miércoles, 22 de diciembre de 2010

La espontaneidad del físico, o del estado de naturaleza filosófica

En este artículo (según descubro aquí) John Haldane comenta la tesis de Stephen Hawking y Leonard Mlodinow, en el libro The Grand Design, según la cual la filosofía “is dead.”
Cita Haldane:

“[Just] as Darwin and Wallace explained how the apparently miraculous design of living forms could appear without intervention by a supreme being, the multiverse concept can explain the fine tuning of physical law without the need for a benevolent creator who made the Universe for our benefit. Because there is a law of gravity, the Universe can and will create itself from nothing. Spontaneous creation is the reason there is something rather than nothing, why the Universe exists, why we exist.”


Evidentemente, esos eminentes físicos se equivocan cuanto puede equivocarse uno:

-Sencillamente (como dice también uno de los comentarios al artículo de Haldane) ignoran la verdadera cuestión: por qué existen leyes que pueden hacer que se produzca "espontáneamente" algo. O por qué existimos nosotros (que damos precisamente la respuesta -según Hawking- a por qué existe el universo).
-Defienden (inconscientemente) una determinada postura epistemológica que, en su estado de naturaleza filosófica, deben ver como evidente o "natural" (algo así, como bien dice Haldane) como un constructivismo empirista, etc.

Incurren, pues, en la más pura de las metábasis, haciendo afirmaciones meta-físicas (en el sentido inocente de meta-, o sea, extra y peri- científicas). Etc.

Una pregunta que en estos casos se me viene a la cabeza es. ¿por qué hacemos el más mínimo caso a estos autores cuando hablan de lo que no pueden? Hacerles caso es casi cometer nosotros la misma metábasis que cometen ellos. Esta atención a qué dice un científico sobre las cuestiones filosóficas denota una conocida falta de confianza del filósofo en su propio asunto.
(Hace unos días leía en prensa el artículo de un "médico", en el que el buen hombre exponía con total confianza, sus tesis pedagógicas. Curiosamente, muchos profesores, y algún que otro pedagogo, le darían algún tipo de autoridad).

También, en ocasiones así (por ejemplo, cuando discuto con algún amigo científico) tengo la fuerte "sensación" de que los científicos, en cuanto tales, son, casi por naturaleza (o por un hábito muy arraigado), incapaces de comprender el problema filosófico. Creo, incluso, que si se volviesen capaces de entenderlo, o bien dejarían la ciencia para dedicarse a la filosofía (aunque fuese para dedicarse a una filosofía wittgensteiniana, que se quedase encerrada en la botella de repetir que la filosofía es una mosca que no sabe salir de la botella), o al menos tendrían que reconocer que se trata de otro terreno donde carecen completamente de autoridad.

viernes, 10 de diciembre de 2010

Reinhart Grossmann y la batalla por el mundo. Ontólogos contra naturalistas

Entre los cada vez más libros que tratan de Ontología (que incluso se titulan así), y que hace tiempo han dejado de hacerlo en términos de lenguaje y han asumido el lema (que daba título al libro de J. Heil parodiando a Quine:) Desde un punto de vista ontológico, el libro de Reinhart Grossmann, La existencia del mundo. Introducción a la Ontología, ha sido traducido al castellano (por Juan José García Norro y Rogelio Robira) y editado por Tecnos. Como otros libros de su especie, vuelve a abordar, como si estuviesen tan frescos, los asuntos más tradicionales y hasta “escolásticos” de esa extraña parte del saber que es la ontología, tales como el problema de los universales, la existencia de las relaciones, la existencia de la existencia (y de la no-existencia), etc. El libro de Grossman se atreve, incluso, a defender una posición no-naturalista (sino “ontologista”, según la terminología –algo desafortunada, creo yo- del autor) en el problema de la existencia de las propiedades abstractas. Según él, el Mundo es algo mucho más amplio que el universo físico al que pretenden reducirlo los filósofos naturalistas (la versión moderna del materialismo).



La ontología, empieza diciendo Grossmann en el primer capítulo ("El descubrimiento del mundo: el ser atemporal"), busca las categorías y leyes del mundo. Categorizar es clasificar entidades en general. Por ejemplo, Platón, según Grossmann (asumiendo una interpretación demasiado tópica y, a mi parecer, mal encaminada, de Platón) clasificó todo en dos grandes categorías: cosas individuales, que están localizadas espacio-temporalmente y cambian, y propiedades, que son inespaciales, atemporales e inmutables. La relación entre cosas y propiedades es la Ejemplificación: las cosas individuales ejemplifican propiedades.
El naturalismo, en cambio, sostiene que las propiedades son también entidades espaciales y temporales, porque todo lo real está localizado espacial y temporalmente. La cuestión más importante de la Ontología, cree Grossmann, es esa: ¿hay cosas abstractas?
Esto enfrenta a Ontólogos contra Naturalistas (Olímpicos contra Gigantes, según decía el Extranjero en El Sofista de Platón).

Esta cuestión, matiza Grossmann, no es la misma que la de si hay universales. Son cuestiones diferentes a) si existen universales y b) si las propiedades son abstractas. Un naturalista (que es el que responde negativamente a la cuestión b) puede ser realista de los universales.

La batalla por el mundo se da, pues, entre ontólogos y naturalistas: ¿Hay cosas atemporales e inespaciales? Es decir, ¿son abstractas las propiedades (porque damos por hecho que existen propiedades)? Desde luego, las propiedades no pueden ser sustancias primeras en el sentido aristotélico, es decir, concretos, localizados espacio-temporalmente. Pero ¿existen? El Naturalismo lo niega (apelando, por lo general, al principio de economía). Pero Grossmann cree que el Naturalismo está equivocado. A esto dedica el segundo capítulo, “la batalla por el mundo: los universales”.

El principal argumento contra el Naturalismo es, sostiene Grossmann, el siguiente (según mi reconstrucción a partir del texto):

  • O bien los individuos de la misma especie comparten algo, o bien no comparten realmente nada.
  • Si no compartiesen nada, todas nuestras clasificaciones serían arbitrarias.
  • Así que, si queremos salvar el conocimiento, hay que aceptar que, de alguna manera, los individuos comparten algo.
  • Si comparten algo, ese algo tiene que ser algo distinto a las cosas concretas que lo ejemplifiquen.
  • Y eso, o sea, las propiedades que comparten los individuos, deben ser entidades objetivas, pero no individuables espacio-temporalmente, es decir, deben ser no-particulares, sino abstractas.

La presunta solución conceptualista (según la cual las propiedades están sólo en la mente) no soluciona nada, porque, si realmente clasifican la realidad, las propiedades deben ser objetivas.

Después de exponer este argumento principal, Grossmann se dedica a rechazar algunas propuestas de solución “naturalista”, es decir, que intente prescindir de entidades abstractas como son las Propiedades.

No es verdad que la blancura esté donde están las cosas blancas: éstas ejemplifican la blancura, pero ninguna de ellas, ni su suma, son la blancura.

Lo mismo puede decirse de las relaciones: no están localizadas. Armstrong, aunque acepta que las relaciones no están localizadas, sostiene que no están fuera del espacio y del tiempo, sino que, precisamente, es parte de la esencia del espacio y el tiempo el que las relaciones no estén localizadas en ellos (o sea, espacial y temporalmente). Pero esto, cree Grossmann, es conceder lo que afirma el ontólogo: que las relaciones existen y no están localizadas espacial ni temporalmente. Además, existen relaciones no espaciales ni temporales. Tampoco los hechos están localizados.

Según la teoría de las instancias (defendida, especialmente, por D. Williams) lo blanco se divide en instancias localizadas de blanco. La blancura de A, se argumenta, no puede ser la misma que la de B, justamente porque es la de A. Así que la de B tiene que ser otra. Este argumento, argumenta Grossmann, es tan inválido como el que pretendiese que uno no puede ser hijo de María porque lo es de Tomás. Las propiedades no pueden repartirse espacialmente, pero esto no les impide “repartirse” lógica y ontológicamente, es decir, ser ejemplificadas múltiplemente sin perder su unidad.

Otros pretenden defender el naturalismo apoyándose en la teoría de que una entidad es sólo un haz, un manojo de propiedades. Pero, aunque fuese así, eso no impediría que esas propiedades fuesen abstractas.

Otros defienden la localización espacio-temporal de la blancura diciendo que, puesto que vemos lo blanco, lo blanco debe estar localizado. Este argumento, responde Grossmann, se apoya en el error epistemológico de ignorar que toda experiencia implica un juicio. No vemos lo blanco, vemos “que esto es blanco” (o “que hay blancura”, etc.). Ver es ya juzgar.

Algunos pretenden que lo Blanco no es más que la palabra ‘blanco’. Este nominalismo es, para Grossmann, completamente falso. Lo blanco existía antes de que existiese la palabra para designarlo. Además, incluso el término ‘blanco’ es un objeto abstracto, del que son instancias cada uno de los eventos naturales que ejemplifican esa palabra ‘blanco’.

Otros pretenden explicar las propiedades mediante la Semejanza entre las cosas naturales. Ya Russell refutó esto. Supongamos que, de dos cosas blancas, hay dos nuevas instancias. Entre esos pares de cosas semejantes ¿la semejanza es universal, o no? O se acepta un universal (blanco) o se cae en un regreso infinito.

El nominalismo aduce este problema: ¿cómo se genera lo universal? La respuesta empirista (lockeana), nos recuerda Grossmann, consiste en decir que convertimos los términos en universales al separar las condiciones espacio-temporales (o sea, por abstracción). Pero esta respuesta ya supone que hay algo, la blancura, que es separable del objeto espacio-temporal que la ejemplifica. O sea, la teoría de la abstracción concede, tácitamente, el ontologismo de las propiedades.

Por otra parte, insiste Grossmann, decir que los universales están en la mente, es falso. Cuando decimos que Platón es un humano no pretendemos predicar de él un concepto, sino una propiedad real y objetiva.

Es completamente erróneo, también, confundir, como hace Berkeley, la idea con la imagen. Claro que nadie puede imaginarse una figura que sea al mismo tiempo acutángula y rectángula… luego no existe el triángulo abstracto, infiere Berkeley. Esto es dar por supuesto, equivocadamente, que las ideas son lo mismo que las imágenes que las acompañan. Sin embargo, en otro momento, Berkeley dice, simplemente: “uno puede considerar una figura meramente como triangular”. Y aquí, dice Grossman, se acaba la batalla, se olvida de su antirrealismo, de su imaginismo.

Hasta aquí llega la defensa que hace Grossmann de su posición “ontologista” o anti-naturalista, y que le ocupa los dos primeros capítulos del libro.

Siempre que uno presencia una discusión similar, se pregunta qué hay que entender (o que entiende el autor) por “existir”. Grossmann tiene algo que ofrecer al respecto, pero será en otro capítulo, en el cuarto. Antes, en el capítulo tres, se va a dedicar a exponer su lista de categorías ontológicas. Resumiré y comentaré todo eso en próximas entradas.

