domingo, 28 de noviembre de 2010

¿Qué es matemática?

-Toma, pues, una línea que esté cortada en dos segmentos desiguales y vuelve a cortar cada uno de los segmentos, el del género visible y el del inteligible, siguiendo la misma proporción. Entonces tendrás, clasificados según la mayor claridad u oscuridad de cada uno: en el mundo visible, un primer segmento, el de las imágenes. Llamo imágenes ante
todo a las sombras y, en segundo lugar, a las figuras que se forman en el agua y en todo lo que es compacto, pulido y brillante y a otras cosas semejantes, si es que me entiendes.
-Sí que te entiendo.
-En el segundo pon aquello de lo cual esto es imagen: los animales que nos rodean, todas las plantas y el género entero de las cosas fabricadas.
-Lo pongo -dijo.
-¿Accederías acaso -dije yo- a reconocer que lo visible se divide, en proporción a la verdad o a la carencia de ella, de modo que la imagen se halle, con respecto a aquello que imita, en la misma relación en que lo opinado con respecto a lo conocido?
-Desde luego que accedo -dijo.
-Considera, pues, ahora de qué modo hay que dividir el segmento de lo inteligible.
-¿Cómo?
-De modo que el alma se vea obligada a buscar la una de las partes sirviéndose, como de imágenes, de aquellas cosas que antes eran imitadas , partiendo de hipó tesis y encaminándose así, no hacia el principio, sino hacia la conclusión; y la segunda, partiendo también de una hipótesis, pero para llegar a un principio no hipotético y llevando a cabo su investigación con la sola ayuda de las ideas tomadas en sí mismas y sin valerse de las imá genes a que en la búsqueda de aquello recurría.
-No he comprendido de modo suficiente -dijo- eso de que hablas.
-Pues lo diré otra vez -contesté-. Y lo entenderás mejor después del siguiente preámbulo. Creo que sabes que quienes se ocupan de geometría, aritmética y otros estudios similares dan por supuestos los números impares y pares, las figuras, tres clases de ángulos y otras cosas emparentadas con éstas y distintas en cada caso; las adoptan
como hipótesis, procediendo igual que si las conocieran, y no se creen ya en el deber de dar ninguna explicación ni a sí mismos ni a los demás con respecto a lo que consideran como evidente para todos, y de ahí es de donde parten las sucesivas y consecuentes deducciones que les llevan finalmente a aquello cuya investigación se proponían.
-Sé perfectamente todo eso -dijo.
-¿Y no sabes también que se sirven de figuras visibles acerca de las cuales discurren, pero no pensando en ellas mismas, sino en aquello a que ellas se parecen, discurriendo, por ejemplo, acerca del cuadrado en sí y de su diagonal, pero no acerca del que ellos dibujan, e igualmente en los demás casos; y que así, las cosas modeladas y trazadas por ellos, de que son imágenes las sombras y reflejos producidos en el agua, las emplean, de modo que sean a su vez imágenes, en su deseo de ver aquellas cosas en sí que no pueden ser vistas de otra manera sino por medio del pensamiento?
-Tienes razón -dijo.
-Y así, de esta clase de objetos decía yo que era inteligible, pero que en su investigación se ve el alma obligada a servirse de hipótesis y, como no puede remontarse por encima de éstas, no se encamina al principio, sino que usa como imágenes aquellos mismos objetos, imitados a su vez por los de abajo, que, por comparación con éstos, son también ellos estimados y honrados como cosas palpables.
-Ya comprendo -dijo-; te refieres a lo que se hace en geometría y en las ciencias afines a ella.
-Pues bien, aprende ahora que sitúo en el segundo segmento de la región inteligible aquello a que alcanza por sí misma la razón valiéndose del poder dialéctico y considerando las hipótesis no como principios, sino como verdaderas hipótesis, es decir, peldaños y trampolines que la eleven hasta lo no hipotético, hasta el principio de todo; y una vez haya llegado a éste, irá pasando de una a otra de las deducciones que de él dependen hasta que de ese modo descienda a la conclusión sin recurrir en absoluto a nada sensible, antes bien, usando solamente de las ideas tomadas en sí mismas, pasando de una a otra y terminando en las ideas.
-Ya me doy cuenta -dijo-, aunque no perfectamente, pues me parece muy grande la empresa a que te refieres, de que lo que intentas es dejar sentado que es más clara la visión del ser y de lo inteligible que proporciona la ciencia dialéctica que la que proporcionan las llamadas artes, a las cuales sirven de principios las hipótesis; pues, aunque quienes las estudian se ven obligados a contemplar los objetos por medio del pensamiento y no de los sentidos, sin embargo, como no investigan remontándose al principio, sino partiendo de hipótesis, por eso te parece a ti que no adquieren conocimiento de esos objetos que son, empero, inteligibles cuando están en relación con un principio. Y creo también que a la operación de los geómetras y demás la llamas pensamiento, pero no conocimiento, porque el pensamiento es algo que está entre la simple creencia y el conocimiento.
-Lo has entendido -dije- con toda perfección. Ahora aplícame a los cuatro segmentos estas cuatro operaciones que realiza el alma: la inteligencia, al más elevado; el pensamiento, al segundo; al tercero dale la creencia y al último la imaginación; y ponlos en orden, considerando que cada uno de ellos participa tanto más de la claridad cuanto más participen de la verdad los objetos a que se aplica.
-Ya lo comprendo -dijo-; estoy de acuerdo y los ordeno como dices.
(Platón, República 510b ss)

