cada uno de los seres se dan tres elementos por vía de los cuales debe presentarse su conocimiento, siendo el cuarto el conocimiento mismo (en quinto lugar hay que colocar aquello mismo que es cognoscible y es en realidad): primero, el nombre; segundo, la definición; tercero, la imagen; lo cuarto es el conocimiento. Así pues, si se quiere entender lo ahora dicho, tómese un ser como ejemplo y reflexiónese de igual manera acerca de todos. Existe una cierta realidad a la que se llama “círculo”, la cual tiene ese mismo nombre que ahora acabamos de pronunciar. La definición es su segundo elemento, compuesto de nombres y predicados, pues “lo que desde sus extremos hasta el medio dista por todas partes lo mismo” sería la definición de aquello que tiene el nombre de “redondel”, “circunferencia” y “círculo”. Su tercer elemento es lo que se pinta y se borra, se moldea y se destruye: de esto el propio círculo, al cual se refieren todas estas representaciones, no experimenta nada, pues es distinto de ellas. Lo cuarto es el conocimiento, la inteligencia y la opinión verdadera sobre estas realidades; de otra parte, todo esto hay que entenderlo como un único elemento, que no existe en los sonidos ni en las figuras corporales, sino en las almas, con lo cual resulta evidente que es distinto de la naturaleza del propio círculo y de los tres elementos antes citados. De los tipos de conocimiento, la inteligencia es el que se halla en la mayor proximidad a lo quinto por su afinidad y semejanza; los otros se encuentran a más distancia. (Platón, Carta vii, 342a y ss)


¿Cuántos tipos de cosas hace falta distinguir para hacer comprensible que comprendamos las cosas? Aunque una fuerte pulsión ontológica (en la que convergen, por cierto, los amantes de la razón y los amantes de la pobreza -Parménides y Occam, digamos-) dice, en nosotros, que todas las cosas tienen que ser del mismo y único tipo (por ejemplo, naturales, o “ideales”), lo cierto es que nadie ha conseguido eliminar convincentemente la diferencia “categorial” entre, por ejemplo, signos, por un lado, significados, por otro, y cosas en sí mismas, más allá. Puede sostenerse, incluso, que muchos problemas filosóficos se originan o, por lo menos, crecen, en el nido de alguna indistinción de esos niveles, o de su inadecuada caracterización.

Dejando a un lado, provisionalmente, los escrúpulos ontológicos, propondré, breve y programáticamente, la distinción y caracterización de niveles que yo encuentro preferible. No se trata de nada especialmente original, e incluso es una distinción menos fina que la que nos ofrece Platón en el texto citado, pero a mí me resulta más clara, y las observaciones críticas que se le puedan hacer me resultarán más esclarecedoras.

Creo que, para entender que entendemos, hace falta distinguir, en primera instancia, entre dos ámbitos ((1) y (2)), y, después, en cada uno de esos ámbitos, entre dos subámbitos, con lo que resultaría que se necesitan al menos cuatro tipos de cosas ((11), (12), (21) y (22)). Insisto en que la palabra ‘cosa’ no pretende tener ahora un sentido ontológico fuerte. Los dos tipos generales, o niveles, de “cosas” que hay que distinguir son, por usar viejas palabras, (1) las cosas reales en sí mismas (lo que es) y (2) los fenómenos (las representaciones de las cosas, lo que aparece o se da). Y los cuatro subniveles que distingo son, en palabras más viejas todavía: (11), la cosa en sí misma (la “sustancia”), (12) la esencia o quididad de la cosa; (21) el fenómeno psíquico o mental; y (22) el fenómeno físico (material, natural, etc.). De uno en uno, y empezando por el último:

(22) Hay un ámbito de cosas, las físicas o naturales, caracterizadas por la espacialidad y temporalidad (o la espaciotemporalidad, si se prefiere) que constituyen el nivel más básico e inmediato de toda intelección (razón por la cual los amantes de lo básico lo consideran el ámbito ontológico por excelencia, de lo que todo lo demás sería sólo superestructura, epifenómeno, etc.). En en este ámbito básico de lo natural-externo-objetivo se dan dos clases de cosas o fenómenos, que son, por un lado, los meros fenómenos “objetivo-naturales” (piedras, tormentas, sociedades), y, por otro, los signos o significantes materiales (palabras, señales de tráfico, balidos). Todo nuestro conocimiento tiene algún momento natural, tanto sígnico como no sígnico (salvo que digamos, como Peirce, que todo es signo).