Desde luego, Grossmann maneja (al menos implícitamente: no recuerdo ahora si lo hace explícito en algún momento) cierto criterio de existencia, para defender que existen las propiedades (y otras categorías). Tenemos que afirmar que existe todo aquello que hemos de reconocer para explicar el hecho de que conocemos científica y racionalmente las cosas, y que podemos “separar” conceptualmente. Grossmann no acepta ningún tipo de conceptualismo o de realismo moderado, posiciones en las que cierta noción, ineliminable teóricamente, sea considerada pseudo-existente (“ente de razón”, por más que sea “con fundamento en las cosas”). Se podría decir que la posición de Grossmann es “poco sutil”, comparada con las de algunos escolásticos. Quizá, en cambio, se podría decir que es una posición clara, sin subterfugios conceptuales o “sutilezas” “escolásticas”. En todo caso, remite inexorablemente (como en tantos otros –véase, por ejemplo, el discutido argumento de ineminabilidad de entidades matemáticas, atribuido a Quine y a Putnam-) al axioma eleata y platónico de que “lo que se piensa tiene que ser lo mismo que lo que es”. Es muy interesante que “ontólogos” (como Grossman) y naturalistas (como Quine) compartan el mismo criterio ontológico (por poco sutil que pueda parecerle a otros), porque eso hace que su discusión sea una verdadera confrontación o “lucha” (por el mundo).

Más descorazonador resulta, sin embargo, recordar que todo esto ya lo expusieron, como todo lujo de detalles y a lo largo de muchas páginas, no sólo los escolásticos, sino otros, más modernos (aunque, también, quizá, más ingenuos) como Husserl.

Curiosamente (al menos puede resultar curioso o paradójico para quien no esté muy habituado a leer a pensadores de “mundos” separados por océanos) los filósofos analíticos son más sensibles a estas discusiones ontológicas que los pensadores fenomenológico-hermeneúticos, quienes todo esto lo ven ya como totalmente superado, incluso prekantiano, y, por supuesto, ahistórico, o sea, inconsciente. (Pero ¿hay en la filosofía continental-hermeneútica algún lugar para la verdad objetiva (esa noción que tiene sus “épocas” y, por tanto, sus múltiples sentidos irreducibles); hay lugar en la filosofía hermeneútica para la argumentación lógica y no-retórica (esa manera de pensar que es una de las formas más “pobres” de metafísica…?))

viernes, 3 de diciembre de 2010

La Existencia de los existentes (diálogos eléáticos II)

Continuación del diálogo anterior

-Ayer parecimos llegar, (dando algunas cosas por supuestas, eso sí) a la unidad de la existencia, o sea, a que la existencia misma existe y es una sola… cosa, si no la única cosa. Argumentabas que la existencia, como toda otra característica o propiedad, o más aún, tiene que existir, es decir, ser algo autónomo e individual, independiente tanto de que la pensemos o no, como de que haya otras cosas que la ejemplifique o participen, porque lo que no existe, no puede hacer pensables a las cosas; y decías, también, que, como toda otra característica, o más aún, la existencia debe tener, ella misma, en grado superlativo o absoluto, su propia cualidad. Así que la existencia existe totalmente, y es una, la sustancia única.
-Eso es.
-Todo lo que tiene que ver con la manera en que tienen que ser las ideas o características querría oírtelo en otro momento, porque casi sólo lo dimos por supuesto. Pero lo que me gustaría que me explicases hoy, que es con lo que acabamos ayer, es si tu teoría elimina toda otra cosa que no sea la propia Existencia, o si permite a otras cosas existir también de alguna manera, como me pareció que insinuabas.
-¿Tú qué dirías?
-Bueno, a mí me parece que, si la Existencia es una cosa, no puede haber ninguna otra cosa; ni siquiera las cualidades, ideas o esencias que usábamos como ejemplos, porque decíamos que lo que no existe, no es nada. Si la Existencia es una, sólo existe una cosa, la Existencia misma.
-O sea, que, por ejemplo, tú o yo, que estamos aquí hablando, no existimos en absoluto.
-Eso te van a objetar todos, y yo mismo, aunque no existamos.
-Y ¿no puede ser que, aunque no existamos en absoluto, sí existamos en relativo, o sea, relativamente, como “mortales”, digamos?
-Explícame cómo.
-¿Cómo puede ser, dime tú, que una misma idea, por ejemplo, el Humano, se dé en muchas cosas? ¿Cómo algo uno se divide?
-Pero no es similar el caso de las ideas o esencias que el caso del ser o existencia, como ya se ha dicho muchas veces. Las esencias o cualidades, al ser varias, externas unas a las otras, se pueden intersectar, dando, unas, lugar a partes en las otras. Por ejemplo, si multiplico Azul por Cubo por Aquí, tengo este-cubo-azul. Pero, en el caso del ser o la existencia no puede hacerse tal cosa, porque no hay nada fuera que la pueda dividir: fuera sólo está el no-ser, como tú dices, y el no-ser no es nada. Así que, si la Existencia es una, no puede serlo como una cualidad o género.
-Hablaremos en otro momento de las cualidades o ideas. Hoy hablemos sólo de la Existencia. Entonces, te parece que, si quisiéramos salvar el presunto hecho de que tú y yo existimos (ya que estamos aquí hablando), tendríamos que aceptar que Existir no tiene un único sentido, como crees que lo tiene ‘Humano’, sino que tiene varios, quizá infinitos, o sea, que es equívoco, como lo llaman algunos. Es decir, que tiene un significado referido a ti y otro completamente distinto referido a mí… ¿Que yo exista de la misma manera que existes tú, esto es lógicamente imposible?
-Explícame que no es así.
-La verdad es que, puestos en plan lógico absoluto, yo no veo cómo evitar que todo lo que existe sea sólo uno, la Existencia o Ser mismo. Tú y yo somos completamente uno y el mismo, y es absurdo que, en términos absolutos, existamos como dos. Pero, entonces, ¿qué vamos a hacer contigo y conmigo?
-Está claro que tu teoría no “salva los fenómenos”, como se suele decir. ¿Qué piensas de eso?
-No me preocupa mucho, la verdad. Al fin y al cabo, la mejor manera de salvar un fenómeno es negarlo, ¿no? ¿No consiste todo esfuerzo de los sabios en eliminar los fenómenos, en reducirlos a algo uno? Porque, por eso son fenómenos, porque no se salvan a sí mismos… Simplemente mi teoría, si es como dices tú, lleva esto a sus últimas consecuencias. Así que no es eso lo que me preocupa. Ni tampoco eso otro, que dicen algunos, de que me contradigo porque ya al decir que sólo el ser existe y el no-ser, no, estoy yo mismo usando la no-existencia o no-ser.
-Pues esa pega debería resultarte más temible, a ti que pareces un fanático de lo lógico.
-Es que no tiene nada de ilógico. Porque la teoría no dice que el lenguaje pueda pasarse sin el no-ser (¿cómo va a decir eso, si el propio lenguaje no es la Existencia misma, sino que es parte del no-ser –por lo menos el lenguaje que razona y pasa de esto a lo otro-?), sino que, lo que dice mi dicho es que, en el ser de verdad, no hay no-ser alguno.
-No sé si eso es muy convincente. Pero sigue.
-Lo que me deja insatisfecho es esto otro: ¿tú das por hecho que existir y no-existir son dos conceptos absolutos por igual?
-¿Qué quieres decir?
-Parece que entiendes que si la Existencia existe absolutamente y es absolutamente una, la inexistencia, entonces, absolutamente no-existe, y es nada (ni una, ni varia).
-En buena lógica, porque son contrarios.
-No, yo creo que no es así en buena lógica. Mira, si fuese así, existir y no existir serían dos especies, digamos, de un único género, del Absoluto. Una sería la absolutamente sí y la otra la absolutamente no.
-Es verdad.
-Pero si la Existencia es lo máximo, y no tiene nada comparable, si no tiene igual, ni fuera ni dentro, entonces eso de que sea una de las especies de lo absoluto sería muy curioso, por decirlo suavemente.
-No sé si estoy entendiéndolo bien, pero termina, porque si me paro quizás no pueda seguir.
-Yo digo que hay, en principio, dos maneras de pensar, o de ser lógicos y razonables.
-¿Tú, el caballero de la unidad?
-Una es, digamos, la lógica de la igualdad y la simetría; la otra es la lógica de la asimetría. ¿Cómo entiendo una cosa y la otra?
-Supongo que no me lo preguntas a mí…
-Sí, aunque a través de mí. Escucha. Según la manera igualitarista o simétrica de pensar, una idea o cualidad (por ejemplo, lo Humano, o lo Blanco, o el Ser o Existencia) es una unidad, una identidad que se puede pensar, y que tiene como opuesto absoluto otra u otras ideas o identidades. Y, cuando una idea se divide (o multiplica, como sea mejor decirlo) lo hace también mediante ideas simétricas con otras. No sé si me entiendes.
-Yo tampoco lo sé.
-El modelo de esta primera manera de pensar, creo yo, es la idea de Extensión, o Espacio. La extensión es una, pero se divide en partes absolutamente iguales y totalmente simétricas.
-Así te entiendo mejor.
-Pues bien: la otra manera de pensar, la asimétrica, dice que nada tiene un opuesto absoluto, ni una se puede dividir o multiplicar idea en partes iguales, sino que, en todo hay un polo absoluto y los demás son relativos. El negro no es lo contrario absoluto del blanco, sino lo menos blanco posible, lo más falto de luz, pero no de manera absoluta.
-Te entiendo. Esta es la manera de pensar que dice que, por ejemplo, poder ser es sólo una falta de ser, no un no-ser absoluto.
-Por ejemplo. Bien, pues, ¿qué pasa si aplicamos una y otra manera de pensar al asunto del Existir?
-Veo, con alegría, que la segunda manera de pensar que dices, la asimétrica, es la que defenderá el ateniense que más te venerará. Según él, entonces, el no-ser o, como lo estamos llamando, el no-existir, no es ni puede ser lo totalmente contrario de lo que existe, porque eso carecería de sentido, pero sí puede ser un existir relativo, no absoluto; limitado, no pleno.
-No va, entonces, desencaminado, si yo voy por buen camino. Y, acogiéndonos a esta segunda manera de pensar, ¿por qué pensar que, si la Existencia existe absolutamente y es una, entonces nada más existe?
-Porque, según se deduce de lo que has explicado, creemos que la negación de algo absoluto es también algo absoluto. Y, claro, el absoluto no-existir, no puede existir de ninguna manera.
-Exacto. Pero esa es la forma pobre de pensar, creo yo. Lo opuesto a lo absoluto es lo relativo. Lo no-existente, aunque en términos absolutos no existe, puede y debe existir en términos relativos.
-Aunque esto no sea muy importante, debes saber que la gente no se hace esa idea de tu teoría. Creen que tú dices y repites que, si la existencia existe, nada más existe.
-Lo sé. ¿Sabes a qué se debe eso?
-¿A qué?
-A que no están bien dispuestos a escuchar bien: el fuerte prejuicio que tienen de su pobre lógica simétrica no se lo permite. Porque, si me hubiesen leído sin esas gafas, habrían visto que yo digo que, eso de que sólo la Existencia existe y es una, lo dice el Absoluto (o sea, la Diosa, en mi lenguaje poético), mientras que nosotros, los mortales, por ejemplo, tú y yo, o sea, las existencias relativas, tenemos que distinguir ser y no-ser, para hablar y para pensar a nuestra manera mortal.
-Creo que es muy difícil que lleguen a asumir que no es contradictorio decir a la vez que existe absolutamente una cosa, la Existencia, pero existen relativamente todas.
-Pues es eso lo único que hay que entender, creo yo.
-Sin embargo, recuerdo que hay toda una escuela de escuelas de filósofos que han defendido algo como lo que dices. ¿O no es lo mismo lo que dice el fraile Tomás, o sea, que el ser en sentido pleno, o lo que estamos llamando Existencia (cometiendo un pecado, creo, para sus seguidores), que el ser pleno, digo, es analógico, y todos los demás seres son algo en la medida en que participan del ser pleno; y que, como dicen, el ser está tanto en lo más general como en lo más particular?
-Bien dicho, como hay que decir de toda idea.
-Sin embargo, creo que ni fray Tomás ni sus seguidores dicen eso mismo de las esencias o géneros. A estos los toman por abstracciones, pseudo-existentes…
-Entonces es que no han dado todos los pasos. Pero esto, si te parece, lo podemos discutir mañana.
-Estoy muy de acuerdo. Pero repíteme lo que has querido decir hoy.
-Lo que he querido decir es que, en buena lógica, ser y no-ser no se excluyen, como si fuesen los dos absolutos y completos. No se excluyen, tampoco, absoluto y relativo, infinito y finito, uno y múltiple, y todo lo demás. Podemos pensar como absolutamente coherentes la absoluta, total y plena unidad de todo, y, a la vez, la relativa, parcial e incompleta multiplicidad de lo uno. Pero esto es muy difícil de pensar para el pensamiento simétrico, el que se basa en los completos opuestos, el que casi todos consideran la verdadera lógica. Pero sólo lo creen así porque piensan de manera relativa y finita.
-O sea, que lo que dices tú se puede entender sólo si pensamos de manera infinita.
-Así es. Pero esto no es imposible.

domingo, 28 de noviembre de 2010

¿Qué es matemática?