Entre los practicantes de la filosofía de la matemática del siglo XX unos han sostenido que, conforme pensaban Frege o Russell, toda la Matemática puede construirse de manera puramente lógica u "analítica" (los logicistas). Otros piensan que la matemática tiene que basarse en la intuición sensible, y ningún concepto que no se pueda construir en la sensibilidad (o la imaginación), es decir, en una figura concreta en el espacio o el tiempo, tiene derecho de ciudadanía matemática (los intuicionistas). Otros creen que la matemática no necesita ni conceptos puros ni intuiciones específicamente matemáticas, porque puede construirse de una manera puramente sígnica, como un lenguaje sin referencia de ningún tipo (Hilbert, etc)
Creo que es evidente que, no sólo estas "clásicas" alternativas contemporáneas no son exhaustivas sino que mezclan, como mínimo, cuestiones ontológicas y epistemológicas. Creo, también, que lo que se conoce vulgarmente como "platonismo matemático" contiene bastante confusión, tanto en lo de "platonismo" como en lo de "matemático". Pero, para no perdernos en cuestiones secundarias, plantearía la cuestión: ¿qué es matemática?

lunes, 15 de noviembre de 2010

La existencia de la Existencia (diálogos eleáticos, I)

Diálogo entre un sabio y venerable maestro de la ciudad de Elea, y un discípulo realmente deseoso de comprender.

-¿Puedes repetirme, maestro, qué es eso de que sólo la Existencia existe?
-¿Qué te parece a ti que es existir, o ser, en el sentido pleno de esta palabra?
-¿Qué es la Existencia? En cierto modo, me parece, es algo que no se puede pensar de una manera determinada, o sea, que es inconceptualizable, como de diversas maneras han dicho diversos filósofos.
-¿Por qué han pensado eso?
-Porque cualquier predicado o concepto con que intentásemos entenderla, cualquier esencia, lo cualificaría de manera determinada, por contraste con lo diferente, pero no parece que pueda haber nada que contraste con la Existencia. Todo existe, y lo que no existe es nada. Así que la Existencia no parece que pueda ser una característica de las cosas.
-Muy bien, pero…
-Pero, por otra parte, de alguna manera tiene que ser pensable, puesto que hablamos de ella y creo que tiene sentido que lo hagamos. ¿O no tiene sentido decir que tal o cual cosa, existe?
-Casi lo que parece que no tiene sentido es decir cualquier otra cosa. Date cuenta, además, de que también hablamos de lo que no existe, así que cierto contraste sí que tenemos que admitir que tiene.
-Desde luego. Si hablásemos sólo de lo que existe… no hablaríamos de nada.
-Seguramente.
-A lo mejor, entonces, pienso a veces, hay que definir el existir como aquella característica que no se reduce a ninguna otra característica, pero sin la cual las demás características son realmente nada. Porque creo que hay que mantener por todos los medios que lo que no existe no tiene características.
-Eso creo yo.
-Entonces, aunque no podamos definirla concretamente, podemos entendernos diciendo que existir es “ser algo”, algo independiente de que lo estemos concibiendo o no, y algo individual y autónomo.
-De acuerdo, si no nos ponemos tiquis-miquis.
-Ahora: ¿hay algo que es la Existencia misma, es decir, una cosa con esas características que digo, algo individual y autónomo, que es Existir, algo que merezca un sustantivo para él o ella solo, y a ser posible un sustantivo propio? Creo que eso es lo que preguntas o afirmas tú: que además de que existan cosas, o, más bien, en lugar de que existan cosas, lo que existe es sólo la Existencia, o el Ser, en el sentido más completo de la palabra.
-¿Ves alguna manera de evitarlo?
-Lo que no veo, ahora mismo, maestro, es manera de aceptarlo. Aunque, por otra parte, algo en mí quiere entenderlo para creerlo. Hay, por lo menos, una fuerte tentación (en la que he caído y caigo una y otra vez) de decir que la Existencia no es más que un concepto, o sea, un producto de la mente, o del lenguaje… ¡Esos extraños objetos que son los productos de la mente y del lenguaje!
-¡Y esos extraños objetos que son la Mente y el Lenguaje!, ¿no?
-Sí, así es. Entonces, esa tentación (que es, creo yo, el sentido común) dice, contra ti, que la Existencia es solamente un concepto (aunque, eso sí, un concepto muy especial), con el que nos referimos a todo lo que uno puede referirse de verdad, y en la medida en que es algo a lo que uno puede referirse.
-Ése es, quizás, el sentido común de los filósofos.
-Es más, maestro, se puede fácilmente llegar, tirando por ese camino, a que la Existencia no es siquiera una característica o propiedad de primer orden, es decir, que se pueda atribuir a seres con nombre propio, sino una propiedad de segundo orden, o sea, una propiedad de propiedades, un predicado de predicados: justo el predicado que dice que otro predicado, de orden menor, tiene alguna cosa por ahí que lo satisface o ejemplifica, como se suele decir.
-¿Y?
-¡Ahí!…, pero ¿dónde? ¡En la realidad! Pero es a esa realidad a la que realmente queremos referirnos con la palabra existir, o ser en sentido pleno… ¿Cómo va a ser la existencia un concepto, y de segundo orden? ¿Qué es, entonces, la realidad: es sólo un montón de propiedades, o algo más pequeño todavía…? ¿Puedes sacarme un poco de este atolladero?