Pero este ámbito, “objetivo-inmanente”, es, pese al esfuerzo de los nominalistas de todos los tiempos, insuficiente para entender cómo es que entendemos. Es incluso insuficiente para entenderse a sí mismo. Empezando por los propios signos, como se ha dicho muchas veces, la mera letra ‘a’ no es ya un puro evento natural, sino un concepto, abstracto, válido para infinitos eventos naturales (las indefinidas veces que escribo algo que quiere ser una a) que “signifiquen” lo mismo, o sea, /a/. Y, pasando a los objetos naturales que no son signos, también se ha dicho muchas veces, con razón, que el más simple de los fenómenos naturales está inextricablemente trenzado de conceptos, que son “cosas” de otro nivel, del nivel de los significados, pero sin los cuales, de lo natural o físico no queda nada. El significado (y ya un fonema es un significado, no un hecho natural) no se reduce al significante: un signo es ininteligible sin su sentido o significado, que es algo no-natural, no material, es decir, no ubicable espacio-temporalmente.

Por tanto, es un error, tomado al pie de la letra, la teoría de filosofía de las matemáticas llamada “formalismo”, según la cual una construcción matemáticas es un conjunto de “signos sin interpretar” (¿sin significado?). Sin interpretación y concepto, no hay fenómeno, cuánto menos, signo. Ya el mero hecho de que se utilice más de una vez el “mismo signo” (por ejemplo, el grafo ‘entre’), implica ir infinitamente más allá del mero hecho.

Por lo mismo, si por Lenguaje se entiende un conjunto de meros signos, es decir, de eventos naturales, es lo mismo que no decir nada decir que los problemas filosóficos (¿y biológicos, y cuánticos?) son sólo problemas de lenguaje. No lo son en ningún modo, porque qué sea el propio Lenguaje es algo que desborda infinitamente toda descripción natural: la propia descripción natural desborda infinitamente a “pura descripción natural”.

Por tanto, el nivel material es necesario pero no suficiente en la explicación de nuestro conocimiento.

(21) Dando un paso más (hacia “arriba”) en la búsqueda de la inteligibilidad, llegamos a las representaciones subjetivas o mentales. Aquí están, de forma “inmanente” (es decir, como fenómenos, temporal y concretamente realizados) los significados que damos a los términos, y las interpretaciones o sentidos que damos a los fenómenos naturales. Diferentes sujetos se representan de diferente manera la realidad, y dan diferentes significados al mismo signo. Sin embargo, esta variedad de psiques y estados psíquicos no hace imposible la intelección intersubjetiva ni, lo que es más, objetiva. Por tanto, tampoco este nivel es suficiente, aunque siempre esté presente en cualquier intelección.

Los ámbitos natural y psicológico son los dos aspectos (externo e interno) de la “representación”, las dos caras de esa misma moneda. Cada especie de evento natural tiene su reverso mental. Si en el ámbito natural hay cantidades y cualidades, en el ámbito mental hay cuantia y cualia; si en el ámbito natural hay fenómenos vitales, en el ámbito mental hay pulsiones; y si en el ámbito natural hay significantes, en el ámbito mental hay significados.