-Toma, pues, una línea que esté cortada en dos segmentos desiguales y vuelve a cortar cada uno de los segmentos, el del género visible y el del inteligible, siguiendo la misma proporción. Entonces tendrás, clasificados según la mayor claridad u oscuridad de cada uno: en el mundo visible, un primer segmento, el de las imágenes. Llamo imágenes ante
todo a las sombras y, en segundo lugar, a las figuras que se forman en el agua y en todo lo que es compacto, pulido y brillante y a otras cosas semejantes, si es que me entiendes.
-Sí que te entiendo.
-En el segundo pon aquello de lo cual esto es imagen: los animales que nos rodean, todas las plantas y el género entero de las cosas fabricadas.
-Lo pongo -dijo.
-¿Accederías acaso -dije yo- a reconocer que lo visible se divide, en proporción a la verdad o a la carencia de ella, de modo que la imagen se halle, con respecto a aquello que imita, en la misma relación en que lo opinado con respecto a lo conocido?
-Desde luego que accedo -dijo.
-Considera, pues, ahora de qué modo hay que dividir el segmento de lo inteligible.
-¿Cómo?
-De modo que el alma se vea obligada a buscar la una de las partes sirviéndose, como de imágenes, de aquellas cosas que antes eran imitadas , partiendo de hipó tesis y encaminándose así, no hacia el principio, sino hacia la conclusión; y la segunda, partiendo también de una hipótesis, pero para llegar a un principio no hipotético y llevando a cabo su investigación con la sola ayuda de las ideas tomadas en sí mismas y sin valerse de las imá genes a que en la búsqueda de aquello recurría.
-No he comprendido de modo suficiente -dijo- eso de que hablas.
-Pues lo diré otra vez -contesté-. Y lo entenderás mejor después del siguiente preámbulo. Creo que sabes que quienes se ocupan de geometría, aritmética y otros estudios similares dan por supuestos los números impares y pares, las figuras, tres clases de ángulos y otras cosas emparentadas con éstas y distintas en cada caso; las adoptan
como hipótesis, procediendo igual que si las conocieran, y no se creen ya en el deber de dar ninguna explicación ni a sí mismos ni a los demás con respecto a lo que consideran como evidente para todos, y de ahí es de donde parten las sucesivas y consecuentes deducciones que les llevan finalmente a aquello cuya investigación se proponían.
-Sé perfectamente todo eso -dijo.
-¿Y no sabes también que se sirven de figuras visibles acerca de las cuales discurren, pero no pensando en ellas mismas, sino en aquello a que ellas se parecen, discurriendo, por ejemplo, acerca del cuadrado en sí y de su diagonal, pero no acerca del que ellos dibujan, e igualmente en los demás casos; y que así, las cosas modeladas y trazadas por ellos, de que son imágenes las sombras y reflejos producidos en el agua, las emplean, de modo que sean a su vez imágenes, en su deseo de ver aquellas cosas en sí que no pueden ser vistas de otra manera sino por medio del pensamiento?
-Tienes razón -dijo.
-Y así, de esta clase de objetos decía yo que era inteligible, pero que en su investigación se ve el alma obligada a servirse de hipótesis y, como no puede remontarse por encima de éstas, no se encamina al principio, sino que usa como imágenes aquellos mismos objetos, imitados a su vez por los de abajo, que, por comparación con éstos, son también ellos estimados y honrados como cosas palpables.
-Ya comprendo -dijo-; te refieres a lo que se hace en geometría y en las ciencias afines a ella.
-Pues bien, aprende ahora que sitúo en el segundo segmento de la región inteligible aquello a que alcanza por sí misma la razón valiéndose del poder dialéctico y considerando las hipótesis no como principios, sino como verdaderas hipótesis, es decir, peldaños y trampolines que la eleven hasta lo no hipotético, hasta el principio de todo; y una vez haya llegado a éste, irá pasando de una a otra de las deducciones que de él dependen hasta que de ese modo descienda a la conclusión sin recurrir en absoluto a nada sensible, antes bien, usando solamente de las ideas tomadas en sí mismas, pasando de una a otra y terminando en las ideas.
-Ya me doy cuenta -dijo-, aunque no perfectamente, pues me parece muy grande la empresa a que te refieres, de que lo que intentas es dejar sentado que es más clara la visión del ser y de lo inteligible que proporciona la ciencia dialéctica que la que proporcionan las llamadas artes, a las cuales sirven de principios las hipótesis; pues, aunque quienes las estudian se ven obligados a contemplar los objetos por medio del pensamiento y no de los sentidos, sin embargo, como no investigan remontándose al principio, sino partiendo de hipótesis, por eso te parece a ti que no adquieren conocimiento de esos objetos que son, empero, inteligibles cuando están en relación con un principio. Y creo también que a la operación de los geómetras y demás la llamas pensamiento, pero no conocimiento, porque el pensamiento es algo que está entre la simple creencia y el conocimiento.
-Lo has entendido -dije- con toda perfección. Ahora aplícame a los cuatro segmentos estas cuatro operaciones que realiza el alma: la inteligencia, al más elevado; el pensamiento, al segundo; al tercero dale la creencia y al último la imaginación; y ponlos en orden, considerando que cada uno de ellos participa tanto más de la claridad cuanto más participen de la verdad los objetos a que se aplica.
-Ya lo comprendo -dijo-; estoy de acuerdo y los ordeno como dices.
(Platón, República 510b ss)

Entre los practicantes de la filosofía de la matemática del siglo XX unos han sostenido que, conforme pensaban Frege o Russell, toda la Matemática puede construirse de manera puramente lógica u "analítica" (los logicistas). Otros piensan que la matemática tiene que basarse en la intuición sensible, y ningún concepto que no se pueda construir en la sensibilidad (o la imaginación), es decir, en una figura concreta en el espacio o el tiempo, tiene derecho de ciudadanía matemática (los intuicionistas). Otros creen que la matemática no necesita ni conceptos puros ni intuiciones específicamente matemáticas, porque puede construirse de una manera puramente sígnica, como un lenguaje sin referencia de ningún tipo (Hilbert, etc)
Creo que es evidente que, no sólo estas "clásicas" alternativas contemporáneas no son exhaustivas sino que mezclan, como mínimo, cuestiones ontológicas y epistemológicas. Creo, también, que lo que se conoce vulgarmente como "platonismo matemático" contiene bastante confusión, tanto en lo de "platonismo" como en lo de "matemático". Pero, para no perdernos en cuestiones secundarias, plantearía la cuestión: ¿qué es matemática?

lunes, 15 de noviembre de 2010

La existencia de la Existencia (diálogos eleáticos, I)

Diálogo entre un sabio y venerable maestro de la ciudad de Elea, y un discípulo realmente deseoso de comprender.

-¿Puedes repetirme, maestro, qué es eso de que sólo la Existencia existe?
-¿Qué te parece a ti que es existir, o ser, en el sentido pleno de esta palabra?
-¿Qué es la Existencia? En cierto modo, me parece, es algo que no se puede pensar de una manera determinada, o sea, que es inconceptualizable, como de diversas maneras han dicho diversos filósofos.
-¿Por qué han pensado eso?
-Porque cualquier predicado o concepto con que intentásemos entenderla, cualquier esencia, lo cualificaría de manera determinada, por contraste con lo diferente, pero no parece que pueda haber nada que contraste con la Existencia. Todo existe, y lo que no existe es nada. Así que la Existencia no parece que pueda ser una característica de las cosas.
-Muy bien, pero…
-Pero, por otra parte, de alguna manera tiene que ser pensable, puesto que hablamos de ella y creo que tiene sentido que lo hagamos. ¿O no tiene sentido decir que tal o cual cosa, existe?
-Casi lo que parece que no tiene sentido es decir cualquier otra cosa. Date cuenta, además, de que también hablamos de lo que no existe, así que cierto contraste sí que tenemos que admitir que tiene.
-Desde luego. Si hablásemos sólo de lo que existe… no hablaríamos de nada.
-Seguramente.
-A lo mejor, entonces, pienso a veces, hay que definir el existir como aquella característica que no se reduce a ninguna otra característica, pero sin la cual las demás características son realmente nada. Porque creo que hay que mantener por todos los medios que lo que no existe no tiene características.
-Eso creo yo.
-Entonces, aunque no podamos definirla concretamente, podemos entendernos diciendo que existir es “ser algo”, algo independiente de que lo estemos concibiendo o no, y algo individual y autónomo.
-De acuerdo, si no nos ponemos tiquis-miquis.
-Ahora: ¿hay algo que es la Existencia misma, es decir, una cosa con esas características que digo, algo individual y autónomo, que es Existir, algo que merezca un sustantivo para él o ella solo, y a ser posible un sustantivo propio? Creo que eso es lo que preguntas o afirmas tú: que además de que existan cosas, o, más bien, en lugar de que existan cosas, lo que existe es sólo la Existencia, o el Ser, en el sentido más completo de la palabra.
-¿Ves alguna manera de evitarlo?
-Lo que no veo, ahora mismo, maestro, es manera de aceptarlo. Aunque, por otra parte, algo en mí quiere entenderlo para creerlo. Hay, por lo menos, una fuerte tentación (en la que he caído y caigo una y otra vez) de decir que la Existencia no es más que un concepto, o sea, un producto de la mente, o del lenguaje… ¡Esos extraños objetos que son los productos de la mente y del lenguaje!
-¡Y esos extraños objetos que son la Mente y el Lenguaje!, ¿no?
-Sí, así es. Entonces, esa tentación (que es, creo yo, el sentido común) dice, contra ti, que la Existencia es solamente un concepto (aunque, eso sí, un concepto muy especial), con el que nos referimos a todo lo que uno puede referirse de verdad, y en la medida en que es algo a lo que uno puede referirse.
-Ése es, quizás, el sentido común de los filósofos.
-Es más, maestro, se puede fácilmente llegar, tirando por ese camino, a que la Existencia no es siquiera una característica o propiedad de primer orden, es decir, que se pueda atribuir a seres con nombre propio, sino una propiedad de segundo orden, o sea, una propiedad de propiedades, un predicado de predicados: justo el predicado que dice que otro predicado, de orden menor, tiene alguna cosa por ahí que lo satisface o ejemplifica, como se suele decir.
-¿Y?
-¡Ahí!…, pero ¿dónde? ¡En la realidad! Pero es a esa realidad a la que realmente queremos referirnos con la palabra existir, o ser en sentido pleno… ¿Cómo va a ser la existencia un concepto, y de segundo orden? ¿Qué es, entonces, la realidad: es sólo un montón de propiedades, o algo más pequeño todavía…? ¿Puedes sacarme un poco de este atolladero?