-Contéstame, entonces, a dos cosas: si hay que decir que existen los conceptos o ideas (por ejemplo, lo Rojo), y si los conceptos o ideas tienen que tener (y cuánto tienen que tener) la propiedad de la que son ideas (por ejemplo, si lo Rojo es rojo o incluso absolutamente rojo). Empieza por la primera, si te parece: ¿hay que decir que existen las ideas, o sea, esos conceptos con los que entiendes todo?
-Por lo menos tengo ya claro que no se puede aceptar un “nominalismo de avestruz”, como lo ha llamado Armstrong, creo, y que otros llaman “quinear” (por el filósofo americano W. v O. Quine): si algo no puedes explicarlo, niégalo.
-Y ¿qué es lo que rechazas al rechazar esa conducta de avestruz?
-Rechazo pensar que las cosas se entienden mediante otras cosas, tales como signos o vientos, que en realidad necesitarían ellas mismas entenderse mediante conceptos. Nadie ha sido capaz de eliminar los conceptos o ideas sin asesinar al conocimiento. Tiran al niño con el agua de la bañera.
-¿Qué más fauna no te satisface?
-Pues tampoco me satisface, desde hace tiempo, eso de las palomas de la jaula que es la mente. O sea, el conceptualismo, que dice que los conceptos existen sólo en la mente.
-Como escribirá en unas decenas de años un ateniense (poniéndolo en mi boca, por cierto), cuando pensamos, pensamos algo que es. Si no, no pensamos nada. O, como digo yo mismo en mis buenos ratos: lo que se piensa y lo que es, son lo mismo (cuando se piensa, claro, no cuando se imagina uno que piensa).
-Pero, ¿no podría pensarse que un concepto no es más que la colección de cosas que lo ejemplifican? A esto los lógicos lo llaman el "axioma de extensión": un conjunto no es más que sus miembros.
-Muy bien. Pues tengo que decirte que mi evidencia quizás más fructífera (si es que estoy en lo cierto) es haber comprendido que eso es poner el carro delante de los bueyes. Porque, a no ser que tengamos ya la idea o propiedad que identifica al conjunto, no podremos identificar qué seres son miembros suyos. Y no podremos identificarlos porque para ser algo hay que tener características. Es más, para distinguir miembros de un mismo conjunto hacen falta, además de la idea que los hace iguales, tantas ideas como para hacerlos diferentes. Llama a esto, si quieres, el "axioma de intensión".
-Así que existen los conceptos, o ideas, como prefieres llamarlos, porque sin ellos no hay nada. ¿Sabes lo que dicen, los maestros que más he oído, de los que son como tú? Dicen que “hipostasiais” o sustancializais las ideas, o sea, que les dais el ser sólo porque las necesitáis en el conocer. Y eso, dicen, es el mayor pecado.
-Y ¿eres capaz de adivinar lo que podemos contestarle nosotros, los simples?
-Me figuro que se les puede pedir que propongan otro criterio ontológico, y expliquen por qué lo que necesitamos pensar no podemos afirmar que existe.
-Claro. Porque es muy cómodo decir, “esto lo uso, pero no existe”. Y el problema no es que sea cómodo, claro, sino que no haya manera de tragarlo. ¿O puede funcionar algo que no existe ni se deja traducir a algo que sí existe?
-Eso es verdad, por duro de aceptar que sea para el sentido común del filósofo. Hasta un amante de la superficie, como el sagaz Quine, dice que tenemos que aceptar como existentes aquellas cosas que, como las entidades matemáticas, no tenemos más remedio que usar en la ciencia y que no podemos reducir a otras más amadas por más superficiales. Aunque su último criterio de qué hay que aceptar como válido sea el criterio pragmático, y yo por mi parte prefiera el criterio lógico…
-Y ¿qué dice de la existencia? ¿No cree que la necesitamos y no podemos cargárnosla?
-Es complicado. Para él, creo, la existencia no es más que un cuantificador, o sea, una especie de adjetivo numeral indeterminado. O no le entiendo, o me parece del todo insatisfactorio. Pero prefiero que hablemos de tu teoría. Sigue el razonamiento.
-Está bien. Entonces, ¿podemos entender que las ideas estén pidiendo a gritos que se les reconozca la existencia?
-Pero, por otro lado, no dejan de ser seres de la oscuridad… ¿Qué ser real puede ser el que está en muchos sitios a la vez, o sea, que no es realmente un individuo, un ser concreto? Esa es la pega eterna contra vuestras ideas.
-Así es. Pero, incluso concediéndote que las ideas sean así (que no lo son) ¿conoces alguna cosa que sea un individuo como esos que buscas? ¿No has visto cómo aquellos amantes de la superficie que mencionas, cuando buscan sus individuos reales, sus átomos de realidad, se ven llevados hasta un “esto” absoluto sin duración ni extensión, un “inconceptualizable”?
-Es cierto. Incluso parecen llegar a que sólo existe una cosa, que sirve de referente último de todos los predicados… ¡A ver si va a resultar que estáis de acuerdo!
-No sería extraño. ¿No dicen que, en lo oscuro todos los gatos son pardos? Y también en la luz muy luminosa deja uno de distinguir, con las sombras, las demás cosas... Pero, por seguir por donde íbamos: nosotros, los amigos de la idea, no creemos que a ésta le falte individualidad ninguna por el hecho de ser participada por muchos, igual que, según nuestra amada metáfora, el mismo sol no deja de ser uno e indiviso porque ilumine muchos rincones.
-Te concedo eso por hoy. Sigue con lo otro.