Las filosofías inmanentistas intentan e intentarán siempre reducirlo todo a alguno de estos dos ámbitos. Los naturalismos puros, al primero (y entonces, al tratar del conocimiento, tienen que defender alguna forma de nominalismo); los psicologismos, al segundo. Quine es un intento profundo de lo primero; Hume, de lo segundo. Quienes creemos que este proyecto filosófico, es más, metafísico (no científico, como ingenuamente creen ellos mismos a menudo) está radicalmente equivocado, aunque podemos entender su razonable motivación (al fin y al cabo, ¿quién puede salir de las representaciones inmanentes para ver la realidad?, ¿quien puede saltar del “me represento” al “se”?), pensamos que estas opciones no explican el conocimiento, y se hacen autocontradictorias.

Para comprender que comprendamos, no basta ni con el mundo físico de los puros signos ni con el mundo, psicológico, de los significados subjetivos. Hace falta que algo, “externo” (no, obviamente, en sentido natural) a nuestras representaciones, dirima entre representaciones correctas e incorrectas. En cuanto representaciones todas son igual de válidas, pero hay representaciones que son válidas (o más o menos válidas) acerca de lo que es verdadero, de lo que es bueno, de lo que es bello. Así que hay algo no representacional, que mide esas valideces de las representaciones. Con esto tenemos que dar el “salto” (realmente, en cierto modo, es el paso más “natural” del mundo) a un ámbito “trascendente” a la representación, el de las cosas en sí mismas, que, por supuesto, distinguimos completamente de los fenómenos naturales. Estos no son más que representaciones acerca de las cosas en sí mismas. Por más que sea una fe muy firme de toda la filosofía moderna, no hay que aceptar que las cosas, más allá de su representación, son completamente ignotas. También en este ámbito de la realidad (no de su aparecer) habría que distinguir dos aspectos:

(12) Las cosas, en sí mismas, tienen propiedades intrínsecas, o sea, esenciales, e irreducibles a nuestras concepciones coyunturales acerca de ellas. Esto habría que aceptarlo ya a posteriori, desde un punto de vista representacional, puesto que, entre nuestras representaciones, hay algunas, constitutivas o “normativas” (o, mejor dicho, más normativas que las demás), que discriminan, decía, de entre las demás representaciones, las que son válidas de las que son menos válidas. Pero hay que aceptarlo también a priori, porque de “hecho” (un “hecho de la razón”, por decirlo como Kant) pensamos propiedades intrínsecas, distinguibles de toda representación naturalista o psicologista. El argumento “puesto que nosotros sólo tenemos acceso a nuestras representaciones, no podemos afirmar nada de cómo son las cosas (o, siquiera, si las hay)” es tan falaz como quien pretendiese que, puesto que ve todo a través de sus gafas, todo está dentro de sus gafas. Igual que la sustancia de las gafas no puede explicar lo que ve (y lo deja en un milagro constante), la sustancia de las representaciones no puede explicarse ni a sí misma ni al conocimiento. Aquí, el inmanentismo y relativismo moderno, cae una vez y otra en la confusión de la obviedad “las cosas se relativizan al sujeto que las percibe” con la falsedad de que “las cosas están en el sujeto (o en la representación)”. Las esencias o quididades no son los significados que damos, coyunturalmente (individual o socialmente), a los signos, sino que los trascienden y los hacen posibles, dándoles la regla o unidad de medida.

Quizá esta es, para el asunto que estoy tratando (cómo entender que entendemos) la distinción más importante: la distinción entre los significados, como representaciones subjetivas, y los “significados” entendidos como las características intrínsecas de las cosas, o esencias. Desafortunadamente (por la presión naturalista del “giro lingüístico” –empeoramiento del subjetivista giro copernicano de Kant-) durante mucho tiempo se ha venido llamando con ese mismo término, ‘significado’, a ambas cosas (aunque esto está cambiando en la reciente filosofía analítica, que masivamente rechaza ya la metafísica lingüicista y pretendidamente anti-metafísica).