-Contéstame, entonces, a dos cosas: si hay que decir que existen los conceptos o ideas (por ejemplo, lo Rojo), y si los conceptos o ideas tienen que tener (y cuánto tienen que tener) la propiedad de la que son ideas (por ejemplo, si lo Rojo es rojo o incluso absolutamente rojo). Empieza por la primera, si te parece: ¿hay que decir que existen las ideas, o sea, esos conceptos con los que entiendes todo?
-Por lo menos tengo ya claro que no se puede aceptar un “nominalismo de avestruz”, como lo ha llamado Armstrong, creo, y que otros llaman “quinear” (por el filósofo americano W. v O. Quine): si algo no puedes explicarlo, niégalo.
-Y ¿qué es lo que rechazas al rechazar esa conducta de avestruz?
-Rechazo pensar que las cosas se entienden mediante otras cosas, tales como signos o vientos, que en realidad necesitarían ellas mismas entenderse mediante conceptos. Nadie ha sido capaz de eliminar los conceptos o ideas sin asesinar al conocimiento. Tiran al niño con el agua de la bañera.
-¿Qué más fauna no te satisface?
-Pues tampoco me satisface, desde hace tiempo, eso de las palomas de la jaula que es la mente. O sea, el conceptualismo, que dice que los conceptos existen sólo en la mente.
-Como escribirá en unas decenas de años un ateniense (poniéndolo en mi boca, por cierto), cuando pensamos, pensamos algo que es. Si no, no pensamos nada. O, como digo yo mismo en mis buenos ratos: lo que se piensa y lo que es, son lo mismo (cuando se piensa, claro, no cuando se imagina uno que piensa).
-Pero, ¿no podría pensarse que un concepto no es más que la colección de cosas que lo ejemplifican? A esto los lógicos lo llaman el "axioma de extensión": un conjunto no es más que sus miembros.
-Muy bien. Pues tengo que decirte que mi evidencia quizás más fructífera (si es que estoy en lo cierto) es haber comprendido que eso es poner el carro delante de los bueyes. Porque, a no ser que tengamos ya la idea o propiedad que identifica al conjunto, no podremos identificar qué seres son miembros suyos. Y no podremos identificarlos porque para ser algo hay que tener características. Es más, para distinguir miembros de un mismo conjunto hacen falta, además de la idea que los hace iguales, tantas ideas como para hacerlos diferentes. Llama a esto, si quieres, el "axioma de intensión".
-Así que existen los conceptos, o ideas, como prefieres llamarlos, porque sin ellos no hay nada. ¿Sabes lo que dicen, los maestros que más he oído, de los que son como tú? Dicen que “hipostasiais” o sustancializais las ideas, o sea, que les dais el ser sólo porque las necesitáis en el conocer. Y eso, dicen, es el mayor pecado.
-Y ¿eres capaz de adivinar lo que podemos contestarle nosotros, los simples?
-Me figuro que se les puede pedir que propongan otro criterio ontológico, y expliquen por qué lo que necesitamos pensar no podemos afirmar que existe.
-Claro. Porque es muy cómodo decir, “esto lo uso, pero no existe”. Y el problema no es que sea cómodo, claro, sino que no haya manera de tragarlo. ¿O puede funcionar algo que no existe ni se deja traducir a algo que sí existe?
-Eso es verdad, por duro de aceptar que sea para el sentido común del filósofo. Hasta un amante de la superficie, como el sagaz Quine, dice que tenemos que aceptar como existentes aquellas cosas que, como las entidades matemáticas, no tenemos más remedio que usar en la ciencia y que no podemos reducir a otras más amadas por más superficiales. Aunque su último criterio de qué hay que aceptar como válido sea el criterio pragmático, y yo por mi parte prefiera el criterio lógico…
-Y ¿qué dice de la existencia? ¿No cree que la necesitamos y no podemos cargárnosla?
-Es complicado. Para él, creo, la existencia no es más que un cuantificador, o sea, una especie de adjetivo numeral indeterminado. O no le entiendo, o me parece del todo insatisfactorio. Pero prefiero que hablemos de tu teoría. Sigue el razonamiento.
-Está bien. Entonces, ¿podemos entender que las ideas estén pidiendo a gritos que se les reconozca la existencia?
-Pero, por otro lado, no dejan de ser seres de la oscuridad… ¿Qué ser real puede ser el que está en muchos sitios a la vez, o sea, que no es realmente un individuo, un ser concreto? Esa es la pega eterna contra vuestras ideas.
-Así es. Pero, incluso concediéndote que las ideas sean así (que no lo son) ¿conoces alguna cosa que sea un individuo como esos que buscas? ¿No has visto cómo aquellos amantes de la superficie que mencionas, cuando buscan sus individuos reales, sus átomos de realidad, se ven llevados hasta un “esto” absoluto sin duración ni extensión, un “inconceptualizable”?
-Es cierto. Incluso parecen llegar a que sólo existe una cosa, que sirve de referente último de todos los predicados… ¡A ver si va a resultar que estáis de acuerdo!
-No sería extraño. ¿No dicen que, en lo oscuro todos los gatos son pardos? Y también en la luz muy luminosa deja uno de distinguir, con las sombras, las demás cosas... Pero, por seguir por donde íbamos: nosotros, los amigos de la idea, no creemos que a ésta le falte individualidad ninguna por el hecho de ser participada por muchos, igual que, según nuestra amada metáfora, el mismo sol no deja de ser uno e indiviso porque ilumine muchos rincones.
-Te concedo eso por hoy. Sigue con lo otro.

-Ahora dime si una idea tiene que tener su propia característica: si el Rojo tiene que ser rojo, por ejemplo.
-Cualquier opción me parece peor. Si la Rojez no es roja, no sé cómo puede hacer rojas a las cosas. Si es roja, parece que nos amenaza el argumento del tercer hombre, quiero decir, del tercer rojo: de algo tienen que participar en común tanto las cosas rojas como la rojez roja.
-Sí, de lo Rojo mismo. Es que no es adecuado decir que el Rojo es rojo, sino que el Rojo es lo rojo, o el rojo mismo. El Rojo en sí es el rojo puro, y no participa de otro rojo más puro.
-Todo esto, maestro, me temo que podríamos estar un año discutiéndolo.
-Estaremos siglos discutiéndolo.
-Pero, de la misma manera, podemos darlo ahora por concedido. Dime a dónde quieres llegar, aunque lo entreveo.

-Bueno, pues, entonces, parece que hay que aceptar dos cosas. Primero, que la idea existe, porque si ella no existe, no puede hacer nada, y menos cualificar a las cosas que sí existirían. Y, segundo, que la idea tiene que tener ella misma su misma propiedad, o, mejor dicho, tiene que ser eso mismo (ella misma) en estado puro, porque, si no, tampoco podría dárselo a los demás.
-Sea.
-Y supongo que no te confunde el que la idea no se pueda imaginar, pero sí pensar.
-Otra cosa más que te concedo por ahora.
-¿Quieres tú mismo deducir de ahí qué se sigue para esa no-propiedad o super-propiedad, esa no-idea o super-idea, que es Ser o Existir?
-Creo que te corresponde sólo a ti decirlo.
-Pues se sigue que, tanto por lo primero como por lo segundo, o sea, tanto porque existe la idea, como porque la idea es la única cosa que participa plenamente o es ella misma, no sólo la Existencia existe o el Ser es, sino que es lo único que es o existe plenamente.
-Y, por supuesto, la Existencia es un individuo absoluto, aunque sea participada de manera más o menos imperfecta por los existentes… si es que los hay… A esto yo lo llamaría Argumento Ontológico.
-Curioso nombre… seguramente más correcto de lo que se imagina él mismo.
-Ahora veo tu famosa teoría, maestro: ¿qué puede haber fuera de ese ser único e individual que nos acaba de parecer que es la Existencia? Parece que nada.
-Fuera, nada; ¿y dentro…?
-¿Qué podría dividirla, a la existencia única, ni siquiera de manera analógica (o sea, con un no-ser relativo, como parece que defenderá un discípulo tuyo en el extranjero)?
-Esto no es tan fácil. Pero te sugiero que degustemos e intentemos digerir de lo que acabamos de creer haber visto.
-Creo que tendré que regurgitarlo unas cuantas veces, porque tanto los supuestos que te he concedido como lo que creo haber visto, es demasiado duro para un estómago corriente, como el mío. Pero al menos el sabor que deja es tan exquisito como el del agua.

El miedo al conocimiento, de Boghossian. y IV

Termino con el resumen y comentario del libro El miedo al conocimiento, de Paul Boghossian.

La última forma de constructivismo criticado por Boghossian es el relativo a la racionalidad de la creencia. ¿Cuándo es razonable sostener una creencia? ¿Hay alguna situación privilegiada?

Una vez más, la visión clásica supone que hay justificaciones, independientes de nuestros intereses, que hacen racional creer algo. El constructivismo dice aquí que nunca basta con una justificación puramente epistémica, sino que nuestras creencias están necesariamente determinadas por nuestras circunstancias y necesidades materiales. Y nuevamente hay que entender esto en sentido fuerte: ninguna justificación puramente epistémica es suficiente para explicar por qué alguien cree lo que cree: siempre es necesario algún factor material.

Ahora bien, se pregunta inmediatamente Boghossian, ¿por qué ciertas experiencias y creencias (las relativas a nuestras necesidades, por ejemplo) iban a causar creencias no necesitadas de justificación y sólo las creencias de tipo justificación-epistémica iban a ser inanes? Este tipo de constructivismo da por supuesto que la gente cree, natural e incondicionamente, en que sus condiciones y necesidades materiales son tales o cuales (lo que no necesita ninguna justificación más), mientras que no sería capaz de creer en una proposición justificada sólo teoréticamente. ¿Qué extraña asimetría es esa?

La Sociología del Conocimiento Científico (S.C.C.), por ejemplo, ha intentado explicar, sociológicamente, no sólo que nos interesemos por este o aquel conocimiento, sino el contenido mismo de nuestras teorías. No sólo que nos interese estudiar los cuerpos se explica sociológicamente, sino incluso que creamos que hay partículas subatómicas. Esa presunta ciencia (la S.C.C.) se quiere presentar como “imparcial y simétrica ante la verdad y la falsedad de las teorías que estudia” (tanta explicación sociológica requiere una teoría falsa como una verdadera), y quiere ser también imparcial y simétrica ante la racionalidad de las teorías.