-Ahora dime si una idea tiene que tener su propia característica: si el Rojo tiene que ser rojo, por ejemplo.
-Cualquier opción me parece peor. Si la Rojez no es roja, no sé cómo puede hacer rojas a las cosas. Si es roja, parece que nos amenaza el argumento del tercer hombre, quiero decir, del tercer rojo: de algo tienen que participar en común tanto las cosas rojas como la rojez roja.
-Sí, de lo Rojo mismo. Es que no es adecuado decir que el Rojo es rojo, sino que el Rojo es lo rojo, o el rojo mismo. El Rojo en sí es el rojo puro, y no participa de otro rojo más puro.
-Todo esto, maestro, me temo que podríamos estar un año discutiéndolo.
-Estaremos siglos discutiéndolo.
-Pero, de la misma manera, podemos darlo ahora por concedido. Dime a dónde quieres llegar, aunque lo entreveo.

-Bueno, pues, entonces, parece que hay que aceptar dos cosas. Primero, que la idea existe, porque si ella no existe, no puede hacer nada, y menos cualificar a las cosas que sí existirían. Y, segundo, que la idea tiene que tener ella misma su misma propiedad, o, mejor dicho, tiene que ser eso mismo (ella misma) en estado puro, porque, si no, tampoco podría dárselo a los demás.
-Sea.
-Y supongo que no te confunde el que la idea no se pueda imaginar, pero sí pensar.
-Otra cosa más que te concedo por ahora.
-¿Quieres tú mismo deducir de ahí qué se sigue para esa no-propiedad o super-propiedad, esa no-idea o super-idea, que es Ser o Existir?
-Creo que te corresponde sólo a ti decirlo.
-Pues se sigue que, tanto por lo primero como por lo segundo, o sea, tanto porque existe la idea, como porque la idea es la única cosa que participa plenamente o es ella misma, no sólo la Existencia existe o el Ser es, sino que es lo único que es o existe plenamente.
-Y, por supuesto, la Existencia es un individuo absoluto, aunque sea participada de manera más o menos imperfecta por los existentes… si es que los hay… A esto yo lo llamaría Argumento Ontológico.
-Curioso nombre… seguramente más correcto de lo que se imagina él mismo.
-Ahora veo tu famosa teoría, maestro: ¿qué puede haber fuera de ese ser único e individual que nos acaba de parecer que es la Existencia? Parece que nada.
-Fuera, nada; ¿y dentro…?
-¿Qué podría dividirla, a la existencia única, ni siquiera de manera analógica (o sea, con un no-ser relativo, como parece que defenderá un discípulo tuyo en el extranjero)?
-Esto no es tan fácil. Pero te sugiero que degustemos e intentemos digerir de lo que acabamos de creer haber visto.
-Creo que tendré que regurgitarlo unas cuantas veces, porque tanto los supuestos que te he concedido como lo que creo haber visto, es demasiado duro para un estómago corriente, como el mío. Pero al menos el sabor que deja es tan exquisito como el del agua.

El miedo al conocimiento, de Boghossian. y IV

Termino con el resumen y comentario del libro El miedo al conocimiento, de Paul Boghossian.

La última forma de constructivismo criticado por Boghossian es el relativo a la racionalidad de la creencia. ¿Cuándo es razonable sostener una creencia? ¿Hay alguna situación privilegiada?

Una vez más, la visión clásica supone que hay justificaciones, independientes de nuestros intereses, que hacen racional creer algo. El constructivismo dice aquí que nunca basta con una justificación puramente epistémica, sino que nuestras creencias están necesariamente determinadas por nuestras circunstancias y necesidades materiales. Y nuevamente hay que entender esto en sentido fuerte: ninguna justificación puramente epistémica es suficiente para explicar por qué alguien cree lo que cree: siempre es necesario algún factor material.

Ahora bien, se pregunta inmediatamente Boghossian, ¿por qué ciertas experiencias y creencias (las relativas a nuestras necesidades, por ejemplo) iban a causar creencias no necesitadas de justificación y sólo las creencias de tipo justificación-epistémica iban a ser inanes? Este tipo de constructivismo da por supuesto que la gente cree, natural e incondicionamente, en que sus condiciones y necesidades materiales son tales o cuales (lo que no necesita ninguna justificación más), mientras que no sería capaz de creer en una proposición justificada sólo teoréticamente. ¿Qué extraña asimetría es esa?

La Sociología del Conocimiento Científico (S.C.C.), por ejemplo, ha intentado explicar, sociológicamente, no sólo que nos interesemos por este o aquel conocimiento, sino el contenido mismo de nuestras teorías. No sólo que nos interese estudiar los cuerpos se explica sociológicamente, sino incluso que creamos que hay partículas subatómicas. Esa presunta ciencia (la S.C.C.) se quiere presentar como “imparcial y simétrica ante la verdad y la falsedad de las teorías que estudia” (tanta explicación sociológica requiere una teoría falsa como una verdadera), y quiere ser también imparcial y simétrica ante la racionalidad de las teorías.