Frege dijo que los términos tienen, además de una referencia, un Sentido. Aunque él no cayó en la confusión, muchos creyeron que el Sentido de un término sólo podía ser la representación subjetiva, y privada, que cada uno asociase al término. Obviamente, así no hay quien se entienda: cada uno tenemos nuestras representaciones de lo que significa una palabra y una interpretación de los fenómenos naturales. Esto condujo, inevitablemente, a una reacción. Como dice el lema externalista “los significados no están en la cabeza”. Pero, ¿dónde están? Bajo la presión antirrealista de la comunidad filosófica, era imposible recurrir a un más allá de lo inmanente. Lo real en sí debía seguir siendo una mera X kantiana, cuya relación con nuestras representaciones nadie parecía tener que explicar (esta es la posición antirrealista de filósofos como Putnam y Dummett). Así que se optó, en general, por socializar los significados, como si muchas representaciones subjetivas o ciertas intersecciones de representaciones subjetivas, pudiesen dar como resultado una realidad real. Por supuesto, tampoco esto funciona. Y también a esto han reaccionado desde hace unos años quienes no tienen problema en hablar sobre las características intrínsecas de las cosas, sobre lo metafísicamente posible, etc. (Estos, por cierto, ya no creen que la filosofía sea ni análisis del lenguaje ni análisis conceptual, sino análisis de la realidad, sin más).

Creo, pues, que hay que distinguir claramente entre los significados (“sentidos”) en cuanto representaciones, y las esencias o propiedades intrínsecas de las cosas. Puede que no tengamos ninguna representación completamente adecuada de ninguna esencia (y así tiene que ser, si no tenemos un conocimiento perfecto de nada), pero eso no implica que no tengamos ningún tipo de conocimiento más o menos adecuada de ninguna esencia. Como poco, habría que entender las esencias como el límite no relativizable al que tienden nuestras representaciones en cuanto sujetas a criterios de validez. Y, por el otro lado, tampoco las representaciones son claras y distintas, ni se autosustentan. Cualquier representacionismo implica propiedades intrínsecas o esencia auténticas de las cosas. Sin ir más lejos, el que nos cuenta su versión representacionista (su representación de la representación) lo hace bajo el supuesto de que esa versión es correcta, es decir, que es como las cosas son realmente en sí mismas. Pero no hay que conceder a toda la filosofía moderna, por enorme e impresionante que sea, que para nosotros todo es representación (salvo, quizá, el deseo, o la voluntad, o la voluntad de voluntad). El conocimiento implica dos aspectos: uno de ellos, el inmanente, es la representación; el otro, trascendente, es las propiedades esenciales de las cosas, o sea, las Ideas. Sin ambos, no hay explicación del conocimiento. Pero, de los dos, es la realidad no-representacional la que constituye la medida.

(11) Las cosas tienen propiedades intrínsecas o esencias, o, mejor dicho, son su esencia. Pero, a la vez, cada cosa es un individuo o sustancia. La individualidad y la autoidentidad es el corazón de las propiedades intrínsecas. Pero, a la vez, la individualidad entra en cierto conflicto con el hecho de tener múltiples propiedades. Por eso, hay que distinguir un nivel último de las cosas en que estas no son exactamente lo mismo que su esencia, sino una sustancia indivisible y totalmente individual, o mónada. A la cosa real se la conoce a través de su esencia, pero, en sí misma, es absolutamente inescrutable, ininteligible para cualquier conocimiento “articulado” o reflejo (aquí, Platón y Occam dicen lo mismo –aunque, a la vez, dicen lo contrario-). Como esta es la parte “mística” de mi visión de la naturaleza de las cosas, será mejor dejarla en las sombras.

En resumen: de la mesa tenemos, en el nivel básico (22) los fenómenos naturales de mesa o mesiformes, y los signos de la clase ‘mesa’ (sean en el lenguaje que sean); (21) los fenómenos mentales, subjetivos, que son representaciones mentales de mesa; (12) las propiedades intrínsecas de las mesas, y de cada mesa en particular (cuyo conocimiento es el límite al que tienen nuestras representaciones); y (11), la mesa “en sí y para sí”, que diría el otro, y que es algo a la vez ininteligible y lo absolutamente inteligible. Creo que sin distinguir estos órdenes, y sin ponerlos en ese orden, no es posible entender nuestro conocimiento.