Ahora bien, dice Boghossian, si bien la simetría respecto a la verdad de las teorías es semi-plausible (con matices, porque a nadie se le ocurriría sostener que si una persona cree que el azul está más cerca del rojo que el naranja, eso es porque ha estado expuesto a experiencias diferentes: más bien se le supondría problemas de visión, etc.), en lo referente a la racionalidad la imparcialidad es totalmente inaceptable porque:
-no explica por qué ciertas creencias sí causan convicción y otras no
-elimina el papel de la naturaleza en el conocimiento: sea como sea la naturaleza, será la construcción social lo que diga qué creeremos (nadie oiría la voz de las cosas)
-se autorrefuta, pues la propia S.C.C. recibe su autoridad científica en una imparcialidad acerca de lo que es racional creer y lo que no.

De modo similar, recuerda Boghossian, T. Kuhn defendió que los paradigmas científicos son inconmensurables, y llegó a decir que quienes piensan dentro de paradigmas diferentes “viven en mundos diferentes”. Esto es igualmente inaceptable:
-En primer lugar, ¿cómo una tesis empírica como la de Kuhn podría dar sustento a una teoría “modal”, que dice que “necesariamente la ciencia funciona así? Lo más que podría afirmar Kuhn es que viene sucediendo así.
-Por otra parte es absurdo decir que Belarmino y Galileo vivían en realidades diferentes, porque es obvio que estuvieron en la misma habitación.

Si los paradigmas fuesen realmente inconmensurables, o sea, totalmente intraducibles, nadie podría entender dos paradigmas a la vez. Pero, obviamente, Einstein entendía el paradigma newtoniano y el relativista. Aunque hubiese ciertos problemas que no tuviesen sentido en los dos, y términos que cambiasen su valor, esto no podía afectar a todo. Los propios científicos argumentan entre paradigmas, para dirimir cuál es el mejor.

Por último, Boghossian analiza rápidamente el presunto apoyo que la tesis llamada de Duhem-Quine (según la cual toda teoría está infradeterminada por los datos) podría dar al constructivismo. Ninguno. La tesis de Quine es de carácter lógico, y no pretende sostener que los hechos no apoyen más una teoría que otra, o que sea igual de racional revisar una parte de la teoría que otra.

En el epílogo, Boghossian se pregunta cuál es el origen “ideológico”, digamos, del constructivismo y el relativismo. Cree que mucho del apoyo lo recibe de posturas políticas de izquierda que, en oposición al imperialismo y en defensa del multiculturalismo, ven en el constructivismo y el relativismo una defensa de la legitimidad de independencia de otras formas de vida, las de las sociedades más débiles. Ahora bien, com dice Boghossian, incluso políticamente se trata de una estrategia del todo equivocada, porque si no son criticables ciertas perspectivas o visiones del mundo (las de los oprimidos, por ejemplo) tampoco lo serán las de los opresores. Salvo que se pretenda el doble rasero por el cual la crítica es lícita si se dirige contra las élites (por ejemplo, contra el creacionismo cristiano) pero no cuando se dirige contra los pobres (contra el creacionismo zuñi, por ejemplo).

El libro de Boghossian, claro y pulcro, como la mejor filosofía "analítica", es un capítulo más en la lucha entre los Titanes y los Olímpicos. Como era de esperar, convencerá a muy pocos, pero eso (curiosamente, y paradójicamente para las pretensiones del autor) no le quita ningún valor filosófico. El relativismo es una posición dialéctica casi tan irrefutable como la defensa de la verdad.

Cuando se asiste a una crítica y pretendida refutación de una posición filosófica es normal oír la petición, por parte del otro, de una alternativa positiva. ¿Qué tendría Boghossian que proponer? ¿Sería su posición menos débil que la que critica? Boghossian parece dar a entender en el libro que el sistema de principios epistémicos preferible es ese formado por Observación, Deducción e Inducción. Es decir, algo parecido a lo que confusamente se suele llamar el método científico. Pero ¿justifica este método sus propios análisis filosóficos? No parece. La posición del ontólogo y del epistemólogo es normativa, autónoma respecto de la ciencia. No puede depender de la Observación (ni de la Inducción), puesto que la fundamenta. Tampoco de la Deducción, puesto que hace falta algo (un contenido) que deducir.

La defensa del absolutismo teorético, me parece a mí, es en Boghossian demasiado dependiente del cientificismo (no de la ciencia). Por eso es insuficiente. Bastaría con llevarla a sus límites, y pedir las condiciones en que “habría motivos” para cuestionar nuestros criterios epistemológicos. ¿Podrían esos motivos ser observacionales? No, porque la observabilidad es, precisamente, uno de los criterios aceptados. Pero ¿habría lugar para la pregunta cartesiana por el sueño o el genio maligno?

El miedo al conocimiento, de Boghossian. III

Sigo con el resumen y comentario del libro de Paul Boghossian, El Miedo al Conocimiento (Alianza).
Después de analizar y criticar el relativismo ontológico, Boghossian considera el relativismo epistemológico. En la visión clásica u objetivista, suponemos que, por ejemplo, en la disputa entre Galileo y el cardenal Belarmino (encargado de la ortodoxia católica), Galileo contaba con mejores justificaciones para defender que la tierra gira alrededor del sol. O, por poner otro ejemplo que Boghossian aporta al principio del libro, creemos que cuando los arqueólogos afirman que los indios americanos llegaron a América desde Asia, tienen mayor justificación que los propios indios, que dicen haber salido del interior de la tierra. Pero Rorty, con otros relativistas, sostiene que, “en verdad”, no hay un lugar superior al sistema epistémico asumido por Galileo y al de Belarmino para decidir cuál de ellos está más justificado. Desde luego, reconoce Rorty, la perspectiva de Galileo ha triunfado, y nosotros la preferimos hoy (nos es más conveniente), pero no hay mayores razones teoréticas para ello que las que podían tener Kerensky y Lenin en su disputa, o la Royal Academy frente a Bloomsbury.
Como otras veces, esto suena muy extraño y descorazonador para un amante de la ciencia (un amante de la filosofía está más acostumbrado a los palos). Normalmente pensamos que hay ciertos criterios de justificación epistémica. Por ejemplo, la observación, la inducción y la deducción. Pero ¿no hay, quizás, sistemas alternativos, llamémoslos, ‘Revelación’, u ‘Oráculo’, que no sean ni mejores ni peores que el sistema observacional-deductivo? Wittgenstein, nos recuerda Boghossian, dijo que, cuando llegamos al punto de discusión sobre principios epistémicos, ya no podemos justificarlos, y nos limitamos a rechazar, sin justificación, el otro. Desde luego, cada uno se atiene, cuanto puede, al suyo propio (aunque hay casos de autodestrucción). Otra vez hay que entender esto en toda su fuerza. Porque hay un sentido débil en que el desacuerdo entre sistemas epistémicos no es en realidad dañino para quien cree que sólo hay un modo absoluto de justificación teorética (o sea, para el absolutismo epistémico): si el otro no entiende mis argumentos, tanto peor para él. No todo desacuerdo prueba que nadie (o todo el mundo) está en lo cierto: generalmente prueba sólo que al menos uno está equivocado. Pero el sentido fuerte que le dan Wittgenstein y Rorty significa mucho más: significa que nuestros principios ni están justificados ni son justificables siquiera para nosotros mismos. Como señaló Richard Fumerton, un sistema epistémico que se pretendiese superior, se estaría autojustificando, cayendo en círculo. T. Nagel rechaza esta objeción de circularidad de la autojustificación argumentando que, en una discusión entre sistemas epistémicos alternativos, la propia discusión, crítica, presupone la argumentación racional. Sin embargo, cree Boghossian (una vez más insatisfecho con la argumentación de Nagel) el adversario de la unicidad de sistemas epistémicos puede ser entendido, mejor, como alguien que propone otro sistema de razonamiento, y no como alguien que rechaza todo sistema de razonamiento.

Nuevamente, no estoy de acuerdo con Boghossian. Aceptar que lo que propone el otro es otro sistema de razonamientos, conduce a la equivocidad total del término ‘argumentación’. Y, cuando hay equivocidad, no se está hablando de nada. Si puede haber sistemas alternativos de argumentación, ha de haber alguna instancia superior desde la que confrontarlos.

Y, como pasaba también con el argumento contra el relativismo de los hechos, tampoco aquí Boghossian ve poderoso el argumento de que el relativista se autocontradice, y por la misma razón que entonces. Sin embargo (y este es el argumento que Boghossian sí cree válido contra el relativismo epistemológico) si, como dice el relativista, no hay hechos absolutos acerca de la justificación, y dado que los principios epistémicos son versiones más generales de los juicios epistémicos particulares, también serán falsos los principios epistémicos de cada uno. O sea, si las aserciones con pretensiones de validez teórica son relativas al sistema de principios epistémicos previa e injustificadamente aceptado, la creencia en tales principios previos estará injustificada y, por tanto, serán falsos.

Esa tesis de que la diferencia entre juicios y principios es meramente de grado –anoto yo- ha sido rechazada por Wittgenstein y otros. Los principios son de un carácter heterogéneo a los juicios que se rigen por ellos. La relación entre principios y hechos no es la de lo general a lo particular sino, más bien, la de la regla al caso de aplicación de esa regla. Pero no creo que esto afecte a la argumentación de Boghossian, porque de lo que se trata es de si se puede aseverar de alguna manera la validez de los principios epistemológicos primeros, un vez que se acepta que no hay justificación posible.


Podría pretenderse, se objeta Boghossian, la salida de considerar a los principios como proposiciones incompletas. Pero esto: -deja sin explicar la relación de implicación lógica entre principios y juicios regidos por dichos principios, -además de que resultaría difícil entender que alguien compartiese principios que son proposiciones incompletas, y que, sin embargo, fuesen concepciones acerca de algo. Tampoco, por último, sirve considerar a los sistemas epistémicos como conjuntos de imperativos acerca de lo que hay que tomar por justificado (“de acuerdo con la teoría T, ¡cree que p!”), porque: -los imperativos obligan, mientras que los principios epistémicos no lo hacen. -no existe ninguna explicación de la diferencia entre imperativos prácticos y esos supuestos imperativos epistémicos. -en todo caso, un sistema epistémico se reduciría a una descripción fáctica de qué imperativos aceptamos y lo que se deduce de ellos. Con esto no se salva la normatividad epistémica.
Entonces ¿en qué falla el argumento relativista contra una posición absolutista? Lo que debemos rechazar, sostiene Boghossian, es que, según creía R. Fumerton, no podamos llegar a creencias justificadas acerca de hechos epistémicos absolutos. No debemos aceptar rigurosamente la acusación de circularidad. Veámoslo. Cuando hay sistemas alternativos en liza, como mínimo debe exigirse que el otro sea consistente, que no genere, explícita o implícitamente, veredictos inconsistentes, ni sea autodestructivo. Además, no puede exigirse que haya que justificar un sistema antes de utilizarlo, pues en ese caso no se podría usar ningún sistema. Hay que aceptar que uno tiene legitimidad epistémica para utilizar un sistema de criterios en principio, salvo que haya fuertes motivos para cuestionárselo. El que estemos justificados en creer en una proposición en ciertas condiciones, es compatible con que haya otras en que no lo estamos.
Ahora bien, se plantea a continuación Boghossian, ¿hay, en verdad, tantas disensiones entre sistemas epistémicos? Si observamos el caso de Belarmino y Galileo, argumenta, veremos que en realidad no disienten en sus principios epistémicos: como Galileo, también el cardenal confía en sus sentidos (gracias a lo cual cree que está leyendo su ejemplar de la Biblia), en la deducción y en la inducción cuando mira al cielo, e incluso cuando mira ese objeto que es la Biblia. La disensión, bien mirado, no es tanto en principios epistémicos, sino, más bien, acerca de la naturaleza de un determinado objeto: la Biblia. Para el cardenal, es obra de Dios. Algo semejante puede decirse de casos como el de los azande. Según esta etnia, la brujería se trasmite patrilinealmente, pero, sin embargo, no reconocen como brujo más que al descendiente directo. Algunos han propuesto que los azande usan otra lógica. Ahora bien, señala Boghossian, dada la dependencia que hay entre los términos lógicos (como ‘si’) y las reglas que rigen su aplicación, es muy difícil entender qué significa eso. Es mucho más sensato pensar que la disensión sea debida o a un error lógico cometido por los azande en sus deducciones, o a que los términos no lógicos tienen para ellos otro sentido que el que le damos en nuestra traducción. Hasta aquí, el análisis del relativismo epistemológico.