Ahora bien, dice Boghossian, si bien la simetría respecto a la verdad de las teorías es semi-plausible (con matices, porque a nadie se le ocurriría sostener que si una persona cree que el azul está más cerca del rojo que el naranja, eso es porque ha estado expuesto a experiencias diferentes: más bien se le supondría problemas de visión, etc.), en lo referente a la racionalidad la imparcialidad es totalmente inaceptable porque:
-no explica por qué ciertas creencias sí causan convicción y otras no
-elimina el papel de la naturaleza en el conocimiento: sea como sea la naturaleza, será la construcción social lo que diga qué creeremos (nadie oiría la voz de las cosas)
-se autorrefuta, pues la propia S.C.C. recibe su autoridad científica en una imparcialidad acerca de lo que es racional creer y lo que no.

De modo similar, recuerda Boghossian, T. Kuhn defendió que los paradigmas científicos son inconmensurables, y llegó a decir que quienes piensan dentro de paradigmas diferentes “viven en mundos diferentes”. Esto es igualmente inaceptable:
-En primer lugar, ¿cómo una tesis empírica como la de Kuhn podría dar sustento a una teoría “modal”, que dice que “necesariamente la ciencia funciona así? Lo más que podría afirmar Kuhn es que viene sucediendo así.
-Por otra parte es absurdo decir que Belarmino y Galileo vivían en realidades diferentes, porque es obvio que estuvieron en la misma habitación.

Si los paradigmas fuesen realmente inconmensurables, o sea, totalmente intraducibles, nadie podría entender dos paradigmas a la vez. Pero, obviamente, Einstein entendía el paradigma newtoniano y el relativista. Aunque hubiese ciertos problemas que no tuviesen sentido en los dos, y términos que cambiasen su valor, esto no podía afectar a todo. Los propios científicos argumentan entre paradigmas, para dirimir cuál es el mejor.

Por último, Boghossian analiza rápidamente el presunto apoyo que la tesis llamada de Duhem-Quine (según la cual toda teoría está infradeterminada por los datos) podría dar al constructivismo. Ninguno. La tesis de Quine es de carácter lógico, y no pretende sostener que los hechos no apoyen más una teoría que otra, o que sea igual de racional revisar una parte de la teoría que otra.

En el epílogo, Boghossian se pregunta cuál es el origen “ideológico”, digamos, del constructivismo y el relativismo. Cree que mucho del apoyo lo recibe de posturas políticas de izquierda que, en oposición al imperialismo y en defensa del multiculturalismo, ven en el constructivismo y el relativismo una defensa de la legitimidad de independencia de otras formas de vida, las de las sociedades más débiles. Ahora bien, com dice Boghossian, incluso políticamente se trata de una estrategia del todo equivocada, porque si no son criticables ciertas perspectivas o visiones del mundo (las de los oprimidos, por ejemplo) tampoco lo serán las de los opresores. Salvo que se pretenda el doble rasero por el cual la crítica es lícita si se dirige contra las élites (por ejemplo, contra el creacionismo cristiano) pero no cuando se dirige contra los pobres (contra el creacionismo zuñi, por ejemplo).

El libro de Boghossian, claro y pulcro, como la mejor filosofía "analítica", es un capítulo más en la lucha entre los Titanes y los Olímpicos. Como era de esperar, convencerá a muy pocos, pero eso (curiosamente, y paradójicamente para las pretensiones del autor) no le quita ningún valor filosófico. El relativismo es una posición dialéctica casi tan irrefutable como la defensa de la verdad.

Cuando se asiste a una crítica y pretendida refutación de una posición filosófica es normal oír la petición, por parte del otro, de una alternativa positiva. ¿Qué tendría Boghossian que proponer? ¿Sería su posición menos débil que la que critica? Boghossian parece dar a entender en el libro que el sistema de principios epistémicos preferible es ese formado por Observación, Deducción e Inducción. Es decir, algo parecido a lo que confusamente se suele llamar el método científico. Pero ¿justifica este método sus propios análisis filosóficos? No parece. La posición del ontólogo y del epistemólogo es normativa, autónoma respecto de la ciencia. No puede depender de la Observación (ni de la Inducción), puesto que la fundamenta. Tampoco de la Deducción, puesto que hace falta algo (un contenido) que deducir.

La defensa del absolutismo teorético, me parece a mí, es en Boghossian demasiado dependiente del cientificismo (no de la ciencia). Por eso es insuficiente. Bastaría con llevarla a sus límites, y pedir las condiciones en que “habría motivos” para cuestionar nuestros criterios epistemológicos. ¿Podrían esos motivos ser observacionales? No, porque la observabilidad es, precisamente, uno de los criterios aceptados. Pero ¿habría lugar para la pregunta cartesiana por el sueño o el genio maligno?

El miedo al conocimiento, de Boghossian. III

Sigo con el resumen y comentario del libro de Paul Boghossian, El Miedo al Conocimiento (Alianza).
Después de analizar y criticar el relativismo ontológico, Boghossian considera el relativismo epistemológico. En la visión clásica u objetivista, suponemos que, por ejemplo, en la disputa entre Galileo y el cardenal Belarmino (encargado de la ortodoxia católica), Galileo contaba con mejores justificaciones para defender que la tierra gira alrededor del sol. O, por poner otro ejemplo que Boghossian aporta al principio del libro, creemos que cuando los arqueólogos afirman que los indios americanos llegaron a América desde Asia, tienen mayor justificación que los propios indios, que dicen haber salido del interior de la tierra. Pero Rorty, con otros relativistas, sostiene que, “en verdad”, no hay un lugar superior al sistema epistémico asumido por Galileo y al de Belarmino para decidir cuál de ellos está más justificado. Desde luego, reconoce Rorty, la perspectiva de Galileo ha triunfado, y nosotros la preferimos hoy (nos es más conveniente), pero no hay mayores razones teoréticas para ello que las que podían tener Kerensky y Lenin en su disputa, o la Royal Academy frente a Bloomsbury.
Como otras veces, esto suena muy extraño y descorazonador para un amante de la ciencia (un amante de la filosofía está más acostumbrado a los palos). Normalmente pensamos que hay ciertos criterios de justificación epistémica. Por ejemplo, la observación, la inducción y la deducción. Pero ¿no hay, quizás, sistemas alternativos, llamémoslos, ‘Revelación’, u ‘Oráculo’, que no sean ni mejores ni peores que el sistema observacional-deductivo? Wittgenstein, nos recuerda Boghossian, dijo que, cuando llegamos al punto de discusión sobre principios epistémicos, ya no podemos justificarlos, y nos limitamos a rechazar, sin justificación, el otro. Desde luego, cada uno se atiene, cuanto puede, al suyo propio (aunque hay casos de autodestrucción). Otra vez hay que entender esto en toda su fuerza. Porque hay un sentido débil en que el desacuerdo entre sistemas epistémicos no es en realidad dañino para quien cree que sólo hay un modo absoluto de justificación teorética (o sea, para el absolutismo epistémico): si el otro no entiende mis argumentos, tanto peor para él. No todo desacuerdo prueba que nadie (o todo el mundo) está en lo cierto: generalmente prueba sólo que al menos uno está equivocado. Pero el sentido fuerte que le dan Wittgenstein y Rorty significa mucho más: significa que nuestros principios ni están justificados ni son justificables siquiera para nosotros mismos. Como señaló Richard Fumerton, un sistema epistémico que se pretendiese superior, se estaría autojustificando, cayendo en círculo. T. Nagel rechaza esta objeción de circularidad de la autojustificación argumentando que, en una discusión entre sistemas epistémicos alternativos, la propia discusión, crítica, presupone la argumentación racional. Sin embargo, cree Boghossian (una vez más insatisfecho con la argumentación de Nagel) el adversario de la unicidad de sistemas epistémicos puede ser entendido, mejor, como alguien que propone otro sistema de razonamiento, y no como alguien que rechaza todo sistema de razonamiento.

Nuevamente, no estoy de acuerdo con Boghossian. Aceptar que lo que propone el otro es otro sistema de razonamientos, conduce a la equivocidad total del término ‘argumentación’. Y, cuando hay equivocidad, no se está hablando de nada. Si puede haber sistemas alternativos de argumentación, ha de haber alguna instancia superior desde la que confrontarlos.

Y, como pasaba también con el argumento contra el relativismo de los hechos, tampoco aquí Boghossian ve poderoso el argumento de que el relativista se autocontradice, y por la misma razón que entonces. Sin embargo (y este es el argumento que Boghossian sí cree válido contra el relativismo epistemológico) si, como dice el relativista, no hay hechos absolutos acerca de la justificación, y dado que los principios epistémicos son versiones más generales de los juicios epistémicos particulares, también serán falsos los principios epistémicos de cada uno. O sea, si las aserciones con pretensiones de validez teórica son relativas al sistema de principios epistémicos previa e injustificadamente aceptado, la creencia en tales principios previos estará injustificada y, por tanto, serán falsos.

Esa tesis de que la diferencia entre juicios y principios es meramente de grado –anoto yo- ha sido rechazada por Wittgenstein y otros. Los principios son de un carácter heterogéneo a los juicios que se rigen por ellos. La relación entre principios y hechos no es la de lo general a lo particular sino, más bien, la de la regla al caso de aplicación de esa regla. Pero no creo que esto afecte a la argumentación de Boghossian, porque de lo que se trata es de si se puede aseverar de alguna manera la validez de los principios epistemológicos primeros, un vez que se acepta que no hay justificación posible.