Creo que esta es la parte del libro de Boghossian que resultará menos convincente. Y creo que se debe a que la propia filosofía actual (no digamos la ciencia) tiene un problema de justificación epistemológica. Si las perspectivas dominantes (con todos los matices necesarios) son alguna manera de positivismo (por muy dulcificado u “holista” que sea) o alguna manera de pragmatismo, es muy difícil escapar al relativismo, si no es completamente imposible. Boghossian parece pedirnos el aristotélico
ananke stenai,”en algún punto hay que detenerse". Pero, como expone Sócrates en la última sección del Teeteto, o en República VII, si aquellos principios de los que hay que partir no son más evidentes y (auto)justificados que todo lo que se va a construir mediante ellos, no pasamos de una “ensoñación”. Puesto que la ciencia (y la filosofía que no quiere situarse sobre la ciencia) “parte de supuestos que ella misma no puede justificar”, es imposible justificar, mediante el modelo cientificista, la validez incondicional del conocimiento. El constructivismo sería la consecuencia inevitable del cientificismo.
No hay que pedir justificación de los principios, dice Boghossian, salvo que haya fuertes motivos. Sí, pero ¿cuáles pueden ser esos motivos? Si algo puede hacer dudar de los principios epistémicos de uno, o será de acuerdo con principios superiores (por ejemplo, el pragmático) o habrá lugar a indefinidas posiciones epistémicos igual de válidas. La única manera de evitar esto, creo yo, es la aceptación, platónica, de que la razón es capaz, mediante el remontar de lo hipotético, alcanzar lo anhipotético, que no es fenoménico ni depende en nada de lo fenoménico. Pero esta es una posición que, estoy seguro, Boghossian no aceptaría.

viernes, 5 de noviembre de 2010

El miedo al conocimiento, de Boghossian. II


Sigo con el resumen y comentario del libro de Paul Boghossian El Miedo al conocimiento.

Rorty, nos dice Boghossian, rechaza el modelo “cortagalletas” goodmaniano, porque da pie a hablar de una forma y una materia de las cosas, y, con ello, a la objeción anterior. Rorty propone otra manera de entender la relatividad absoluta de los hechos. Lo que quiere defender es que no hay una naturaleza de las cosas, independientemente de los “juegos de lenguaje”.

Como se sabe, Rorty admite que no todos los modos de hablar son igual de prácticos:
"Dado que resulta ventajoso hablar de montañas, como de hecho lo es, una de las verdades obvias acerca de las montañas es que estuvieron aquí antes de que hablásemos de ellas. […] Pero la utilidad de estos juegos de lenguaje no tiene nada que ver con la cuestión de si la Realidad-tal-como-es-en-sí-misma (esto es, independientemente de cómo es útil para los seres humanos describirla) contiene
montañas o no”.
El relativismo ontológico, como el que propone Rorty, modifica la teoría clásica de cuándo algo es un hecho, de esta manera: Algo es un hecho, no en sentido bruto o absoluto, sino respecto de una cierta teoría, T, que yo acepto. Y hay muchas teorías, ninguna de las cuales es más fiel a cómo son las cosas. Análogamente a como hace el relativismo moral o el estético, que no acepta proposiciones absolutas del tipo “A es correcto” o “A es bello”, sino que exige entenderlas de la forma: “A es bueno respecto de un código moral, M, que yo acepto”.

El argumento tradicional contra el relativismo, reexpuesto recientemente por Thomas Nagel, según Boghossian, dice que el relativismo está en un dilema insoluble: o bien acepta que su propia tesis es relativa, y entonces no puede pretender ser más verdadera que el absolutismo, o bien se proclama como verdad absoluta y objetiva, y entonces se auto-contradice.
Boghossian considera incorrecto este argumento porque, dice, no es necesario que el relativista esté diciendo simplemente lo que le apetece:
“Bien podría suceder, después de todo, que el relativismo sea cierto con respecto a una teoría que nos conviene a todos aceptar, relativistas y antirrelativistas por igual”.
Pero hay un argumento mejor, cree Boghossian, y es éste: El relativismo, al relativizar los hechos a cierta teoría previamente asumida, parece obligado, o bien a aceptar que hay hechos objetivos y absolutos acerca de la existencia de esas mismas teorías aceptadas (por ejemplo, será un hecho bruto o absoluto que los humanos aceptamos teorías relativamente a las cuales aceptamos la existencia de montañas) o bien a relativizar a su vez los hechos acerca de las teorías aceptada, y caer así en un regreso infinito. En otras palabras, si se sostiene de manera absoluta que no existen hechos absolutos, sino que los hechos son relativos a un marco teórico aceptado, consecuentemente habría que relativizar los hechos referentes a esos marcos teóricos, habría que hacerlos relativos a otros marcos teóricos, y estos a su vez a otros, ad infinitum. O bien, simplemente aceptar que algunos hechos absolutos son incuestionables.

Además, añade Boghossian, es raro que acepte hechos acerca de lo mental y se niegue a aceptarlos acerca de lo físico.

Voy a comentar algunas cosas:

- Yo no encuentro convincente el rechazo de Boghossian del argumento de Nagel (que es el mismo que aparece ya en el
Teeteto de Platón, por ejemplo). No es posible defender, como pretende Boghossian, que quizás nos conviene aceptar una teoría que en sí misma sea inconsistente, porque no es posible aceptarla lógicamente (que es de lo que se trata: no se trata de pragmática). Ahora bien, el relativismo es lógicamente inconsistente, independientemente de su presunta utilidad. Algo no puede ser, además, pragmáticamente consistente si no lo es antes lógicamente. O, al menos, esa rentabilidad no la hace lógicamente más respetable.
- Tampoco veo muy diferente el argumento de Boghossian. Según este argumento, el relativista debe aceptar hechos absolutos acerca de teorías, si no quiere caer en un regreso infinito que le lleve a la nada. También el argumento tradicional delata que, si se quiere decir algo con sentido, uno tiene que presuponer ciertas verdades absolutas. En todo caso, se podría entender que el argumento tradicional es una aplicación autorreferencial de ese argumento general. Pero cabe, mejor, ver en el argumento de Platón-Nagel un argumento más fundamental, en cuanto que hay unos hechos que ineludiblemente tiene que aceptar uno si quiere decir la más mínima palabra con sentido, y son los hechos acerca de la validez lógica. Ahora bien, si la tesis relativista es inconsistente, falla de manera fundamental.
- Por último, aunque no atañe directamente a la cuestión, es inadecuada la identificación que hace Boghossian entre hechos teoréticos (que debería aceptar el relativista) con hechos mentales. La distinción hechos / teorías no es la misma que físico / mental ni una subclase de ella.

En todo caso, la crítica de Boghossian al relativismo es acertada.
El relativismo parece plausible porque parte de algo que se puede entender ambiguamente: todo nuestro conocimiento de las cosas en sí mismas es un conocimiento relativizado precisamente por nuestra manera de conocer, por nuestra idiosincrasia. De aquí se pasa a la afirmación de que no hay más que nuestra idiosincrasia, con lo que se incurre en contradicción. Hay un sentido, desde luego, en que hasta el más objetivista aceptará que (no las cosas, sino) nuestra concepción de las cosas depende de nuestra propia constitución. Pero es precisamente porque hay una manera en la que son las cosas, independientemente de nuestra idiosincrasia, por lo que pueden relativizarse a nuestras características de una manera y no de otra.

La apelación del relativista a lo pragmático sólo sirve para mostrar que el relativismo absoluto es falso. ¿De qué depende que ciertos juegos de lenguaje sean más útiles que otros? ¿Por qué creer que hay montañas es más útil que negarlo? Si no es la realidad (es decir, algo externo al propio juego de lenguaje), tiene que ser el propio juego de lenguaje el que crea la utilidad. Pero, en ese caso sería completamente relativo al juego de lenguaje que resultase útil o no. De esa manera, si yo adopto un juego de lenguaje en el cual salir por la ventana exactamente de la misma manera en que lo podemos hacer en el juego de lenguaje habitual pero con la pequeña variante de que no seré atraído por la tierra, puedo estar seguro de que podré andar por el aire. Es evidente que yo no puedo adoptar libremente un juego de lenguaje, si quiero que resulte “pragmático” en determinada manera, así que hay algo “externo” que decide qué juegos de lenguaje son pragmáticos. Es decir, los juegos de lenguaje tienen restricciones. Y eso es lo que significa que hay cosas-en-sí-mismas.

lunes, 18 de octubre de 2010

"Dios ha muerto" ha muerto. II

Las respuestas modernas al “problema teórico”, y sus aporías

Empezando por el problema teórico, es decir, ontológico-gnoseológico, la filosofía moderna ofrece dos (tres) respuestas, ambas antimetafísicas. La primera, el inmanentismo puro, puede adoptar una forma “positiva” y otra más radical o “negativa”.

A) La respuesta naturalista o “positiva” (positivista) dice que lo real es lo contingente o “natural” (o fenoménico, etc.), y la universalidad que supone el conocimiento es reducible a (porque emanó de) lo contingente. Esta solución incurre en lo que podríamos llamar Falacia naturalista teorética, es decir, en el error de que se pueda inferir (o extraer, o emerger, etc.) lo universal de lo particular, lo normativo de lo descriptivo, el debe-ser del es contingente. Una de las formas de esta falacia es el llamado problema de la inducción.

Por poner un ejemplo, supongamos una tesis biologista, según la cual los conceptos humanos, de cualquier tipo, son fruto de la evolución natural de ciertos organismos (el biologismo no es biología, sino una ideología o filosofía reduccionista, naturalista y, por eso, contingentista). Según eso, pues, los conceptos matemáticos, lógicos, físicos, etc, serían dependientes de la situación biológica del organismo que los produce. Esto supondría que la validez de lo matemático es menor (teoréticamente) que la de los conocimientos biológicos, lo cual destruye la presunta validez autónoma de la matemática (ningún matemático recurrirá a un biólogo para resolver un problema matemático), y destruye, de paso, la propia validez de la biología, que está amparada en la presunta validez incondicional de los principios lógicos, epistemológicos, etc que determinan que algo sea ciencia. Esta relativización lleva al relativismo.
Otro ejemplo: cualquier historicismo (por ejemplo, el marxista, o las hermeneúticas radicales. o la teoría de paradigmas de Kuhn) que sostenga que las ideas son dependientes del contexto histórico, anula su propia validez trashistórica: el marxismo no sería más que un epifenómeno de la sociedad burguesa, incapaz de trascenderla. Nuevamente, esto conduce al relativismo autonegador.
Ni siquiera puede aceptarse que el dato sea anterior a la teoría, lo contingente a lo universal y normativo. Sin universalidad y normatividad, no hay dato positivo.