Podría pretenderse, se objeta Boghossian, la salida de considerar a los principios como proposiciones incompletas. Pero esto: -deja sin explicar la relación de implicación lógica entre principios y juicios regidos por dichos principios, -además de que resultaría difícil entender que alguien compartiese principios que son proposiciones incompletas, y que, sin embargo, fuesen concepciones acerca de algo. Tampoco, por último, sirve considerar a los sistemas epistémicos como conjuntos de imperativos acerca de lo que hay que tomar por justificado (“de acuerdo con la teoría T, ¡cree que p!”), porque: -los imperativos obligan, mientras que los principios epistémicos no lo hacen. -no existe ninguna explicación de la diferencia entre imperativos prácticos y esos supuestos imperativos epistémicos. -en todo caso, un sistema epistémico se reduciría a una descripción fáctica de qué imperativos aceptamos y lo que se deduce de ellos. Con esto no se salva la normatividad epistémica.
Entonces ¿en qué falla el argumento relativista contra una posición absolutista? Lo que debemos rechazar, sostiene Boghossian, es que, según creía R. Fumerton, no podamos llegar a creencias justificadas acerca de hechos epistémicos absolutos. No debemos aceptar rigurosamente la acusación de circularidad. Veámoslo. Cuando hay sistemas alternativos en liza, como mínimo debe exigirse que el otro sea consistente, que no genere, explícita o implícitamente, veredictos inconsistentes, ni sea autodestructivo. Además, no puede exigirse que haya que justificar un sistema antes de utilizarlo, pues en ese caso no se podría usar ningún sistema. Hay que aceptar que uno tiene legitimidad epistémica para utilizar un sistema de criterios en principio, salvo que haya fuertes motivos para cuestionárselo. El que estemos justificados en creer en una proposición en ciertas condiciones, es compatible con que haya otras en que no lo estamos.
Ahora bien, se plantea a continuación Boghossian, ¿hay, en verdad, tantas disensiones entre sistemas epistémicos? Si observamos el caso de Belarmino y Galileo, argumenta, veremos que en realidad no disienten en sus principios epistémicos: como Galileo, también el cardenal confía en sus sentidos (gracias a lo cual cree que está leyendo su ejemplar de la Biblia), en la deducción y en la inducción cuando mira al cielo, e incluso cuando mira ese objeto que es la Biblia. La disensión, bien mirado, no es tanto en principios epistémicos, sino, más bien, acerca de la naturaleza de un determinado objeto: la Biblia. Para el cardenal, es obra de Dios. Algo semejante puede decirse de casos como el de los azande. Según esta etnia, la brujería se trasmite patrilinealmente, pero, sin embargo, no reconocen como brujo más que al descendiente directo. Algunos han propuesto que los azande usan otra lógica. Ahora bien, señala Boghossian, dada la dependencia que hay entre los términos lógicos (como ‘si’) y las reglas que rigen su aplicación, es muy difícil entender qué significa eso. Es mucho más sensato pensar que la disensión sea debida o a un error lógico cometido por los azande en sus deducciones, o a que los términos no lógicos tienen para ellos otro sentido que el que le damos en nuestra traducción. Hasta aquí, el análisis del relativismo epistemológico.

Creo que esta es la parte del libro de Boghossian que resultará menos convincente. Y creo que se debe a que la propia filosofía actual (no digamos la ciencia) tiene un problema de justificación epistemológica. Si las perspectivas dominantes (con todos los matices necesarios) son alguna manera de positivismo (por muy dulcificado u “holista” que sea) o alguna manera de pragmatismo, es muy difícil escapar al relativismo, si no es completamente imposible. Boghossian parece pedirnos el aristotélico
ananke stenai,”en algún punto hay que detenerse". Pero, como expone Sócrates en la última sección del Teeteto, o en República VII, si aquellos principios de los que hay que partir no son más evidentes y (auto)justificados que todo lo que se va a construir mediante ellos, no pasamos de una “ensoñación”. Puesto que la ciencia (y la filosofía que no quiere situarse sobre la ciencia) “parte de supuestos que ella misma no puede justificar”, es imposible justificar, mediante el modelo cientificista, la validez incondicional del conocimiento. El constructivismo sería la consecuencia inevitable del cientificismo.
No hay que pedir justificación de los principios, dice Boghossian, salvo que haya fuertes motivos. Sí, pero ¿cuáles pueden ser esos motivos? Si algo puede hacer dudar de los principios epistémicos de uno, o será de acuerdo con principios superiores (por ejemplo, el pragmático) o habrá lugar a indefinidas posiciones epistémicos igual de válidas. La única manera de evitar esto, creo yo, es la aceptación, platónica, de que la razón es capaz, mediante el remontar de lo hipotético, alcanzar lo anhipotético, que no es fenoménico ni depende en nada de lo fenoménico. Pero esta es una posición que, estoy seguro, Boghossian no aceptaría.

viernes, 5 de noviembre de 2010

El miedo al conocimiento, de Boghossian. II


Sigo con el resumen y comentario del libro de Paul Boghossian El Miedo al conocimiento.

Rorty, nos dice Boghossian, rechaza el modelo “cortagalletas” goodmaniano, porque da pie a hablar de una forma y una materia de las cosas, y, con ello, a la objeción anterior. Rorty propone otra manera de entender la relatividad absoluta de los hechos. Lo que quiere defender es que no hay una naturaleza de las cosas, independientemente de los “juegos de lenguaje”.

Como se sabe, Rorty admite que no todos los modos de hablar son igual de prácticos:
"Dado que resulta ventajoso hablar de montañas, como de hecho lo es, una de las verdades obvias acerca de las montañas es que estuvieron aquí antes de que hablásemos de ellas. […] Pero la utilidad de estos juegos de lenguaje no tiene nada que ver con la cuestión de si la Realidad-tal-como-es-en-sí-misma (esto es, independientemente de cómo es útil para los seres humanos describirla) contiene
montañas o no”.
El relativismo ontológico, como el que propone Rorty, modifica la teoría clásica de cuándo algo es un hecho, de esta manera: Algo es un hecho, no en sentido bruto o absoluto, sino respecto de una cierta teoría, T, que yo acepto. Y hay muchas teorías, ninguna de las cuales es más fiel a cómo son las cosas. Análogamente a como hace el relativismo moral o el estético, que no acepta proposiciones absolutas del tipo “A es correcto” o “A es bello”, sino que exige entenderlas de la forma: “A es bueno respecto de un código moral, M, que yo acepto”.