B) La radicalización del inmanentismo lleva a posturas como las de Nietzsche o Rorty y el constructivismo, que niegan que haya ningún conocimiento privilegiado o más cerca de la Verdad en sí de las cosas. No hay tal. Cada teoría o cosmovisión es relativa a un sujeto y sus intereses (y hay que tener en cuenta que los propios sujetos son construcciones). Galileo no estaba más cerca de la verdad que Belarmino, sólo usaban criterios epistémicos diferentes. Los postgalileanos, por razones pragmáticas, preferimos a Galileo, pero eso no significa que estemos más cerca de la verdad. Distinguimos a una jirafa del aire que la rodea debido sólo a nuestra perspectiva. Una pulga o un astronauta no lo harían. No hay nada en sí mismo, sólo perspectiva o interpretación…
Esta posición es inconsistente, como se ha argumentado ya desde el Teeteto, por lo menos:
-Si no hay ninguna teoría más verdadera, tampoco puede serlo el propio relativismo. Éste da cobertura a su contrario.
-Si no hay hechos puros, sino relativos a un código o sujeto, no puede haber hechos puros acerca de esos códigos o sujetos. Habría que relativizar esos hechos a otros, y esos a otros, ad infinitum, o aceptar hechos no relativizables.
-Si no hay hechos puros, ¿por qué sólo hay millones de descripciones posibles de la jirafa, y no tantas como uno quiera? Claro que un astronauta no distingue el cuello de la jirafa, pero ¿podría ser que ese astronauta, si se acercara a cinco metros, viera (y no, según decidiera) ver el cuello de la jirafa? Si hay restricciones a las posibles descripciones de algo, hay algo no construido ni puramente perspectivo.
-Si todo es construido, ¿qué sentido tiene añadir que elegimos esta o aquella construcción “dados nuestros intereses”? Dados mis intereses yo construiría un hecho según el cual salgo por la ventana y no caigo. Si no puedo construir ese hecho, es porque hay algo externo a mí que lo impide.

El relativismo o perspectivismo radical confunde el hecho, inocuo, de que cada uno estamos en un punto del “espacio común” y vemos todo relativizado a ese punto y as nuestros intereses, con la tesis, inaceptable, de que los puntos de vista relativos son relativos a nada, salvo a nuestros intereses. A menudo se recurre a la errónea analogía con la relatividad en física. Si los sistemas de referencia son relativos es precisamente porque son intertraducibles o conmensurables, y eso es así porque hay unos absolutos (por ejemplo, la velocidad de la luz, las características matemáticas de la realidad…). Pero supongamos que se afirma que la matemática, la lógica o la epistemología (la metodología científica) es a su vez puramente relativa a cada “observador”. ¿Respecto de qué puede decirse eso? El lenguaje se ha vuelto completamente equívoco ahí.
Así pues, ni el inmanentismo positivo (naturalismo-positivismo) ni el inmanentismo negativo (perspectivismo, relativismo, constructivismo) salva la lógica.
Pero (como nos recordó alguien entre el público) ¿no será la lógica una petición de principio? Podemos llamarla así, si se quiere. Es la petición de principio del lenguaje racional, valga el pleonasmo (petición hecha incluso por quien pretende negar la lógica). Creo que nos basta con demostrar que las tesis perspectivistas están fuera del campo de lo racional: no podemos forzar a nadie a admitir la racionalidad.

C) Algunos filósofos modernos (paradigmáticamente, Kant) han visto que el inmanentismo radical no es aceptable: hacen falta a prioris. Pero, negándose a aceptar toda trascendencia o sustancialidad de las ideas, han situado lo a priori en un ámbito “meramente” formal, sea el Sujeto Trascendental, el Lenguaje, o algún pariente. El problema con estas alternativas (hoy menos de moda que el perspectivismo, por lo que les dedicaré menor atención, dado el interés de esta charla) es que no salvan la relación entre un ámbito y otro, ni explican el status ontológico. Una versión más actual del asunto es el de la relación entre lo Analítico y lo Sintético. Los positivistas más clásicos y moderados (incluido Carnap y similares) creen necesaria esta distinción, aunque lo que dicen sobre lo analítico (por ejemplo, que es convencional) ni mucho menos explica cómo eso analítico nos puede permitir comprender la realidad. Los más aguerridos, como Quine, intentan negar esa distinción, pero con eso acaban, como dice Davidson, con cualquier resto de empirismo. A decir verdad, no se atreven a todo (como sí lo hizo Nietzsche) porque no están dispuestos a relativizar la lógica.

Las "soluciones" modernas al "problema práctico", y sus aporías

Pasando al problema práctico, o moral y político, podemos encontrar las mismas tres posiciones básicas, con similares aporías.

A) La versión inmanentista o naturalista positiva (naturalismo ético y político, positivismo ético y político) pretende, falazmente, fundamentar o reducir las normas prácticas en hechos naturales. El famoso pasaje en que Hume denuncia la falacia del paso del ser al deber ser, o la falacia naturalista enunciada por Moore (foto), estaban dirigidas en primer lugar contra este naturalismo ético (aunque, como hemos visto, afectan igual al teórico). Efectivamente, del hecho (descriptivo) de que todos los seres vivos intentan persistir en la existencia, o del hecho de que tales magistrados redactaron tal constitución, no se sigue la norma (prescriptiva) de “debe buscarse la supervivencia” o “debe cumplirse la constitución”. Lo normativo es irreducible a fáctico. Lo normativo o prescriptivo tiene que tener una autonomía a priori, y son dos cuestiones muy diferentes la de qué costumbres se dan (cosa que puede estudiar la sociología, la biología o cualquier otra ciencia), de la cuestión de qué habría que desear hacer (cosa que es propia sólo de la ética y la política como actividades prescriptivas).
Nuevamente, podría valer el ejemplo del biologismo (que algunos biólogos amateur en filosofía confunden a menudo con su ciencia), o del historicismo.
Es curioso que el propio Hume, quien denunció de manera clara la falacia, se mueva en la ambigüedad de o bien incurrir en ella cuando pretende hacer ética normativa (debemos seguir lo que más nos plazca) o bien no tener nada que decir en ética, sino sólo en psicología. Según Rawls, Hume carece de una teoría de la razón práctica, pues él mismo, dado su contingentismo, se impide todo planteamiento de la pregunta moral, que es: ¿qué debo querer (hacer)?

B) Como ocurría en el ámbito teórico, la postura “negativa” del inmanentismo, consciente de la falacia del naturalismo positivo, llega a negar toda moral. La moral es una pura construcción, con base extramoral. O en moral no hay nada normativo. Aquí las aporías son algo menos evidentes, debido a que la validez propia de lo práctico no es (puramente) veritativa. Pero es aporético.
-Para empezar, habría que señalar claramente que, quien niegue el discurso moral, carece de toda justificación para sus juicios morales. Sin embargo no es inusual ver a los a-moralistas o los relativistas morales condenar tal o cual ética. En su defensa pueden intentar decir que sólo condenan tal o cual acto desde su código propio, no en términos absolutos. Pero este paso es inútil, porque mientras que la proposición, p, “la lapidación de mujeres es moralmente aberrante” es valorativa, la proposición “p respecto de mi código” es meramente descriptiva, de lo que a mí me gusta. Un sistema así relativizado no puede tener validez moral ni para el propio sujeto, pues no prescribe, sólo describe. Además, no justifica por qué este código y no otro.
-Además, y como consecuencia, el negador de “hechos morales” incurre en una contradicción pragmática al hablar, porque no tiene una justificación mayor para decir p que no-p.
Nuevamente, el relativista confunde el hecho débil de que los valores están relativizados a los contextos, con la tesis de que el contexto lo produce todo. Dado, por ejemplo, el principio de igualdad de derechos, eso implica que se trate desigualmente a los que se encuentran en situaciones diferentes. Sin ello sería razonable tratar a dos seres con exactamente las mismas circunstancias, de modos diferentes. Pero eso es justo lo que consideramos una manera irrazonable de comportarse.
Está por presentar un caso de supuesto relativismo moral, sea cultural o individual, que no pueda explicarse por las diferencias de contexto o por un error en el razonamiento moral, más que por una disensión fuerte de principios (esto puede considerarse un reto, por mi parte, a los que sostengan el relativismo moral).

C) Por último, también en moral hay una posición trascendental, desde Kant hasta Rawls o cualquier otra ética deontológica. Nuevamente, el problema es cómo conectar lo meramente formal con lo sustantivo, y explicar el carácter ontológico de las normas formales a priori.

Conclusión

Podemos ver todo esto en Nietzsche, como representativo de este pensamiento burgués decadente, perspectivista, nihilista y voluntarista. Nietzsche es muy inconsistente. Un participante exclamó: “¿¡es que no lo sabías ya!?”. Quizás sí lo sabíamos, pero ¿soluciona eso la cuestión? ¿Quién está dispuesto a vivir según un pensamiento completamente inconsistente?

Veamos algunas de esas inconsistencias:
-No hay verdades absolutas – sin embargo, sí es verdad que no hay verdades, que llega el nihilismo, etc, etc.
-La realidad es perspectiva, construcción, fruto de la voluntad – sin embargo, la perspectiva lo es de nada, la construcción lo es de nadie (porque el sujeto tampoco existe), y la voluntad no existe (la libre voluntad es parte del cuento metafísico).
-No hay causas, ni fines, ni sustancia. - Sin embargo, podemos dar explicaciones genealógicas o psicológicas de la moral; o predecir lo que vendrá y lo que debe venir.
-“Debemos” vivir en el eterno retorno de lo mismo, del presente – sin embargo debemos soñar con la llegada del ultra-hombre.
-No hay moral – sin embargo, el rebaño es pernicioso para la vida, porque la vida es un gran valor (como para Derrida la justicia es ideconstruible).

En conclusión, podemos y debemos ver las aporías de un pensamiento que es propio de una época y que, como ocurrió otras veces, pasará a la historia. Hoy ya no es lícito ver la metafísica como algo del pasado, sino precisamente como algo del futuro. Aunque la metafísica futura tiene que interiorizar y superar el pensamiento tardo-moderno, burgués, de la muerte-de-Dios.
¿Por qué (preguntó también algún asistente) debemos repetir una y otra vez los mismos pensamientos, a lo largo de una historia cíclica sin fin? Más bien deberíamos ver la historia como espiral (esperemos que creciente), en que vuelven pensamientos equivalentes, pero no vuelven de la misma manera, sino profundizados. Ahora bien, dado que el pensamiento filosófico es dialéctico porque, a diferencia del pensamiento parcial de la ciencia, pretende pensarlo todo en absoluto, implicando así su contrario, todo pensamiento filosófico es aporético. Yo creo, sin embargo, que las aporías del pensamiento de la muerte-de-Dios son más catastróficas, tanto teorética como prácticamente, que las de la creencia en el sentido real y objetivo de las cosas.