El argumento tradicional contra el relativismo, reexpuesto recientemente por Thomas Nagel, según Boghossian, dice que el relativismo está en un dilema insoluble: o bien acepta que su propia tesis es relativa, y entonces no puede pretender ser más verdadera que el absolutismo, o bien se proclama como verdad absoluta y objetiva, y entonces se auto-contradice.
Boghossian considera incorrecto este argumento porque, dice, no es necesario que el relativista esté diciendo simplemente lo que le apetece:
“Bien podría suceder, después de todo, que el relativismo sea cierto con respecto a una teoría que nos conviene a todos aceptar, relativistas y antirrelativistas por igual”.
Pero hay un argumento mejor, cree Boghossian, y es éste: El relativismo, al relativizar los hechos a cierta teoría previamente asumida, parece obligado, o bien a aceptar que hay hechos objetivos y absolutos acerca de la existencia de esas mismas teorías aceptadas (por ejemplo, será un hecho bruto o absoluto que los humanos aceptamos teorías relativamente a las cuales aceptamos la existencia de montañas) o bien a relativizar a su vez los hechos acerca de las teorías aceptada, y caer así en un regreso infinito. En otras palabras, si se sostiene de manera absoluta que no existen hechos absolutos, sino que los hechos son relativos a un marco teórico aceptado, consecuentemente habría que relativizar los hechos referentes a esos marcos teóricos, habría que hacerlos relativos a otros marcos teóricos, y estos a su vez a otros, ad infinitum. O bien, simplemente aceptar que algunos hechos absolutos son incuestionables.

Además, añade Boghossian, es raro que acepte hechos acerca de lo mental y se niegue a aceptarlos acerca de lo físico.

Voy a comentar algunas cosas:

- Yo no encuentro convincente el rechazo de Boghossian del argumento de Nagel (que es el mismo que aparece ya en el
Teeteto de Platón, por ejemplo). No es posible defender, como pretende Boghossian, que quizás nos conviene aceptar una teoría que en sí misma sea inconsistente, porque no es posible aceptarla lógicamente (que es de lo que se trata: no se trata de pragmática). Ahora bien, el relativismo es lógicamente inconsistente, independientemente de su presunta utilidad. Algo no puede ser, además, pragmáticamente consistente si no lo es antes lógicamente. O, al menos, esa rentabilidad no la hace lógicamente más respetable.
- Tampoco veo muy diferente el argumento de Boghossian. Según este argumento, el relativista debe aceptar hechos absolutos acerca de teorías, si no quiere caer en un regreso infinito que le lleve a la nada. También el argumento tradicional delata que, si se quiere decir algo con sentido, uno tiene que presuponer ciertas verdades absolutas. En todo caso, se podría entender que el argumento tradicional es una aplicación autorreferencial de ese argumento general. Pero cabe, mejor, ver en el argumento de Platón-Nagel un argumento más fundamental, en cuanto que hay unos hechos que ineludiblemente tiene que aceptar uno si quiere decir la más mínima palabra con sentido, y son los hechos acerca de la validez lógica. Ahora bien, si la tesis relativista es inconsistente, falla de manera fundamental.
- Por último, aunque no atañe directamente a la cuestión, es inadecuada la identificación que hace Boghossian entre hechos teoréticos (que debería aceptar el relativista) con hechos mentales. La distinción hechos / teorías no es la misma que físico / mental ni una subclase de ella.

En todo caso, la crítica de Boghossian al relativismo es acertada.
El relativismo parece plausible porque parte de algo que se puede entender ambiguamente: todo nuestro conocimiento de las cosas en sí mismas es un conocimiento relativizado precisamente por nuestra manera de conocer, por nuestra idiosincrasia. De aquí se pasa a la afirmación de que no hay más que nuestra idiosincrasia, con lo que se incurre en contradicción. Hay un sentido, desde luego, en que hasta el más objetivista aceptará que (no las cosas, sino) nuestra concepción de las cosas depende de nuestra propia constitución. Pero es precisamente porque hay una manera en la que son las cosas, independientemente de nuestra idiosincrasia, por lo que pueden relativizarse a nuestras características de una manera y no de otra.

La apelación del relativista a lo pragmático sólo sirve para mostrar que el relativismo absoluto es falso. ¿De qué depende que ciertos juegos de lenguaje sean más útiles que otros? ¿Por qué creer que hay montañas es más útil que negarlo? Si no es la realidad (es decir, algo externo al propio juego de lenguaje), tiene que ser el propio juego de lenguaje el que crea la utilidad. Pero, en ese caso sería completamente relativo al juego de lenguaje que resultase útil o no. De esa manera, si yo adopto un juego de lenguaje en el cual salir por la ventana exactamente de la misma manera en que lo podemos hacer en el juego de lenguaje habitual pero con la pequeña variante de que no seré atraído por la tierra, puedo estar seguro de que podré andar por el aire. Es evidente que yo no puedo adoptar libremente un juego de lenguaje, si quiero que resulte “pragmático” en determinada manera, así que hay algo “externo” que decide qué juegos de lenguaje son pragmáticos. Es decir, los juegos de lenguaje tienen restricciones. Y eso es lo que significa que hay cosas-en-sí-mismas.