"Dios ha muerto" ha muerto. I

Este sábado pasado, 16 de Octubre, he presentado en el seminario Temas de filosofía para el siglo XXI: las Crisis, organizado por el Ateneo de Cáceres y el CPR de Cáceres, una ponencia titulada “Dios ha muerto” ha muerto. Como anuncié al acabar, pondré aquí un resumen, lo más breve posible, de lo que se trató para que pueda continuarse el debate. Divido el resumen en dos entradas para reducir algo la mezcla de posibles comentarios.

La mayor parte de los mitos, y los filósofos “oficiales” nos decían que los dioses nos fabricaron para que hubiese un ser capaz de preguntarse por el sentido de la creación y de sí mismo. Parte del sentido de la vida racional era, precisamente, buscar y, quizás, encontrar el sentido de la existencia, mediante la razón, decían los filósofos, ese elemento de semejanza con los dioses. Se confiaba en encontrar una Verdad Absoluta, más allá de las apariencias, y una Bondad y Ley moral absoluta, natural, más allá de los hechos. Frente a esto, el pensamiento tardo-moderno occidental habría descubierto hoy, se nos dice, que el final de esa búsqueda es que, en verdad, no existe ninguna Verdad, absoluta, necesaria y objetiva, sino que toda verdad es totalmente contingente, relativa a cada perspectiva y sus intereses, y que no hay, por tanto, tampoco ningún Valor absoluto y objetivo, sino que toda valoración es subjetiva e irracionalizable en último término (en cuanto a los fines). Este hallazgo de la absoluta falta de sentido de todo, está expresada paradigmática y contundentemente en el nietzscheano “Dios ha muerto”. Casi todo el mundo (al menos todos los que estén “al día”) asume que vivimos definitivamente en una época postmetafísica, posthistórica, etc.

Por relacionarlo con el asunto del seminario, ¿qué implica esto de crisis? El pensamiento de la muerte de Dios se pretende una crisis, no de este o aquel valor, no de este o aquel sentido, sino de todo valor y sentido. Se trataría, pues, de la Crisis. Aunque, según el concepto clásico de crisis, una crisis implica una normalidad y un “cómo debe ser algo” respecto del cual se produce la crisis. Pero esos “cómo debe ser algo” no existen, según el pensamiento de la muerte de Dios, así que ¿tiene sentido hablar de crisis, donde ya no valen conceptos teleológicos ni esencialistas? Podría entenderse, entonces, que el pensamiento tardo-moderno, el de la muerte-de-Dios, propone también un concepto nuevo de crisis: la vida es crisis constante, es decir, continua destrucción (o deconstrucción) de lo que intenta solidificarse, eternizarse. Un dios que sabe bailar, un Dionisos, es el único posible. ¿Se habrán acabado, entonces, ya los estadios metafísico y positivo de los que hablaba Comte? ¡Y sin haber abandonado el estadio mítico o religioso, porque buena parte de los tardo-modernos no tienen mucho problema para identificarse con algo religioso, si bien rechazan todo falogocentrismo y todo discurso único…!

Pues bien, la tesis que querría defender es que ese pensamiento de la muerte-de-Dios, que ha dominado y domina nuestra época (como se vio entre la mayor parte de los asistentes) está muerto, o, mejor, tiene los días contados. Se acerca el final del final-de-la-metafísica (o, mejor dicho, de la metafísica del final-de-la-metafísica), se acaba que se acabó-la-historia: está moribunda la muerte-de-Dios.
¿Por qué creo eso? Sencillamente porque es un pensamiento incoherente, contradictorio, aporético. Y, a no ser que abandonemos nuestro afán de logos, cosa que no encuentro apetitosa, tenemos que, primero, destapar esas incoherencias, y después, volver a buscar alternativas, que llevan, ineludiblemente, a lo metafísico, a lo trascendente.

La tesis de la muerte de la muerte-de-Dios tiene un aspecto más historiográfico (vivimos cercanos al final de ese nihilismo) y un aspecto más puramente filosófico o dialéctico.
Empezando por lo primero, para entender nuestra situación histórica propongo una analogía entre nuestra civilización occidental y la civilización griega. Lo que mal llamamos “edad media” es la época primitiva y arcaica (infantil) de nuestra civilización, emparentable con la época arcaica griega: una sociedad mítico-heroico-feudal. Lo que llamamos edad moderna se corresponde con la edad clásica de Grecia, entendiendo que esta empieza cuando aparecen las polis y la burguesía. Se trata de una sociedad política, no heroica, con una visión metafísico-científica del mundo (la edad adulta de Europa). En una primera etapa, esa modernidad llega hasta lo que llamamos ilustración, en sendas civilizaciones. Después, de la ilustración en adelante, nace la democracia utilitarista y la visión positivista pragmatista, cuya exacerbación es el relativismo y el subjetivismo. Según eso, parece claro que nos encontramos al final de la decadencia de la democracia de los estados-naciones, donde predomina la ideología sofista, relativista y pragmatista, retórica, etc. Nietzsche es otro Calicles, Rorty otro Protágoras, etc. Podemos, entonces, adivinar lo que viene después: unos sócrates y platones que denuncian la vaciedad de la retórica, la inconsistencia del relativismo y la auténtica inutilidad del pragmatismo que no se pregunta por los fines racionales. Políticamente, estaríamos a las puertas del a época imperial, de la disolución del pluralismo de estados-naciones: última etapa de la civilización (o senectud), si no es destruida o reducida antes por otra civilización más fuerte. Por supuesto, todo esto, se dirá, presupone una concepción metafísico-teleológica de la historia, etc. Así es, pero quien diga eso debe ofrecernos otra forma de hablar (que no sea nuestra misma forma de hablar de eso, pero poniéndole comillas). En un lenguaje historicista y teleológico incurren todos los que lo niegan: Nietzsche y su advenimiento del nihilismo y su futuro del superhombre; y, en general, todos los que hablan de que estamos en “otra cosa”. Nosotros podemos perfectamente desoírles y creer que hay una teleonomía y organística de las civilizaciones, y que el pensamiento de la muerte-de-Dios no es nuevo bajo el sol: tuvo otras épocas y pasó, y volverá a tenerlas, en otros tiempos futuros. Ahora, en nuestra civilización occidental, está cerca de su final.

Pasando ya a lo propiamente filosófico (que, por cierto, no se vería en sí mismo comprometido porque la anterior analogía filosófico-historiográfica fuese equivocada), hay que decir que todas las alternativas del pensamiento moderno son inconsistentes.

Vamos a analizarlas exhaustiva y sintéticamente, según el siguiente esquema. Las dos principales actitudes del hombre en el mundo son Conocerlo y Cambiarlo (o, al menos, actuar y operar en él). Son la Teoría y la Práctica, el Saber y el Querer, etc. Se puede, entonces, determinar la cosmovisión de una época humana atendiendo a la respuesta que da a esos dos asuntos, y, en tercer lugar, al asunto de la relación entre Teoría y Práctica, entre Saber y Querer.
El pensamiento “moderno” (la época clásica) nace de la “crisis” de la cosmovisión de la Europa arcaica (“edad media”). La época arcaica respondía a aquellas preguntas diciendo que:
-Lo real, lo que debemos creer como verdadero, es un orden universal y necesario de Arquetipos-Imágenes-Modelos-Esencias, más allá de los fenómenos materiales, y cuyo proto-modelo es Dios.
-Lo bueno, lo que debe quererse y hacerse, emana de esas esencias o perfecciones ideales de las cosas. Se trata, aquí, de intentar alcanzar esa perfección del modelo, universal y necesario.
-En cuanto a la relación entre verdadero y bueno, en general se acepta que, aunque son convertibles lo Verdadero y lo Bueno, lo Verdadero es “anterior (lógicamente)” a lo Bueno.

Estas respuestas tienen sus aporías, que al hacerse muy evidentes, llevan a su final:
-En el terreno teórico, los Arquetipos universales (formas cualitativas) no explican los fenómenos, lo aquí-y-ahora. La especulación medieval es una logomaquia (adormecida en la virtus dormitiva que ridiculizara Moliere).
-En el terreno práctico o ético-político, la voluntad no es libre, porque lo que debe querer emana de una instancia no sólo superior sino, sobre todo, de carácter mítico-positivo, incuestionable racionalmente.

El nuevo pensamiento, el de la edad “moderna”, contesta (dicho en rasgos muy bastos) de manera inversa a esas preguntas:
-¿Qué es real, y verdadero? Lo contingente, particular, localizado espacio-temporalmente. Los universales (teorías, leyes, conceptos) son creaciones humanas útiles para entender la naturaleza.
-¿Qué es bueno, qué debo querer? La voluntad debe ser libre (y eso significa “libertad de indiferencia”, es decir, absoluta posibilidad de determinarse por una cosa o por la contraria) así que no puede venir dictada por ninguna instancia superior al sujeto concreto y en este momento. Además, no hay otro sitio de donde extraer valores, porque no existen (o nos son inaccesibles) esencias-entelequias.
-Entre el conocimiento y la voluntad, tiene la prioridad esta última.

Por tanto, a muy grandes rasgos, se puede definir al pensamiento moderno como
-un Inmanentismo o “Naturalismo” ontológico y positivismo gnoseológico (“naturalismo” en sentido amplio, incluyendo otros contigentismos como el psicologismo de Hume, o el fenomenismo, etc)
-un subjetivismo o relativismo moral.
-Voluntarismo, preeminencia de la Decisión y la Práxis sobre el Conocimiento.

Esto hay que matizarlo en dos sentidos al menos:

-Esta es la tendencia del pensamiento moderno, que empieza de manera más o menos moderada (aunque hay formas ya muy radicales desde el principio, tales como Occam, Lutero, Hobbes, Montaigne…) para irse acentuando progresivamente. La evolución del pensamiento moderno es la evolución a una progresiva denegación de toda trascendencia y toda universalidad y necesidad. Las vías moderadas van muriendo por el camino.
-No todos los grandes filósofos modernos son naturalistas ontológicos, positivistas, subjetivistas morales y voluntaristas. La filosofía moderna, hasta hoy incluso, tiene en común la negación de todo lo trascendente-racional, pero ha adoptado dos formas de antimetafísica:
-Una forma radical, el naturalismo o inmanentismo propiamente dicho, que, a su vez, puede adoptar una forma "positiva" (o positivista) y una forma "negativa" o nihilista.
-Una forma “moderada”, en la que hay que colocar todo tipo de filosofía Trascendental, que, sin aceptar lo metafísico, quiere reservar un cierto ámbito formal o trascendental (no trascendente, es decir, no sustancial o sustantivo) a los aprioris.

Las marcas claras de no ser moderno son la defensa de cualquier metafísica y el intelectualismo moral. Lo moderno es cualquier manera de rechazar lo trascendente racional (lo que tiene que ver con la fe queda más a salvo) y el voluntarismo. Sólo Leibniz (y, a su modo, Spinoza) se atreve a no ser moderno en esos dos aspectos principales. Pero ¿quién cree moderno a Leibniz?
En cambio, la esencia de lo moderno está ya en Lutero. La razón (prostituta de Satanás) sólo sirve en asuntos mecánico-naturales. Para lo principal, que son los valores, vale sólo la fe. Dios mismo no es antes un intelecto, sino una Voluntad pura, que ha puesto estas normas que nos dice Moisés porque esas quiso, como podía haber querido justo las contrarias (un tirano, en una palabra). Esto es una buena prueba de que identificar a la modernidad (no digamos ya a la Ilustración) con la Razón, es una gran mentira.